II

En realidad las reglas, en vez de dedicarse a la simplificación y a la generalidad, deberían existir para abordar el caso difícil, que es cuando las necesitamos y cuando nos serían útiles. Por ejemplo, en el negocio se oye mucho una que dice: «No te hagas amigo de tus clientes», y de su incumplimiento parecen derivarse grandes desdichas. Esta perogrullada, con su tonillo fatalista, no señala un conflicto oculto, como debería hacer una buena regla, pues no hay que ser un genio para detectar una amistad que no nace de la casualidad ni prospera con la simpatía; poca ayuda necesitamos, como no seamos muy pardillos, para reconocer a quien nos corteja con la esperanza secreta de obtener créditos, descuentos y regalos. Y muy poco profesional tiene que ser uno –si nos vamos al caso contrario– para buscar, por debajo de las transacciones, afinidades y confianzas que el comercio no pueda definir.

Así que, si las reglas ya son superfluas en general, ¿cómo no van a serlo en particular? ¿Dónde está la regla que nos diga qué hacer, por ejemplo, cuando alguien ha sido amigo antes de ser cliente? ¿Debe uno negarse a establecer esta nueva clase de relación? ¿Y qué hacer, más exactamente, cuando alguien ha sido amigo antes de ser cliente y luego ha dejado de ser cliente para aparecer de nuevo como amigo? ¿Y si en ese momento, además, se hubiera cerrado la posibilidad de que el amigo volviera a ser cliente?

En estas complicaciones estuve yo pensando, bajo los efectos de una situación algo apurada, cuando recibí un email de Javier con el calendario de «actividades otoñales» de la Asociación Senderista del Valle Medio del Lozoya. Era un mensaje obviamente enviado a toda su lista de direcciones, lo cual, junto con los tres buenos años que llevaba sin verle, no dejaba muchas dudas sobre si me había colado o había sido elegido. Pero también pensé, en una interpretación optimista de los lapsos de tiempo, que habían pasado al menos dos años, si no más, entre que dejamos de vernos como amigos y reapareció como cliente. Más delicada era la circunstancia de que, al desaparecer como cliente, hubiera desaparecido también como amigo. ¿Podía este e-mail ser observado no sólo bajo la luz del automatismo sino de una especie de tendencia, por lo demás probada, a la reaparición? Era evidente que no.

El apuro en que me encontraba me dio, pese a todo, una idea y le escribí siete líneas en las que apenas mencionaba mi vida pero manifestaba mucho interés por la suya, volcada ahora, según parecía, en selváticas actividades y asociaciones. Daba por supuesto que había recibido su e-mail por error y le invitaba, con un humor exagerado y melodramático, a subsanarlo. Pasaron dos días en los que yo, más dramática –si se me permite– que melodramáticamente, me dediqué a embalar trastos y hacer maletas sin tener idea de cuál iba a ser su destino; rescindí el contrato de alquiler; contraté a unos transportistas que se llevaron mis cosas a un guardamuebles; y me mudé provisionalmente a un aparthotel. Mi amigo el mexicano seguía sin dar señales de vida, de una forma alarmantemente literal. Yo no conocía a nadie que lo conociera –ésta sí que es una regla–, por lo que tampoco tenía otro medio de obtener noticias. El día en que el aparthotel empezaba ya a parecerme un lugar vigilado, llegó la respuesta de Javier.

No era larga ni efusiva, y se amparaba un poco en la distancia; informaba misteriosamente de que su vida había dado «un giro extraño» y de que desde hacía seis meses vivía «en una especie de pueblo, una pedanía» a ochenta kilómetros de la ciudad, donde estaba «recluido» sin que esta palabra sugiriera grandes niveles de profundidad espiritual; había perdido su trabajo, había dejado el doctorado, las cosas habían ido «algo mal» y ahora estaba «esperando» con la ayuda de su novia, Rebeca, no decía qué. Ella había sido, decía, quien había reenviado el primer e-mail por error –los senderistas siempre pedían «difusión»– a toda su lista de direcciones y luego, al recibir el mío, le había animado a responder, porque él, en esos momentos, era «como un inválido». A eso seguía el emoticono de una sonrisa; pero terminaba diciendo: «No quiero darte más el coñazo.»

Un lector menos interesado habría desistido de entrar en sutilezas y habría dejado para mejor ocasión este pequeño festín psicológico. Sin duda yo, en otras circunstancias, habría retrocedido, ateniéndome a la letra del mensaje, que le empujaba a uno a la inhibición y le perdonaba de antemano por elegirla. Pero me atuve, en cambio, a su espíritu. Vi en la invalidez y en «el coñazo» una manifestación algo pueril del espectáculo de la melancolía; vi, tras ella, una encubierta, descontenta, inconfesable –vamos, lo normal– petición de ayuda; vi, de hecho, que también la novia Rebeca, con menos aspavientos, pedía; y vi, en esos ochenta kilómetros que llevaban a una pedanía, una autopista providencial.

Tampoco era insensible a las dotes disuasorias de un antiguo amigo que, al decir que no quería molestar, podía estar diciendo que prefería no ser molestado. Aun así, tecleé sin pensarlo mucho otras siete líneas, bastante menos humorísticas que las anteriores, en las que me reprochaba el distanciamiento y me acusaba directamente de oportunista, porque reconocía encontrarme también en esos momentos en «un giro extraño» y que me iría bien disponer de «un refugio» donde desaparecer una temporada. Acababa de dar el móvil de baja pero ya tenía otro, y le daba el nuevo número por si quería llamarme.

Había dado, lo sé, un paso en un terreno muy resbaladizo, aquel donde uno encuentra personas que recuerda pero no sabe si conoce; era dudoso que los tiempos anteriores a los «giros extraños» (aunque ¿qué tiempos eran ésos en realidad?) autorizasen una apelación a la hospitalidad. Javier y yo nos habíamos conocido, cuando estudiábamos, en un piso compartido: llegamos a la vez y ocupábamos las habitaciones peores, asignadas por los otros dos inquilinos, que, en su condición de residentes más antiguos, hacían valer sus privilegios y nos trataban como si fueran los caseros. Esto nos unió, pero se dio además la circunstancia de que ambos procedíamos de la misma anciana ciudad de provincias, sin conocernos, algo bastante raro pero que enseguida se naturalizó al descubrir que teníamos, inevitablemente, amigos y relaciones comunes. De una forma espontánea hicimos piña frente a los inquilinos históricos, a los que robábamos dulces y pollos asados; y con una espontaneidad algo más difusa, siendo él de ciencias y yo de letras, combinamos cordialmente horas de estudio y nos incluíamos el uno al otro en las fiestas, las resacas y las bajadas al McDonald’s o a los chinos.

Congeniamos: él era de buena familia, tradicional, es decir, de doble vida, y se enamoraba de las camareras con las que conseguía acostarse con una probabilidad envidiable, mientras mantenía una vaga novia con la que hablaba por teléfono; mi padre tenía una tienda de marcos y «contactos» más o menos artísticos, lo cual había creado en mí ciertas aspiraciones y una tendencia a las camisetas a rayas que muchas veces funcionaba, tal vez no con las camareras, pero sí con las amigas, algo más feúchas, de las camareras. Esta condición subalterna no era, sin embargo, humillante y además estaba sujeta a irregularidades: recuerdo que mientras yo conquistaba espectacularmente a Virginie Lausson él tuvo que contentarse varias semanas con Katia Ruiz. Nos prestábamos dinero, fumábamos del mismo tabaco, bebíamos del mismo vaso; nos esperábamos para hacer planes, intercambiábamos curiosidades de anatomía y de literatura comparada, y creo que ni por un minuto nos sentimos solos.

La situación cambió al tercer año cuando sus padres le procuraron un alojamiento más espléndido con unos primos que se acababan de trasladar, y yo me quedé en el viejo piso con sus viejos celadores y un reemplazo que resultó ser otro remilgado. Pensé en mudarme pero –las fuerzas de la inercia empezaban a caracterizarme– sólo lo pensé; hecho a mi habitáculo, me convertí en un empollón solitario y empecé a prometer mucho. Algo parecido debió de sucederle a él, emparedado entre primos ímprobos. Nos veíamos cada vez menos en la ciudad pero cada vez más, en vacaciones, en el lugar donde nacimos y donde antes no nos veíamos nunca: allí celebramos, en la frialdad de un vetusto palacio municipal, el advenimiento del tercer milenio. Fue una ocasión, pero, para recordar otra, tengo que avanzar unos dos años, al menos hasta el primer concierto de los Strokes en La Riviera, adonde ya no fuimos, pero del que salimos, juntos. Aquélla fue una noche ideal, que nos descubrió capaces de trepar por una espiral de politoxicomanía perfecta y en la que acabamos casi acurrucados, apartados de los demás, en un rincón de un after. Fue obvio que habíamos coincidido en un momento algo crítico, pero lo fue igualmente, a tenor de lo poquísimo que nos veríamos después, que no seguiríamos paso a paso sus consecuencias. No hubo otro verdadero encuentro hasta el día en que, presentado por un asiduo, apareció por mi casa de entonces, yo ya como proveedor, él como cliente.

Fue para los dos una sorpresa y también –no vamos a negarlo– una vergüenza, pero un reducto de nuestro antiguo entendimiento y una valoración desapasionada de las oportunidades nos ayudó a superarlo. Tardó un poco en volver pero, cuando lo hizo, durante un par de años pude contar con que, dos o tres veces al mes, en algún momento entre jueves y sábado, recibiría su visita en busca de «un gramito» –siempre fue moderado– y unos tres cuartos de hora de «cata» y charla. Él había llegado a la conclusión de que el acuerdo reunía óptimas condiciones de seguridad, primero porque yo no lo timaría, cosa en la que no se equivocaba mucho, segundo porque en mi casa no se exponía a ninguna «escena chunga», cosa en la que se equivocaba más. La fortuna quiso, de todos modos, que yo recuerde, ahorrarle el mal trago. A la comodidad en el negocio, por otro lado, se unía cierta dignidad social, ya por entonces importante para él: yo no vendía «en la calle», tenía «buena pinta», y le gustaba ver que de mi casa salían y entraban músicos y artistas; decía que tenía una «clientela selecta», contento de no vislumbrar más.

Él, por su parte, estaba bien encaminado: había terminado la carrera con honores, hacía el MIR con entusiasmo, sacaba horas para la investigación –su «vocación»– y a veces se sentía el nuevo Ramón y Cajal. No comprendía seguramente lo que me había pasado a mí, que también había salido airoso de la universidad y sin embargo ahí estaba, camelleando, pero tenía la delicadeza de pasarlo por alto: el día en que me confesé como un talento desperdiciado me respondió riendo que para eso se necesitaba mucho valor. Y, además, ¿no tenía yo mis colaboraciones –libros, conciertos, discos– para varias revistas? ¿No era el webmaster del portal de Harmony? ¿Acaso no tenía tarjeta de todos los sitios? Sí, todo eso tenía yo en aquellos años en los que aún pretendía cubrir mis actividades; pero sobre todo lo que tenía era mal du siècle, y algunos complementos algo góticos, condiciones ambas que él ignoraba prudentemente: ni se le pasaba por la cabeza que siendo tan joven uno pudiera sentirse como si hubiera vivido cien años, y los cien sin saber adónde ir. No negaré que sentirme de vez en cuando avergonzado de ser tan de letras me hacía bien: ahora considero este negocio con una modestia algo infame aunque felizmente incapaz de producir remordimientos; entonces, en cambio, me parecía un sacrificio concebido con desidia pero ejecutado con saña, y por eso era agradable tener a alguien que me recordara otros años y otras posibilidades, a su modo de ver aún no sacrificadas, y que fuera él mismo un ejemplo vivo de la posibilidad de combinar lo competente y lo recreativo. Respecto a esto último, solía decir que el mejor antídoto de las drogas era la pereza, porque estaba seguro de que, si no las tuviera tan a su alcance, se cansaría pronto de buscarlas. Pero debía de haber otros motivos además de la pereza porque, pese a seguir yo perfectamente disponible, un día me avisó de que no iba a venir tan a menudo, de que quería darse «un descanso», y de hecho ya no volvió más.

