El sol ya no quema, la luz es sólo cálida, y hay finalmente algo armonioso en esa nutrida hilera de gente que se asoma a la barandilla de proa. Otra hilera igual de nutrida, con rostros visibles y sin indicios de perder el humor, contempla el mismo espectáculo desde la orilla: la lenta procesión de barcos de turistas esperando turno para cruzar la esclusa. Para los de la orilla debe de ser, a estas horas de la tarde, un cándido entretenimiento; para nosotros, aunque todavía no cunde el desánimo, es evidente que el entretenimiento durará menos que la espera, y por eso, adelantándome y aprovechando que Sebastián tampoco se rendía, he decidido bajarme al camarote a escribiros. Sin embargo, desde el visor de la cámara, y a una distancia panorámica, esas personas apoyadas en la barandilla, por lo demás bulliciosas e irregularmente disciplinadas, formaban, vistas de espaldas, una línea humana casi enternecedora. Parecían, por una vez, estar pensando en lo mismo, quizá incluso pensando lo mismo, sin verse atosigadas por el individuo que llevan dentro, el cual –lo he comprobado– puede ser muy exigente; y, por otra parte, era como si estuvieran juntas por placer, o por lógica, sin ese espeso barniz de docilidad que les impide despegarse unas de otras cuando, temerosas, salen del barco. La hilera, la línea recta, puede que tenga algo de consecución: es un logro económico –la distancia más corta entre dos puntos–, y democrático –cada punto, cada espalda perfectamente distinta, cumpliendo su función sin jerarquías–, además de una ordenación en calma del espíritu. ¡El espíritu! ¡Imagino una gran composición horizontal! Nada que ver con esos escuadrones de defensa numantina que se organizan frente a todo tipo de amenazas imaginarias –«éstos son capaces de dejarnos tirados aquí», «ojo, no nos perdamos», «cuidado con las carteras y los bolsos»–, ni con ese tropel ansioso, realmente bárbaro, que se disputa los generosos platos del buffet. Después de tres días ésas han sido las dos únicas formaciones que he conocido en la coreografía de este grupo. Por eso verlo ahora alineado, sin rostro, con las voces amortiguadas, con un motivo común que no era mezquino, me ha dado alguna esperanza. Ya me conocéis, siempre busco una esperanza... porque sé que es una de esas cosas que, a fuerza de buscarlas, uno acaba encontrando. Seguramente será mi mejor foto hasta el momento.
Paso momentos así, imaginando victorias, y el día de hoy va siendo pródigo en imaginaciones. Nunca creí que encontraría armonía en un grupo como el de arriba. En cuanto a mí, debo decir que en realidad no busco «mi mejor foto». Tengo mayores y más satisfactorias inquietudes. Por ejemplo, mucho más orgulloso me siento de haber conseguido ya, aprovechando la distracción del pasaje, embobado en la contemplación de la esclusa, un buen trozo de moqueta verde césped, una esquina algo suelta que descubrí ayer cerca de la piscina y que acabo de cortar con la ayuda de mis tijeras grandes. ¡Espero que no se note demasiado! Bueno, sí, se notará, pero nadie me ha visto. Es de un tamaño respetable, que podré utilizar íntegro, o troceándolo, según me convenga. De momento no sé aún qué haré con él, ni con nada de lo que va engrosando mi caja del tiempo, que contiene ya muchos tesoros que me da cierto gusto enumerar:
1) una gruesa tira de cabo de la falúa de Asuán en la que dimos un magnífico paseo y mamá sonrió por primera vez;
2) una foto del agrio piloto que la conducía y otra de su simpático grumete, que, gracias a los buenos oficios de nuestro guía Yusef –«llámame Pepe»– y de su sensibilidad a las propinas, ya tengo reveladas;
3) quince piedras porosas y raras de la isla Elefantina, que quiero pensar que son del color «ocre rojizo» que tiñó la cerveza que confundió con sangre la pérfida leona Sejmet;
4) dos terrones de azúcar en su funda de papel y una cucharilla plateada –tendría que preguntarle a mamá si no es de plata– con inscripciones jeroglíficas del lujoso Hotel Oberoi, donde nos paramos a tomar un café;
5) un paquete individual de cereales y dos tarrinas de plástico de mermelada de ciruela con escritura árabe, obtenidas sin esfuerzo en la mesa del desayuno;
6) un chivato de Marlboro lleno de arena de Kom Ombo;
7) un trozo grande de papel de lija frotado contra uno de los impresionantes muros exteriores –qué cerrazón, qué altiva conciencia de otro mundo– del templo de Edfu, y que espero que retenga, tal vez vengativamente, un poco del polvo de su poder perdido;
8) una túnica industrial de color turquesa que me he comprado esta mañana, sin regatear, en un tenderete y que pienso rasgar, no cortar, con las manos;
9) un mantel manchado de algodón blanco que a la hora del desayuno ha sido escenario de una confesión interesante que os tengo que contar;
y 10), casi lo más importante, porque no podemos olvidar dónde estamos y por qué estamos donde estamos, unos cuarenta centímetros de lo que sin duda es cable de aislamiento seco, que he encontrado también esta mañana tirado en el embarcadero.
Tengo además otras fotos del carrete revelado: creo que podré aprovechar algún trozo de cielo, y quizá, muy ampliado, hasta disolverse en grano, un fragmento de Nilo rizado y azul al pie de una dorada construcción de piedra; de papá, nada; la foto de la sonrisa de mamá en la falúa –¡la capté!me temo que será inservible hasta que tenga otra, por ejemplo, de la cara de culpabilidad que ha puesto hace unas horas cuando se la he enseñado.
Hace unas horas, en efecto, todo volvía a ser así, removido y lúgubre. Ahora, cuando la he dejado en la barandilla, temerariamente al cuidado de papá, estaba en uno de sus episodios de abstracción, que no son, como bien sabemos, de los más preocupantes. Supongo que os preguntaréis qué efecto le están haciendo las nuevas cápsulas verdes y blancas, después de todo el entusiasmo y la propaganda del psiquiatra. Si son, como dijo, el «remedio de América», aquí no se demostrará; y si son, como también dijo, «una auténtica revolución», está por demostrar, aunque, al cabo de tres semanas, uno diría que ya habrían tenido que demostrar algo. No soy, de todos modos, escéptico, ni tampoco culpo a la medicina: sabemos bien que tiene que abrirse paso por un cerebro remiso, amoldado desde hace mucho a un funcionamiento extraño. Sabéis que creo, además de en la armonía y en las victorias, en el espíritu, pese a ir arrancando todo el día trozos de materia, y pese al sino familiar, que me ha convertido en esclavo de la electricidad, al menos por el momento. Pero también creo que el espíritu no se apodera milagrosamente de la mente y el cuerpo: tiene que hallar sus conductores para poder manifestarse, y, si no los encuentra, o los encuentra obstruidos o estropeados, o sólo encuentra aislantes, es incapaz de acceder a las zonas sin luz, y vaga impotente por un medio que lo repele, buscando entradas, resquicios por donde colarse. Y aquí tal vez las cápsulas puedan ayudarle, actuando como una especie de desatascador, y él sin duda aprovechará esa ayuda. Porque en ocasiones el espíritu se ve impotente, pero es tenaz. Anteayer, en la falúa, tuvimos una muestra de su tenacidad. Mamá empezó a cambiar de expresión, alzó la cabeza al cielo, se quitó la chaqueta sin que nadie se lo pidiera, sonrió. Y, como en una especie de éxtasis, dijo:
–Este sol, esta brisa... son como los de cuando tenía dieciocho años.
Papá y yo nos miramos, asombrados, luego casi más contentos que ella, y no dijimos nada. Este mediodía no hemos podido reprimir, cada uno por su parte, una mueca de fastidio cuando ha tenido, en Edfu, en plena sala hipóstila, un ataque de vértigo «por el calor». Es cierto que hacía mucho calor, a lo mejor estábamos a cuarenta grados, pero que yo sepa el calor no produce vértigo. Ha habido que acompañarla rápidamente a la sombra, sentarla en el suelo, donde el espíritu sin duda se ha vuelto a perder en algún maldito circuito. Ha empezado a decir: «¡Me muero! ¡Me muero!», estaba lívida, «todo me da vueltas», y cuando se le ha pasado, y ya se había congregado un siniestro coro a su alrededor, más interesado en exigir explicaciones que en echar una mano, ha ocultado la cabeza entre las rodillas y la hemos oído, entre susurros, pedir perdón. Papá se ha agachado y la ha abrazado, intentando tranquilizarla, pero ella seguía con la cabeza gacha con ese lastimero sonsonete, «Perdonadme... perdonadme». Luego, naturalmente, procurando que no nos oyera –nos ha oído–, papá y yo hemos discutido. La cuestión de si tendríamos o no que haber rechazado la invitación a este viaje, al que ella se ha visto, por decirlo suavemente, empujada, parece que no va a quedar zanjada, justo cuando más tendríamos los dos que aferrarnos, como fieras a su presa, a la idea inicial de que iba a ser por su propio bien.
