II

Diez minutos después un taxi me dejaba frente al portal de casa.

–La esperan arriba –me dijo el portero al verme, y francamente yo no estaba para bromas.

–¿Quiénes?

–Unos amigos suyos. Tenían llave.

Nadie tenía llave más que Benjamín, y Benjamín estaba en Málaga. Puse cara de disgusto, pero él no se dio por enterado: más bien me devolvió la mirada como si ya fuera siendo hora de que empezara a acusar las consecuencias de la vida que había elegido. Entré en el ascensor con la convicción de que no podía aplazar mucho más el momento de tener unas palabras con este portero. Pero al abrir la puerta de casa recordé de improviso por qué seguía aplazando indefinidamente ese momento.

No fue lo único que recordé. Oí ruidos y pasos pero, antes de poder asustarme, reconocí la voz de Cecilia: entonces me asusté por otro motivo. Había olvidado que ella tenía llaves, también, y que había quedado esa mañana con una pareja para enseñarles el piso. Es la cuarta vez que lo enseña, y las cuatro veces he insistido en organizarlo todo para no estar yo presente.

Ella también me había oído.

–¿Eres tú? ¿Qué haces aquí? –Apareció sola en el vestíbulo.

–Lo siento, lo siento. ¡Me había olvidado! Tenía que volver para cambiarme, pero creo que me voy.

–No seas tonta... Pero ahora que estás aquí tendré que presentártelos.

–No, no. –Me resistía y tenía ya una mano en la puerta. Ella bajó la voz.

–Es la segunda vez que vienen... y están tomando medidas. Creo que están en el bote, así que me tienes que ayudar. Les gustará conocerte. Tienen mucha curiosidad.

–Me siento incómoda. Sabes que no estoy decidida... –Ahora tenía la espalda contra la puerta.

–¡Sí que estás decidida! Anda, ven...

Es verdad que llevaba unos días bastante libre de la voz de Cecilia, ya se ve hasta qué punto. Nada de lo que tenía que hacer esa mañana era posiblemente más importante que eso, y está claro, por más que quiera, que no se trató de un olvido inocente. De hecho, su culpabilidad es compleja. Por un lado, el olvido favorecía mi inhibición, un arte que, en este aspecto, últimamente estoy ejercitando con generosidad; por otro, si no me hubiera olvidado, probablemente no habría vuelto a casa, y el hecho de volver en tales circunstancias tiene todos los puntos para obedecer al propósito de impedirlo. De impedir la venta, quiero decir. Como las voces que se oponen a este espinoso proyecto estaban extrañamente calladas, es obvio que habían decidido manifestarse por otros medios, a través de trucos, por ejemplo, como el de esa mañana, sin duda para contrarrestar el ruido de las voces favorables. Por eso posiblemente desde hace dos o tres días, cuando concerté la cita –y mi ausencia de ella– con Cecilia, se las oía tan poco, ocupadas como estaban manteniendo a raya a sus contrincantes. Estas últimas, las favorables a la venta, hay que admitir que parecen perseverar más: su timbre es más agudo y constante, muchas veces adulador, articulan necesidades y propósitos, a menudo dicen «por favor». La de Cecilia es concretamente más imperiosa: no sé hasta qué punto necesita ella, me dice, el dinero de la comisión. La de Benjamín es tranquila, engatusadora, hermosa: dice que necesitamos «algo nuevo» y que yo no me voy a arrepentir.

No sé cuál de ellas triunfó entonces. Las consecuencias de mi olvido me pusieron a la defensiva, naturalmente, pero Cecilia no dejó de manipular la oportunidad en su favor. Me empujó hasta el dormitorio –precisamente hasta él– y allí me presentó a los posibles compradores.

–Tal vez se espera de nosotros –dijo el elemento masculino de la pareja, metro en mano– que regateemos en función de todas las taras y defectos que podamos encontrar. Podríamos decirle que sobra un tabique y falta otro, que la distribución no nos conviene, que querríamos otro cuarto, que los baños son pequeños, e intentar que usted comprendiera que, con las reformas que pensamos emprender, incurriríamos en muchos y enojosos gastos. Pero no lo vamos a hacer. Nos gusta como está. Es sencillamente –pausa y ademán– perfecto. Por eso no trataremos de regatear con este tipo de argumentos. Nuestro único argumento es la suma de la que podemos disponer, y haciendo, si me lo permite, muchos esfuerzos. Ésa será nuestra oferta porque es la máxima que podemos permitirnos. Y sólo nos queda encomendarnos a su simpatía y a su comprensión.

La voz del juez Beltrán –así acabé identificando al personaje– amenazó desde el principio con unirse al coro de las favorables, una de las cosas precisamente que con mi ausencia quería evitar. El señor juez era un hombre relativamente joven –más joven que yo, en todo caso–, de rostro afilado y atractivo, manos barrocas y canosa cabellera, y evidentemente muy curtido en el halago. «¿Por qué crees –me dijo luego Cecilia– que ha conseguido casarse con esa mujer tremendamente rica?» Esa mujer tremendamente rica tenía un aspecto y una actitud menos notables: vista al lado del portento de su marido podría haber estado –como seguramente está– al frente de alguna imponente dirección general; vista a solas, habrían destacado sobre todo su delgadez mal resuelta, juraría que alimentada sólo con yogur, y sus mechas anticuadas. Pero disponía, a qué dudarlo, de su propio talento:

–Me encanta el detective Kuroki. ¡Es tan original!