Yo me quedé con la sensación de haberme creado con mi negocio una asociación algo acaparadora, que a los ojos de mucha gente me impedía «ser» algo más. Pero tampoco era la primera vez ni sería la última y ya me había acostumbrado –quizá hasta cogido el gusto– a eso de ser invisible.

Le había mandado por la tarde el correo en que solicitaba «un refugio», y a la mañana siguiente me llamó. Bueno, no me llamó él, sino Rebeca, de su parte. Dijo que Javier estaba «ahora» sin móvil –mentira piadosa–, pero que habían hablado, y que «por supuesto» estarían «encantados» de invitarme. «Tenemos sitio de sobra, puedes pasar con nosotros el tiempo que quieras, si quieres desde esta misma noche.» Todo era, realmente, algo extraño: la voz interpuesta, la amplitud del gesto, la rapidez. Parecíamos –todos– coincidir en un estado de emergencia, aunque indudablemente no decretado por el mismo gobierno. ¿Tan mal estaba Javier? Rebeca me explicó que, si no tenía coche, no me sería fácil llegar a la pedanía, comunicada únicamente por una pequeña furgoneta con cuatro o cinco pueblos cercanos, y por un autobús los fines de semana con Madrid. Si no quería esperar hasta el sábado, dijo, ella podía llevarme cualquier noche –«hoy mismo, si quieres»– porque bajaba todos los días a trabajar a Madrid, y, aunque salía tarde –no podríamos quedar antes de las nueve–, creía que eso iba a ser lo más cómodo, si a mí me parecía bien. Le dije, sin justificarme, que me parecía muy bien, y que por mi parte podía estar preparado para esa misma noche. Con una insensibilidad reprochable, no añadí que tenía muchas ganas de ver a Javier; pero, con una sensibilidad discutible, aunque obviamente por delegación, ella me pidió antes de despedirse si podía llevar «algo de producto». Yo no le dije que hacía varios días que había tirado al retrete todo el «producto» que me quedaba.

Me quedé algo preocupado, preguntándome cómo iba a pagar mi hospedaje ahora que, de algún modo, el asunto se había planteado. Mis dos bolsas de viaje, sospechosamente abultadas, podían dar una idea algo equívoca –en vez de imprecisa– de mis intenciones. Unas horas después, cuando las metí en el maletero del coche de Rebeca, haciendo sitio entre un montón de bolsas de supermercado bien repletas, no vi que ella hiciera el menor comentario, y no había transcurrido la mitad del trayecto cuando empecé a adivinar por qué. Todo había arrancado de una forma harto confusa, con sonrisas y besos en las mejillas en el parking de una pequeña clínica por Arturo Soria, en medio de una noche fría y lluviosa y un pletórico desconocimiento mutuo. Yo tuve tiempo de darme cuenta de que era tremendamente guapa –en eso Javier no debía de haber cambiado– y ella de parecer recordarlo, por debajo de las greñas, el paraguas y el visible agotamiento. Pero minutos después estábamos en el coche sin saber qué decir, imposiblemente amenizados por una siniestra tertulia radiofónica sobre unas declaraciones de la reina de España en torno a la homosexualidad y el aborto. Le pregunté si trabajaba mucho y me respondió que «una barbaridad», que se pasaba el día haciendo sustituciones, allá donde salieran. Entendí que era, como Javier, médico, y que al menos ella, si estaba en algún «giro extraño», no era por falta de actividad.

La noche empeoró. Hubo un momento en que diluviaba y tuvimos que parar. En un pueblo inundado a orillas de la carretera entramos en un bar, que me pareció lleno de refugiados, y allí me enteré de cuál iba a ser la tarifa de alojamiento. Oyéndola hablar a ella, sin embargo, con sus precauciones y esperanzas, alguien podría haber pensado que «precio» era un término deshonroso para lo que se presentaba como una noble misión. Javier, me dijo, necesitaba «compañía», «un amigo», a decir verdad: se pasaba el día solo, sin hacer nada, rebelde a «toda medicación». Lamentaba «ser tan clara», pero no podía decir otra cosa: debía prepararme para encontrármelo «recreándose en su angustia». Con los treinta o cuarenta residentes fijos de la pedanía no podía contar y, aunque podían llegar a ser ochenta los fines de semana, nadie parecía beneficiarse del incremento. Ella desde luego no: necesitaba «otra cosa» para él, alguien que, como yo, pudiera recordarle «las cosas que había perdido», al menos mientras no pudieran salir de allí. Antes –en una especie de prehistoria– vivían los dos en un «bonito apartamento, bastante grande, con terraza» cerca de Plaza de España, pero «cuando las cosas se torcieron» todas esas virtudes se vieron de pronto crudamente supeditadas al pago del alquiler, que «se lo comía todo», y tuvieron que dejarlo. Javier tenía un contrato de «acúmulo de tareas» en un hospital de la Comunidad y estaba «totalmente seguro» de que le darían una plaza de interino en cuanto venciera; pero había tenido «tan mala suerte» que una nueva gerencia cerró la unidad para la que había pedido plaza y, aprovechando la circunstancia, decidió considerarlo «excedente de personal».

Encontrarse en la calle debió de ser un duro golpe para un joven como él, hasta entonces mimado por las oportunidades, pero por lo visto al principio «lo encajó bien» y enseguida pilló al vuelo un contrato temporal en «la medicina privada». Los dos estaban muy unidos: nunca lo habían estado tanto; sabían que lo importante era «no dejarse arrollar por el vendaval», seguir trabajando mientras esperaban, «no sólo esperar». Pero esta relación de los vendavales con el espíritu estoico y honrado no pudo prosperar, y dos o tres meses después todo lo que no había ocurrido a raíz del despido ocurrió sin necesidad de que lo despidieran: un «mínimo conflicto» a propósito del aire acondicionado –costaba creer qué pudo ser– desembocó en un «estallido de furia» y, sin reparar en las consecuencias, él mismo se despidió. «Se me ha acabado la mano izquierda», dijo al llegar a casa, y así siguió una larga temporada: furioso, sin mano izquierda y sin paro.

A partir de entonces el relato de Rebeca adoptó un tono más clínico, como si antes hubiera sido demasiado personal, a pesar de que evidentemente no era la primera vez que lo contaba; parecía habituada a airear ciertas intimidades, seguramente después de haberlas tenido, durante una época, improductivamente custodiadas. El paso al tono clínico –Javier había «caído en una depresión»– no era tampoco tentativo: sin duda hacía tiempo que ella había decidido que resolvía algo; quizá fuese más llevadero tener un paciente en casa que un novio en el abismo. Las razones de la mudanza a la pedanía habían sido principalmente económicas –ahora pagaban cuatrocientos euros de alquiler, menos de una tercera parte que en Plaza de España–, pero también ingenuamente terapéuticas: allí, «en medio de la naturaleza», había creído que encontraría suficiente «paz» y suficiente «lejanía» para «pensar y tranquilizarse». Estaba claro que no había tenido en cuenta que «la naturaleza» podía también mostrarle su peor cara; y, para mí, que nunca he sido partidario de las brusquedades, el corte nítido con la vida urbana, donde uno podía recordar el fracaso pero igualmente anticipar su superación, ofrecía menos salidas de las que cerraba. La idea, que había sido «de los dos», seguía empeñada en mantenerse a flote, cada vez más lejos del oscuro fondo de desesperación donde se había gestado; sólo que «era una pena» que él no pusiera «un poquito más de su parte». Rebeca estaba realmente enfadada por su negativa a medicarse, que no sólo entorpecía su visión clínica del caso, a estas alturas la menos comprometida, sino que parecía incluso burlarse de sus esperanzas.

Yo creo que las ideas que tenía este par sobre la naturaleza estaban muy confundidas. Primero llamaban «vendaval» a un accidente laboral; luego buscaban «paz» en una pedanía; y el más afectado por la catástrofe se empeñaba en no medicarse y en que «la naturaleza» se las arreglara sola, sin la ayuda de espantosos artificios químicos. Pero por supuesto no dije nada de eso en aquel momento.

No pude dejar de pensar, no obstante, que las alusiones a la medicación, que tendían a repetirse, me incriminaban. Rebeca podía tener en mente algún tipo de terapia alternativa y creí que lo mejor era desilusionarla de inmediato. Le dije que me había sido imposible conseguir el «producto» que me había pedido.

–¿Ya no te dedicas a eso? –contestó. Como vio que vacilaba, echó mano de sus propios recursos–. Pues casi mejor. Prefiero no imaginar lo que habría sido tenerlo puesto todo el día, allí arriba.

Así que es probable que esa idea, al menos ésa, no hubiera sido suya.

Por las mías no preguntó. Tampoco por mis motivos. Yo no había dejado de mirarla y de pensar que era una lástima que dedicara tanto tiempo a un novio en ruinas y a una naturaleza inepta, con lo guapa que era y todas las cosas que podría hacer en escenarios más luminosos. No se había quitado el anorak y su figura seguía siendo informe, pero yo ya estaba seguro de que tenía las tetas grandes. Nunca he entendido el amor de una pieza. Me sorprendí preguntándome si podría colarme por alguna ranura.

En cierto modo me alegré de ver que la situación, tan pendiente de sus propias derivaciones, no iba a centrarse de pronto en mí: no cabía prever que fueran a prestarme demasiada atención; al mismo tiempo me había descubierto capaz, si bien por un interés tan inesperado como impuro, de distraerme de mis propios agobios. Este optimismo in extremis se vio sometido a ciertas pruebas en el curso de los días siguientes, como me dispongo a relatar, pero en general puedo adelantar que me atuve a él voluntariosamente.

Javier, algo huidizo y demacrado, me recibió con desgana y disimulo. Apenas había tenido tiempo –ni espíritupara prepararse para una ocasión que amenazaba su rutina y a la que probablemente había cedido bajo presión. Aun así, me abrazó cordialmente, me estuvo reconociendo con malicia, como si a los dos nos hubieran pillado en alguna actividad delictiva, y eso obró un recuerdo yo diría que afortunado de la última época en que nos habíamos visto. No pareció desilusionarse mucho cuando le di la mala noticia de que no había «producto». Mientras Rebeca iba vaciando las bolsas del supermercado, él me enseñó la casa y me acompañó a lo que iba a ser mi habitación, que noté barrida, fregada y desempolvada. Había en ella tan sólo una mesa con un ordenador, una silla de oficina, una pequeña butaca, una cama plegable, ya hecha, una estantería con cajas, y muchas cajas más en el suelo. Me explicó que la utilizaba como «despacho», aunque más parecía un almacén; no tenía armario, así que tendría que guardar mi ropa en el suyo, en su dormitorio, o hacer sitio en la estantería, cosa que preferí: esto reforzaba la sensación de provisionalidad que, ya desde los primeros instantes, nos pareció a ambos conveniente cultivar.