No sé finalmente en qué medida habrán afectado el vértigo y este resurgir vicioso de la necesidad de redención a una oportunidad que se ha presentado esta mañana y que yo, improvisada pero tenazmente (como el espíritu), he intentado a la hora de la comida reconducir por la senda de su propio bien. Me temo que debo empezar por el principio. Hay un tipo muy curioso que yo no conocía y que destaca en esta cuadrilla de invitados galvánicos pero descoloridos, entre otras cosas porque es el único que sabe inglés, el único que viaja sin su mujer y el único, sobre todo, que se viste de smoking para cenar, como si estuviera en un crucero de Agatha Christie. Es un hombre de estatura considerable, corpulento, aunque algo fofo, que a mí me recuerda, sólo que más mayor –seguro que pasa mucho de los cuarenta–, a Dan Aykroyd en Entre pillos anda el juego, aquella maravillosa bufonada de John Landis de hace ya, ¿cuántos?, seis o siete años. Pero, bien, él se esmera en cultivar un cómico romanticismo, y cada noche desfila con sus galas por la tumultuosa pasarela del buffet, se sienta luego en una mesa de ocho donde la mayoría de las chaquetas son de cuadros y las joyas de hace dos días, y aún se pasea después por cubierta, solitariamente –es su momento cumbre–, fumándose un cigarrillo, cuya brasa parpadea como un pequeño faro sobre el azul ennegrecido del río. Mientras tanto, yo en lo único en que puedo pensar es en dos cosas: primera, en cómo cortarle un trozo, aunque sea pequeño, del smoking, o robarle al menos la pajarita; y segunda, en la imagen tétrica pero fabulosa de Dan Aykroyd disfrazado de Santa Claus y devorando un salmón entero por debajo de la barba postiza. O al menos eso pensaba hasta anoche, cuando el hombre se sentó en nuestra mesa con un tabulé y, después de merecer las felicitaciones de mamá por su «elegante atuendo», se enfrascó en una larga conversación con papá sobre los retrasos en las distribuciones del señor Ribot... ¡Ahí estaban, los dos, criticando a su anfitrión! ¿Cómo expresar esto? ¿Cómo expresar, más bien, esta profusión de charla quejosa y profesional entre dos individuos que por lo demás se hacen la competencia, uno de ellos vestido de smoking y el otro con una rancia, aunque recién estrenada, chaqueta de marino? Fue entonces cuando pensé deslizarme debajo de la mesa fingiendo que se me había caído algo y darle un tijeretazo a los bajos del pantalón, pero desgraciadamente no llevaba encima las tijeras; ya lo haré esta noche.
Supongo que un verdadero artista no necesitaría recurrir a esta clase de villanías, sino que directamente se presentaría, se explicaría y pediría lo que quiere. Parece que el corte apresurado, vandálico, secreto pero expuesto –el robo, en definitiva–, es cosa de amateurs.
Desde esta mañana, sin embargo, tengo que reconocer que mis impresiones sobre el hombre del smoking han cambiado algo, y que incluso pienso que me arrepentiré cuando vea brillar en mi caja del tiempo ese trozo irregular, hilachoso e ilegítimo de tela negra. Ha vuelto a sentarse con nosotros en la mesa, esta vez con unas tostadas y un par de croissants; sólo que esta vez no estábamos solos como anoche. Nos acompañaba Sebastián, el muchacho nihilista que comparte el camarote conmigo (se decidió la cohabitación en vista de que éramos los únicos hijos que se habían aventurado en esta expedición toda de padres); y también los dolorosos seres que le dieron al chico esa vida abominable, el señor y la señora Ramírez. La presencia de Sebastián y la mía creo que han sido decisivas para lo que ha ocurrido, pues hemos sido fuente de la desesperada inspiración del pobre tipo. Desesperada, diréis, si ha brotado de un sujeto como yo en mi estado, al lado de papá y mamá en el suyo; y, si hubierais visto a Sebastián y a sus padres, un estado de decepción militante rodeado de variables estados de resistencia y resignación, habríais podido valorar en qué triste medida se completaba el cuadro. Hay que precisar, no obstante, que, a juzgar por lo que estábamos a punto de saber, la desesperación obedecía a una mejor causa: había un hijo previo, un hijo del hombre del smoking, a cuya sombra, al parecer, palidecíamos.
–Tenéis que sentiros orgullosos de vuestros hijos. El tuyo –ha mirado a papá– lleva años trabajando contigo, es tu segundo y tu hombre de confianza. –Papá a punto ha estado de protestar, pero es indicio de la inseguridad en que últimamente se desenvuelve que se abstuviera de hacerlo–. Y el tuyo –ha mirado al señor Ramírez, y aquí no ha podido dejar de sonreír– tal vez no trabaje contigo: es muy joven todavía, dale tiempo, pero lo hará. O se dedicará a otra cosa. Pero por ahora es evidente que te sigue a todas partes.
Eso parecía describir a un perro labrador, cosa que dudo mucho que sea el muchacho nihilista, y en cualquier caso tampoco ha satisfecho a su padre, que, a diferencia del nuestro, ha querido dejar clara su oposición.
–Yo diría que más bien soy yo quien le sigue a él –ha dicho, algo cortante–. No te engañes, si está aquí es porque no le ha quedado más remedio. No nos atrevemos a dejarlo solo. –Y mirando a su mujer–: Y así seguiremos mientras no encuentre algo que hacer.
Eso parecía tan difícil como que un rico entrara en el reino de los cielos, pero nuestro hombre no se ha dejado amilanar.
–Eso es lo más triste. Al mío –ha vacilado, como si realmente le faltara algo–, al nuestro, nos vemos obligados a dejarlo solo. Órdenes del psicólogo. Por eso estoy aquí, para alejarme de él. Su madre... –ha vuelto a vacilar–, su madre no se ha atrevido, y sé que ahora mismo está cometiendo un gran error.
Se había puesto realmente serio, costaba reconocer en él al héroe anacrónico de los cruceros nocturnos por el Nilo. De pronto el smoking se me ha aparecido como un melancólico equipo de camuflaje y ha cobrado todavía más valor.
–Ah, si nosotros pudiéramos alejarnos de éste –ha intervenido el señor Ramírez, igual de franco, señalando a su hijo–. Pero nos necesita como un parásito.
Y a punto parecía de soltarle un manotazo cuando nuestro compañero de mesa lo ha interrumpido, con una sonrisa que revelaba, en este punto, una mayor experiencia moral:
–No te quejes –ha dicho–. Al menos aquí estáis, y podéis mantener la ilusión de familia unida... aunque sea la ilusión. Nosotros, ni eso.
Entonces mamá, vencida por la empatía, o por la culpa, o por lo que fuera, porque a estas alturas no me atrevo a afirmar nada de sus procesos mentales, ha abierto la boca y ha entrado en materia:
–No podemos hacernos responsables de la felicidad de nuestros hijos.
–Hace mucho tiempo que nosotros hemos renunciado a eso –ha contestado el hombre–. Su felicidad ya nos preocupa poco. Lo que nos preocupa, sencillamente, es que viva.
–¿Está enfermo? –ha preguntado la señora Ramírez.
–Supongo que cabe verlo así. Es alcohólico.
Nadie ha sabido qué decir. Se habían creado, sin duda, expectativas, pero probablemente no fueran de la intensidad necesaria. Una mezcla de respeto e incomodidad, ante revelaciones demasiado profundas o, en todo caso, no solicitadas, se ha instalado entre las tostadas y los cafés con leche. Yo no tenía, ciertamente, ganas de saber, pero se me ha ocurrido, casi sin quererlo, que la exposición de un desastre familiar severo podía favorecer una visión cuando menos relativa de nuestra propia situación. He dado, pues, el primer paso hacia la armonía:
–¿Está en tratamiento?
–Es alcohólico –ha repetido–. Y tiene gracia cómo cuando uno lo dice parece que lo es también. «Me llamo Fulano y soy alcohólico.» «Me llamo Mengano y mi hijo es alcohólico.» ¿Hay alguna diferencia? ¡Los dos confesamos! La confesión nos coloca en el mismo lugar. Es tan difícil decir simplemente ciertas cosas... Las palabras rápidas, directas, el reconocimiento incondicional que le exigen a uno en esas reuniones terapéuticas, esa clara asunción de la culpa, ¡ese estigma espectacular! No hay nada de simple en eso, ni peor trampa que querer reducir lo que tanto nos cuesta a un estribillo fácil de memorizar. Es muy fácil, sí..., tanto que llegas a no creértelo. ¿Vosotros bebéis?
–Bueno –he dicho yo, mediocremente–, cuando se tercia...
–A mí me da asco el alcohol –ha añadido Sebastián, superior.