Yo habría dicho que le pegaba más Flórián Sidály, pero ¡he aquí cómo evoluciona el gusto! Alabó el mío, por lo demás, en otras materias que le daban conversación.

–Este escritorio vintage de cebra es danés, ¿verdad?

Cecilia se vio obligada a intervenir:

–El mobiliario no está en venta.

Lo dijo antes de que lo dijera yo, consciente de que mi tono habría sido distinto, y de que quizá hubiera añadido que la casa tampoco. En fin, no ayudé mucho a Cecilia: ya le había dicho que quería marcharme, pero me obligó a quedarme y esto fue lo que ocurrió. Caras largas, poca colaboración, ausencia mental. El juez lo comprendió todo:

–Claro, querida –le dijo a su mujer, con el peso de la razón–, esto no es sólo un mueble. Tiene que ser difícil. No conozco sus motivos –dirigiéndose a mí– para querer desprenderse de esta casa tan personal y tan vivida, pero tiene que ser difícil entregarla a otros que borrarán su huella y quizá hasta dejen la suya propia. Encima se las ha arreglado usted para que nadie se sienta extraño en ella. Yo podría vivir aquí toda la vida, tal como está, entre sus huellas.

–A mí me parece como si estuviera viviendo ya –apostilló su mujer.

–Claramente es la obra de una vida. Debe ser duro desprenderse de eso.

Al final el juez piensa como Benjamín; ya he dicho que el coro de las voces favorables le iba a guardar gustosamente un sitio, totalmente innecesario –¿para qué quiero yo que ese coro crezca?–, y ahora oigo su voz, añadiendo un tono de benignidad muy peligroso a los solos de Benjamín, eficazmente desprovistos de este atenuante. Benjamín ve también en la casa huellas por todas partes, pero no encuentra aún ninguna suya, y eso le molesta. Dice que necesitamos algo nuevo, sin pasado, algo que empiece «con nosotros dos», no porque sea celoso sino para curarse en salud: no quiere que algún día yo pueda tener la excusa de verlo como un intruso. Es muy consciente de haber entrado en la campana de cristal y se asombra un poco de que, una vez dentro, no se haya roto. Yo no estaría tan segura, pero él cree que hay que construir otra campana «en otro lado». El memorable día en que decidimos sacrificar el secreto y mostrarnos en público, además de «Que lo sepa todo el mundo», dijo: «Y buscaremos un sitio para vivir juntos», como si la publicidad comprometiera un poco, en este extremo, su honor. Considerar el honor de Benjamín parece un poco fuera de lugar, pero no considerarlo, una vez expuesto en toda su precariedad, podría ser dramático. Así que todo el mundo se enteró de que «salíamos» al mismo tiempo de que estábamos «buscando casa», una pretensión mucho más difusa, como era previsible, que su condición previa, consistente en que yo me «deshiciera» de la mía. Nunca dice que la «venda»: por evitar un rudeza incurre en otra mayor, que naturalmente sabe que me hiere. Pero, desde que fue evidente, especialmente para él, que «lo nuestro» no se había consumido en «una noche», anda espantando el fantasma de lo efímero con la energía de un vidente, sin reparar en la cantidad de espíritus subsidiarios que convoca. ¡«Deshacerme» de mi casa! Como si fuera un lastre, un saco con un cadáver, un montón de pruebas de cargo. ¿O como si fuera, como puede haber intuido su «naturaleza» esencialmente austera, una conquista inútil, un triunfo de la vanidad?

Dice también que habitan aquí «demasiados recuerdos». ¡Si él supiera! Respecto a Ramón la consigna es «no morbosear». Lo hablamos un día, luego otro, y, al ver que había puntos difíciles, creyó que debíamos aparcarlo, sin entender que era él mismo quien había resucitado, y en quien se había reencarnado, el recuerdo de algo que hasta entonces yo tenía controlado con una orden de alejamiento. Su talento para lo simbólico es limitado: su desdén por la casa, por los muebles, por los cuadros, le impide ver en sí mismo la imagen más potente del muerto que aún no ha dejado de ser. A veces parece consciente de que pide demasiado y entra en un mutismo infeliz, como si no estuviera autorizado o no tuviera mérito para sus exigencias. Asoman entonces la autocompasión, la novelería, la lucha de clases, las antítesis líricas sobre lo que es «tenerlo todo» y, muy imaginativamente, «no tener nada». Y luego, para mi alivio, cuando el mundo está a punto de derrumbarse como en un pasaje cumbre de Sidály, aparece un gesto súbito de esperanza ante la posibilidad de vencer cualquier obstáculo y plantar una bandera en un lugar desconocido y remoto. No se trata tan sólo de una fantasía de pionero: después de plantar la bandera, habrá que cercar el terreno, ponerse manos a la obra y construir otra campana. Pero ¿quiero yo realmente otra campana? ¿He dado el paso de salir de una para meterme en otra? Benjamín ve nuestra intimidad como un mundo; a mí me gustaría, ahora que he vuelto a conocerlo, que entre la intimidad y el mundo no hubiera cercas.