La casa era uno de los anexos de lo que una vez había sido un viejo caserón, derribado prácticamente y reedificado hacía algunos años por su propietario, un constructor que hacía las veces de alcalde pedáneo. Tenía tres plantas: en la de abajo, un salón comedor con una cocina separada por una barra, y un baño y una leñera en el hueco de la escalera; en la de en medio, donde me iba a alojar yo, una habitación algo más pequeña, pero sin estrecheces, con una ventana grande y un baño en el rellano; en la de arriba, un gran dormitorio abuhardillado, con una cama japonesa, adonde me dijo Javier que podía trasladar la mesa con el ordenador, si me molestaban. Lo raro era que no le molestase a él, pensé, dejarlos ahí. Me explicó que, por una peculiaridad de la red telefónica, la mitad derecha del pueblo disponía de ADSL, pero la mitad izquierda no, y «nosotros» estábamos en la izquierda; de todos modos, si quería consultar el correo electrónico o navegar por Internet, tenía amigos en la parte derecha a los que podía recurrir. «Esto es como una comuna –sonrió–. Todos nos lo dejamos todo.» Yo me sentí, si no cómodo, ciertamente aliviado, como habiendo llegado a puerto después de una travesía incierta. No me preocupaba de momento que el puerto pudiera revelarse un lugar desapacible y escabroso; para lo que dejaba atrás, era un lugar seguro, y eso era lo importante.

Cuando volvimos a bajar nos encontramos a Rebeca cocinando. Se había quitado el anorak y por fin la vi, imponente, con unos vaqueros pitillo y un jersey marrón de cuello alto; no me había equivocado en lo de la pechera.

–¿Has traído los cepillos interdentales? –preguntó Javier.

–No había en el súper.

–Pues tendrás que ir a una farmacia –rezongó él, en un tono exigente y malhumorado–, y en la farmacia son mucho más caros.

Rebeca no le respondió. Se volvió hacia mí, sonriendo; pero probablemente se estuviera dirigiendo a él:

–Os estoy haciendo un potaje y albóndigas para que tengáis para varios días. En el congelador aún quedan tres raciones de lasaña y dos de curry de pollo.

Después de eso cenamos quesos, patés y pan alemán con alguna culpabilidad, al menos yo. Empezaba a hacerme una idea de la forma en que se hallaban divididas las responsabilidades en aquella casa, y me disgustó un poco verme tan pronto asignado al lado que no tenía ninguna. En aquel mismo momento tomé la determinación de encargarme yo de la comida a partir del día siguiente, y así se lo comuniqué a Javier en cuanto Rebeca, poco después de cenar y recoger la mesa, se fue a dormir. «No tienes que preocuparte por ella», me dijo, y yo le pregunté si acaso lo decía porque eso corría de su cuenta. «Por lo que veo –contestó–, te ha puesto en antecedentes», de los cuales, añadió, ahora no quería hablar. Tal vez yo quisiera, en cambio, hablar de los míos. Me di cuenta de que me estaba tomando demasiado al pie de la letra, y demasiado pronto, el papel de «amigo» y decidí refrenarme un poco. No había sido una buena idea fingir desde el principio que estaba tan al tanto de la situación, aunque entre «amigos» se supone que no hay necesidad de andarse con rodeos; pero yo había dado prematuramente esa amistad por supuesta –como una forma de reaccionar al tiempo transcurrido– mientras que él, que ejercitaba la inteligencia del solitario, parecía creer que primero habría que recuperarla.

Con la mejor voluntad, pues, no puse el menor inconveniente a hablar de mi caso. Le conté mis motivos, la desaparición ominosa de mi contacto, mis sospechas de que pudiera haber sido detenido, y la precaución que había tomado de desmantelar mi guarida y echar un poco de tierra de por medio mientras las circunstancias no se aclarasen; no era la primera vez que ocurría y, de hecho, confiaba en que todo se calmase y volviera a la normalidad.

–Lo peor son las mudanzas –dije, para concluir–, pero ya me he acostumbrado a vivir como un asceta, con pocas cosas.

–¿Y qué haces con el dinero?

No sé qué habría dicho si hubiera sabido que llevaba veinte mil euros en un doble fondo de una de mis bolsas de viaje.

–Desde luego, comprarme muebles no.

Estábamos sentados en un gran sofá blanco, con algunas mantas por encima, pero era visible su impecable diseño minimalista; todos los muebles que hasta ahora había visto –con excepción de mi cama plegable– eran caros y elegantes; también lo eran la olla a presión, la vajilla de la cena y las copas en las que aún quedaba algo de vino. Formaban un penoso contraste con las baldosas porcelánicas y los adornos provenzales de las puertas y los armarios de cocina, todos ellos del más palmario «estilo rústico». Los efectos de este trasplante sugerían una transitoriedad alargada que resultaba amenazante si se contemplaba como destino. Javier, en cambio, parecía bien adaptado a vivir entre cosas caras en un suelo barato. Para corresponder a mi historia, apenas trazó un leve esbozo de la suya. Reconocía que haber perdido el trabajo, precisamente después –y por culpa– de haber pedido plaza en un servicio en el que creía tener posibilidades (la jefa del servicio se la había «asegurado», prometiéndole además toda clase de facilidades para sus «investigaciones sobre la disfunción mitocondrial»), había sido «un gran palo» y le había «curado para siempre de hacer planes». Él, «un tipo precavido y sensato», había visto cómo podía «perder el control» y aún no se había sobrepuesto a «la vergüenza» que eso le había causado. Ahora no se explicaba lo que había pasado, le preocupaba algo lo que estaba pasando –allí, en el campo, prolongando indefinidamente el acto de lamerse las heridas–, y nada de nada lo que pasaría después. Confiaba en que el tiempo resolvería «por su propia dinámica» la situación.

–Por favor no me agobies.

Esa noche no hablamos mucho más. Daba la impresión de que ambos habíamos cubierto el expediente. Me pareció, sin embargo, un poco chocante que me propusiera a continuación ver una película en su enorme pantalla de plasma. Un amigo de la mitad derecha, un tal Juanma, se bajaba pelis del Emule y luego se las pasaba. Ahora tenía Wanted, con Angelina Jolie. Lo cierto es que aún estaba digiriendo su propuesta, tan incongruente con una noche de reencuentro, cuando vi que metía el disco en el reproductor y le daba al mando. Supongo que, ya que él había asumido que tendría que considerarme parte de sus hábitos, quería indicarme que yo también tendría que considerarle parte de los míos, y que valía más que me acostumbrara rápido. Diez minutos me bastaron para comprobar que se trataba de una grabación hecha en un cine, borrosa, movida y apenas audible, y que a él le daba lo mismo. Pensando que me exigía demasiado para una sola noche, preferí dejar que se rindiera solo a ese sacrificio de la calidad y, deseándole buenas noches, subí a acostarme.

No había empezado a desvestirme cuando oí pasos en el rellano y un sordo golpe en mi puerta, que no había cerrado del todo. Era Rebeca, con un pijama de seda gris con lunares blancos.

–¿Ha ido todo bien?

Quise tranquilizarla y le dije que sí. Estuvo a punto de pedir detalles, pero se lo pensó mejor. Y yo estuve a punto de darle la razón en todo lo que me había ido adelantando durante el viaje, pero también me inhibí.

–Mañana que no se os olvide ir al huerto. A ver si queda algún repollo.

Las semanas que pasé entre ellos transcurrieron entre un montón de prescripciones, abiertas y reiteradas las de Rebeca, calladas y tortuosas las de Javier, y hubo un momento en que yo me dediqué también a establecer algunas, si bien con la ayuda de cómplices. Yo no había ido allí a salvar a un amigo, realmente, pero, ya que estaba y la hermosa Rebeca me lo pedía, no iba a dejar de echar una mano, y siempre sería mejor que dedicarme a contemplar el paisaje al que me había llevado mi propia peripecia. Es pronto, sin embargo, para hablar de eso. Quizá sea mejor contar antes las condiciones que favorecieron la extensión de ese contagioso clima.

Pero no puedo dejar de referir aquí que aquella misma noche tuve un sueño erótico con Rebeca. Follábamos de pie, vestidos, ella con el pijama de lunares, en un vagón de metro completamente atestado, en hora punta –un reloj digital marcaba las 19.20 horas en alguna parte–, pero estábamos tan apretujados que nadie se daba cuenta. Supongo que era una manera de expresarme que allí, en «la naturaleza», nada de eso ocurriría. Por la mañana hice la cama muy deprisa para tapar las sábanas.

Al bajar lo primero que vi no fue a Javier sino a Jacinta. Estaba vaciando una bolsa de patatas en un cesto, en la barra de la cocina. Javier, en bata, echaba leña a la chimenea. Me la presentó y hasta se permitió una broma. «No la provoques –me dijo–. Pertenece al retén de bomberos.» Era una morena guapa, con el pelo algo rizado, de cara ancha y labios y dientes grandes como algunas francesas, de unos treinta años, enfundada en un plumas azul eléctrico hasta las rodillas: de nuevo el frío interponiéndose en la apreciación del cuerpo. Parecía ancha de espaldas. Luego me enteraría de que, en efecto, en los meses de verano, era bombero en un puerto de montaña; el resto del año vivía –bastante frugalmente– del paro y de lo ahorrado. Desprendía fuerza y claridad: por su forma de insistir en que Javier se vistiera para ir al huerto, me pregunté si sería otra ayuda con la que contaba Rebeca, o colaboraba por iniciativa propia.

–¿Tú vienes? –me preguntó.

Parecía dudarlo; aún no estaba al corriente de las condiciones de mi hospedaje. Le dije que sí, con la boca ocupada con una magdalena.

Al salir me esperaban nuevos conocimientos. El primero de ellos, un artilugio bastante aparatoso que en mi ignorancia confundí con una cortacésped, era una «motoazada». Servía, me dijeron, para «levantar las tierras», es decir, para prepararlas para la siembra después de los meses de verano; también la llamaban «mula mecánica», expresión que creí entender mejor. El otro era una carretilla llena de estiércol. Era temporada de «sacar la cuadra», es decir, de limpiar los establos, apartar el estiércol acumulado y llevarlo al huerto para que se fuera pudriendo y abonase la tierra. Un vecino que tenía «animales» les daba todo el que podían necesitar. Yo observaba la carretilla con cierta aprensión.

–Anda, quita –me dijo Javier, muy dueño de la situación–. Ya la llevo yo. No quiero que apestes en tu primer día.