–Entonces no estáis en el trance de confesar. Otros pecados tendréis. ¡Y dicen –ha desviado la mirada hacia papá y el señor Ramírez– que los hijos deben pagar por los pecados de los padres! ¡Eso es una leyenda como las que nos cuenta Yusef! En lo que a mí respecta, es mi hijo quien me convierte en culpable. Lleva bebiendo desde los quince años, sin parar, sin saber, sin discriminar. Solo y en compañía. Para divertirse y para aburrirse. Adicto al calimocho como al whisky de malta de papá... cuando aún teníamos whisky en casa. Nos ha convertido en unos abstemios; peor: ¡bebemos a escondidas! A los dieciséis tuvimos que ingresarlo en un centro especial; en esa época nos aconsejaron disciplina. Tendríais que haber visto el resultado: una tropa de muchachos sin vida, sin voluntad, atiborrados de consignas, incapaces de hacer nada si no se lo ordenaban. Cierto es que en ese centro pasó todo el curso sin beber, pero a su madre y a mí nos daba mucha pena. Empezamos a pensar que habíamos exagerado, que habíamos tomado un simple episodio adolescente por una catástrofe que iba a condenarlo de por vida. Tratarlo como a un alcohólico empezó a parecernos un disparate. ¡Más que un disparate! ¡Una peligrosa incitación! Habíamos enviado a un chico, a un niño aún, un niño que había sido alegre y despierto, y listo, y ahora nos devolvían... ¡eso! Lo habíamos marcado con la señal de los parias, y ¿qué esperábamos? Y es que, cuando un paria marcado se cura, se encuentra de pronto con que le han asignado un perfil de personalidad, está confuso y aterrorizado por la posibilidad de recaer; es extraordinariamente medido en sus actos y palabras, y monstruosamente consciente de su pasado. ¡Su pasado! ¿Sabéis lo que es eso? ¡Le habíamos creado un pasado a un chico de diecisiete años! ¡Un pasado hecho de un solo año de borracheras, vomitonas, apatía y gamberradas! En fin... Convencidos de haber sido muy injustos, decidimos no enviarle de nuevo al centro y al siguiente curso lo matriculamos en su antiguo colegio. Seguíamos pensando que no era más que un niño, y que lo hecho en un año podía deshacerse en otro. Hablamos con el director, con los profesores, nos prometieron cultivar su autoestima, que era, nos dijeron, lo que en estos casos menudeaba, y nos aconsejaron una terapia que no hiciera tanto hincapié en la disciplina. Hubo un nuevo psicólogo, un tipo que parecía tener sentido común, al principio, y al que tuvimos que ir ¡todos!, juntos y por separado. Había que refundar, nos decía, nuestra familia: el chico ya no tenía la seguridad de pertenecer a ella; no la tenía cuando se había «ido» ni la encontraba ahora que había «vuelto»; estaba «entre dos mundos», vivía sin base, haciendo equilibrios, en una posición a esa edad muy peligrosa. ¿A qué edad no lo es? Y... ¿quién no vive haciendo equilibrios? Afortunadamente, al menos para ese psicólogo nuestro hijo no era «un alcohólico»; pero ponía en sus manos, y en las nuestras, la papeleta de averiguar qué era. En el fondo seguíamos en lo mismo, exigiéndole al pobre chico una personalidad. Fue demasiado para él. A mitad de curso nos llamaron del colegio para preguntarnos por qué no iba a clase. Tampoco él supo decírnoslo. Ese día lloró. Le estábamos pidiendo demasiado, no servía para estudiar, comprendía lo que hacíamos por él, no nos culpaba. ¡No teníamos la culpa de que fuera como es! ¡Pero él tampoco! El psicólogo cambió de táctica y empezó a acusarlo de huir de sí mismo. Qué equivocación. No volvió ni a clase ni al psicólogo. Se encerró en su cuarto, o eso pensábamos. A veces no estaba, se escapaba. En su cuarto le creíamos una mañana a las seis cuando nos llamaron del hospital. Había tenido un accidente de moto, con otro chico al que apenas conocía: los dos iban borrachos. Costillas rotas, quemaduras graves en las piernas y en los brazos, había perdido un ojo. Y los médicos sermoneándonos a todos. El psicólogo hizo una retirada indigna: después de dos sesiones en el hospital, concluyó que su caso requería terapia especializada y nos remitió a una asociación de ex alcohólicos. «Les dejo en buenas manos», nos dijo... ¡mientras él se lavaba las suyas! «Pero ¿no nos había dicho usted –le reproché– que el chico no era alcohólico? ¿Que era muy importante que ni él ni nosotros asumiéramos ese diagnóstico?» «Tal como están las cosas –me contestó– todo será más fácil si recibe un diagnóstico. Me temo que ha pasado a ser un caso médico.»
–Imagino que les alegrará saber que Sadam Husein liberó ayer a todos los rehenes occidentales. ¿No había españoles entre ellos?
Esta interrupción de Rachid, el guía del otro grupo –hay otro grupo aparte del de los invitados por Ripalux, S.A.–, ha sido acogida en general con disimulado alivio, y en algún caso con disimulada contrariedad. Su función era recordarnos que nos estábamos demorando en el desayuno –las demás mesas estaban ya desiertas– y debíamos apresurarnos para cumplir con nuestros deberes turísticos. El señor Ramírez se ha alegrado especialmente de poder comunicarle a Rachid que los rehenes españoles habían sido liberados ya en octubre, «gracias a nuestros esfuerzos diplomáticos», y el propio padre sin consuelo ha parecido recordar, tras unos momentos de triste irritación, que tal vez el público de su desahogo se hallara, después de todo, más cautivo que cautivado. La señora Ramírez no parecía tolerar de buen grado que su hijo conservara aún los dos ojos y se ha levantado de la mesa como si una auxiliar hubiera voceado su nombre en una sala de urgencias. De hecho, sólo a Sebastián y a mamá los he visto decepcionados, pero a uno le conozco demasiado poco, y a la otra demasiado bien, para saber realmente por qué deseaban seguir escuchando esa confesión de descalabros ajenos. En cuanto a papá, bueno, papá se ha adaptado al rumbo general, después de perder uno o dos minutos en dilucidar cuál era: viendo que estaba algo dividido, ha optado por unirse al señor Ramírez y afirmar que, pese a todo, no se fiaba de Sadam. Yo he esperado a que se despejara un poco el ambiente y, cuando me he quedado solo, he retirado todo el servicio de la mesa y me he llevado, manchado de café y mermelada, el mantel, más que como prueba como escenario mismo de los hechos.
Sebastián acabaría, en cambio, conociendo, si no el final, la evolución de la historia. En cuanto hemos salido del barco, se ha separado de sus padres, quizá sólo con el propósito de hacérselo evidente, y se ha pegado al hombre del smoking –ahora vestido con una bonita sahariana– como un espejo improbable pero medianamente tentador del hijo ausente. No sé yo cómo será el hijo ausente, pero Sebastián es largo y puntiagudo, tiene diecinueve años, unas grandes ojeras que casi podrían ser maquilladas, una mirada por lo común más tierna de lo que desearía su espíritu incompleto y algo cerrado, y lleva unas botas sin lustrar de policía nacional. Me cae bien, aunque cuando me dijeron que tendríamos que compartir camarote hasta Luxor me pareció que la generosidad de Ripalux menguaba. Yo quería soledad, mientras fuera posible, como la que disfruto en estos instantes; pero los deseos no son lo mío, así que me ha tocado Sebastián, que creo que no se ha duchado una sola vez, y a quien seguramente no tendré que quitarle nada porque me lo regalará. Ha mostrado curiosidad por la caja, pero yo me he hecho el misterioso, y eso rendirá sus frutos: tengo pensado enseñársela antes de despedirnos, tal vez en el barco, tal vez en El Cairo, donde no sé si se prolongará, ya en un hotel, nuestra imperiosa convivencia. Si de veras persiste en su actitud de no ducharse –«No me gusta el agua»–, le pediré esa camiseta verde y un buen mechón de pelo.
Tengo delante de mí la hoja de servicios de este barco, en tres idiomas, en una cursiva desaforada y sobre una buena cartulina color crema. Las instrucciones de emergencia están enmarcadas y colgadas de la pared del pequeño distribuidor, enfrente del armario. Tengo que llevarme todo esto, será un buen soporte.
Sebastián, como decía, se ha pegado al pobre padre y a su extraña dignidad. Los he visto juntos durante toda la visita al templo de Edfu, ajenos al terrorífico colosalismo ptolemaico y a las jugosas leyendas de Yusef, que, en su empeño por suavizar los rigores de la historia, resulta a veces casi igual de sangriento que ella. Sebastián dice que las leyendas son un «lavado» de la sangre derramada a costa de «los poderosos», a fin de que «el pueblo» se consuele pensando que su muerte engrosa los bellos recuerdos de la patria; por debajo de ellas, dice, se vislumbra tan sólo un mundo elemental de pobreza y violencia. No creo que sea tan elemental, ni que se vislumbre únicamente por debajo. El templo de Edfu conmemora la última batalla entre dos deidades, el benigno Horus y su tío, el malvado Set de «cabeza pestilente», el cual, en forma de gran hipopótamo rojo, intentó por enésima vez acabar con su sobrino y asegurarse la sucesión en el trono de su padre, el dios Ra. Lo curioso es que ambos, tío y sobrino, habían muerto ya al menos en una ocasión: Set, transformado en escorpión, había mordido a Horus cuando era niño; Horus, de mayor, le había cortado la cabeza a Set y desmembrado su cuerpo en catorce pedazos. En ambos casos, su alma había conseguido huir.