La visión de Cecilia es algo más simple. Después de acompañar a la ilustre pareja a la puerta, la expuso con rotundidad.

–Ofrecen 1.400.000 y no se van a mover de ahí.

–¿Esto responde al precio marcado? ¿A 8.000 el metro cuadrado?

–Es algo menos, pero es seguro.

–¿Cuánto menos?

No ha tenido que pensarlo.

–Algo más de 6.300 el metro cuadrado.

La voz de mi padre, aunque en un tono muy mío:

–Eso sería malvender.

–Pero ¿en qué mundo vives? ¿Has oído hablar de la burbuja inmobiliaria? ¿Sabes que las ventas han caído sólo en este primer trimestre del año un 73,5 %? Nadie tiene dinero, los bancos no conceden préstamos y el precio de los pisos baja por primera vez en diez años.

–Entonces quizá sería mejor esperar.

–Si es que puedes. –Y una mueca bastante ingrata–: Yo no puedo. Yo soy de las que no tienen dinero. La cosa está como para no llegar a fin de mes, te lo juro. –Esta maniobra exagerada era indigna de una persona inteligente. Pero Cecilia, lo olvidaba, no lo es–. Tal como está el mercado, un comprador dispuesto a poner 1.400.000 euros sobre la mesa es un chollo. Podría tardar años en aparecer otro.

–Bueno, sólo es el tercero que ha venido.

–Pero ha venido dos veces. Mira, decídete. –Con claridad y con desdén–. Si no quieres vender el piso no lo pongas a la venta. Seamos serias y no me hagas perder el tiempo.

Luego se calmó un poco cuando le prometí que lo pensaría. Como no le mentía, debió de ver en mi expresión indicios de presiones irresistibles que supuso que la favorecerían. También se disculpó por sus últimas palabras, pero su situación personal dependía de la del mercado, a la cual yo, afortunada de mí, no era sensible.

Cuando se fue, el griterío del mercado se esfumó con ella. Oí, en cambio, y oigo ahora, otras disputas. ¿Malvender por amor? La voz de todo el mundo (incluidos los amigos leales): «¡Ni se te ocurra!» La voz de Benjamín: «¿No nos ha unido precisamente el no estar de acuerdo con todo el mundo?» Sí, pero con 1.400.000 euros no compro ahora algo como lo que ya tengo; lo que tengo vale más. Benjamín: «Decididamente, te arruinarás y serás pobre como las ratas.» ¡Dios mío, qué limpieza moral! ¿Tú qué dices, Ramón? Pero soy, lo sé, perfectamente capaz.

Una prueba de lo perfectamente capaz que soy fue que, al marcharse Cecilia, la impresión de haberme librado de un engorro facilitó automáticamente la concentración en los quehaceres conscientes que me habían traído a casa. Me quité el minimal y me puse unos vaqueros negros de Montana en los que hay que fijarse dos veces para reconocer unos vaqueros, y dudé un poco en el vestidor hasta elegir una camisa blanca con bolsillos deshilachados que me compré en un mercadillo la pasada feria de Londres y que me permite levantarme el cuello y lucir además un escote al borde de lo impecable. Me puse también unas botas negras y tres collares étnicos de distinto largo y me deshice de todo el metal noble de las orejas y las manos.

Ya he dicho antes que en el ambiente de Benjamín procuro mostrarme verosímil en la dimensión erótica y supongo que a veces estoy algo sobredimensionada, no sé, me da igual (a Benjamín lo conocí vestida de gris y fue vestida de gris como me persiguió y conquistó). Pero con su madre el caso es más complicado, porque, si bien quisiera proporcionarle argumentos de que su hijo no ha perdido después de todo la cabeza, ella no deja de ser la madre del novio, y delante de la madre del novio una no va pregonando las absurdas cantidades de testosterona que es capaz de generar. Tiene, además, tan sólo dos años más que yo, y, como yo, «perdió» a su marido, en su caso en un tormentoso divorcio, hace diez, lo cual parece situarnos en un plano de proximidad en el que a Benjamín le gustaría ver brotar felices intersecciones. Algunas de estas intersecciones se derivarían de lo que él llama mi «proyección»: estaría bien que su madre, por lo visto retirada de estas geometrías, entendiera que «aún tiene posibilidades» y le quitara a él de paso –eso lo digo yo– algún peso de encima. Benjamín añade que pagaría por «colocar» a su madre y se supone que mi propio caso debería darle un empujoncito; aunque al parecer para ello es necesario primero que mate a su ex marido, algo en lo que yo, por mucho que proyecte, no la puedo ayudar. Él lleva años infundiéndole ánimos, tendiéndole citas, acechando oportunidades; lo último que ha hecho ha sido mandarla, el pasado fin de semana, a una sesión de ayahuasca.