Camino del huerto, proseguí con mi inmersión en la vida rural. Me explicaron que el propietario de una finca, que vivía en el pueblo principal, a tres kilómetros, prestaba a los habitantes de la pedanía un rinconcito vallado para que pudieran cultivar. Jacinta compartía con Javier uno de esos trozos de tierra y le había iniciado en los secretos de la horticultura. «Aquí vivimos en el neolítico», observó él, como de buen humor; pero yo tuve la impresión –como la había tenido con Rebeca el día anterior, en nuestra conversación en el bar– de que esta frase afortunada pertenecía a un repertorio bastante manoseado, que se retenía como un rehén muy valioso, pero ya algo escuálido. Le pregunté a Jacinta si «el hombre neolítico» se desenvolvía bien en sus nuevos quehaceres y, sin severidad, me contestó que todavía era un aprendiz. A lo que, irreflexivamente, me apresuré a añadir que tal vez no estuviera hecho, nuestro amigo, para este tipo de vida.

Por lo demás, el poblado neolítico, que tuve la oportunidad de recorrer mientras nos dirigíamos al huerto, se caracterizaba por la espontaneidad y la falta de trazado. Aparte de dos o tres genuinas construcciones de piedra, antiguos pajares o establos, la mayoría de las viviendas obedecían a los elementales principios de la autoconstrucción, sin plano ni dibujo, y eran de práctico cemento, a veces sin pintar; algunas de las que estaban pintadas, huyendo con valor de tanto realismo, lucían en sus fachadas colores anaranjados o amarillos, como en un pueblo mediterráneo. Había también obras más proyectadas, aunque por una imaginación de otro tiempo, y algo pobretona, que les había dado un aire de casa cuartel o de antiguo colegio unitario. La iglesia y la gran residencia del casero de Javier –sin duda las edificaciones más ambiciosas– compartían porches y arcos de distintos estilos, y un revestimiento de piedrecitas producto ya del pintoresquismo de las nuevas normativas, que recomiendan estos mosaicos inspirados en el turrón de Alicante. A poca distancia del pueblo, visible desde todos los ángulos, se alzaba una torre de alta tensión.

Fue divertido ver, con un frío espantoso y bajo una nube universal, cómo Javier se entregaba a las labores agrícolas, o al menos lo aparentaba. Lo digo porque no vi nada comparable en él a la desenvoltura con que Jacinta manejaba la motoazada, o a la expresión de tristeza con que, al arrancar un par de repollos, dijo que serían «de los últimos». Yo mismo, previa instrucción, recogí algunas ramitas de azafrán, encantado por esa mujer generosa, de ojos brillantes, a la que se veía tan identificada con lo que hacía. Javier, por el contrario, descargando y amontonando estiércol, no acababa de perder ese aspecto de haber sido asignado a un programa de terapia ocupacional. Jacinta vigilaba y dirigía sus movimientos, a veces a gritos, por el ruido de la máquina, y en un momento dado él se volvió hacia mí y, en un tono displicente, ni siquiera amargado, me susurró: «Esta mujer es un peñazo de sargento»; cosa que no me gustó nada y que, por lo demás, apelaba a un tipo de complicidad más bien imaginaria. Jacinta quiso enseñarme a pasar la motoazada, tarea en la que consumí exactamente cinco minutos de inutilidad; me preguntó si iba a quedarme mucho tiempo, haciendo cálculos pesimistas de todo lo que se podía esperar de mí. Me dijo que, en esta estación –«al menos hasta enero»– y a esta altitud –estábamos a mil metros–, poca cosa había que hacer en un huerto de montaña.

–Si estuviéramos más bajos, ahora mismo tendríamos escarolas, acelgas, espinacas, lechugas romanas..., prácticamente el jardín del Edén.

Me gustó esta imagen, de una ironía más templada que el neolítico de Javier.

Debimos de pasar allí algo más de una hora. Al cabo vi que Javier miraba el reloj y le decía a Jacinta que «nosotros» nos marchábamos. Allí la dejamos, provistos de la carretilla vacía, un gran repollo y mis ramitas de azafrán.

Pese a tan franca deserción, Javier se pasó el camino de vuelta hablando de sus nuevos conocimientos, con los que quería expresar familiaridad. Paramos a tomar un café en el único bar del pueblo, donde conocí a dos ancianitos, vaqueros jubilados, que veían la tele, y a una joven colombiana, Roxanne, que había emigrado por amor a Juanma, «un tipo con una historia complicada», y que nos pasó un dvd con «seis películas nuevas». Fuera seguía haciendo muchísimo frío pero, como ya habíamos iniciado la ronda social, nos sentamos en un murete bajo de piedra que cercaba una casa blanca y desde el cual teníamos una completa perspectiva del único lugar de paso obligado del pueblo, al que, quizá por la presencia de una pequeña fuente y dos banquitos, llamaban «la plaza».

Este murete, más que el bar, era el punto de encuentro favorito de la población, a la que con el tiempo iría conociendo en su mayoría. Aquel día, Javier hizo de anfitrión, un poco orgulloso de exhibir una prueba de su pasado, y saludé a una significativa representación demográfica. Recuerdo especialmente al único vaquero en activo, que pasó al frente de un grupo de tremendas vacas, rumbo a unos pastos que tenía alquilados en los alrededores; Javier me explicó que el alquiler era barato, y que el hombre vivía de la venta de ternerillos y de lo que recibía de los fondos comunitarios. La subvención, el trabajo de temporada, alguna pensión por minusvalía y sobre todo el paro caracterizaban la vida económica de la pedanía, así como la retirada, no necesariamente deshonrosa, del territorio minado de la ciudad parecía ser un factor importante de su vida moral. Cierto es que Ana, profesora de instituto, iba y venía –como Rebeca– todos los días de Madrid, o que Yolanda, que aquella mañana apareció un momento para «hacer un descanso» y a la que vi incoherentemente estresada, tenía el raro oficio de transcribir diariamente el telediario de La 2 para una agencia de noticias japonesa; pero en general la dependencia de la ciudad y de sus instituciones se hallaba convenientemente encubierta por la soledad y los kilómetros, que favorecían una frágil pero muy aguda conciencia de encontrarse a salvo. Las breves y desagradables ráfagas de recuerdo se convertían, más que en enemigos, en aliados del olvido. En todo el pueblo sólo el vaquero era un vestigio de continuidad; todo lo demás estaba asentado sobre un deseo de ruptura.

Una vez en la casa, decidido a no traicionar mis propósitos de la noche anterior, me dispuse a hacer la comida, contra la insistencia de Javier, que no veía motivos para apartarse del menú prescrito por Rebeca. La verdad es que yo no sabía muy bien qué hacer con aquel repollo, y con el azafrán mucho menos, así que llegamos a un compromiso: yo cocería el repollo con unas patatas de las que había traído Jacinta y él calentaría en el microondas las albóndigas; el potaje lo dejaríamos para la cena. Después de comer nos sentamos en el sofá y Javier me propuso, nuevamente, ver una peli del dvd que le había dado Roxanne. Había seis para elegir, como he dicho, las seis recientes y las seis de acción. Me decidí por Hancock porque en ella salía mi adorada Charlize Theron, pero, aunque esta vez la calidad era algo mejor, al cabo de un cuarto de hora me quedé frito.

Cuando desperté, la tele estaba apagada y tenía una manta encima. Javier, medio distraído con un periódico del día anterior, alzó la vista. Fuera estaba oscuro y volvía a llover. Me preparó un té, sacó unas galletas, acercó una butaca y se sentó delante de mí. Estaba dispuesto, al parecer, a tener la conversación íntima que había quedado pendiente la víspera y que ahora, en un arranque de motivación, pretendía despachar lo antes posible, como si mi presencia se lo exigiera. Huelga decir que yo no le exigía nada; de hecho, en ningún momento del día le había visto hacer nada que valiera la pena justificar. Pero comprendo que tanto él como –en su pensamiento terapéutico– Rebeca me concediesen el papel del extraño que oportunamente venía a perturbar su pequeño mundo de entendimientos silenciosos y rarezas consabidas. Ante un extraño la intimidad misteriosa duplica sus misterios, y sus reglas secretas parecen aún más secretas; y parece lógico que busque, al sentirse observada, una forma de exponerse –de descifrarse– ante los ojos del profano.

Comprendo, como digo, el mecanismo, y una exposición era lo que sin duda estaba en el ánimo de Javier. Tal propósito tomó una forma parecida a una primera visita al terapeuta: es decir, hubo, por un lado, un meditado esfuerzo por explicar ordenadamente el caso y, por otro, todo un despliegue de recursos para frenar de antemano cualquier posibilidad de invasión, real o imaginaria.

Javier empezó, en efecto, atacándome, dudando –dijode que «un personaje de la economía sumergida» como yo, y «de la moral sumergida» por demás, pudiera entender lo que significaba para él, un personaje al parecer transparente y legal, haber sido «expulsado» de una «carrera» en la que no sólo tenía volcadas todas sus esperanzas sino que había seguido siempre sin desviarse del «camino», obedeciendo «sin cuestionarlas» todas las indicaciones. Desde el margen, creí entender, no se percibían las recompensas a las que aspiraban los rectos y disciplinados, y por eso tampoco podía calibrarse la dimensión de sus castigos. Admitía que tanta decepción, pese a haberle abierto los ojos, o por haberlo hecho, había tenido unas consecuencias exageradas, entre ellas «este destierro forzoso» que apenas tenía la ventaja de ocultarlo de «la gente que le conocía» y a la que él mismo había dado la espalda.

Yo me sentía efectivamente en el margen donde él me había colocado, y desde allí todo lo que estaba diciendo se veía como un reductible montón de tontas penalidades. Pero me reprimí y adopté un tono conciliador. Razoné que era muy exagerado sentirse «expulsado» en los comienzos de su «carrera», y más por algo que no había sido más que «un simple tropiezo». Aproveché también el respeto que conservaba por «la gente que le conocía» para asegurarle que nadie le habría tachado de su lista de grandes promesas y que todavía se esperaba mucho de él.

No hay manera, en el margen, de estar inspirado cuando uno intenta asomarse al centro. No sé si fue entonces cuando sacó una botella de vino, pero sí cuando me pidió que hiciera el favor de no aumentar su culpabilidad, uno –dijo– de sus «más acuciantes síntomas». Los demás, según fueron apareciendo, consistían en «letargo y falta de fuerzas», «desgana por todo», sensación de «completamente noqueado» y «terror» a levantarse por las mañanas y acostarse por las noches: esto último me pareció menos abstracto –al menos explicaba lo de las pelis– y él debió de advertirlo porque se apresuró a señalar que no se trataba de «un caso severo». Pero ¿cómo podía verlo yo de otra forma, siendo prácticamente un extraterrestre, en mi condición sumergida y marginal? Lo cierto es que a mí todo este pathos de la degradación profesional seguía resultándome anecdótico incluso en su desproporción y no me permitía empatizar, lo que tal vez fuera mejor para él; pero el elemento de resentimiento paralizante no me era del todo desconocido, pues había tenido que manejarlo, mezclado –precisamente– con accesos de furia, con algunos de mis clientes. Javier insistía en que había que «dejar trabajar al tiempo» y en que no había ninguna necesidad de «medicalizar» su estado. Como neurólogo, sabía de qué hablaba.

–Supongo que Rebeca te habrá dicho que tengo una depresión. Pero, créeme, la única definición exacta de depresión es que es aquello que los antidepresivos tratan. Actualmente, una cosa no existe sin la otra, hasta el punto de que si alguien no responde al tratamiento con antidepresivos se concluye que su dolencia no era una depresión. Así que –sonrió–, mientras no esté medicado, no estoy deprimido.