El despiece parece ser una especialidad egipcia: los catorce pedazos de Set, los catorce pedazos de su hermano Osiris (otra gentileza de Set), el número indeterminado en que el gran hipopótamo rojo fue desmembrado para servir de pasto a la fauna del Nilo. Hay que saber que un cuerpo descuartizado impedía al alma acceder al Tuat, el reino de la muerte y de la vida eterna; frustraba toda posibilidad de vida espiritual, y por eso era el mayor sacrilegio. Parece al fin que los antiguos egipcios, a pesar de tanta alma voladora, la creían inseparable del cuerpo, o al menos de un cuerpo bien conservado. Obviamente veían el cuerpo como una unidad, pues la unidad es esencial para el concepto de alma, que requiere una sede íntegra. Quizá por eso me rompa yo la cabeza rumiando formas de comunicar espíritu a las piezas sueltas, arrancadas, que guardo en mi caja; quizá sea imposible, y ahí esté la gracia. En cualquier caso, para la mentalidad egipcia, de una era anterior a la de la psicología, el caso contrario –un alma desmembrada– no parece que fuera concebible. Y a mí me da la impresión de que hoy las almas no pueden huir del cuerpo, no pueden volar: el cuerpo ya no es sólo su sede, sino su instrumento, su soga, su trampa. Mirad a mamá desvaneciéndose «por el calor». Nunca habrían podido imaginar los egipcios que el curso de los siglos desembocaría en tal dechado de unidad.
Estas amenidades –las narrativas, las especulativas son mías– las cuenta Yusef con su mejor voz y su mejor postura de narrador oriental, sabiendo astutamente que el periodo ptolemaico, Cleopatra VII y el insigne arqueólogo Auguste Mariette captan en general menos la atención del turista que la sangre y los incestos de los dioses. Parece ser que el otro grupo, bajo la tutela de Rachid, más aficionado a la historia, se aburre más, aunque hoy, con las nuevas de Sadam, ha tenido ocasión de recrearse en las guerras modernas. Lo ha hecho con cierto entusiasmo, que, para desilusión de Yusef, ha acabado por contagiarse a nuestro propio grupo, si bien con la consabida nota de temor. Al grupo de instaladores eléctricos, encabezado por su anfitrión y principal proveedor, el señor Ribot, presidente de Ripalux, S.A., la perspectiva de una guerra internacional por la «soberanía» de Kuwait le parecía inminente y el hecho de que Sadam Husein hubiera decidido liberar a los más de tres mil «escudos humanos» que retenía en edificios susceptibles de ser bombardeados no cabía interpretarlo como una cesión sino como señal de que «algo tramaba». Los hilos de la trama se han tendido dramáticamente sobre todos nosotros cuando el señor Nicolau se ha preguntado en voz alta si estaríamos «seguros aquí» y, con gran descortesía para nuestro anfitrión, que intentaba calmarlo, ha dudado de que éstas fueran fechas oportunas para «un viaje». Yusef, apartado de mala gana de la leyenda, ha tenido que recordarle que Egipto y España eran aliados, que «nuestros hombres» participaban juntos en el bloqueo, y que los esfuerzos mediadores del presidente Mubarak habían sido y seguirían siendo decisivos para la paz. Cuando Rachid se ha unido a nosotros, poco después, ha recordado, con gran inconveniencia, que los únicos atentados terroristas cometidos este año en Egipto habían sido, dos de ellos –uno muy reciente, hace apenas una semana– contra israelíes y un tercero contra un egipcio, el doctor Rifat al Mahgoub, portavoz de la Asamblea del Pueblo, y que, por tanto, nosotros, «nación amiga», nada teníamos que temer. «Egipto es un país seguro», ha sentenciado; pero la amenaza del terrorismo, en la que ningún instalador había caído, se ha sumado perceptiblemente a la de la guerra, a estas alturas ya apreciada por todos, y a cualquier otra –robos, pérdidas, timos, propinas, gestión supuestamente incompetente y uno añadiría que inaceptable proliferación de «moros»– que en el curso de estos tres días haya podido cernerse sobre esta panda desvalida. Para más inri, la torpeza de Rachid –a veces creo que intencionada– le ha llevado a añadir que, en cuestión de terrorismo, estábamos más a salvo aquí que en España, lo cual ha levantado una ola de indignación patriótica. Yusef apenas ha sido capaz de contenerla con un empeño épico por regresar a un territorio neutral, a su entender, la isla flotante de Jemmis, que va y viene por sus relatos como antaño por las aguas del Nilo. Creo que ha sido en ese momento cuando mamá ha sufrido el ataque de vértigo.
Entre sus consecuencias, cabe mencionar este comentario del señor Simó:
–Yusef...
–Llámame Pepe.
–Pepe, siempre nos lleváis a visitar los templos de día, con este sol y este calor, y lo que nosotros queremos es ver un espectáculo de luz y sonido.
Y, en compañía del señor Andreu, se ha puesto a calibrar apreciativamente las posibilidades de unos postes que se vislumbraban por encima de los muros.
Cuando mamá se ha recuperado y ha dejado de pedir perdón, Sebastián, tal vez adivinando alguna oscura conexión con el incidente, se me ha acercado y me ha contado el resto de la historia del hombre del smoking, de la que había sido privilegiado confidente. Entonces he pensado que hacía bien al contármela, pues sin duda yo podía trazar con ella más oscuras conexiones que él, como bien había intuido a la hora del desayuno, y creía asimismo ser capaz de utilizarlas. «Lo curioso –me ha dicho– es que este hombre realmente se ha apuntado a este viaje para huir de su hijo.» Al hijo lo habíamos dejado en el crítico momento en que perdía un ojo y la psicología se desembarazaba de él. Al parecer, no se desembarazó del todo, pues la asociación de alcohólicos en la que el muchacho recayó era pródiga en terapias: además de medicamentos –intuyo que no tan avanzados como las cápsulas de mamá–, recibió nuevos diagnósticos como «trastorno por abuso de alcohol» y «trastorno disocial», apoyo de grupo, asignación de tareas como jardinería y pintura, confinamiento preventivo en un centro de recuperación y, al cabo de un año, cuando cumplió la mayoría de edad, residencia voluntaria en un «piso puente». El padre y la madre también fueron honrados con un diagnóstico, que a ella la convenció de abrazar la farmacología y a él, más duro de espíritu, de vender una parcela en la que pensaba construirse un chalet. El padre seguía creyendo, con una impotencia que no disminuía, que tanto diagnóstico contribuía menos a la solución que a un recrudecimiento del «caso», pues era, parece que dijo, «una losa sobre otra losa». Sebastián estaba en todo de acuerdo en este punto: «A mí, por ejemplo –me ha confesado–, cuanto más me dicen que no tengo futuro, más ganas me entran de no tenerlo.» En cualquier caso, por lo que se ve, una vez concluido el confinamiento y después de un manso ingreso en el piso puente, el muchacho se empeñó en satisfacer los requisitos del diagnóstico, incluso en algunos aspectos –como «deterioro cognitivo secundario» («El mío es primario, sin duda», ha añadido Sebastián)– en los que hasta entonces no había incurrido. No tardó mucho en librarse de la pesadez de tener que escuchar personalmente los discursos de la reinserción: cumplió dieciocho años como un acontecimiento que había que celebrar en algún ambiente menos paternal, menos investido de autoridad moral o científica. Legalmente, se habían acabado para él las ciencias de la salud, y quizá la «salud misma», en opinión de su padre, pero eso parecía importarle poco ahora que había encontrado un poco de libertad jurídica. «Acabarás en lo penal», le diría el padre unos meses después –aunque ahora se arrepentía–, cuando, abandonado el piso puente y de regreso en un hogar donde nada le distraía, el chico empezó a desaparecer de nuevo, a entablar amistades desconocidas que no duraban pero se reemplazaban, a pedir mucho dinero que se perdía, y a reaparecer de improviso, a cualquier hora, sucio, exhausto, tembloroso y maloliente. Con el tiempo ya no se molestó en disimular las borracheras ni los medios para conseguirlas: llegaba a casa con botellas, se encerraba con llave en su cuarto con la música a todo volumen, a veces le oían gritar y blasfemar; robaba de bolsos y carteras, una vez se hizo con la llave de la caja fuerte, volaron alhajas y relojes, y una mañana se encontraron con que de las vitrinas del comedor se había esfumado «toda la plata». A eso siguió una larga ausencia en la que fue requerida la intervención de la policía, aunque ésta acabó por considerar que a un joven «borrachín» no cabía buscarlo en la lista de desaparecidos. Hubo un regreso con arrepentimiento; otro con destrozos y amenazas; un tercero en el que desaparecieron abrigos de piel y mantelerías de hilo. Era lo más valioso que ahora guardaban en la casa. La madre llegó a decirle: «Eres un borracho asqueroso», y por eso fue golpeada; el padre le golpeó a él.
Mientras tanto, impenitentemente, las ciencias de la salud seguían diagnosticando, aunque ya sólo fuera ante los sufridos oídos de unos padres sin esperanza. «Pero eso es mentira –ha dicho Sebastián–. A los padres nunca se les agotan las esperanzas. Si no, ¿de qué iba a estar yo aquí?» Aquí no sé, pero allí, en las profundidades con nombre, se encendió una especie de luz. Se sugirió un cambio de estrategia: quizá no pudiera salvarse al hijo, pero bien podía hacerse un intento de salvar a los padres. Un nuevo psicólogo les habló del «entrenamiento en asertividad»: había que «aprender a decir no» y eso empezaba, en esos momentos, por cambiar las cerraduras. El hijo proscrito debía serlo por alguien más que por sí mismo. Entonces llegó la invitación de Ripalux: ¡qué magnífica oportunidad, se les dijo, para cerrar las puertas! ¡Para que el hijo que se creía solo conociera la soledad real! Había que poner freno al abuso de amparo. «Pero ¿cómo puedo negarme, cómo podría negarme a prestar ayuda a un hijo que me la pide?», se preguntó la madre. «No puede usted hacer más», contestó el experto. Y, así, medio convencida, empezó a preparar las maletas para el Nilo. Sólo que tres días antes de embarcarse había tenido que poner a prueba su convicción, y resistió sólo a medias. El hijo volvió una noche y, al encontrar la cerradura cambiada, llamó furiosamente al timbre; luego empezó a dar porrazos y patadas a la puerta; así estuvo «horas» y su impaciencia «levantó a los vecinos». Pero los padres no le abrieron. Habían suscrito un compromiso, querían pensar que consigo mismos, y se aferraron desesperadamente a lo pactado. Las vacilaciones y las lágrimas no les impidieron triunfar. No abrieron la puerta. El muchacho se marchó agotado. ¡Vaya triunfo, desde luego! Pero hacía «tanto, tanto tiempo» que no conseguían nada que al menos el padre tuvo la sensación medicinal de haber hecho por fin algo. La madre no. Las satisfacciones de la asertividad se le escapaban. Quiso suspender el viaje: qué sería de su hijo si volvía. Su marido se opuso. Y no llegaron a ningún acuerdo. Él se fue; ella se quedó.