Todo esto, a mí, no hace más que recordarme mi propia edad, porque a veces la objetividad de Benjamín tengo que recordarle que raya en la grosería. Me acusa entonces de tener prejuicios, y yo le digo que se vaya preparando porque, si ahora tengo prejuicios, ya verá cuando, dentro de diez años, ande por los sesenta y él sea todavía un presentable treintañero. Los prejuicios de su madre, por otro lado, no sabía muy bien cuáles serían, pero dudaba mucho de que fuera una mujer de las que creen, pese a todas las voces que nos rodean, que se necesita un hombre para ser feliz. Su propia experiencia, por lo que he oído, más bien le ha enseñado lo contrario, aunque «estaría bien» –dice su hijo– que se desprendiera de algunas de sus terribles certezas. Para ella la edad no es una corriente fatal pero con amenos meandros, sino un depósito creciente de rencores sin espacio, se diría, para las sorpresas. Después del divorcio tuvo que ponerse a trabajar y sus inicios en la vida laboral, para la que no había sido educada, no hicieron sino incrementar su pasión por la venganza: además de haberla dejado por otra, y con dos adolescentes cargantes que ni se plantearon seguirlo fuera del nido, su marido la había empujado al mundo tosco y pasional de los que se ganan la vida. Es, de todos modos, una mujer competente y capaz, y lo que le ha costado ganarse una impensable pero honrada plaza en un museo menor de la Comunidad ha espabilado su talento al tiempo que le revelaba resistencias que desconocía. Quizá siga guardando rencor, pero es también, posiblemente ante todo, una mujer orgullosa.

Deduzco todo esto de mis conversaciones con Benjamín y de mi propio conocimiento de ella, obviamente limitado. Apenas nos hemos visto dos veces, con ésta tres, a solas; y esta tercera ha menguado las posibilidades de una cuarta. El plan de que nos hagamos «amigas» es uno de los que no van a prosperar. No llegué tarde al restaurante pero ella me esperaba ya en una mesa, y verla vestida prácticamente igual que yo –vaqueros negros, blusa blanca, collar étnico–, aunque con menos nombres propios, y un tremendo cinturón por encima de la blusa, habría podido dar pie a algunos comentarios. Ninguna de las dos los hicimos, señal, tal vez, de que las dos acogíamos la coincidencia con desilusión. Pero su reacción fue, como siempre, cordial, curiosa, con un punto de nerviosismo admirablemente asimilado, como tras una nutrida experiencia en el campo de la incomodidad. Tiene la piel blanca y los ojos grises de su hijo, y una forma parecida de llevarse el dedo índice a los labios; mira con resolución pero alza la barbilla sin necesidad; es tímida y, por tanto, pródiga en intimidades; quizá tengan otros rasgos en común, pero por ahora no he podido detectarlos.

–Te habrá contado Benjamín que por fin he vomitado a su padre, ¿no?

Bueno, quizá ése fuera el pretexto de la reunión. Pero no, no me lo había contado.

–Será efecto de las drogas, pero la verdad es que aún me dura. Y no puedo decir que no me alegre... ¡Espero no ser la primera madre que se deja drogar por sus hijos! Yo creía que eso sólo pasaba en las películas.

Sus hijos, en efecto –sobre todo Benjamín, porque el otro vive de okupa y apenas aparece por casa–, la habían convencido de que se inscribiera en una «sesión de medicina amazónica» conducida por un psicoterapeuta alternativo, en vista de que durante años habían fracasado sus intentos de enviarla a uno convencional. Parece que eso ponía en peligro el honor y la paciencia de la buena señora; en cambio, la idea de someterse durante un solo fin de semana, en una encantadora casa rural, a una terapia con estados modificados de conciencia comprometía únicamente su moralidad, sensible tanto a los estragos de la salud como a los reblandecimientos de la voluntad que, según había leído, causan las drogas, por amazónicas que sean. El temor a la adicción, al infarto y a los agujeros en el cerebro no fue difícil de vencer, aunque a los hijos no les bastó con preguntarle si acaso los veía a ellos «agujereados», sino que tuvieron que juntar un arsenal de literatura científica algo más persuasiva. Pero la severidad con que consideraba el menor asomo de evasión –ella, que, a fuerza de no haberse evadido nunca, había llegado a pensar que era un deber estar encerrada– frenó con tal valentía todos los asedios que por un momento Benjamín estuvo a punto de rendirse. Ahora que había conseguido convencerla de que no quedaría «enganchada», era incapaz de mostrarle el lado profundo de algo que para ella seguía siendo pecaminosamente recreativo. Luego la crisis se resolvió por otros medios: pesaron, sin duda, la resignación y el irracional deseo de no defraudar a sus hijos, allá donde fuera que la arrastraran; pero más importante fue la sugerencia, dado que la convocatoria era abierta, de que fuera acompañada de una amiga. Benjamín pensaba concretamente en una, según él una mala influencia, también mal divorciada pero con mayor inclinación a la tontería, con la que su madre solía reunirse para departir amargamente sobre sus ex. A esta amiga le apeteció hacer algo original y, si era un rito ancestral, mejor; sólo le preocupaba «el tipo de gente» que iría; pero en ella caló más hondo la oportunidad de «recomponer su interior» de un modo distinto a los que ya conocía, distinto, por ejemplo, a los cubalibres.