Esta sutil deconstrucción dejaba el juicio de Rebeca al nivel de una ramplonería clínica. Javier no parecía consciente de hasta qué punto se revolvía contra quien, por lo que yo sabía, era su única protectora. Empecé a pensar que no tenía ni la menor idea de cuáles eran sus verdaderos síntomas. Esa noche, cuando volvió Rebeca, nuevamente cargada de bolsas, íbamos ya por la segunda botella de vino y la vi reaccionar con alegría, como si nos hubiera pillado en plena juerga de amigotes. Y casi lo primero que dijo fue:

–Te he traído los cepillos interdentales.

¡El caso era mucho más «severo» de lo que me creía!

También esa noche, cuando subí a acostarme, bajó Rebeca discretamente al rellano para preguntarme qué tal había ido. No supe qué decirle. Le miré el pijama.

Me he demorado con cierto detalle en lo que ocurrió en mi primer día no para dar una idea de cómo fueron los demás, sino más bien todo lo contrario. No tardé mucho en darme cuenta de que ese día había sido como un escaparate recién lustrado de lo mejor que Javier y Rebeca podían dar de sí; en adelante todo volvió a ser –imagino– como era antes de llegar yo, más polvoriento y menos hacendoso. Entendí que Rebeca hubiera creído que, en su estancamiento, la situación requiriera un estímulo; y al mismo tiempo que mi oportuna aparición y mi propia voluntad no iban a estar a la altura de lo que se me había encomendado.

En el curso de los días siguientes, las ocupaciones hortícolas se abandonaron: Jacinta ya había dicho que la estación no exigía grandes dedicaciones, lo cual proporcionó un pretexto racional; el mal tiempo –siguió lloviendo y granizando– sumó otro; y Javier, que había integrado el precepto de la terapia ocupacional, empezó a fregar los suelos y a limpiar los cristales de las ventanas. La costumbre de la parada matutina en el bar duró un poco más, hasta que Javier decidió que no había por qué diversificar su sociabilidad, teniendo para eso el murete de plaza con el cual cumplía ya su prescripción diaria de una hora al aire libre. Este esparcimiento –llamémoslo así– fue escrupulosamente respetado durante todo el tiempo en que estuve allí y, a medida que fui reconociendo en tales rutinas las características de un régimen penitenciario, acabé por pensar que ésa debía de ser la hora obligada en que los reclusos salen al patio.

Hubo un momento, observando esos encuentros pautados a la intemperie –en los que se intercambiaban provisiones, periódicos atrasados, escuetas noticias de un mundo que iba a otro ritmo–, en que me pareció que la mayor parte de la población compartía el mismo régimen: como presos, vivían en un universo estacionario, con un pasado lleno de razones para olvidar y un futuro demasiado remoto para pensar en él. El presente había conseguido reducirse a los accidentes del clima, al recuento de los asiduos, al registro de los extraños, al esperado paso de las vacas, tal vez a un trastorno de digestión o a una misteriosa mancha en la piel (Javier, como médico, tenía que atender estos pormenores). La tan cacareada naturaleza no era aquí signo de otra vida, como imagino que debe de ser para los presos, y no infundía esperanzas. Nadie parecía pensar en ella como algo que prosigue y se renueva al margen de las vicisitudes y contingencias humanas.

Después de la salida al patio, prácticamente cronometrada, como si estuviera penalizado volver tarde a la celda, yo preparaba la comida: conseguí liberar poco a poco a Rebeca de esta carga, ya que no de comprarla, pues en la pedanía no había tiendas, sólo una camioneta que pasaba cada día a las doce con el pan. Javier apenas probaba bocado: no tenía hambre, todo le sabía mal, estaba cada vez más en los huesos. Otra ocasión perdida. Se mantuvieron, no obstante, las pelis de sobremesa, en variable grado de deterioro, que él veía sin inmutarse y a mí me dormían; creo que a esa hora sólo aguanté una entera, Monstruoso, y eso que ya la había visto en el cine. Cuando despertaba, ya no me lo encontraba ahí, esperándome para una charla algo desquiciada pero amigable y una botella de vino; normalmente había subido a su buhardilla, adonde había trasladado el ordenador, y se entretenía, a oscuras, con la sola luz de la pantalla, clasificando y reclasificando documentos con material para su tesis, o, con lamentable frecuencia, se tiraba en la cama, replegándose en su cuerpo, como si fuera lo único que tuviera... y como si, siendo lo único, sintiera que también lo estaba perdiendo.

Mis esfuerzos para sacarle de la desidia a veces eran recibidos con cortesía, es decir, con un resto de vergüenza; pero con el paso de los días dejó de molestarse siquiera en disimular y me pedía que lo dejara solo, a veces con un hilo de voz, a veces con franca hostilidad. Mi presencia, en vez de fomentar una u otra catarsis, parecía poner de manifiesto su imposibilidad, y yo me sentía cada vez más como un testigo impuesto, como un celador no contemplado en las condiciones de su castigo. Intenté ayudarle en sus obsesivos devaneos frente al ordenador, quise leerle en voz alta David Copperfield, que había traído conmigo, revolví agradables aventuras y recuerdos, le animé a salir de casa o al menos a abrirla a las visitas. Ninguna de estas propuestas funcionó. Él no quería sociedad, ni compañía, ni entretenimiento. No podía hablarle de lo sucedido a lo largo del día porque a lo largo del día no había sucedido nada. Y yo no podía ofrecerle más: si hubiera tenido una moral más rigorista, habría podido incitarle al enfrentamiento; habría podido provocarle para que nos peleáramos. Pero mi carácter tiende más a la distracción. En este aspecto debo decir que empezaba a resentirme, porque ya no es que fuera incapaz de distraerlo a él sino que la situación entera me ponía las cosas difíciles para distraerme a mí mismo. No diré que envidiara su sórdida consagración al silencio, su grandioso desprecio de toda estrategia, y su entrega al no saber qué hacer; pero él al menos debía de encontrar algo ahí, una especie de existencia extrema. Yo me desenvuelvo mejor en los niveles de existencia media, y para eso necesito tener algo que hacer.

Rebeca habría podido ser una buena distracción, pero, en cuanto Javier se negó a bajar del dormitorio para cenar con nosotros, decisión que tomó en menos de una semana, sentó perversamente las bases para dar a nuestras reuniones un aire de contubernio. Conscientes ambos del peligro –yo creo que mucho más–, aligerábamos el momento al máximo, y si por casualidad la conversación, algo que los dos echábamos de menos, empezaba a fluir, uno u otro la cortaba como si hubiese sonado una alarma. Rebeca le llevaba la cena arriba y, cuando él bajaba al fin, ella no lo acompañaba. Nos quedábamos otra vez solos, como el resto del día, con alguna peli horrible, como Quantum of Solace, con toses de fondo y cabezas de espectadores en primer plano.

Al cabo de diez o doce días de este estricto orden pensé que tenía que salir de allí y bajé a Madrid con Rebeca. Ella advirtió claramente lo que tramaba y casi me rogó que no dejara de ir a buscarla por la noche al parking de la clínica. Yo había dejado de soñar con ella y ya no le miraba el pijama, entre otras razones porque apenas la veía con él. No sabía muy bien de quién era ella cómplice ahora, si mía o de Javier. Dediqué la mañana a ir a los bancos, abrí y cerré algunas cuentas; no me atreví a pasarme por casa del mexicano, después de consultar mi correo secreto en un cibercafé y ver que estaba vacío y de llamarle desde una cabina, sin obtener respuesta. Llamé también a una amiga con la que de vez en cuando follo y me invitó a comer a su casa. Follamos, comimos y volvimos a follar. Pasé las últimas horas de la tarde en un cine en condiciones, como para resarcirme (aunque, es curioso, ahora no recuerdo qué película vi). A las nueve estaba en el parking de la clínica.

Rebeca se alegró de ver que no había huido y yo no quise explicarle por qué. Ya he dicho que su actitud estaba empezando a resultarme sospechosa, pues la verdad es que era ella, por comprensible que fuera, la que más huía. Su agotadora jornada laboral –trabajaba en dos clínicas– se prolongaba los sábados, pero la mayoría de los domingos también partía pronto por la mañana, a casa de sus padres, de donde no regresaba hasta la noche. Me dijo que Javier, que por supuesto no la acompañaba, no podía obligarla a «renunciar a este resto de vida familiar». Sin embargo, las mañanas de los domingos, en las que el pueblo bullía –es un decir– de residentes de fines de semana y de algunos visitantes, eran más alegres de lo habitual, la ausencia de Rebeca se notaba menos y Javier ocupaba su puesto en el murete con una dignidad casi ceremonial, como si incluso un preso tuviera la obligación de observar el calendario festivo. Precisamente fue una de esas mañanas de domingo, apenas unos días después de mi intento de huida, cuando ocurrió algo que me permitiría resolver el dilema de la complicidad de Rebeca, o empujarla al menos a tomar partido.

Recuerdo que estábamos todos ese día. Los fieles habían salido de la iglesia y el cura se había acercado a saludarnos, siempre interesado por «la juventud». El alcalde pedáneo, un hombre rechoncho y paternal que hablaba muy bajo, discutió con él algunas reformas de la iglesia. Juanma y Roxanne, con una barra de pan bajo el brazo, recomendaban con entusiasmo El caballero oscuro. Yolanda me regaló un caballito de madera. Jacinta llevaba una falda corta y unos vistosos leotardos floreados. De pronto, Javier se levantó y, sumamente violento, me dijo:

–Vámonos. Tenemos que irnos.

Le vi que miraba de reojo una de las casas que daban a la plaza, una grande y en buen estado, con ventanales enrejados a la andaluza, la que he dicho antes que me recordaba, a escala reducida, una casa cuartel. Una mujer de unos cincuenta años, sin rasgos carcelarios y con aspecto urbano –sin duda una visitante–, salía del gran portalón de madera, acompañada por una chica que tal vez fuera su hija. Las dos contemplaban y comentaban la fachada.

–¡No mires! –exclamó Javier, con la cabeza baja, muy agitado–. ¡No mires!

–Pero ¿qué pasa?

–Esa mujer, no la mires. No quiero que me vea. No quiero que me vea aquí.

Sin despedirse de los demás, se encaminó hacia la casa. Yo le seguí. Casi contra su voluntad, pero como si guardárselo fuera a ser más dañino, intentó explicarse. Me recordó que, si había perdido su trabajo en el hospital, había sido por pedir plaza, en principio con todas las garantías, en una unidad que luego había sido cerrada. La mujer que había visto saliendo de la casa era la directora de esa unidad, la doctora Vázquez Romero, la que habría tenido que ser su jefa. El cierre de la unidad no había sido cosa suya, sino «una decisión de gerencia», pero estaba claro que al menos al principio, de una forma prometedoramente irracional, él la había culpado.

–Pero, si le cerraron la unidad –dije–, a ella también debieron echarla, ¿no?

No contestó.

–¿Y no pudo hacer nada por recolocarte?