Me doy cuenta, mientras escribo, de que esta historia que os cuento con desapego sigue proyectando una sombra sobre mí, y quisiera creer que sobre todos nosotros. Sebastián sin duda ha visto esa sombra y, con una solicitud insólita para quien se supone que vegeta en la inacción, se ha apresurado a exponerse a ella y recibirla; me gustaría que nosotros hiciéramos lo mismo. Claro que en el caso de Sebastián debe de haber influido, en su acercamiento al padre en fuga, una motivación perversa, ligada al desprecio que manifiesta por sus propios padres estacionarios. Yo no creo que sea el desprecio lo que me mueve a mí. Pero al fin y al cabo, de esta crónica de la sórdida lucha entre el espíritu y la ciencia, creo que ambos hemos abstraído menos que concretado; y de una forma u otra nos hemos apoderado, para nuestros propios fines, de lo que podríamos llamar sus circunstancias dramáticas.
Ha sido, sobre todo, imaginarme al pobre muchacho, en la práctica ya un indigente, en el rellano, aporreando la puerta de unos padres heroicos en su crueldad, «levantando a los vecinos», lo que me ha puesto delante de los ojos –y quizá delante de los de Sebastián también– el tranquilo rellano de nuestra propia casa, donde escándalos así no se han producido nunca. Nuestros dramas son pocos y secretos, nuestros sufrimientos apenas se exteriorizan: quizá los demás los intuyan, pero seguro que nosotros los callamos. Aun así, ¿qué es lo que callamos? No somos víctimas del destino porque no somos religiosos y no creemos en él; no somos prisioneros de la historia, únicamente sus huéspedes y, como huéspedes, nos acomodamos a ella; no padecemos persecución ni martirio; puede ser que un país remoto invada otro país remoto, y que los guardianes del orden mundial exijan nuestro apoyo, con todo lo que eso afecta a nuestros discursos y economías, pero ninguno de nosotros es llamado a filas; los grandes azotes de la mortalidad –la enfermedad, el hambre, la muerte, incluso diría que la locura– de momento se ciernen sobre otros, y nuestra empatía es pasajera e inconsecuente; nuestros diagnósticos, que aceptamos insensiblemente, no nos mortifican, no preceden ni siguen a comportamientos extremos, y ni siquiera la materialización –en el alcohol, por ejemplo– de una fuerza simbólica saca lo peor, o lo mejor, de nosotros mismos. Con esto no quiero decir en absoluto que nuestra porción de sufrimiento sea frívola o inútil: eso daría a entender que hay alguna clase de sufrimiento útil, lo cual es una aberración. No olvido que cada uno sufre como puede y que quizá uno de los rasgos más alarmantes del sufrimiento es que se halla al margen de la moralidad. El sufrimiento me parece a mí que es un cruel privilegio subjetivo y que, subjetivamente, mamá no sufre menos por sus anodinos vacíos que un condenado por una sentencia de muerte. Diréis que es una barbaridad, pero ¡no le echéis a ella la culpa! ¡Moralizáis sobre los motivos y no sobre el sufrimiento mismo! ¿Acaso no os parece suficiente tener que aguantarnos a todos, a papá, a la tía Isabel y al tío Rolf, al abuelo cuando vivía, y a mí, y a vosotros dos, que sois los reyes del escaqueo? ¿A quién le ha tocado venir a este viaje más que a mí? ¿Se ha dado otra opción? ¡Se ha dado por supuesto! Tú, porque tenías novia «en estos momentos», tú porque tenías «exámenes» (¿qué exámenes, si luego nunca te presentas?)... Mejor no hablemos de motivos. ¿Os imagináis lo que sería de vuestra vida si no existiera yo?
Bueno, no quería llegar a eso... aunque hay que reconocer que no es ajeno a todo lo que está pasando. Pero no os preocupéis, este mediodía, después de los acontecimientos de Edfu, no he hablado de vosotros. He intentado encontrar una mesa apartada para comer, le he pedido a Sebastián que él y sus padres se sentaran en otra parte, y de hecho no he tenido que convencer a nadie más de que una mujer con vértigo por «el calor» y ansia de perdón se merecía un rato de intimidad con su familia. Mi intención era reproducir el parte de Sebastián, para lo cual me creía autorizado dado que ya era de segunda mano, y dado que su contenido eran las confidencias de un hombre probadamente franco. Y así lo he hecho, no de la misma forma que aquí, sino intentando en todo momento –casi diría que artísticamente, aunque a vosotros eso os importe un rábano– dirigir esa aparente falta de nexo con nuestra propia experiencia familiar a un terreno, si no común, sí al menos elocuente. Ese terreno, como podéis imaginar, era el de la esperanza.
Diréis que he sido simple y mezquino al servirme de un argumento tan socorrido como el de que «hay otros que están peor», el cual, por otra parte, tampoco es la primera vez que se esgrime, hasta la fecha, sin beneficio palpable. Puede ser. Pero nunca habíamos tenido tan a mano un ejemplo viviente, un caso que discurriera tan expresivamente delante de nuestras narices, como el del hombre del smoking, capaz de cargar con él, por lo demás, y hasta donde hemos visto, con indudable entereza y una rara lucidez. Hasta el momento «los otros» eran para mamá personajes etéreos de un drama edificante pero abstracto, que bien podrían ser una invención astuta del sentimiento de compasión; de hecho, en su entorno, no hay realmente nadie que esté «peor». ¿Está «peor» el tío Rolf, tan contento en sus hoteles? ¿Puede estar «peor» la tía Isabel, cuyo más preocupante síntoma es la compra compulsiva, que sin duda ha hecho de su casa un espacio dramático por poco transitable pero no –que sepamos– por hallarse abocado a la ruina? ¿Está «peor» su gran amiga, la viuda Blanca, con su alegre segunda vida, libre del difunto tirano y amante ahora del marido de otra gran amiga? ¿Y Rosa, madre de dos abogadas perfectas, ambas del PP, tan fuera de sí por el reciente matrimonio de una de ellas con, según dice, «un trepa sin un duro», está «peor»? No conozco, en fin, dramas más profundos de los que mamá haya sido espectadora, ni desde luego, como no nos remontemos mucho en el tiempo, de los que haya podido participar. Me ha parecido que, ahora que un designio casual ponía uno a su alcance, no debíamos desperdiciar la oportunidad. Un gran artista dijo una vez: «Los artistas no corren riesgos. Eso es mentira. Corren riesgos los limpiaventanas.» Y, aunque mamá no sea artista, valía la pena que, por una vez en su vida, en la persona del hombre del smoking, conociera a un limpiaventanas.
(¡Un limpiaventanas! ¿Y un instalador eléctrico? Aunque haga ya tiempo que apenas toque el trabajo «arriesgado», el trabajo manual, y me dedique casi únicamente a las relaciones con los clientes, ¡tendría gracia que ésa fuera la vida más genuina que puedo imaginar!)
Bien, mamá, a pesar de hallarse claramente en estado poscrítico, y quizá con una vaga conciencia de haber exigido demasiada atención a lo largo de la mañana, ha seguido con interés el resto de la historia; y, aunque decepcionada por su abismal falta de conclusión, no sólo ha hecho algunas observaciones pertinentes sino que ha sido capaz, en cierto modo, de implicarse. Ha dicho que «comprendía» al padre y su sujeción a la disciplina pero que ella no podía menos que ponerse «en el lugar» de la madre, pues «una madre», ha afirmado en un peligroso tono universal, «no puede nunca abandonar a un hijo a su propia suerte». Al darse cuenta de que este juicio carecía, en su caso, de fundamento empírico, y no hallando tampoco otro que lo compensase, ha vivido unos momentos de confusión. De ellos no parecía que fuera a derivarse nada bueno. Los ha superado con estas palabras:
–Tenéis que darme un poco de tiempo. Sé que he perdido el rumbo y necesito recuperarlo. Tengo que volver a coger el timón de esta familia, y ya veréis que al final lo haré. Pero necesito un poco de tiempo, tenéis que ayudarme.
–Gracias a Dios –ha añadido papá, bastante emocionado– ninguno de vosotros nos habéis dado estos quebraderos de cabeza.