–Nos convencieron –me explicó la madre–, y hasta yo fui de buena gana. Había estado pensando, ¿sabes?, y además mis hijos lo querían. Me asustaba que se tratara de una droga pero la verdad es que, si ellos no la tomaban, ni formaba parte de sus juergas, debía ser una droga especial. Allí no la llaman droga, la llaman «la abuelita», ¿lo sabías? Ahora comprendo por qué no la toman: cualquiera les mete en un retiro así, con esa paz y con esa música, teniendo además que hablar de sí mismos. Miedo debe darles lo que descubrirían.

–Entonces, ¿se descubren cosas?

–Bueno –hizo un gesto con las manos que sugería amplitud–, es difícil de contar. Primero te sorprende la gente: hay alguno con pinta de loco, pero en general son como tú o como yo, gente normal –me sonrío al transcribir esto–, no como mis hijos. ¿Sabes, por cierto, por qué no la toma Benjamín? Porque una vez fue a una sesión y la abuelita le dijo que tenía que dejar la marihuana y las demás drogas. Claro, nunca más volvió.

–Vaya, eso no me lo había contado.

–¿No te contó que había ido a una sesión?

–Sí, eso sí. Lo que no me contó fue lo otro.

–Hay que ver... ¡Te oculta cosas! –No pudo disimular cierta satisfacción–. ¿No te contó nada de lo que dijo la abuelita?

Esquivé la pregunta, defendiéndole, y defendiéndome a mí.

–La abuelita parece un poco exagerada. Benjamín no tiene nada que «dejar».

–¡Ah, el maestro del control! –se rió–. ¡Como su padre! Bien –ahondando en la satisfacción–, ya lo irás conociendo. Pues, como te decía, la gente es de lo más normal. Susana, mi amiga, estaba encantada. Al día siguiente, durante la ronda de integración, dijo que le daba la impresión de conocerlos de toda la vida, y eso que de lo que más miedo tenía ella era de encontrarse con una panda de pirados. Hizo reír a todo el mundo. Antes, durante y después, la pobre; es todo un número. Verás, antes de la sesión, el guía, o sea, el terapeuta, hace una introducción y te explica maravillas de la botánica, qué son los enteógenos, para qué sirven, de dónde vienen, etcétera. Habla de las plantas y los rituales amazónicos, de sus aplicaciones en psicoterapia y en los procesos de crecimiento personal, y todos, sentados en corro, lo escuchamos en silencio. Pero Susana quería saber cómo se hacía la ayahuasca, porque, cuando nos dijeron que nos la iban a dar ya preparada, por un chamán amazónico verdadero, no se fió y pidió la receta, para asegurarse, dijo, de que no le fueran a dar «un aguachirle cualquiera». El guía se rió y le dijo que eso no era la receta del cocido, pero estuvo muy amable y le habló de cortezas y de bejucos, de plantas con sus nombres científicos, y de cómo los chamanes las machacaban, las mezclaban, las cocían durante diez horas o más y luego las colaban. Tuvo mucha paciencia, porque eso ya lo sabía todo el mundo, pero igualmente era importante que todo el mundo, incluida Susana, estuviera preparado. Susana acabó callándose pero luego hicimos ejercicios de relajación y le dio la risa y, cuando no se reía, decía que tenía hambre. Habíamos tenido que estar a dieta dos días, pero no la seguimos mucho, la verdad: a mediodía no lo pudimos resistir, paramos en un pueblo y nos zampamos un cordero. En fin, somos las dos bastante comilonas. Así se explica lo que vomitamos. Mira que nos habían avisado, y, sí, el día anterior apenas habíamos comido nada, sólo lechuga, y ese día sólo desayunamos una tila y una tostada, pero al pasar por el pueblo no nos pudimos reprimir. Yo vomité discretamente, pero di el espectáculo.

La experiencia de Susana había sido, pues, acaparadora. Tanto que, hasta el momento, la suya propia parecía irrelevante.

–¿Y luego?

–Antes de vomitar estuvimos una horita terriblemente mareadas y muy inquietas. Sobre todo ella, que encima no paraba de hacer comentarios en voz baja que todavía me inquietaban más. Yo entendí enseguida que aquello requería silencio; ella no. El guía se la tuvo que llevar y, mientras lo hacía, empezó a vomitar por todas partes; la sacaron fuera, pero aun así no dejamos de oírla. Y fue como la señal. Tres o cuatro caras pálidas empezaron a hacer cola frente a la puerta del baño; otros subieron a sus habitaciones, pero las habitaciones no tenían baño propio, así que imagino que debieron hacerlo en alguna bolsa. Yo esperé pacientemente mi turno en el baño de arriba, el otro que había, junto a las habitaciones, y sólo tuve que esperar a una persona.

–¿Y entonces?

–Literalmente, lo vomité –dijo, triunfalmente–. Vi formarse la cara de mi ex marido entre el vómito, en la taza del váter. Ahora me río, puede parecer cómico, pero entonces fue muy dramático. Bueno, dramático no, no es ésa la palabra. –Estábamos, pues, entrando en su experiencia–. Ya te he dicho que es difícil de contar. Pero fue el único momento en que me sentí realmente alterada: tuve esa visión de la cara de mi ex, un poco, perdóname, en el sitio donde le correspondía. En el lugar de las heces. Y no era nada asqueroso, de verdad: fue como si hubiera encontrado el sitio donde ponerlo. Creo que me pasé al menos media hora en aquel baño, contemplándolo. Menos mal que no vino nadie detrás.

