Era la primera vez que la familia no vendría a Savonnières a pasar el verano. La salud de la señora Boulat no lo permitía. Yo añadiría que la salud de mi madre tampoco; hasta cierto punto me alegré, aunque vi que a ella la noticia la entristecía. «La señora no se encuentra bien», me dijo, en un tono que conozco de sobra y que suele acompañar a terribles presagios o a fatalidades que se confirman. En este caso se podía pensar que eran además fatalidades compartidas, algo que vi pronto que a mi madre no le disgustaba tanto: siempre se había preguntado qué sería de ella cuando faltara «la señora» y ahora parecía aceptar un arreglo del destino en el que faltaban las dos; a su manera, la perspectiva la tranquilizaba. Se despedirían más o menos juntas de este mundo que ya no les pertenecía. Cuando le dijeron que embalara, «bien embalado, por favor», el pequeño paisaje invernal de Sisley, que los dos hijos de en medio, Corinne y Olivier, vendrían a recoger, tuvo una sensación general de desmantelamiento y una más concreta de que, en efecto, el fin se acercaba. No preguntó siquiera por qué quería la señora Boulat llevarse el cuadro: enseguida sus ansiedades se concentraron en mí. Yo había ido a pasar quince días con ella, de hecho para ayudarla un poco a preparar la casa para el desembarco de los Boulat; y me la encontré, de nuevo, hurgando arqueológicamente en mis posibilidades cuando ella «no estuviera». Le parezco «muy mayor» para seguir viviendo de becas, y lo cierto es que también yo, como cada vez que estoy pendiente de una prórroga, pasaba uno de esos momentos en que dejo de confundir la transitoriedad con la eternidad. Supongo que por una especie de rencor, o para que no me atosigara más, me callé que había terminado el guión y que tenía algunos planes.
Cuando supe que Olivier y Corinne vendrían por el cuadro, le dije que ese día regresaría con ellos a París. Llegaron un domingo, sobre las doce, mi madre les había preparado su plato favorito, magret de pato con salsa de naranja, comimos, dormitamos una hora en el salón y nos fuimos. Como para dar la razón a todo el mundo de que aquél no iba a ser un buen verano para pasar en Savonnières, en cuanto nos subimos al coche empezó a llover.
CORINNE (respondiendo aún al saludo de mi madre, que nos dice adiós desde la verja de la casa): ¿Está bien tu madre? Yo no la he visto mal.
YO: Delante de vosotros, como siempre, disimula. Sobre mí, como siempre, descarga.
OLIVIER: Estamos a principios de julio y mirad qué tiempo.
CORINNE: Pues yo no la veo mal. La he visto como siempre. Pero, claro, yo no soy muy de fiar.
YO: ¿Y vuestra madre qué tal se encuentra? ¿Es realmente grave?
CORINNE: Nuestra madre es una gran comedianta. Hasta la intervención nadie sabrá seguro si es cáncer, y el médico dice que las probabilidades son mínimas. Pero ella ya va haciendo sus preparativos...
YO: ¿Por eso lo de llevarse el Sisley?
CORINNE: ¡Ha llegado a decir que quiere verlo por última vez!
YO: Lo he embalado yo. (Ruidos en el maletero.) Espero que llegue en buenas condiciones.
CORINNE (a Olivier): Sí, tú conduce despacio.
OLIVIER (a Corinne): Pero ¿no me habías dicho que me diera prisa?
YO: Iremos por la A10, ¿no?
CORINNE: Tengo que ver a Pascale. He quedado con ella. (A mí.) ¿Te acuerdas de Pascale?
YO: Creo que no.
CORINNE: Sí, hombre. ¿Cuándo fue, Olivier? ¿Hace tres años? Pasó unos días con nosotros.
YO: Hace tres años creo que estuve todo el verano en Turquía.
CORINNE: ¿Ah, sí? Estaba segura de que os conocíais. En fin, yo también hace bastante que no la veo... (Silencio.) ¿Nunca habéis tenido la sensación de que es la última vez que veis a una persona? ¿Y que podrías haber hecho algo para evitarlo?
YO: No.
OLIVIER: Haber hecho algo para evitar ¿qué?
CORINNE: Evitar que fuera la última vez que os vierais.
OLIVIER: ¿Cómo se puede saber si es la última vez que vas a ver a alguien? ¿Qué quieres? ¿Tener poderes?
CORINNE: No, poderes no. Simplemente algo de agudeza, de penetración.
OLIVIER: En eso consiste precisamente tener poderes.
YO (interrumpiendo quizá): ¿De veras está tan mal vuestra madre para tener que pasar el verano en París?
CORINNE: Tienen que operarla.
YO: ¿Y eso durará todo el verano?
OLIVIER: ¿Te preocupa dejar a tu madre sola?
YO: Un poco sí... De todos modos, pensaba volver unos días... a mediados de agosto quizá.