Me dio la impresión de que sí había hecho algo pero que no lo consiguió. Javier parecía haberse hallado en la difícil posición de tener que estar agradecido a una persona directamente envuelta en su desgracia. Pero no la odiaba, era evidente; era de esas personas de las que me había dicho que se ocultaba, de las que temía que pudieran verlo ahora, en el estado actual de su «carrera». Era una de esas personas a las que respetaba. Lo que vino a continuación fue un ataque de pánico en toda regla, que los dos tuvimos que superar a palo seco. Por mucho que pregunté y busqué, no di con un solo ansiolítico en toda la casa; únicamente el probado terror de Javier a los testigos me impidió salir a buscarlo a la plaza. Sudoroso, frío, a punto de ahogarse, le obligué a tumbarse en el suelo, a levantar las piernas contra la pared, y con una autoridad desconocida, sólo explicable por la desesperación, dirigí su respiración al menos tres cuartos de hora.

Aquel día no hubo comida ni peli. A media tarde, cuando subí a la buhardilla, adonde lo había llevado una vez pasó la crisis, me lo encontré despierto, hecho un ovillo, con la luz apagada. De un modo u otro detectó mi expresión irreprimible de reproche y me dijo:

–Lo siento, de verdad que lo siento. Debe ser duro para ti. Esto es como el olor a mierda, que es reconfortante cuando la haces, pero asqueroso cuando te la encuentras.

Quizá tendría que haberme ofendido, pero de esta gráfica reflexión me impresionó principalmente la cantidad de tiempo y de autocontemplación desperdiciados en producirla. Aquello no era obra de un día, ni de una casualidad, por mucho que la inesperada reaparición de la tal doctora pudiera haber obrado un efecto devastador: para cobrar tal carga simbólica, se requería un terreno donde el pánico hubiese sido largamente, escandalosamente abonado. Tan largamente, de hecho, que me pregunté si Javier ya debía ser así, un ser tan ignorante de la precariedad, y concretamente tan susceptible de sufrir sus implicaciones sociales, en los años que habíamos compartido, íntima o intermitentemente, bajo una u otra forma de relación. Parece que uno nunca sabe si la precariedad va a manifestarse como una desconocida enfermedad latente, o bien como una condición de vida; si los reveses sociales destruirán nuestro mundo no dejando nada más que escombros, o bien levantarán otro en su lugar. Busqué indicios en el pasado, y tan sólo adiviné que hubo un tiempo en que vivíamos protegidos, y que ese tiempo, por una u otra razón, se había prolongado más para él que para mí. En cualquier caso, el poder de la precariedad es retroactivo y ahora, cuando no tenía la menor duda de que no conocía a Javier en absoluto, empezaba a dudar de haberlo conocido siquiera alguna vez.

Verlo como un desconocido, no obstante, me ayudó a última hora de la tarde, cuando volvió Rebeca, a plantear la cuestión desde un punto de vista –podríamos decir– médico. Yo no soy médico, pero sé algo de drogas, es decir, de medicamentos, y he visto lo suficiente para hacerme una idea de sus efectos subjetivos. Es obvio que las drogas no cambian de raíz a nadie, ni mucho menos lo «poseen»: no son un «ser» omnipotente que se introduce en las conciencias desprevenidas para doblegarlas y anularlas a su antojo; nadie hace bajo el efecto de las drogas nada que no hubiera ya concebido en un estado previo de su propio «ser». Sí es cierto, por otra parte, que, vencidas las primeras resistencias, las drogas tienen la facultad de despertar potencias secretas, recuerdos enterrados, habilidades inhibidas; y todo ello en un espacio que parece correr paralelo al de la voluntad, un espacio que permite a ésta observar sin inmiscuirse, y –muy a menudo– respirar aliviada de no tener que presentar oposición. La voluntad suele bendecir esos actos, actitudes y pensamientos que por una vez no le cuestan trabajo y que pasan sin grandes heroicidades por encima de barreras levantadas a lo largo de los años, con una solidez y una altura dignas de mejor causa. La voluntad de Javier, ahora limitada a cumplir literalmente como una condena las consecuencias de una vulgar decepción –tan literalmente que no le prohibía verse a sí mismo como un castigado, pero sí como un deprimido–, tenía que estar bastante harta de tanto esfuerzo; y, aunque, como he dicho, yo ya no estaba seguro de cómo era antes, creía que forzosamente debía echar de menos otro tipo de funcionamiento. No le iría mal un descanso, en todo caso, y por eso le dije a Rebeca que, sin perder un minuto más, teníamos que darle antidepresivos.

Rebeca, dicho sea en su honor, mostró al principio algunos escrúpulos, pues era obvio que lo que hubiera que hacer habría que hacerlo a espaldas del interfecto, lo cual no sólo contravenía el código deontológico sino la lealtad que, según ella creía, le debía aún a su novio. Yo le dije que, se pusiera como se pusiera, «aquello» no podía ser su novio, y que ésta podía ser una forma de recuperarlo, si es que todavía estaba interesada; por otro lado, él no tenía por qué enterarse y, si algún día se enteraba, seguro que se lo agradecía. Ella argumentó que Javier era neurólogo y estaba al tanto de la acción de los antidepresivos, que no podía pasarle inadvertida; a lo que yo objeté que el neurólogo no había sido muy competente a la hora de detectar sus propios síntomas y que su obcecación en no convertirse en objeto de la medicina sólo podía combatirse convirtiéndolo precisamente en objeto de la medicina. Debíamos confiar, insistí, en que el día en que se diera cuenta fuera por una repentina mejoría, señal de que estaría haciendo efecto la medicación, algo que no podría negarse a reconocer.

A Rebeca le preocupaba también que, ahora que Javier prácticamente no era más que «un cuerpo que sufría» en el que había volcado toda su atención, advirtiera demasiado pronto cualquier anomalía, antes incluso de que se observasen indicios de «evolución favorable». Una disminución de la modorra, un aumento del apetito, una ocasional ráfaga de bienestar podían atraer sus sospechas, del mismo modo que algunos posibles efectos secundarios del medicamento, desde náuseas o vértigos hasta sequedad de boca.

–Si lo descubre –dijo, asustada–, estamos perdidos. Se volverá contra nosotros y lo dejará.

Pero ¿acaso no podíamos entonces negarlo todo? Si los efectos eran adversos, ¿no podíamos nosotros contraatacar diciéndole que eran síntomas de que estaba enfermo, no de que se estuviera medicando? Y si eran positivos... en fin, ¿no decía él que había que «dejar trabajar al tiempo»? Pues le daríamos la razón y le diríamos que el tiempo estaba trabajando.

Rebeca no parecía convencida, pero también era consciente de que se le habían acabado las ideas. Es probable, mejor dicho, que le quedara sólo una, y que ésa hiciera ya tiempo que no girase en torno a la salud o la lealtad, sino al abandono. Ver la duda en aquel hermoso rostro me hizo lamentar de nuevo estar condenado a conocer su intimidad precisamente en esa faceta. Comprendí que quisiera pensarlo.

Al día siguiente Javier, avergonzado, quiso comportarse con decencia y hasta propuso salir a dar un paseo. Apenas llevábamos veinte minutos fuera, en un prado cercano en compañía de vacas, cuando cayó una tormenta de granizo y tuvimos que regresar. No hubo tampoco, ese día, reunión en el murete. Jacinta se pasó a vernos y nos trajo una botella de licor de arándanos; estaba muy interesada en comprobar si Javier se encontraba bien –su estampida de la plaza el día anterior había sido notable–, pero él la recibió fregona en mano y le hizo entender que estaba ocupado en una actividad muy importante. Yo pasé mucho tiempo arriba, en mi cuarto, leyendo.

Por la noche Rebeca llegó cargada de intencionados víveres y de una caja de venlafaxina. Me dijo que era un antidepresivo de acción rápida, que en quince días podía hacer efecto, y que «debíamos» darle el contenido de una cápsula al día al «deprimido», ahora que el hecho de medicarse, según su teoría, nos permitiría llamarlo así. Para disimular el sabor, sería conveniente irlo repartiendo a lo largo de las comidas, y en mi mano quedaba no levantar sospechas y, si se levantaban, disiparlas. «No te preocupes –le dije–, desde que me hago cargo de la cocina, dice que todo le sabe raro.» Rebeca había traído un montón de especias exóticas para ampliar el surtido de sabores desconocidos, y enseguida empezamos a cocinar una bonita gama de caldos de camuflaje, desde cremas de puerro con roquefort hasta un guiso contundente de morcillo. La olla a presión no daba abasto, los cuatro fogones de la vitrocerámica irradiaban optimismo y, entre que probábamos y conspirábamos, nos olvidamos de cenar. Había en nuestros movimientos y miradas un gran cuidado en no cruzarse; ambos temíamos la obscenidad; pero la tarea nos entretenía, su objetivo nos guiaba y nos decía de qué hablar. Aquello ya no parecía, pese a la cantidad de rancho, la cocina de una cárcel. Por primera vez veía a Rebeca contenta, y yo también lo estaba.

Cuando a medianoche bajó Javier, buscando explicaciones de por qué no se le había subido la cena, decidí que había llegado la hora de la prueba. Fui un momento al baño, me lavé y sequé las manos, vertí media cápsula en la palma de una de ellas, salí y, con una destreza de camello deshaciéndose de una papelina, espolvoreé de venlafaxina un bol en el que Rebeca acababa de servir una oscura sopa china, con setas y algas. Ninguno de los dos se percató. Javier se tomó exactamente la mitad, su medida habitual, y dijo que estaba buena. Le guiñé un ojo a Rebeca; su expresión de terror e inteligencia, que sólo yo podía entender, me supo a gloria.

Aquella noche me quedé con Javier a ver El caballero oscuro, un dvdscreener con sonido de eco. No sólo me pareció kitsch sino interminable. Pero mi atención estaba en otro lado: según Rebeca, debíamos esperar quince días al menos, pero yo, acostumbrado a drogas más inmediatas, no perdía la esperanza de ver resultados al cabo de unos minutos.

No perdí la esperanza en el curso de los días siguientes, en los que me armé de un nuevo tipo de paciencia, con mayores incentivos, podríamos decir; pero lo cierto es que mi cuidadosa observación se vio pobremente recompensada. Tal vez fuera por observarlo demasiado, pero mis impresiones sugerían que el estado de Javier empeoraba en vez de mejorar. Ahora descuidaba notoriamente su higiene: no se duchaba, no se afeitaba, no se peinaba, se pasaba el día en pijama, con unos calcetines de montañero, envuelto en su bata de Calvin Klein y en una manta a cuadros; se pasaba, eso sí, media hora después de cada comida hurgándose con los cepillos interdentales. Para la hora de la salida, que aún respetaba mecánicamente pero que, por lo que exigía a sus habilidades sociales, le dejaba exhausto, se ponía unos vaqueros y una parka encima del pijama. No vacilé en recordarle que no podía identificarse tanto con el hombre del neolítico, y no reaccionó con agresividad; dijo que se le «olvidaba», que no podía «ni imaginar» cuánto le «costaba». Vigilar esas tareas básicas, acompañarle en ellas incluso, pasó a formar parte de mis funciones. Su mirada me parecía cada vez más catatónica; a veces salía de su mutismo pronunciando tres o cuatro palabras sorprendentes, sin sentido para mí, algo como «Ni pienso decírselo» u «O lo tomas o lo dejas», y cuando le preguntaba a qué se refería, me contestaba que no podía evitarlo, que era su forma de frenar un pensamiento vicioso o un recuerdo insoportable. Tal vez cupiera interpretar estas estrategias de frenado como un indicio prometedor; sin embargo, les faltaba mucho para constituirse en prueba, y su despliegue era dramático. Tampoco mejoraba el apetito: cada vez era más difícil conseguir que se acabara siquiera la mitad de lo que le ponía, lo cual me obligó a aumentar la dosis de venlafaxina y, por tanto, el riesgo de ser descubierto.