–Pero ¿era realmente una cara hecha con el vómito?

–No –meditó–, no realmente. Pero estaba ahí, y era realmente su cara. Yo la miraba con una extraña sensación de paz. Pensé mucho en ello.

–¿Mientras la estabas mirando?

–Sí, y luego, cuando bajé. El guía me preguntó si me encontraba bien y me invitó a acostarme en una esterilla. No vi a Susana, pero tampoco pregunté por ella. Luego me enteré de que un ayudante del guía, un chico muy simpático, la había llevado a la habitación. Cuando bajó también estaba calmada. Ahora dice que lo que estaba era aterrorizada porque no dejaba de ver ráfagas de colores, pero yo la vi y estaba calmada.

Volvíamos a desviarnos. Yo guardé silencio.

–Es verdad que la abuelita te habla –prosiguió–. Sin embargo, después de lo del vómito, nunca tuve la sensación de estar drogada. Sé que es una droga, y no la volveré a probar, porque eso no puede ser sano, seguro que es peligroso y malísimo para el cerebro... Yo no tengo mucha experiencia, pero no me sentí drogada.

–Pero ¿es un estado especial?

Me miró como si hubiera algo sospechoso en mi curiosidad.

–No acabo de comprender por qué Benjamín no te convence a ti, en vez de a mí, de hacer estas cosas. –No sé si esperaba respuesta, pero, como no la recibió, continuó–: Me sentía descansada, tranquila, con la cabeza muy despejada... sólo que oyendo una especie de voz. No sé, una voz que era la mía, pero superior. Te convencía de que había que hacerle caso.

Yo podría haberle hablado de mi experiencia dilatada en voces, y en el cuidado con que hay que escuchar, en particular, a las que suenan más razonables. Pero no quería –nunca he querido, con ella– centrar la atención en mí.

Ahora debo centrarla, sin embargo, unos instantes. He tenido que parar de escribir unos minutos porque llevo un tiempo, creo que desde que he escrito mi «despedida», oyendo una voz que sólo puede ser la de Ramón. Me he abstraído, me he concentrado y me he puesto a escuchar. No dice nada, todavía, aunque empiezo a estar segura de que lo hará; de momento es como si se estuviera afinando, como si midiera y ensayara su capacidad, los sonidos que es capaz de articular, después de tanto tiempo callada. Me temo que va a culparme de ese desentrenamiento. No puedo evitarlo: la sensación no es agradable, ni siquiera neutra; es ominosa. Pienso que, después del confinamiento al que la destiné, no sin maravillarme de mi autoridad –tan asediada, en aquel primer año de luto, por la locura–, puede que no esté satisfecha con que la haya por fin convocado sólo para inmediatamente pedirle que se marchara. Ramón puede que no esté contento con ese rápido tránsito del destierro al entierro. Puede que no le guste haber revivido a través de Benjamín; puede, sencillamente, que no le baste. O puede, en fin, que tenga ganas de hablar. ¿No comprende que, si sobreviví, fue porque dejé de oírle? Es posible que no. De todos modos, ahora no estoy sola. Tampoco estará él solo dentro de mí. Tengo ayuda.

Vuelvo con la madre de Benjamín. Debíamos ir ya por el segundo plato. Había elegido un restaurante cerca de mi casa, un clásico de la zona, recientemente remodelado: ahora sale en las guías y vienen a visitarlo, sobre todo por la noche, de todas partes. A mí me conocen y llevo allí a mucha gente, porque es virtualmente imposible que alguien pueda sentirse a disgusto. Soy, no obstante, muy consciente de que en él estoy en mi territorio, que es donde me gusta sentirme en los negocios y, curiosamente, con la madre de mi novio. Ella lo sabe, pero parece no importarle; no está segura de disponer de algo parecido en su propio territorio, aunque una vez intentó llevarme a una taberna cerca de su museo; finalmente no pude ir, y no ha vuelto a insistir. Observa con tolerancia mi familiaridad con el menú, con los camareros, con Antonio, el dueño; y quizá piense que una mujer en el atolladero se merece estas pequeñas seguridades.

Por otro lado, ahí estaba ella para recordarme lo que me faltaba.

–¿No te apetece probarlo?

¿Tal vez para estar así más unidas?

–Estas cosas me dan miedo.

–¡Y a mí! –Hizo un gesto para recalcar la obviedad, como si mis razones, además de insuficientes, fueran poco claras–. ¡Seguro que tienes algo de lo que desprenderte!

–Cada día de una cosa. –Era una evasiva, pero quizá di la impresión de que en ese momento quería desprenderme de ella. Me apresuré a rectificar–. ¿Es eso lo que pide la abuelita?

–Lo del padre de mis hijos ni lo tuvo que pedir, puedes estar segura –sonrió–. Iba yo muy dispuesta a desprenderme de eso. Benjamín decía que no me lo quito de la cabeza porque recrearme en él me hace sentirme fuerte. La abuelita le dio la razón. La fuerza hay que buscarla en otra parte. –Un poco de mala gana añadió–: Tendremos que ser constructivas.

Entonces sonreí yo.

–Pero dejemos un rinconcito para recrearnos.

–¿A ti también te dice Benjamín que no te recrees?