Dadas las circunstancias, supongo que estas animosas visiones de mamá cabe interpretarlas como un signo de bonanza. Si las circunstancias hubieran sido otras –y qué ganas tengo de que lo sean–, mucho me habría gustado decirle lo equivocada que está, y todo el tiempo que yo le daría para dedicarse a cualquier cosa que no fuera recuperar «el timón de esta familia». Papá ha estado, en cambio, más acertado, tanto por no haber apoyado, siquiera hipócritamente, esas añoranzas de capitana como por haber vuelto con propiedad al tema que nos ocupaba. Ha dicho que él ni se podía imaginar lo que debía ser «algo así» y que no le gustaría estar «en el pellejo» de ese hombre porque no sabría qué hacer.
–Tú nunca sabes qué hacer –le ha interrumpido mamá, en un tremendo intento de recrearse en la pérdida de rumbo.
En vista de que ninguno de los dos había estimulado sus ambiciones, y de que tampoco nos atrevíamos a oponernos a ellas, ha parecido por unos momentos gozar morbosamente de una posición de ventaja. Pero por fortuna no está en sus mejores horas: de pronto ha sido como si se le fundieran los plomos y no ha podido mantenerse ahí. Papá, haciendo un esfuerzo para fingir no haberla oído, ha insistido en que «gracias a Dios» nosotros jamás le habíamos puesto en tal «aprieto», porque «no hay nada peor que sentirse acorralado»; tanto «las concesiones» de la madre como «los principios» del padre le parecían comprensibles aunque sobre todo «difíciles».
–Siempre es duro tener que decidir.
Antes de que a mamá se le ocurriera abrir la boca he dicho:
–Lo importante es no perder la esperanza. Ese hombre, con todo lo que tiene, no la ha perdido.
Ahí lo he dejado, en el aire, confiando en que alguno de ellos completara el cuadro, pues a mí me ha parecido que no debía aludir directamente a todo lo que tenemos nosotros. Creo que lo han captado, pero no han dicho nada. Luego yo también he empezado a dudar. He tenido cierta sensación de fracaso, francamente, y la mayor prueba de ello es que, cuando nos hemos levantado de la mesa, me he parado a pensar qué podía llevarme para mi caja y no se me ha ocurrido nada. Y me he ido con un mal presagio, como si nada hubiera dejado huella.
Ahora recuerdo otro fracaso, bien diferente del mío. En 1952 o 1953 un artista desconocido, que llegaría a ser un clásico del siglo XX, expuso en una galería de Florencia una colección de «cajas contemplativas y fetiches personales». Las cajas, de madera, contenían piedras, clavos oxidados, trocitos de espejo; algunas, al moverlas, hacían ruido, como primitivos instrumentos musicales; otras estaban abiertas, invitando al espectador a tocar su contenido, tal vez a vaciarlo, o a cambiarlo introduciendo cosas nuevas. Los «fetiches» eran objetos dispares unidos –atados– con cordones o cuerdas: plumas, huesos, pelo, conchas, caracolas y otros restos de vida natural, mezclados con restos de vida industrial como fragmentos de tuberías, madera o tela. La exposición fue un desastre: como las piezas eran baratas y el artista un don nadie, algunos las compraron para reírse de ellas. Un crítico escribió, tras darse un paseo por la dilatada y excelente historia del arte florentino, que todos esos objetos infames merecían ser arrojados al Arno. El artista pensó, al leerlo, que era una magnífica idea que completaba su obra, una inspirada señal de lo que debía ser su destino natural. Así que cogió sus cajas y sus «fetiches», buscó un lugar apartado –aquello debía ser la culminación de un proceso artístico, no un happening– y los tiró al río. No puedo dejar de imaginar el cúmulo de sentimientos –humillación, rabia, pero también serenidad, valor y disciplina: sometimiento a las exigencias del arte, aunque hubieran sido reveladas por un enemigo– que debió de asaltarle al ver cómo, una a una, sus delicadas creaciones se hundían, yendo a parar, con otros despojos, al fondo de las aguas. Luego escribió una nota al crítico diciéndole que había seguido su consejo.
Sí, como diría papá, lo difícil es decidir. Yo, en todo caso, no pienso tirar nada al Nilo. No seguiré vuestro consejo, que adivino cada vez que veis mi «trastería» u oís hablar de ella. Me estáis empezando a hartar con vuestros mudos reproches. Quisiera que por una vez tuvierais en cuenta que quien está aquí, atrapado en la esclusa de Esna, a las puertas de Luxor, y en medio de esta situación de locos, soy yo y no vosotros. ¿Tenéis en cuenta que, encima, dedico buena parte de mis esfuerzos y pensamientos a intentar arreglarla? Quisiera que por una vez pensarais en todo lo que no tenéis que hacer porque lo hago yo. En todas las cosas que podéis hacer simplemente porque yo hago otras. A ver si así dejáis de murmurar y de reíros cada vez que... ¿Os gustaría saber qué sería de vosotros si yo no estuviera? ¿Qué habría sido de vuestra vida si yo no hubiera nacido? Yo os lo podría decir, me lo imagino perfectamente. ¿No queréis? No me extraña. Pero me temo que lo voy a hacer, y me vais a tener que oír.
Imaginadlo a la manera de Yusef. Vosotros pertenecéis ya a la era de la psicología, pero quiero que os remontéis a la era de los elementos, así lo entenderéis mejor. Dejaos también de refinamientos técnicos: imaginad el mundo cuando la electricidad no se llamaba electricidad, sino que era sólo una oculta fuerza del ámbar. Imaginad el día en que Horus, con la ayuda de Tot, el dios de la magia y la sabiduría, creó la primera central térmica a orillas del mar Verde; imaginad también el día en que, aconsejado por alguna divinidad ladrona, creó el primer hotel. Tot, que, en su sabiduría, había desvelado a su amigo las propiedades del ámbar, se había mostrado prudente con la difusión de sus secretos, pero Horus vio en él una fuente de riqueza para el género humano, al que gustaba de favorecer, y decidió encomendarle su explotación. Una mujer que estaba sacando agua de un pozo vio ese día caer un relámpago y, comprendiendo que algo se agitaba en el cielo, profetizó grandes desgracias.
En efecto, en aquellos momentos Jons, dios de la Luna, que le guardaba cierto rencor a Tot desde el día en que le ganó parte de su luz en una partida de damas, tras la cual se había visto reducido a manifestarse cada cierto tiempo en humillantes cuartos menguantes, en aquellos momentos, digo, Jons se hallaba reunido con algunas deidades de las tinieblas, entre ellas el sempiterno Set. Ninguno de estos personajes veía con buenos ojos la donación del ámbar a los humanos: la consideraban parte del perpetuado empeño de Horus en extender su luz y privarlos a ellos del dominio de la oscuridad y la noche, donde aún eran fuertes. Urdieron, pues, un terrible plan. Set se encargaría de diseminar el espíritu de la codicia y la chapucería en los hoteles, aprovechándose de los puntos flacos de la generosidad de Horus. Por su parte, Jons sacaría partido de la compleja dotación espiritual del ser humano, a fin de conducirla a la debilidad y a la ofuscación, justo cuando el ámbar pareciera aportar mayor independencia a los hombres respecto a su naturaleza y mayor abundancia a su sociedad.
Ignorante de todas estas maquinaciones, el buen Horus se había fijado en un hombre casto y algo indolente, pues ninguna de sus entidades espirituales se mostraba muy activa, y por lo tanto tampoco muy viciosa. Este hombre se llamaba Huti y su padre lo había destinado al antiguo oficio de la agricultura, en el que la familia llevaba muchas generaciones distinguiéndose. Sin embargo, Horus había determinado cambiar su destino y mandó a Tot que lo instruyera en los prodigios del ámbar. Nació así un nuevo Huti, que dejó a todos sus parientes estupefactos con aquellas mágicas iluminaciones. Pero Horus aún les tenía reservada otra sorpresa: puso en su camino a un hombre emprendedor, que les ofreció comprar buena parte de sus tierras para construir un hotel. Horus había inoculado en el alma de los pueblos del norte un deseo de sol y agua tibia que muy pocos podían resistir, dada la avaricia con que por allí se manifestaba el Ojo del Día; y el hombre emprendedor, conocedor de esta ansiedad nórdica, había reconocido un buen lugar para satisfacerla en las tierras del buen agricultor más próximas a la costa, por entonces llenas de hermosos perales. Al agricultor, naturalmente, le entristecía desprenderse de ellas; pero también deseaba lo mejor para su hijo y, cuando el hombre emprendedor, en su astucia, le prometió que encargaría a Huti el suministro y la instalación del ámbar en el nuevo hotel y en otras ambiciosas edificaciones que tenía en proyecto, no le cupo duda de que debía aceptar el trato.
Ese día Horus sonrió en el cielo, complacido por la evolución imparable de los asuntos humanos. Pero por desgracia no fue el único en sonreír. El malvado Set, bajo la forma de un perro ratero, también había sido testigo de las negociaciones y quiso enturbiarlas con complicaciones inesperadas. Consultó a Jons y a la leona Sejmet, diosa del amor y de sus desesperaciones, y, aunque él, en su furia elemental, era partidario de destruirlo todo con incendios e inundaciones, sus consejeros le persuadieron de apuntar al corazón humano, fuente de desdichas tal vez más sutiles pero igualmente certeras; y entre los tres maquinaron una penosa intriga. Repararon en que el hombre emprendedor tenía dos hijas, ambas de notables rasgos: la mayor, Ahura, había heredado el ingenio y la voluntad de su padre; la menor, Tewosret, en cambio, la superaba en gracia y en belleza. Huti, al conocerlas, enseguida quedó prendado de esta última, liberado por una vez de la indolencia: por primera vez su alma despertaba de su cómodo letargo y dejaba de ser un blando instrumento en manos de otros. Sentía una pasión desconocida. La bella Tewosret no era insensible al cortejo y el hombre emprendedor, deseoso de tenerlos contentos, a él y a su padre, no lo entorpecía, así que la felicidad de Huti fue completa y se convenció de que la armonía conjugaba sus deseos con su destino.