El domingo siguiente, en un gesto de solidaridad, Rebeca pasó el día con nosotros y para mí desde luego fue un alivio, y más teniendo en cuenta que a mediodía volvimos a ver, desde el murete, a la maldita doctora entrando en la casa cuartel, esta vez acompañada por un hombre de su edad. Fue, nuevamente, como si un perro rabioso hubiera irrumpido en un campamento de verano. Javier huyó despavorido, arrastrando a Rebeca, que, intrigada por la presencia de la doctora, había querido ir a saludarla. Al volver a casa nos libramos del ataque de pánico –¿empezaba a funcionar el tratamiento?–, pero no de una tarde lúgubre, tediosa, que Rebeca intentó arreglar invitando a cuatro o cinco vecinos a tomar un té. Javier, por supuesto, no bajó de su cuarto y nosotros, en vez de distraernos, invertimos una tonta cantidad de energía en no perder la compostura. Fuimos unos pésimos anfitriones y la reunión se disolvió tarde y torpemente. Rebeca le subió la cena a Javier llorando.

Todas mis muestras de interés, de atención, todos mis esfuerzos por no abjurar de la modestia y por asumir que el mundo de Javier era impenetrable, que nadie podía imaginar siquiera –como él decía– lo que pasaba allí dentro sin rebajarlo, estaban convirtiéndolo en algo casi sagrado. A pesar de nuestras ocultas triquiñuelas, que no ocultaban, por cierto, aparte de hastío, más que esperanza y fe, seguíamos reducidos a tratar el dolor como un misterio. Pero no saber qué hacer –no poder hacer– sólo tenía sus retorcidas justificaciones para quien, al fin y al cabo, veía en ello una característica natural de su estado; a Rebeca y a mí, a quienes este tipo de naturalización nos estaba vedada, nos sumergía, en cambio, en una venenosa tiniebla de frustración. Andábamos a tientas, inseguros del suelo que pisábamos y de las paredes que nos cercaban, e inseguros, sobre todo, de no acabar contagiados.

La impresión que aquel té de la tarde del domingo dejó en los invitados debió de ser tan lamentable que, unos días después, se presentó Jacinta por la mañana con una cesta de mimbre vacía y una mochila llena de bocadillos y nos invitó a pasar el día fuera, aprovechando que por una vez el cielo estaba despejado. Javier evidentemente no se animó pero el deseo que ambos teníamos de librarnos el uno del otro facilitó que yo aceptara, casi entusiasmado, y sin otro resquemor que saber que eso le privaría de su dosis de venlafaxina a la hora de comer. Jacinta, que pensaba sobre todo en él y le insistió alegremente, no pareció decepcionada de llevarse sólo al «invitado», como me calificó, considerando que podría haber recibido dos negativas en vez de una. Tampoco tardaría en comprender, si no lo sabía ya, que la situación del invitado era también de necesidad.

Al salir, puso la cesta de mimbre en mi brazo.

–Llévala tú –dijo–. La he traído por si acaso, pero no te hagas demasiadas ilusiones. Aunque ha llovido mucho, es un poco tarde para las setas, y los abuelitos de aquí madrugan más que nadie. Cuando llegamos los demás, ya han arramblado con todo. De año en año se acuerdan perfectamente de dónde están y, después de cortarlas, cubren con hojas las raíces para que los demás no podamos encontrarlas.

¡Qué deliciosa conversación! Yo nunca había ido a buscar setas, ni siquiera de niño, y nunca he tenido mucha sensibilidad para la naturaleza, pero me gusta que me hablen de ella. ¡Aquellos días me habría entusiasmado que me hablaran de cualquier cosa! Pero Jacinta, con su interés por iniciar a los extraños, no era cualquier cosa y me hizo sentirme profusamente ilustrado. La cosecha, después de todo, no fue tan exigua, al menos para mí: en el bosque, entre árboles que supe que eran «viejos robles», arrancamos algunos preciados boletus protegidos por la hojarasca; luego, en un pequeño claro «secreto», al que tardamos más de una hora en llegar, por empinados senderos que los «abuelitos» ya no estaban en condiciones de subir, encontramos setas de cardo y champiñones. Yo iba guardando todos estos tesoros en la cesta de mimbre, desde donde podían seguir esparciendo sus esporas: las bolsas de plástico estaban prohibidas y, aunque pocos hacían caso de la prohibición, ella era «inflexible» –se rió– en su «conciencia ecológica».

–No puedo permitir que todo esto se eche a perder. Lo necesito para mí.

Su tono no era, sin embargo, altanero, ni albergaba resentimiento contra mí como representante del elemento urbano, que parecía conocer bien. Ninguno de los dos fuimos demasiado explícitos sobre nuestras razones o nuestra vida. Vi que ella ponía empeño en mostrarse como una persona libre, y era convincente. Si había huido alguna vez de algo, no había sido para encerrarse; si algo había dejado atrás, no había sido para recordarlo. Me dijo que no le gustaba la gente que «se venía al campo para curarse», pero que tampoco perdía el tiempo en odiarla: en vez de eso, hacía cuanto estaba en su mano para que «los enfermos» se curaran pronto y se marcharan.

–El campo tiene sus propias enfermedades –añadió–, y con ellas debiera bastarnos. Esto no es un sanatorio ni un refugio.

Me dijo que cada uno tenía que saber cuál era su sitio, y yo le pregunté si conocía a muchos que realmente lo supieran. Atenuando su severidad, contestó que claro que no, pero que admiraba a la gente que tenía «las cosas claras». Por ejemplo, había una doctora de la ciudad que acababa de heredar, de rebote y de un pariente lejano, una casa en el pueblo, y, como sabía muy bien que no se le había perdido nada allí, se disponía a venderla, según había oído, a muy buen precio. A otros, dijo, les habría dado por «el idilio campestre», pero esa mujer no se andaba con «fantasías». Le confirmé que, si esa doctora era, como suponía, la célebre Vázquez Romero de la que había oído hablar, me constaba que era una persona perfectamente sana.

–¿Lo ves? –rió–. Aquí sólo vienen los rebotados.

–Como yo –admití.

–Yo también lo fui. Pero ya no lo soy.

Almorzamos en otro de sus lugares secretos, con un panorama bien elegido, que cubría tanto la pedanía como el pueblo principal, que en la distancia parecían libres de desubicaciones y enfermedades; el mismo frío sacaba tonalidades espléndidas de la tierra y de los árboles, y a nuestros pies discurría un cadencioso arroyo. El cielo había vuelto a nublarse y durante quince minutos nevó, acontecimiento que acogimos en un silencio realmente renovador, después de los silencios a los que últimamente estaba sometido. Yo estaba feliz y magullado: me había caído tres veces de culo y las tres veces Jacinta lo había celebrado con una carcajada. Le gustaba que dependiera de ella y, cuando ataqué, hambriento, los bocadillos, tuve la sensación de estar comiendo de su mano.

Cuando regresamos aún no había oscurecido del todo pero las farolas de la plaza, una gentileza romántica que parecía puesta ahí por José Luis Garci, empezaban a iluminarse. Jacinta me dijo que podía quedarme con las setas, pero que no debía limpiarlas con agua porque estropearía su «textura»; había que hacerlo con un pincel. Debí de poner tal cara de idiota que me invitó a pasar un momento por su casa; creía que, si no lo hacía ella, yo nunca me las arreglaría. Al llegar le pregunté si estábamos en la parte derecha del pueblo, por si podía consultar mi correo en el ordenador, en caso de que tuviera.

–Claro que tengo –me respondió–, ¿qué te has creído?

La casa era modesta y pulcra y, aunque abundaban los motivos rústicos –cencerros y ruedas de carreta colgados de la pared–, no era la obra de un diletante ni de las económicas adaptaciones del constructor de la casa de Javier. El ordenador estaba en la misma sala y, mientras ella encendía la chimenea, yo accedí a mi cuenta encriptada. Tenía un mensaje del mexicano de hacía varios días: «No sufras, wey, estamos viajando.» Así que era eso. Todos los indicios, mal interpretados; todas las precauciones, pura paranoia; toda mi huida... Sentí una explosión de rencor contra el mexicano y su falta de profesionalidad, pero indudablemente un mayor alivio. Bueno, directamente, una gran alegría. Cuando alcé la vista, Jacinta venía hacia mí con una cerveza. Nos miramos. Me levanté y seguimos mirándonos.

–Acabo de recibir una noticia –le dije–, y creo que pronto podrás librarte al menos de este rebotado.

–¿Por una noticia? –sonrió–. Creí que era yo la que se encargaba aquí de librarse de los rebotados.

Lo hicimos sobre la alfombra, delante del fuego de la chimenea.

Cuando regresé a casa de la pareja, se había hecho muy tarde y Rebeca ya había vuelto. Con mi cargamento de setas sin tierra –nos habíamos entretenido, desnudos, con el pincel–, las recientes y liberadoras noticias y la sensación, aún olorosa, de esa curiosa medida de amor rural, yo estaba eufórico. Mi sorpresa fue encontrarme a Javier en un estado parecido; llevaba la bata y no se había duchado, pero andaba casi alegremente con un periódico en la mano. Me sonrió como si supiera lo que había estado haciendo y yo me pregunté cómo era posible que no hubiera sucumbido él al encanto de Jacinta, un nuevo motivo, para mí, que desmerecía su resistencia. Mientras yo le alcanzaba, orgulloso, las setas a Rebeca, él dijo:

–Escucha esto. –Con una voz pomposa y sardónica–: «Iba descalza, Narciso vio una mujer herida y yo pisé charcos de sangre en la huida.»

–¿Qué ha pasado?

–¡Nuestra presidenta! ¡Acaba de salir ilesa de un atentado en un hotel de Bombay!

–¿Un atentado contra ella? ¿En Bombay?

–¡Qué dices, hombre! ¿Qué les importará ésa a los indios? ¡Ojalá! –Javier siguió leyendo–: «Fuimos empujados por el personal del hotel por una puerta detrás del mostrador de recepción, pero, como fuimos los últimos y arreciaban los tiros, nos tiramos detrás del mostrador. Después vinieron a buscarnos. Yo llevaba una alpargata, se me salió, se me quedó en el tobillo, y entonces me descalcé.» ¡Como la Cenicienta!

–Debe ser terrible verte pillado en medio de un ataque terrorista –dijo Rebeca.

–¡Si eres Esperanza no! ¡Tienes siete vidas! –rió Javier–. Acordaos de que hace unos años ya se salvó de un accidente de helicóptero, en el que iba con Rajoy. Con ésta no hay forma de acabar. ¡Qué oportunidad perdida!

–¿Cómo puedes decir estas cosas, Javier? –le interrumpió Rebeca, con una aspereza inesperada–. ¿Cómo puedes bromear de esta manera con la vida de una persona?