–Casi me dice lo contrario. Para él soy demasiado práctica.

–¡A cada una lo suyo! –Pero, como si hubiera dado con la divisa de un hombre justo, corrigió con ironía–: ¿Por qué siempre lo sabe todo?

¿Qué podía decir yo? ¿Que no sabía nada? Por suerte siguió sola.

–¡Hasta la abuelita parecía pagada por él! ¡No hacía más que repetir sus palabras!

–Mira que si no era la abuelita...

–Francamente, es para dudarlo. –Pausa–. Pero era ella, lo sé. Por lo que vino después.

–¿Qué vino?

Creo que en ese momento llegaba el camarero con una mousse de chocolate blanco. Ella pareció considerar que la hora de los postres era oportuna para lo que tenía que decir, no –quiero pensar– como fin de fiesta, sino porque ya quedaba menos para terminar.

–Pues vino una especie de rebajamiento de la sabiduría de mis hijos, y de Benjamín en particular. Su padre fue fácil de extirpar, y tal vez la abuelita pensó que eso no tenía mérito. Supongo que quería hacer una exhibición y entonces pasó a mis hijos.

Con mucha cautela pregunté:

–¿Dijo algo interesante? –Le estaba allanando el camino para que pudiera retroceder; pero o no se dio cuenta o no lo conseguí.

–Dijo que eran los siguientes. –Casi supliqué que esta parquedad fuera muestra de indecisión y que se detuviera ahí. Pero, como no decía nada, tuve que preguntar:

–Los siguientes ¿en qué?

–Los siguientes en la lista de operaciones. Ya sabes –hizo un gesto quirúrgico bastante brutal–, otros bultos que extirpar. Por eso creo que era la dichosa abuelita quien hablaba de verdad y no Benjamín a través de ella. Benjamín sería el último en proponerse para una extirpación.

–¿No crees que algo hace para cortar lazos? –repliqué, imprudentemente, casi ofendida. Y me expresé mal.

–Bueno, si te tengo que ser sincera –me miró, comprendiendo hasta qué punto me había sentido menospreciada–, quien ha cortado los lazos ha sido su hermano. Desde que se hizo okupa no depende en nada de mí. De hecho, ni siquiera confía en mí, lo cual debo admitir que me molesta mucho. En su caso, de lo único que tendría que desprenderme es de mi propio disgusto, de mi propio resentimiento al ver que no me necesita. El caso de Benjamín es distinto: él siempre se las ha arreglado para parecer que no depende de nadie. Pero, en mi opinión, desde que terminó los estudios, lleva una vida sumamente irreal... Piensa en esa larga cadena de trabajos esporádicos. Piensa en todas las cosas de las que se cansa. Mira ese grupo en el que está metido. Mira las canciones que canta. ¡Escorpiones y planetas! «¿Qué sabrás tú de escorpiones?», le dije un día. «¡Si no has visto uno en tu vida!»

–Las canciones no las escribe él –dije, cayendo sola en la trampa.

–Exactamente. Ni siquiera las escribe él. Si tuviera que escribirlas, ¿de qué hablaría? ¿Cómo se las ingeniaría para componer un personaje honroso? Prefiere seguir escondiéndose detrás de los demás, luciendo esa cara bonita, convencido, como dice, de que así va a triunfar. Y no va a triunfar, tú lo sabes, ¿verdad?

Prometo que, si me pierdo, jamás me encontrarán en una sesión de ayahuasca. O al menos no sólo en una. Lo prometo.

–Me importa muy poco si triunfa o no.

–No me interpretes mal –dijo, suavemente–. No soy de esas personas a las que les impresiona el triunfo de los demás. La gente que no tiene una profesión, una carrera, sólo un modo de vida, se ve obligada a reducir sus aspiraciones a cumplir con un papel consabido, pero en el que aun así espera brillar. Dado que yo llegué muy tarde, y por la fuerza, a lo de las ambiciones profesionales, y dado que mi educación deja mucho que desear, mi aspiración en la vida tuvo que consistir primero en ser una buena esposa y, cuando eso falló, en ser una buena madre. A eso dedica una su tiempo y su talento, si es que lo tiene, cuando no puede triunfar..., ¡a ser buenamente como la madre de una! Soy muy consciente de eso, no necesitaba a ninguna abuelita para que me lo dijera. Pero, como yo también soy una mujer práctica, no me parece necesario reconcomerme por haber conseguido, si no otra cosa, parecerme tanto a mi madre; y, como no ha sido tarea fácil, no creas que no encuentro cierto gusto en ello. Parte de ese gusto está en ver cómo tus hijos salen a flote... por lo que, mientras no lo haya visto, creo que no es momento para que nadie me pida que me desprenda de ellos. Ni que sea, como insinuaba la abuelita, en beneficio de mí misma.