OLIVIER: La verdad es que este verano no íbamos a ir ninguno. Yo no tengo vacaciones, ni sé cuándo me las podré tomar, Corinne no sabe/no contesta, Jean-Baptiste y su mujer se han ido a España, sus hijos están con la madre de ella, y el pequeño ha declarado solemnemente que, después de su viaje por Interrail, piensa quedarse en París y no aparecer por casa. Me parece que la convalecencia de mamá me va a tocar a mí.
CORINNE: Creo que no le apetece mucho la perspectiva de quedarse sola en Savonnières. (Mirándome.) Sola con tu madre, quiero decir.
OLIVIER: Yo también lo creo. (Riendo.) Temerá una nueva versión de Las criadas.
YO (riendo también): No me imagino a ninguna de las dos intercambiando papeles.
OLIVIER: ¡Ni yo! Ah... y el secreto de la vida está en intercambiar...
YO: Mientras eso sea posible...
OLIVIER: Si estuvieras tú, sería distinto. Podrías hacer de director de escena.
YO: Deja, deja...
OLIVIER: Mamá lo ha dicho, ¿verdad, Corinne? «Como tampoco estará Paul...»
YO: No lo entiendo. ¿Y el apego a la casa?
OLIVIER: ¿En qué consiste una casa sino en las personas que la habitan?
YO: No hace falta que estén las personas para...
OLIVIER: ¡Si al menos estuvieras tú! Ella te quiere tanto, ¿verdad, Corinne?
CORINNE (algo incómoda, como presionada): Sí.
OLIVIER (a mí): Cuando murió papá, nos dijo que a partir de entonces tendría que ser un padre para nosotros, como había tenido que serlo para ti.
YO: ¿Eso ha sido ella para mí?
OLIVIER: Ya la conoces. No necesita que le pidan nada. Interviene y ya está.
CORINNE: O se cree que interviene...
OLIVIER: Sí... O se cree que interviene... ¡y ya está! Lo que importa es el «ya está». Quizá no esté hecha para intercambiar, pero para reemplazar...
CORINNE: O para creerse que reemplaza...
OLIVIER: Corinne, qué pesada eres. (A mí.) Espero que vayas a verla antes de la operación.
YO: Por supuesto. Y si me necesitáis en el hospital, o después, voy a estar en París.
OLIVIER: Quiere verte urgentemente.
CORINNE (irritada, pero intentando contenerse): ¡Olivier! (Enciende la radio. Suena Billie Jean de Michael Jackson.)
OLIVIER: ¡No, Michael Jackson no! ¡Hace quince días que no oímos otra cosa!
CORINNE: Sí. (Cambia repetidamente de emisora. En bastantes suena, en efecto, Michael Jackson. No parece encontrar nada que le guste y apaga la radio.) Otro muerto...
OLIVIER: ¿Otro? ¿Quién más se ha muerto?
CORINNE: Perdonad... Es que sólo pensar que tengo que ver a Pascale me pone nerviosa.
OLIVIER: ¿Por qué? ¿Se va a morir?
CORINNE: Eso es lo que os decía antes. ¿Cómo saberlo?
OLIVIER: Hermanita, tú estás pirada.
(Suena mi móvil. Es Emina. Quiere saber cuándo llegaré y si iré directamente a su apartamento. Le digo que casi acabamos de salir y que prefiero ir primero al mío a dejar mis cosas. Me dice si he hecho copia del guión. Le digo que sí. Que no me olvide de llevárselo. Que «Emir» está deseando leerlo. Colgamos.)
YO: Era Emina.
OLIVIER: ¿Esa bosnia deliciosa que me presentaste en la fiesta de Marcel?
YO: Sí. Pero no es bosnia, es albanesa.
OLIVIER: ¿Y qué tal vais? ¡Era una delicia!
YO: Es todo muy intenso. Ella es muy intensa. Demasiado. (A Corinne.) Tengo que verla al llegar y sólo pensarlo también me pone nervioso.
OLIVIER (riendo): ¿Otra que se va a morir?
CORINNE (enfadada): ¡Olivier!
OLIVIER (pinchando): Ah, el secreto de la vida es adivinar cuándo se morirán tus amigos...
CORINNE (enfadada): Eres un memo.
YO (a Corinne): ¿Por qué estás nerviosa exactamente?
OLIVIER (a mí): ¿Y tú? ¿La bosnia te exige demasiado?
CORINNE: Me preocupa no conocer bien a mis amigos, no saber qué pasa por dentro de ellos. Me inquieta no verlos venir. Puedo soportar que me den sorpresas agradables, me alegro de que hayan hecho algo que nunca habría imaginado, no me molesta ver que de pronto ya no son como eran antes..., siempre y cuando el cambio sea para bien. Pero cuando es para mal...
YO: Sí, uno piensa que tal vez podría haber hecho algo. Es cierto.
CORINNE: Me había pasado antes con amigas que, bueno, no eran tan amigas, y me daba bastante igual. Un día alguien me decía: «¿Sabes que Julie se ha divorciado?», o «¿Te has enterado de que Michèle se ha metido en una secta?»; pero, siendo gente con la que nunca llegué a intimar, no era algo que esperara o dejara de esperar. No me preocupaba.