Fue entonces cuando los poderes de las tinieblas decidieron intervenir. Mediante un poderoso conjuro Jons hizo que cada noche, al despedirse de Huti, el ka de Tewosret, su doble espiritual, mientras ella creía dormir plácidamente, volara a regiones remotas, concretamente a un negro bosque nórdico. Allí el ka de la muchacha se bañaba, a la luz de la luna, en una charca helada adonde iban a calmar su sed lobos y jabalíes. Había otro asiduo a este espantoso lugar: un oscuro príncipe tribal, aguerrido y melancólico, que noche tras noche asistía embelesado al espectáculo. La tez morena, los ojos marrones, los cabellos ensortijados y las esbeltas formas de la aparición sugerían en este príncipe evocaciones del legendario mar Verde, del que viajeros intrépidos traían a veces maravillosas noticias. Así, tímidamente primero, con enardecimiento después, fue presentándose a la desconocida y descubriéndole su amor, y ella, de cuyo ka Jons había borrado toda memoria de Huti, agradeció sinceramente sus atenciones, pues aquel tremendo bosque y sus criaturas la horrorizaban. El príncipe la veía volatilizarse tristemente al amanecer, momento en que la muchacha despertaba en su lecho con vagos recuerdos de un sueño extraño. Jons decidió entonces someter al príncipe a una dura prueba: interrumpió los vuelos del ka de Tewosret y esperó a que de la desolación del príncipe nacieran grandes gestas que no nacen de los espíritus resignados.
En efecto, lejos de resignarse, el amante desolado, al frente de cincuenta y dos hombres feroces, emprendió una expedición a través de los más espesos bosques, los ríos más profundos, las montañas más escarpadas, y llegó a orillas del mar Verde, en una de cuyas islas le había dicho la grácil bañista que tenía su hogar. Con una bolsa de oro pagó a unos pescadores para que le guiaran... Un momento, llaman a la puerta.
He bebido un poco y, aunque no estoy borracho, estoy completamente desvelado. En mi cabeza se revuelven toda clase de impulsos y frustraciones, fuerzas contradictorias que no me van a dejar dormir. Sebastián, en cambio, duerme como un tronco, respira con facilidad, insensible a la luz de la lámpara y a mis ajetreos. Si eso es el nihilismo, yo me apunto.
Tengo aquí el salvavidas, he logrado hacerme con él. Está todavía húmedo, aunque no es por eso por lo que aún no lo he guardado en mi caja: es sencillamente porque no cabe. Es demasiado grande, demasiado naranja, demasiado de goma. Y al mismo tiempo veo clarísimo que va a ser la pieza decisiva, mi máximo hallazgo. Ahora no voy a necesitar ese trozo de smoking que hasta esta tarde tanto he codiciado y que ahora casi me parece ridículo. Mi imaginación, que hace unas horas se envolvía en ámbar y proyectaba, a tenor de lo que os iba escribiendo, grandes experimentos simbólicos y cromáticos, parece que ha descendido al nivel más pedestre. Es un error querer espiritualizarlo todo: ha sido un error querer contaros la historia de nuestra familia –la historia de mi vida– «a la manera de Yusef», con dioses y kas y tiempos inmemoriales, y, aunque ahora pudiera, no querría proseguirla. Lamento dejarla así, antes de que Tewosret se casara con el tío Rolf y papá tuviera que contentarse con Ahura, y antes –sobre todo– de que llegarais vosotros, a quienes estaba dirigida toda esta historia: otro error. ¿Por qué a vosotros, si al fin y al cabo, como he hecho tantas veces y de tantas formas, me lo estaba contando todo a mí mismo?
No, lo duro no es decidir. Lo duro es ver. Qué ilusión, pensar que decidimos algo. Siempre somos arrastrados y no conocemos nada más que la corriente. Aquí no hay nada que hayamos elegido, sólo lo que nos ha tocado. No el trozo del smoking del hombre que nos ha llamado la atención, sino este salvavidas que de verdad ha tenido parte en nuestra vida, por no decir que la constituye. Por eso no cabe en la caja. Por eso casi hace que todo lo que ésta contiene –exceptuando quizá el cable de aislamiento seco– parezca mentira. Todo arte lleva la maldición de la autobiografía, pero no porque deba separarse de ella a fin de acceder a un orden más elevado e impersonal, sino porque es la propia autobiografía la que se separa de sí misma. Es la autobiografía del deseo frente a la autobiografía real. A uno le gustaría que su mundo pudiera encerrarse en ámbar, y no en un maldito cuadro eléctrico empotrado; que su fortuna pudiera cambiar con una ensoñación misteriosa, y no porque salte un diferencial; que su pareja de baile fuera la hija de un faraón, y no la señora Ramírez; que los viajes que emprendiera fueran para conocer mundo, y no gente que ya conoce. Pero uno debe trabajar con lo que tiene, sea lo que sea; no puede realmente inventarse a sí mismo. Esta tarde os hablaba del vacío sin drama de nuestra vida y de la falta de motivos objetivos para un sufrimiento «verdadero»; he estado a punto de insinuar que toda la crisis de mamá, que por otra parte esta noche ha dado muestras –ya os contaré– de haberse curado de golpe, era un invento para crearse una personalidad –una persona– interesante. No sé si eso es cierto, porque el vacío sin drama tiene de por sí sus componentes dramáticos; pero podría serlo, tal es la necesidad de patetismo de los seres vacíos. De todos modos lo que es válido para la vida de cada uno no lo es forzosamente para el arte. Un artista no puede crearse sufrimientos, del mismo modo que no puede crearse gratificaciones. No hay nada más estúpido que un artista interesante.
Tengo, después de todo, cierta sensación de lucidez, pero no estoy tranquilo, ni mucho menos a gusto. ¿Cómo puedo estar a gusto con la inevitable autobiografía, es más, con la inevitable autobiografía real? ¿Sabiendo encima que, si quiero ser bueno, tengo que renunciar a mitificarla? No, el arte, aunque sus leyes sean superiores, no se autoabastece: debe incorporar el mundo... pero ¿este mundo? ¿Este mundo mío? ¿Este mundo feo y sin sentido plástico? Siempre he sido consciente de no tener nada más que lo que tengo, y ahí están esos trozos de moqueta verde, esas piedras y esos cartones de cereales para atestiguarlo. Y siempre he sido consciente de no saber nada más de lo que sé, y mi saber probablemente se limita al funcionamiento de un circuito eléctrico y, quizá, al manejo de la volubilidad de unos cuantos proveedores y clientes. ¿Me obliga esto, si quiero ser sincero, a construir uno de esos horribles circuitos –por mucho que lo intente no consigo encontrar belleza en ellos– y a taparlo, por ejemplo, con el mantel donde un hombre de vivencias más comprometidas ha vertido algunas confesiones? Me temo que sí. Ésta sería mi única obra posible, la única verdadera, en cualquier caso. No me queda otro remedio que encontrar una forma de reconciliarme con tanta precariedad. Y, encima del mantel, continuamente humedecido por un mecanismo discreto, el salvavidas naranja.
Papá todavía estaba agarrado a él cuando he subido, hace unas horas, siguiendo al pobre Sebastián, convertido de repente en un ser nervioso, a uno de los pasillos de cubierta. Ahí estaba papá, en el suelo, totalmente empapado, con la mirada en blanco, incapaz aún de articular palabra, mientras algún miembro de la tripulación le ayudaba a incorporarse un poco. Un señor del otro grupo, a quien alguien no ha tardado en identificar como médico, le estaba tomando el pulso. No sé si había habido boca a boca, pero en todo caso había terminado. Al lado del médico estaba mamá, lívida, con una mano tiesa en el hombro del señor Ribot. Éste, en cuanto me ha visto, me ha señalado con el dedo y ha hecho un gesto como de impaciencia por cederme el relevo. Pero yo me he agachado al lado de papá, pues no he dudado ni un momento de que ése era mi sitio.
–¿Qué ha pasado?
Esta pregunta me resulta ahora casi retórica, pero entonces expresaba exigencia y angustia. Él, incapaz de resolver nada –y, menos que nada, su propia situación–, apenas me ha mirado, pero me ha cogido la mano y me la ha apretado con una fuerza que, ya que no podía transmitir tranquilidad, al menos intentaba ser agradecida. Por lo demás estaba ausente y no abría la boca. El médico me ha dicho que no me preocupara, que no había sido más que «un susto», y que en unos momentos se recobraría. Me ha aconsejado que lo acompañara al camarote y le quitara la ropa mojada. Yusef ha aparecido con unas toallas y una botella de coñac. Yo no estaba asustado: quiero decir que no temía que a papá le fuera a pasar nada; pero me preocupaba obviamente lo que podía haber pasado. El corro que nos rodeaba era cada vez más espeso y patibulario.