–¿Una persona? Pero ¿cómo pasas tú de Esperanza Aguirre a «una persona»? ¿Qué clase de salto es ése? ¿Te has vuelto loca? ¿Qué tendrá que ver?

Era la primera vez que veía a Javier reaccionar de alguna forma que no fuera un ataque de pánico, precisamente el día en que no había tomado su medicación. Pero Rebeca no era capaz de apreciarlo así.

–¡No te das cuentas de lo que dices! ¡Llevas tanto tiempo jugando con la vida de los demás que ya ni te enteras del daño que haces!

«Pero, Rebeca –pensé–, ¡al menos está diciendo algo!»

–Y tú ¿de qué vas? –Javier arrojó el periódico sobre la barra de la cocina–. ¡Yo lo único que he dicho es que a ésta no hay manera de matarla! ¡No estaba planeando matarla yo! Además, te recuerdo que, si no fuera por las urgencias privatizadoras de Esperanza, yo aún tendría trabajo.

–Y ahora ¿quién es el que da saltos? –Rebeca estaba indignada–. ¿Realmente crees que Esperanza tiene la culpa de que no te renovaran a ti en el hospital?

No hubo forma –nunca la había habido– de zanjar este casus belli. El trabajo de Javier en el hospital, su contrato no renovado, el fantasma de la doctora y ahora Esperanza Aguirre... Parecía que ese drama de honor necesitaba ampliar sus personajes, a costa de no perder nunca su circunstancia... o lo que hubiera detrás de ella, si había algo. En todo caso, ni uno ni otro, que para mí tenían atisbos de sobra de que algo habían removido bajo las circunstancias, querían ir más allá, por más que fuera cada vez más evidente –ahora lo era, por ejemplo– que la profundidad se los tragaba. Aquella noche, en la que cenamos los tres juntos por primera vez en mucho tiempo, el silencio de la destrucción lo dominó todo. Las setas, tan limpias, y sin venlafaxina, habrían podido saber a fango.

Rebeca infringió deliberadamente la rutina subiendo a acostarse la primera y Javier, resentido, tuvo que adelantar la suya. Ya estaba poniendo el dvd cuando le anuncié que tenía algo que decirle. No le di muchas explicaciones, sólo que las cosas se estaban arreglando y que ya no tenía motivos para quedarme. Por la mañana iría a Madrid con Rebeca y empezaría a preparar mi regreso.

–Será cuestión de un par de días –le dije–. Me voy, y tú tendrías que hacer lo mismo.

–No me aguantas, ¿verdad? –respondió, casi en el mismo tono con que había hablado a Rebeca.

–No, y tú tampoco a mí. Pero eso es lo de menos. Lo importante es que hagas las maletas, vuelvas al trabajo y salgas de aquí. –Entonces tuve una ocurrencia genial, o eso me pareció–. Además no te va a quedar otro remedio. Ya sé lo que está haciendo la tal doctora Vázquez en esa casa. Me lo ha contado Jacinta. Acaba de heredarla de una tía lejana y se viene a vivir aquí. Imagino que no querrás tenerla de vecina.

Sé que fue una crueldad, pero tenía su propósito. Como ellos, yo tampoco podía ir más allá. Tenía que aferrarme a la circunstancia y a los únicos elementos primarios –el pánico, el rencor– por los que, según había visto, se guiaban las reacciones de Javier. Vi sin remordimientos cómo mi mentira empezaba a hacer efecto, mucho más rápidamente que cualquier droga, y pese a ello me levanté, diciendo que me habían entrado ganas de preparar un cóctel, para celebrar «nuestra» vuelta a la ciudad. Recordaba haber visto en una alacena una bonita coctelera y un nutrido bar, vestigio de tiempos más sociales. Puse hielo, mezclé zumo de naranja y tequila y un chorro del licor de arándanos que nos había regalado Jacinta, hasta entonces intacto. Saqué dos copas también olvidadas, y en la suya, por si acaso, eché una cápsula entera de venlafaxina.

Esa noche me dispuse a ver toda la película con él. Cuando vi que iba a poner El príncipe Caspian le dije que ni hablar. La sustituyó –juro que no estaba preparado– por La conspiración del pánico. Fue malísima pero aguanté hasta el final.

Por la mañana Rebeca me encontró despierto y vestido, con el café preparado, en la barra de la cocina. Sé que me despreció. De camino intenté convencerla de que yo nunca había sido la solución y de que ellos, por su parte, perdían el tiempo alargando un doloroso «exilio» –dije– del que no sacaban nada. Le recordé también que, pese a su torpeza, la reacción de Javier la noche anterior indicaba que su dejadez empezaba a resquebrajarse, y que no debía dejar de darle, como fuera, la venlafaxina. Pero ella apenas respondía. Supongo que quería hacerme sentir que no había cumplido mi parte del trato. Como no quise decirle nada de mi mentira, tampoco pude decirle que eso ya lo veríamos. Había empezado a nevar.

Se me ocurrió llamar a mi antiguo casero, por si aún no había alquilado mi apartamento. Como todavía no era, según acababa de descubrir, un sitio «quemado», me apetecía volver a él. Tuve suerte: seguía libre. El tipo se alegró, tal vez porque ya estaba pensando en rebajar el precio. Fui a verle y negociamos; me dijo que, aunque prefería «una persona discreta» como yo, que sabía que no le iba a dar problemas, también había visto que era un poco «impredecible» y que por eso no podía renunciar a la fianza. Se la pagué, junto con el mes, en metálico y salí de allí con las llaves. Por la tarde me llamó Rebeca: no paraba de nevar y habían cortado la carretera; esa noche no podríamos volver a la pedanía, y ella iría a dormir a casa de sus padres. Estaba preocupada por Javier, «allí solo», pero yo pensé que se lo merecía. Llamé al guardamuebles y organicé la mudanza para dos días después. Por la noche me dejé ver en algunos sitios donde pensé que habrían podido darme por desaparecido. No le di todavía a nadie mi nuevo número de móvil. Algunos clientes me habían echado de menos. Les dije, como el mexicano, que había estado «viajando»; pero, a diferencia de él, pedí disculpas. Dormí plácidamente en un buen hotel.

Al día siguiente había dejado de nevar y las carreteras estaban despejadas. Pensé en coger un taxi y terminar cuanto antes, pero me pareció algo mezquino. Me pasé el día en la calle, disfrutando del frío y de los restos de nieve sucia, y vi que lo que me esperaba era lo mismo que había dejado cuando me había ido. Estuve pensando en si la experiencia que estaba a punto de concluir tendría algún significado, o alguna consecuencia, para mí; me dije que las experiencias no tenían por qué significar nada, ni –tal vez– valer nada.

Bueno, quizá sí significasen algo para alguien. Javier volvió a sorprenderme aquella noche. Increíblemente había preparado una cena «de despedida» sin echar mano de los congelados y del microondas, tan contento estaba –imaginé al principio– de librarse del testigo de sus desdichas. Pensé que el terror había obrado sus primeros efectos: varios terrores, de hecho, porque su forma de mirar y agasajar a Rebeca, tímidamente, como un aprendiz, sugería que había considerado la posibilidad de perderla. Rebeca, por cierto, no cedió instantáneamente. Ahora que había recobrado un poco de autoridad, sin duda pensaba que valía la pena conservarla. No se rindió a las zalamerías ni quiso aparentar que no había pasado nada. Hubo indicios de alguna especie de pacto, de todos modos: el caso Esperanza Aguirre, al que se aludió de pasada pero con valor, quedó archivado.

Después de cenar salí un momento a despedirme de Jacinta. El pueblo silencioso y nevado, a la luz de las farolas, o a pesar de ellas, parecía por fin un lugar al que se podía volver. Como recordando adónde me dirigía, resbalé y me caí. Jacinta me abrió la puerta envuelta en una manta, con el pelo revuelto y los ojos soñolientos. ¿Cómo no había caído en que tenía su propio horario? No hice ademán de entrar.

–Lo siento, te he despertado. Sólo quería despedirme. Me voy mañana.

–Ya era hora –me dijo, y me besó.

No hubo peli para completar la velada, gracias a Dios. Javier estaba realmente decidido a saltarse las normas. Como con ilusión, me pidió que preparara un par de cócteles. Lo hice de buena gana y le eché venlafaxina.

–¿Sabes? –me dijo–. He estado pensando.

–Vaya, qué novedad.

–No seas idiota. Lo que me contaste de la doctora Vázquez Romero... –Se detuvo un instante. Yo estuve a punto de dar un grito–. Es curioso que los dos hayamos acabado aquí, en este sitio horrible. Imagínate... Ella, con una carrera tan prestigiosa, toda una autoridad, una innovadora en su campo, y una mujer luchadora..., ¡acabar aquí!

–¿Por qué dices «acabar»? Supongo que, si se viene a vivir aquí, será porque quiere.

Me miró con incomprensión y me di cuenta de que esa posibilidad ni se la había planteado.

–Puede ser –dijo, sin convicción–. Pero estos dos días en que he estado solo he imaginado que este sitio se convertía en una colonia de grandes doctores. Me veía sentado ahí, en el murete, por la mañana, viéndolos pasar, uno por uno: a la doctora Vázquez Romero, a mi antiguo jefe de sección, a mi antiguo mentor, a mi director de tesis..., todos con la cabeza gacha, sin saludarse apenas unos a otros, con una expresión de tremenda tristeza. Como si hubiera habido una especie de golpe de Estado en las jerarquías de la medicina y los hubieran deportado a todos aquí. Yo los veía y los saludaba con la mano, de lejos, y me sentía, entre ellos, privilegiado de compartir su destino. Te parece raro, ¿verdad?

Me parecía rarísimo. Yo había esperado inspirar un poco de pánico con mi mentira porque había visto que el pánico, en su delicado estado, activaba impulsos. No esperaba encontrar otra fuerza motora, una especie de orgullo –¿cabía llamarlo de otra forma?– que quizá, entre todo lo que dormía dentro de él, fuera lo que más ansiaba despertar. ¡Si lo hubiera sabido antes! ¡Qué difícil era conocer a Javier, qué difícil conocer a cualquiera! Y, sin embargo, sólo el pensamiento en los demás, por disparatado que sea, nos aparta de la ignorancia y del sufrimiento. ¿Tendrá esta historia, después de todo, una conclusión cristiana? Bueno..., para Javier los demás eran únicamente las personas de su «carrera» a las que admiraba, y yo no sé si eso es muy edificante. Pero a veces hay que dar con la clave para que uno pueda identificarse, y había bastado que él imaginara que sobre una de esas personas se había abatido la fatalidad para que dejara de sentirse solo.

–Tiene que haberle pasado algo –insistió.

No le convenía saber ahora lo que le había «pasado» de verdad a la doctora Vázquez Romero. Mejor que se quedara con esa ilusión de destino compartido, con ese sentimiento imaginario de comunidad que le hacía sentirse privilegiado, nivelado con la desgracia de los grandes. Él, que detestaba su debilidad precisamente porque creía que lo arrinconaba –a él solo– en un mundo donde los demás eran fuertes, y que se estaba castigando duramente por ello, tal vez empezara ahora a asimilarla. Todo era un invento, pero a lo mejor valía.

Por mi parte, lo más extraño fue volver a mudarme a mi propia casa. Es una experiencia terriblemente contradictoria. Para paliarla, cambié todos los muebles de sitio.