OLIVIER: ¿Con la de la secta no habías intimado? No me lo creo.
CORINNE (haciendo caso omiso): Pero recientemente me ha pasado con amigos próximos, con amigos a los que se supone que debería conocer bien. Con Serge, mi ex, por ejemplo: parecía tan feliz con esa mujer...
YO: Vaya, Serge... A mí me gustaba. ¿Todavía lo sigues viendo?
CORINNE: Ya sabes que fue una separación amistosa. Yo me había encaprichado de ese diseñador gráfico que luego resultó un fiasco. Pero Serge, tan comprensivo, y a quien siempre le faltó un poco de orgullo, cosa que yo adoraba, es extraordinario encontrar un hombre sin orgullo, la mayoría de los hombres sois tan...
OLIVIER: ¡Para el carro! A mí no me metas en ningún saco.
YO: ¡A mí tampoco!
CORINNE: Bien, Serge me dejó marchar... con una sonrisa. Dijo que lo comprendía. A mí me molestó mucho su sonrisa, era como de superioridad, como de hombre falsamente experimentado que consiente en renunciar a una mujer caprichosa que sabe que volverá. Luego me di cuenta de que no era eso, porque él decididamente no me esperó. Cuando fracasó mi aventura con aquel retrasado mental, cuando intenté volver, él ya estaba con esa judía de la Avenida de Villiers. Vaya chasco. Llegué a pensar que lo había hecho para vengarse. Pero no, para nada. A los tres días se convertía al judaísmo y se casaba con ella.
YO: Quizá llevó la venganza hasta ese punto. Aunque Serge no parecía de ésos...
CORINNE: No, no. Quise consolarme con esa idea, lo admito, pero no. En eso puedo decir que conozco bien a Serge. El rencor no forma parte de él. Sencillamente conoció a su judía y se enamoró, sin esperarlo. El hecho de no esperarlo lo convenció aún más. Creía en el milagro del amor, o eso decía.
OLIVIER: Siempre ha sido un cursi.
CORINNE: Hice lo posible para ocultar mi decepción. Él lo notó, desde luego, pero no dijo nada. Literalmente, no tenía tiempo, no tenía sitio en su alma enamorada para pensar en mí. ¡Que te amen dos mujeres a la vez! Eso que a tantos hombres (con intención) colmaría de dicha y concupiscencia...
OLIVIER: ¡Eh!
CORINNE: ... a él ni se le pasaba por la cabeza. Sólo tenía una mujer, y ya no era yo.
YO: ¿Y tú lo aceptaste?
CORINNE: ¡Qué remedio! Nunca dejamos de vernos, siempre a solas desde luego, y con el tiempo empecé a pensar en él como en un buen amigo.
OLIVIER: Sí, sí. ¿Y dices que no es de los que están encantados con el amor de dos mujeres? Parece todo lo contrario, con tanta cita contigo.
CORINNE: ¡Pero si sólo me hablaba de ella!
OLIVIER: Para ponerte celosa, mujer.
CORINNE: ¿Tú qué sabrás? (Volviéndose a mí.) El caso es que hace tres semanas me dijo que la había dejado, que ya no la quería.
YO: ¿Así, de pronto?
CORINNE: ¡Eso es lo triste! Para mí fue totalmente inesperado. No supe reaccionar. Para mí era la imagen viva de la felicidad. ¡Y estaba tan engañada! De pronto descubrí que su vida hacía tiempo que era un infierno, y yo no me había dado cuenta de nada. Yo, que creía conocerlo tan bien...
YO: Bueno, no sé. Hay gente muy impulsiva. A lo mejor su vida no llevaba tanto tiempo siendo un infierno. A lo mejor sólo lo era desde hacía dos días. Pudo tratarse de una pelea, de un calentón, ya sabes: discutimos, nos gritamos, rompo un jarrón, doy un portazo, y al cabo de unos días vuelvo.
OLIVIER: ¿«Rompo un jarrón»? ¿Cuándo has roto tú un jarrón?
YO: Nunca.
OLIVIER: Bueno... Concedo que hay infiernos de días, de horas, de minutos. Infiernitos.
YO (a Corinne): Cuando os visteis, ¿te llamó él o le llamaste tú?
CORINNE: Le llamé yo y no noté nada en su voz. Luego vi que estaba realmente deshecho, destrozado. ¡Serge! ¡Que parecía incombustible!
OLIVIER: ¡Sí, que sobrevivió incluso a ti! ¿No te das cuenta de que sigues estando patológicamente celosa? No puedes soportar que sobreviviera a tu abandono tan ricamente y que ahora, con la otra, se haya venido abajo.
CORINNE: ¿Y eso qué más da? No estoy hablando de eso. Lo que me preocupa es no haber sido capaz de ver. Desde la última vez, no me llama, su móvil está siempre apagado, le llamé un día al trabajo y me dijeron que estaba de baja. No sé dónde está ni cómo ponerme en contacto con él. Me enloquece pensar lo que pueda haberle pasado. ¿Y si ha muerto? ¿Y si se ha...?