Yo intentaba guardar las distancias frente a esta vigilancia extrema, y observarla, como me había propuesto, como otra cesión a los deseos de Benjamín, o como parte, más bien, de los compromisos que acarrea el establecimiento público de una pareja. Conocer a su madre y salir alguna vez a comer con ella podía no ser, desde esta perspectiva, esencialmente más gravoso que dejarle poner, en los preámbulos sexuales, uno de sus discos de psychedelic trance. La voz del amor, que está curiosamente callada y apenas se manifiesta en murmullos y ronroneos, anima a estados de abstracción notables y, bajo su arrullo, muchas veces puede una pasar prodigiosamente por encima de lo que no le gusta. Sin embargo, pese a toda su mudez, yo llevaba ya casi toda la mañana girando en torno a esa voz. Y el grado de abstracción que requiere una conversación como la que se estaba desarrollando en el restaurante entra casi en los dominios del acto de fe. Con toda mi renuencia a defenderme, con toda mi tolerancia a la insensatez, y con toda la convicción de que, a pesar de haber vivido con él veintisiete años, esa mujer confundía a Benjamín con otra persona, probablemente de su invención, aun así tuve que contenerme mucho para no levantarme de la mesa y marcharme. Benjamín, ésta no te la perdono.

Finalmente, es un hecho. La voz de Ramón se está concretando; se ha concretado ya. Suena aún algo ronca, débil, pero articula con claridad. Ha dicho: «Se la perdonarás.» ¿Qué habrá querido decir? Es más, ¿qué dirá a continuación?

Veamos en qué acabó la rebelión de una madre contra una abuelita y mis esfuerzos por cultivar la inhibición. Fue más o menos así:

–Y me gustaría, me gustaría mucho, ver a mis hijos triunfar. Ver que no acaban siendo, como yo lo he sido de mi madre, una copia de su padre. ¡Es lo que más podría ir «en mi beneficio»! Yo estoy bien como estoy, no se me puede exigir más. Pero ellos deberían avanzar un poco.

–¿En qué consistiría, por ejemplo, ser una copia de su padre? –pregunté.

–En llevar, como él, una vida fácil, caprichosa, artificial. Cómoda.

–¿Ésa es la vida, por ejemplo, de un okupa?

–No es él precisamente quien la tiene más fácil. Y al menos es consecuente.

–¿Benjamín no es consecuente?

–¿Consecuente? –se rió–. Para ser consecuente primero hay que tener una base. Hay que partir de algo.

–A veces –dije, con muy mala intención– es preferible partir de nada.

–Sobre nada se construye ¡nada! –De pronto, un cambio de tono–. No sé si me estoy explicando bien. Estoy preocupada por él, me preocupa su futuro, su felicidad. Comprendo que a ciertas edades se pueda ir tonteando con naderías. Supongo que es divertido y gratificante y que, cuando se acaba, como no ha sido nada al fin y al cabo, se ha acabado y a otra cosa. Pero Benjamín tiene otra edad, en la que tontear puede ser serio y una nadería acabar convirtiéndose en algo de mucha importancia. Puede acostumbrarse, puede acomodarse... porque ya te digo que es muy comodón. Quizá él crea que juega, pero la verdad es que no está jugando.

–Me parece que él no compartiría esta forma tan dramática de ver su edad... o la mía. Ni yo tampoco. Tal como lo pones, prefiero estar jugando.

–Y cuando se te pase todo esto, y veas que no está a tu altura, ¿qué harás?

–¿Me podrías decir qué es «todo esto»?

–¿Yo? No sé. ¿Podrías decírmelo tú?

Dudé un instante. Podría habérselo dicho perfectamente, pero he aprendido el valor de la inutilidad. Aun así, no me callé.

–A veces me gustaría que «todo esto» nunca hubiera llegado a hacerse público. Pensamos que era necesario dar este paso, demostrar que estábamos dispuestos a plantar cara, pero cada vez lo veo más como una claudicación, como un servicio que hemos ofrecido a las exigencias de los demás. Si la gente es incapaz de interesarse por lo que de verdad se cuece en la intimidad, ¿para qué regalarles el espectáculo?

–Pero ¿se cuece algo realmente?

–No lo dudes.

–No voy a tomar café, ¿y tú?

Una gran oportunidad para pedir la cuenta. No se dejó invitar. Su última satisfacción se centró en una división perfecta y en una aportación exacta de billetes y monedas. Yo tuve que esperar el cambio. Dejé una propina de veinte euros.

A la salida intercambiamos algunas cortesías, conscientes de que una despedida silenciosa sería más difícil de explicar. Aún no le he contado nada a Benjamín, y ayer, cuando hablé con él, e incluso hoy, me ha parecido que ella tampoco. Tan sólo le he dicho que su madre tenía planes para él; y él, riendo, ha contestado: «¡Como siempre!» De todos modos, no fue con esa impresión de sólido aunque irrelevante hábito como me despedí de ella en la puerta del restaurante. Por mi parte, pienso que ésta es otra de las cosas que «han entrado» con Benjamín y que yo con mucho gusto habría dejado fuera. Toda entrada viene condicionada, lo sé, pero ahora me pregunto si soy la misma que, quince páginas antes, decía que le gustaría que entre la intimidad y el mundo no hubiera cercas.

No tenía temple para ir a la editorial y decidí volver a casa. Cogí un taxi. Al darle la dirección, el taxista me miró con cara de asco:

–Señora, pero ¡eso está a dos manzanas de aquí!

Sorprendida, apenas pude reaccionar.

–Da igual. Lléveme de todas formas.

Pero el tipo, muy antipático, me hizo bajar y tuve que ir andando.