–Yo lo he visto. Estaba con las manos apoyadas en aquella barandilla, mirando al río. De pronto se ha echado hacia delante y se ha caído.
–Se ha desmayado, yo lo he visto.
–Ya te decía yo que estas barandillas eran demasiado bajas. Este barco no cumple la normativa de seguridad.
–Ha sido el calor. ¡Ha sido el calor!
Entonces me he vuelto hacia mamá:
–¿Tú dónde estabas? ¿Lo has visto?
Pero ella seguía aferrada al señor Ribot, como si hacer cualquier otra cosa pudiera arrojarla a profundidades mucho más siniestras que aquellas de las que acababa de ser rescatado papá. Era la única, a estas alturas, que aún alimentaba la sensación de terror y peligro. Entre los demás la tesis del «susto» triunfaba. «Vaya susto», decía Yusef mientras obligaba a papá a beber a morro varios tragos de coñac, lo cual ha tenido por cierto su efecto. En unos instantes le ha vuelto el color a la cara, su mirada ha parecido racional, y ha hecho un movimiento para levantarse. Algo abrumado por la expectación, ha susurrado sus primeras palabras:
–Estoy bien, estoy bien.
Envuelto en una gran toalla azul con una rosa de los vientos estampada, aún encogido y chorreando, sin soltar el salvavidas, que sujetaba con una mano inconsciente, como si todavía necesitara algún signo de seguridad, el médico y yo le hemos cogido cada uno por un brazo y, una vez erguido, hemos empezado a abrirnos paso entre la muchedumbre. Cuando ha echado a andar, sus zapatos mojados hacían un ruido terrible.
–¿No prefiere quitárselos? –le ha dicho el médico.
–Denle una buena ducha –hemos oído–. Seguro que estas aguas están infectadas.
Así hemos iniciado nuestro descenso al camarote, seguidos de cerca por mamá, amarrada al señor Ribot. Papá no dejaba de decir, ahora que había recuperado el habla, que estaba bien y, al llegar, el médico ha creído oportuno suscribir el diagnóstico. Con una perspicacia algo grosera se ha dirigido a mamá y le ha preguntado si tenía algún tranquilizante; ella ha señalado vagamente la puerta del baño.
–Les vendrá bien a los dos.
Con esto ha dado por resuelto el caso y se ha despedido. El señor Ribot ha durado incluso menos. Mamá se ha sentado en la cama, aún totalmente ida, mientras yo acompañaba a papá al baño, le quitaba la toalla y le ayudaba a desvestirse. Cuando les ha tocado el turno a los pantalones, parece que le ha vencido el pudor y me ha repetido que estaba bien, que podía continuar solo.
–¿Qué ha pasado, papá?
–Nada. Me he caído como un tonto. Vaya susto.
–¡No se ha caído! –de pronto la voz de mamá, clara y potente desde el dormitorio–. ¡Lo he visto todo! ¡El muy imbécil se ha tirado!
–¿Es eso cierto? –le he preguntado a él, en voz baja.
–Me he caído.
No he salido del baño sin encontrar antes en el neceser de mamá la reserva de Lexatines y asegurarme de que papá tomaba uno. Con otro y un vaso de agua, sin saber si había realmente alguna diferencia entre caerse como un tonto y tirarse como un imbécil, he vuelto al dormitorio. Mamá ha mirado con desprecio la cápsula, diciendo que no hacía ni tres horas que se había tomado una; pero no he tenido que insistir para que se tomara también ésta. Luego han venido las explicaciones, pausadamente ambiguas. Ella se había apartado del grupo de la barandilla de proa, se había cansado de esperar frente a la esclusa. Se había sentado debajo de una sombrilla, al lado de la piscina, y le había pedido a un camarero que le llevara un té. Nadie se le había acercado, estaba sola. Cree que ha dormitado. Cuando ha vuelto en sí, tenía en la mesita de al lado un vaso de té, ya frío, y en la barandilla apenas quedaba nadie. No ha visto a papá. Le ha extrañado no encontrarlo: estos días no la dejaba «ni a sol ni a sombra». Se ha bebido el té, a pesar de todo, con calma. Se sentía bien. Ha pensado en bajar al camarote a buscar su novela, le apetecía. Se ha levantado y, al doblar por el pasillo, lo ha visto, al fondo. Estaba reclinado sobre la barandilla, con el cuerpo –se ha fijado– «muy para fuera». Él la ha mirado. Y entonces... de cabeza... «ha sido horrible».
Y entonces... Cuando papá ha salido del baño, duchado, en albornoz, habían mejorado su aspecto y su humor. Ha dicho que lo sentía mucho, que no era posible ser «tan torpe» y armar «este escándalo», pero casi se reía. Me miraba sobre todo a mí. Se ha metido en la cama y nos ha pedido que le dejáramos descansar. Mamá ha dicho que todos nos merecíamos un descanso y ha preferido dejarlo así. Su expresión ya no era desdeñosa ni colérica: revelaba tan sólo el estado de ánimo preciso para establecer otro pacto. En este momento tendría que haberles hecho una foto. La vida de papá como sujeto trágico había concluido y en la cena, mientras él seguía durmiendo, convaleciente, en el camarote, mamá era ya la máxima defensora de la tesis del «accidente», que con aplaudida celeridad estaba sustituyendo a la del «susto», más anclada en el terror. No le han faltado partidarios. Todo el mundo se prestaba a animar a los parientes desconsolados, e incluso el hombre del smoking parecía acosado por una pena menor. El señor Ribot volvía a considerarnos dignos de su invitación como «clientes de alto gasto», tal vez porque nadie le ha echado la culpa, o porque nadie más nos ha tratado como aguafiestas. El señor Ramírez y el señor Vidal se han alegrado de que ésta fuera la última noche que pasábamos en el barco, pero se han apresurado a aclarar que el barco no era del señor Ribot y que él no era responsable de esta clase de «accidentes» que debían de ocurrir a menudo en un país inepto para el turismo, que tendría mucho que aprender de «nosotros» y donde se veían –el señor Ramírez los había visto– niños descalzos corriendo entre cables pelados de alta tensión. De hecho, la señora Ramírez había concebido un caritativo plan para semejantes niños, a costa del botín del barco: pensaba llevarse el gel, los jabones, los peines y todos los enseres de baño de su camarote para dárselos a esos chiquillos que correteaban tan peligrosamente por todas partes, y ha aconsejado a mamá que hiciera lo mismo. Cuando poco después Sebastián, en un aparte, me ha dicho: «Vaya patochada la de tu viejo, ¿eh?», le he hecho reír contestándole que yo prefería los finos análisis del suyo.
Afortunadamente, todas estas apreciaciones se han producido en ausencia de Yusef y Rachid, que luego se han acercado para interesarse por el estado de papá y para recordarnos que después de la cena teníamos «fiesta de despedida del barco». Pero habría sido interesante –más interesante en todo caso– conocer la reacción de Rachid a las recomendaciones de los clientes de Ripalux para la gestión turística de su país. Esta mañana le he oído decir que lamentaba el bloqueo dictado contra Irak, porque Irak, como Egipto, importaba el 50 % de los productos alimenticios, y él no podía desear que ningún país tan dependiente como el suyo fuera condenado al hambre. Esta noche ha comentado con el señor Nicolau, quizá el más amable de la tropa, que en agosto, cuando se produjo la invasión de Kuwait, unos dos millones de egipcios que mandaban dinero a sus familias trabajaban en Irak, pero que ahora estaban regresando todos a marchas forzadas.
Después de cenar, como por fin habíamos atracado en Luxor, he tenido la idea de huir un rato y salir a dar una vuelta y le he propuesto a Sebastián que me acompañara. A él le ha parecido muy bien, pero mamá, que no ha decaído ni un solo instante en toda la velada, se ha opuesto drásticamente:
–¿Vas a dejar solo a tu padre?
¿Acaso no estaba ya solo, mi padre? Un viejo y poderoso temor me ha obligado a quedarme. Ni siquiera he podido escapar de la fiesta, que ha sido rica en juegos e incidencias. Mamá le ha sujetado un pañuelo a un mago. Yo he bailado con la señora Ramírez, frente contra frente y sin que se nos cayera, el baile de la patata. Mientras tanto Sebastián se reía.
Tengo la patata aquí, por supuesto. Condensa mi vida, como el salvavidas condensa la de papá. Supongo que en la instalación quedará un poco críptica. Gajes de lo autobiográfico. Pero tampoco quiere decir nada: quizá simbolice mi vida hasta esta noche, y esta noche en especial, pero la autobiografía en algún otro momento podría ser distinta. Quizá me equivoque y haya otras patatas, otros salvavidas. Los habrá. Quizá, como persona de experiencias limitadas, fuerce alguna, o varias, que no sean muy dignas, ni siquiera para mí. Quizá acabe, Dios no lo quiera, inventándome a mí mismo. Ahora mismo lo veo como un mal menor. No he cumplido aún los treinta. Tengo tiempo de inventarme y desinventarme varias veces. Alguna vez he vuelto borracho a casa y se había estropeado el ascensor. Me ha tocado subir andando los seis pisos. Para mantener el equilibrio, no despego la vista del suelo y voy contando los escalones. Uno, ocho, veinte, setenta y cinco. No, lo duro no es decidir. Lo dejo. Les dejo. Os dejo.