OLIVIER: No seas melodramática.
CORINNE: ¿Por qué no? Eso es lo que le pasó a Marion.
OLIVIER: ¿A Marion? ¿Qué le pasó?
CORINNE: ¿No lo sabes? Se ha suicidado. La semana pasada la encontraron muerta en su casa, llena de hormigas.
OLIVIER: ¡Corinne!
CORINNE: Es la pura verdad. Se había tomado no sé cuántas cajas de Rohipnol. Llevaba varios días muerta y se la estaban comiendo las hormigas.
OLIVIER: Pero ¿en qué barrio vivía, que había hormigas?
YO: ¡Qué horror!
CORINNE: Y yo había cenado con ella en casa de Germain apenas diez días antes. Y estaba como siempre: inspirada, risueña, llena de proyectos. Había recibido una oferta buenísima de una universidad de no sé dónde y se planteaba dejar la Diderot por unos años.
YO: ¿Por qué será que los suicidas hacen planes?
CORINNE: Marion no habría sido Marion sin un plan. Y lo cierto es que no siempre los cumplía. Hace un tiempo le dio por la escalada. Se apuntó a un grupo, practicaba en un rocódromo...
OLIVIER: ¿Qué es eso?
CORINNE: Uno de esos sitios que simulan paredes de montaña...
OLIVIER: Ah, sí, vaya tontería.
CORINNE: Y estuvo unos meses preparándose para una expedición al Montblanc. Pero luego nunca fue. De un día para otro se le pasó la pasión por el montañismo.
OLIVIER: Lo siento por ella. No me caía muy bien, pero... En fin, qué se le va a hacer.
CORINNE: Típica conclusión de idiota insensible. Además, a ti no te cae bien nadie.
OLIVIER: Me cae bien Paul. Y un montón de gente más.
CORINNE: Sí, pero tu reacción cuando alguien se suicida es decir simplemente: «Qué se le va a hacer.» Eres completamente banal.
OLIVIER: ¿Y qué quieres que haga yo? ¿Que me ponga a salvar a los suicidas del mundo?
CORINNE (airada): ¿Ves? A eso me refería yo. Hay gente como tú que no dedica un segundo a pensar en los demás, en cómo se sentirán, en qué puede estarles pasando, en si son felices o infelices. A ti te da igual estar una noche cenando con una amiga de toda la vida y que dos días después la encuentren muerta en su casa, total, «qué se le va a hacer». Ni se te ocurre que en aquel momento podrías haber hecho, haber dicho algo, aun sin saberlo, que podría haberla llevado a cambiar de idea, algo para darle esperanzas y... y... yo qué sé (empieza a sollozar), aliviar su sufrimiento... Y ahora cuando lleguemos... tengo que ver a Pascale... y yo qué sé si mañana se divorciará, o perderá la ilusión, la alegría... o si se pegará un tiro o la atropellará un autobús...
OLIVIER (conciliador): Vamos, vamos... No te pongas así. No quería decir eso. Sólo que parece que yo creo más en lo inevitable que tú.
CORINNE (más calmada, pero llorando aún): Yo lo único que quiero es que todo el mundo sea feliz.
OLIVIER (conciliador): Pero eso no siempre es posible, Corinne.
YO: Recuerdo ahora una anécdota que cuenta Goethe en su autobiografía. Era sobre un zapatero de Dresde. Decía que el zapatero era una persona que se juzgaba feliz y que exigía a los demás que también lo fueran, y que esa clase de personas siempre nos sumen en cierto malestar.
CORINNE (secándose las lágrimas): Yo no me juzgo feliz.
OLIVIER: ¡Goethe, Goethe! Deja en paz a Goethe. El secreto de la vida está en Balzac. «¡Ah, saber, joven!, ¿no es gozar intuitivamente? ¿No es descubrir la sustancia misma del hecho, y apoderarse esencialmente de ella?... El pensamiento es la llave de todos los tesoros, ofrece las alegrías del avaro sin ninguna de sus preocupaciones.»
CORINNE: Olivier, Olivier...
OLIVIER: Pues eso es lo que te pasa a ti. Piensas, piensas, quieres saberlo todo, quieres apoderarte de la sustancia misma de los hechos, ver las cosas antes de que ocurran... conocer todos los signos, todas las señales. Eso te gustaría, desde luego, acabaría con tus preocupaciones... pero ¿no te das cuenta de que aspiras, como una bruja, a tener la llave de los secretos del universo?
CORINNE: Encima llámame bruja.
OLIVIER (riendo): Porque es lo que eres. Una pequeña aprendiz de bruja. Vamos, vamos, deja ya de anticiparte a las cosas y de recrearte en pensamientos morbosos. Si quieres te acompaño a ver a Pascale, a ver si yo...
CORINNE: Menuda penetración puedo esperar de ti.
OLIVIER: La misma que de un ornitorrinco.
CORINNE: ¿De veras me acompañarás?
YO: Además, ¿os imagináis lo que sería la vida si no lleváramos máscaras, si no pudiéramos ocultar, guardar, disimular nuestros sentimientos? ¿Que fuéramos por ahí desnudos emocionalmente?
OLIVIER: Qué pesadilla. El infierno debe de ser así.
YO: La hipocresía es una gran conquista de la civilización.
CORINNE: Qué par de cínicos.
OLIVIER: Puede que yo sea cínico, pero tú no eres precisamente una idealista.
YO: ¡Quiere que todo el mundo sea feliz! ¡Vaya presión!
CORINNE: ¿Qué tiene de malo quererlo? Decididamente, no os entiendo.
YO: No me gusta que se espere de mí que sea feliz. Me abruma y me obliga a sentirme culpable si no lo soy. Si he de ser feliz, prefiero que no sea porque los demás me lo exigen.
CORINNE: Pero ¿qué sería de nosotros si no tuviéramos al menos a alguien que deseara, que vigilara nuestra felicidad? (A mí.) Tú, por ejemplo, ¿qué sería de ti, que siempre has sido un mimado? ¡El gran hombre que no necesita a nadie! Te sorprendería saber cuánta gente piensa en tu felicidad. (Como si se arrepintiera de lo dicho, tras una pausa.) En fin.
OLIVIER (mirando a Corinne): En fin... y en efecto.
CORINNE: Cállate. (Largo silencio.)
YO: ¿Qué os pasa? ¿A qué viene ese silencio?
(Olivier se pone a silbar maliciosamente.)
CORINNE: Cállate.
OLIVIER: Tú has sacado el tema.
YO: ¿Qué tema?
OLIVIER: Mira, Corinne, se lo voy a decir.
CORINNE: Ni se te ocurra.
OLIVIER (a mí): Nuestra madre piensa regalarte el Sisley. Como es otra dramática que cree estar en posesión de los misterios del universo, le ha dado, como dice, por ordenar su patrimonio. Dice que nosotros vamos servidos, «sobrados» es su expresión, y que de todos modos venderíamos el cuadro. Le da igual que vendamos los demás, pero éste quiere que quede en manos de alguien que lo aprecie. Son sus palabras.
CORINNE: Eres un bocazas. (A mí.) Perdona, Paul, pero no está decidido.
OLIVIER: Está más que decidido.
YO: No sé qué decir. No puedo ni imaginar...
OLIVIER: Es el único cuadro bueno que siempre ha estado en Savonnières. Curiosamente, un paisaje invernal en una casa de verano. Ella lo ve como parte de la casa y lo asocia a tu madre y a ti. Y tú, «ese muchacho tan inteligente y trabajador», siempre la has sorprendido: (riendo) desmientes su teoría de la determinación social. En cambio, nosotros, que según ella nunca hemos hecho nada solos, la confirmamos.
YO: ¿Yo la desmiento? Por favor, si soy el eterno becario...
OLIVIER: Ella está convencida de que estás labrando tu camino para ser un gran intelectual, un gran artista... puede que un gran ministro.
YO: Por favor...
CORINNE (a Olivier): No sé por qué has tenido que contárselo. Me parece perverso. No está nada decidido. Es sólo una idea que se le ha ocurrido ahora que está nerviosa por su enfermedad.
OLIVIER (a mí): Ya ves, Corinne, la que quiere que todo el mundo sea feliz, se opone. Y Jean-Baptiste, por supuesto, también. Pero no tienen nada que hacer.
CORINNE: ¿Por qué tienes que darle esperanzas?
YO (algo ofendido): A mí no me liéis. Yo no tengo esperanzas. Y tampoco quiero ser objeto de vuestra condescendencia.
OLIVIER: Ya salió la determinación social. ¿Qué condescendencia? Ella lo quiere así, y se acabó.
CORINNE: Ella siempre habla como si nunca hubiéramos conseguido nada por nosotros mismos. ¡Como si ella hubiera hecho algo para merecer ese cuadro! Ese cuadro, como los demás, lo heredó de su padre, y éste del suyo. Si lo hubiera comprado con eso que ella llama «el fruto de sus esfuerzos», de acuerdo, comprendería que se creyera en el derecho de hacer con él lo que le diera la gana. Pero no es así. El Sisley es una herencia, y las herencias deben quedarse en la familia.
OLIVIER (muy sarcástico): ¡Así se habla!
CORINNE: ¿Tengo razón o no?
OLIVIER: Eres una antigualla. Balzac habría hecho de ti una buena caricatura. De hecho, creo que la hizo.
CORINNE: Me gustaría saber en qué se ha «esforzado» ella.
OLIVIER: Y a mí en qué nos hemos «esforzado» nosotros. Mírame a mí, incapaz de salvar nada. Desde que empezó la crisis, ando reduciendo la plantilla mes a mes y convirtiéndome en el ogro de los sindicatos. Y mamá diciendo: «Tu padre no lo habría permitido.»
CORINNE: Lo que te digo. ¿Qué sabrá ella? Vive en un mundo inventado.
OLIVIER: Sabe perfectamente que en cuanto falte, lo primero que haremos será vender los cuadros. El Sisley el primero.
YO: Vale, por favor, dejadlo ya. Yo no he pedido nada y que habléis delante de mí de estas cosas me incomoda. Me siento como si estuviera comprometido.
OLIVIER: Es que estás comprometido. (Riendo.) Esto te pasa por haber copiado el Sisley tantas veces cuando eras pequeño. «¡Qué talento, qué técnica! Señora Joubert, ¡le ha salido un genio!»
CORINNE: ¡Bobadas!
OLIVIER: En serio, Paul, el Sisley es para ti. No es, como dice Corinne, una ocurrencia de ahora, un delirio prequirúrgico. Hace mucho que nuestra madre lo dice, y no debes tomarlo como condescendencia, sino como una muestra de cariño y hasta de gratitud. Así que acéptalo, y más te conviene hacerlo porque, tal como están las cosas, puede que tuviéramos que venderlo antes de que ella muera. Asegúratelo.
CORINNE: No lo des por hecho, Paul. Lo siento, pero es así.
YO: No sé, me parece que es algo que no me corresponde.
OLIVIER: Te corresponde, toda la vida has sido nuestro espejo a ojos de nuestra madre. ¡Qué pesada!
YO: ¡Y qué paciencia, visto lo visto! La mía es todo lo contrario. Está convencida de que ya he entrado en el futuro, sin nada en las manos.
OLIVIER (riendo): Por lo pronto, tienes un Sisley.
YO: No, no tengo nada.
OLIVIER: Pero no te arriendo la ganancia. Desde luego, en vida de nuestra madre, ni se te ocurra venderlo. Y, si se te ocurre cuando haya muerto, es muy capaz de volver de la tumba para recriminártelo. Prefiero verme libre de esta carga. Los recuerdos sentimentales son una maldición eterna.
CORINNE: Para mí los sentimientos no son una carga.
OLIVIER: ¿Cómo van a serlo, si tú podrías venderlos? Además, a ti se te aparecería mamá y estarías encantada de tener relaciones con un fantasma... sentada sobre tus doblones, claro.
YO (ciertamente incómodo): Dejémoslo ya, ¿queréis?
CORINNE: ¿Ves, Olivier? Has inquietado al niño.
OLIVIER: ¿Qué tal van tus becas, Paul?
YO (aún confundido): No del todo mal, para los tiempos que corren.
OLIVIER: ¿También hay suspensión de pagos en ese sector?
YO: Todo llegará.
CORINNE: Pero tú estás con una, ¿no?
YO: He pedido una prórroga de un año para la que tengo ahora. Con suerte me dan seis meses. Pero con lo que me den me conformo. El trabajo que tenía que hacer ya lo he hecho. Cualquier prórroga será un plus.
OLIVIER: Vaya estafador estás hecho.
YO: Soy prisionero de la angustia del becario. La prórroga es el mayor pathos. Tengo treinta y tres años, me queda poco. Los treinta y cinco son el límite para la mayoría de las becas. A esa edad queda fijado el fin de la juventud.
OLIVIER: Un plazo muy generoso.
YO: No digo yo que no. Pero ni me imagino lo que viene luego.
OLIVIER: ¿Te lo digo?
YO: Exímeme de esa tortura, por favor.
CORINNE: ¿Y sobre qué es el trabajo que dices que has terminado?
YO (dubitativo): Bueno... es una tontería. Es un guión.
CORINNE: ¿Un guión de cine?
YO: Sí.
CORINNE: ¿Y piensas dirigirlo?
YO: No.
CORINNE: ¿Cómo que no? Todo el mundo quiere dirigir sus guiones.
YO: Dada la manía nacional por la autoría, eso es así en nuestro país. Pero no ocurre en casi ningún otro. Es otro orgullo nacional, o sea, otro vicio francés.
CORINNE: A mí me parece natural que uno quiera dirigir aquello que escribe, y no dejarlo en manos de otro que vete a saber qué hará.
YO: Pues a mí ahora mismo lo que más me apetecería es ser guionista profesional. Me da igual lo que haga otro con mi trabajo.
OLIVIER: No me lo creo. En todo caso, siempre te quedará la tele... aunque he oído que ahí los guionistas tienen veinte años.
YO: Buf... la tele.
CORINNE: Pero no te entiendo. Antes nos reprochabas que no tuviéramos apego a la casa de Savonnières, y ahora ¿quieres hacernos creer que no sientes apego por lo que escribes?
OLIVIER: Paul se está preparando para la alienación profesional. Está pensando en el futuro de forma realista.
YO: Esto es un guión, no una novela. La naturaleza del guión es que es manejable, adaptable, es sólo una pauta. Y, por otro lado, quizá porque sí le tengo apego me parece necesario dejarlo en manos de otro. Sin distancia, podría quedar una película horrible. Y yo apenas tengo conocimientos técnicos: no sabría distinguir una lente de otra, ni aplicar la dialéctica plano-contraplano...
CORINNE: Los conocimientos técnicos no son necesarios. Agnès Jaoui dice que ella sigue sin saber nada y ya ha hecho tres magníficas películas.
OLIVIER: Bueno... La última es bastante flojilla.
YO: Sí, pero ella es actriz... Tiene un gran conocimiento actoral. Una cosa suple a la otra. Yo no sabría qué decirle a un actor... No sabría qué decirle a nadie. Me sigue dando miedo la gente. Me veo incapaz de controlar un equipo. Me comerían vivo.
OLIVIER: No es tan difícil como te crees. Tienes que pensar en ellos como ganado y que el único ser humano eres tú, el pastor. También necesitarás un mastín, pero no te faltarán porque es una especie muy prolífica, si bien hay que saber adiestrarla. El secreto de la vida está en el trato con el mastín.
YO: A mí los perros siempre me gruñen.
OLIVIER: Nunca dejan de gruñir. Tienes que dejarles ese placer. Lo importante es que no te muerdan.
YO: Creo que el Señor no me ha dotado para esa clase de aprendizaje.
OLIVIER: ¡Tonterías! Dirige tu película y contrátame a mí para que ladre y enseñe los dientes.
CORINNE: ¿Realmente te da igual quién dirija tu guión? ¿O te gustaría que lo hiciera alguien en particular?
YO: Ahí está el problema. A mí no, pero a mi novia sí.
OLIVIER: ¿La belleza bosnia?
YO: Es albanesa, Olivier.
OLIVIER: ¿Qué más da?
YO: Bien, es un poco complicado. Emina está metida en el mundo del cine, en tareas de producción. Por otro lado se siente una pieza clave de la colonia balcánica en París. Dice que conoce a Kusturica y quiere pasarle mi guión...
OLIVIER: ¿Es una historia de gitanos?
YO: No sale ni uno.
OLIVIER: Menos mal, me habías asustado. Gracias a Dios, no le interesará.
CORINNE: ¿Kusturica dirige guiones de otros?
YO: No, realmente no, aunque algunos los ha escrito en colaboración.
OLIVIER: Yo que tú no me dejaría tentar. Kusturica es puro orientalismo, un exportador de estereotipos balcánicos, y naturalmente, como tantos otros, un invento francés. El nuevo Fellini, ¡ja! Esa necesidad que tenemos de crear autores no es más que pura autoadulación, una pretensión patética de reafirmar nuestras tradiciones, de creer que siguen alumbrando al mundo. Los autores se han acabado, pertenecen a otra época. Yo aplaudo tu decisión de dejar el guión en manos ajenas... pero, por favor, que no sean las de Kusturica.
CORINNE: ¿Te has quedado a gusto?
OLIVIER: Pues, ahora que lo dices, no. Detesto las familias pintorescas, los primeros amores, los matones callejeros, los pasacalles, los futbolistas, las mujeres exuberantes y los hombres feos. Kusturica era hijo de un funcionario del régimen de Tito y no de una compañía de circo. Todas esas impresiones infantiles no son más que recuerdos falseados para complacer a Occidente y quizá, el muy idiota, hasta a sí mismo. Y, aunque no lo fueran, ¿quién a estas alturas puede trabajar con dignidad sobre algo tan vetusto y socorrido como son los recuerdos de infancia?
CORINNE (a mí): ¡Pobre Paul! Yo creo que no debes desaprovechar la oportunidad, si se te presenta.
OLIVIER: Si la aprovechas, te juro que te quedas sin el Sisley.
YO: Lo curioso es que pienso más o menos como tú, Olivier. Y eso remueve alguno de mis más profundos temores: que te proteja alguien a quien íntimamente detestas. Me ha pasado ya alguna vez. No con las becas: afortunadamente en ese mundo todo es muy impersonal y burocrático; nunca llegas a conocer a nadie, no sabes quién te protege ni realmente por qué; trabajas para el prestigio de una entidad fantasmal. Pero en la universidad tenía un profesor al que realmente no podía soportar, el típico caballero de las letras, remilgado, estúpido, palabrero. Pues bien: él me adoraba, me ponía como ejemplo de alumno ideal. Y no os creáis que yo me aprovechaba y le hacía la pelota.
OLIVIER: Siempre se hace la pelota de algún modo.
YO: Créeme, yo no se la hacía, me repugnaba, era algo visceral. Cuanto más le contradecía, más elogiaba mi espíritu de independencia. No me dejaba salida. Todos mis compañeros sabían que yo no lo aguantaba y la situación les divertía mucho. Pero a mí llegó a angustiarme. Sé que alguno le fue con insinuaciones, pero como si nada: de hecho cargó contra él.
CORINNE: Estaría enamorado de ti.
YO: ¡Eso aún habría sido manejable! No, era cuestión de pura vanidad. Quería que fuera su discípulo, para poder decirlo y alardear de mí. Perdonad que no sea modesto, pero yo era un estudiante aplicado y hasta brillante...
OLIVIER: Corinne, dile que no nos machaque con lo inteligente que es, que ya tenemos a mamá para eso.
YO: Bueno, es la verdad. Él quería ir diciendo por ahí que yo era su creación, que todo se lo debía a él. Era realmente violento para mí.
OLIVIER: Eso quiere decir que nunca te rebelaste de verdad.
YO: Lo cierto es que no. Pero era humillante aceptar sus halagos.
CORINNE: Nunca es humillante que te halaguen. De eso vivimos.
OLIVIER: Sí, peor es que no te halaguen ni los que te quieren.
CORINNE: A mí nunca me ha protegido nadie, ni queriéndolo ni sin quererlo.
OLIVIER: Mejor para ti. El caso de Paul me recuerda un poco mi propio caso con papá. Perdona, Paul, por cierto, pero tal vez todo esto te pase por no haber tenido padre..., es decir, (riendo) ningún padre que no fuera nuestra madre. Quizá busques inconscientemente figuras paternas para disfrutar conflictos que te han sido vedados.
YO: Lecturas psicoanalíticas no, por el amor de Dios.
OLIVIER: En todo caso, yo sí tuve un protector al que detestaba, que era mi padre. Claro que él tampoco estaba orgulloso de mí ni me tenía reservado el papel de ser su creación. Eso era para Jean-Baptiste, pero Jean-Baptiste le salió rana, es decir, muy tonto, y tuvo que resignarse conmigo. Nunca me perdonó que no fuera Jean-Baptiste.
CORINNE: Jean-Baptiste no es tan tonto, sólo que no servía para...
OLIVIER: Tampoco servía yo. Y me tocó aprender y adaptarme.
YO: Ah, eso quiere decir que aceptaste su protección.
OLIVIER: Por supuesto, como tú la de tu profesor. Aunque intuyo que mi caso fue más humillante. (Silencio.)
YO: Lo mío fue más violento que humillante. Afortunadamente, cuando elegí a otro como director de tesis, dejó de hablarme. También eso fue muy violento... Encontrármelo por los pasillos de la facultad y que me volviera la cara...
OLIVIER (algo serio): Espero que ahora no aceptes la protección de Kusturica.
YO (riendo): No, no... aunque me huelo bronca con Emina.
CORINNE: ¿Por qué no conozco yo a Emina?
OLIVIER: Porque tú no vas a las fiestas de Marcel. Pregúntate por qué ya no tienes amigos comunes con Paul.
YO: Siento decirlo, pero Emina es bastante temperamental. Está convencida de que puede ayudarme –¡más protección!–, y sobre todo se le ha metido en la cabeza hacerlo.
OLIVIER: No me dio esa impresión. Me pareció dulce, tranquila y misteriosa.
YO: Pues puedo asegurarte que tiene mucho carácter.
OLIVIER: ¿La típica mujer dinámica?
CORINNE: ¿Qué tiene de malo ser dinámica? ¿Y por qué tiene que ser típica? Olivier, ¿cómo puedes ser tan machista?
OLIVIER: ¿Machista yo? Pero si yo adoro a las mujeres...
CORINNE: Machista redomado. Las mujeres no están ahí para que las adoren.
YO: Emina ha tenido que abrirse camino, no ha sido fácil.
OLIVIER: ¿Está ilegal?
YO: Lleva mucho viviendo aquí. Ella dice que tiene los papeles en regla.
CORINNE: Pero tú no la crees.
YO: No es eso. Pero su dinamismo –perdona, Corinnesiempre parece ir por delante de ella. Ni siquiera estoy seguro de que conozca a Kusturica. Ella dice que sí, pero...
OLIVIER: Eso sería una ventaja para ti.
YO: He llegado a pensar que no lo conoce y que espera conocerlo con el pretexto de mi guión.
OLIVIER: Eso te acaba de dejar sin ventaja.
YO: En cualquier caso, temo complicaciones. A Kusturica es imposible que le interese, por ese lado estoy tranquilo. Pero, si llegara a echarle un vistazo y a hacer alguna observación, estoy perdido. Emina querrá que le haga caso.
CORINNE: Mira que si después de todo le gusta...
OLIVIER: ¡Imposible! ¡No salen gitanos!
YO: Si le gustara me pego un tiro.
CORINNE: ¿Y de qué va el guión?
YO (algo aturdido, como sin esperármelo): Bah, es una tontería.
CORINNE: Venga, cuéntanoslo.
YO (enrojeciendo): Me da vergüenza.
OLIVIER (astuto): ¿No será sobre nosotros?
YO: Pues... la verdad...
OLIVIER: ¡Me lo temía! ¡Qué inspiración más triste, Paul!
CORINNE: Pero ¿qué cuentas? ¿Cuál es la historia?
YO: Pues... no hay historia realmente. Digamos que es una sucesión de recuerdos de adolescencia...
OLIVIER: ¿Como Kusturica?
YO: No, no, por favor. He intentado reconstruir algunos episodios...
OLIVIER: No me lo puedo creer. ¿En eso inviertes tu talento? Primero: eres demasiado joven para recordar; recordar es cosa de viejos. Segundo: la mitad de los recuerdos son inventados.
YO: Tercero: sólo con el recuerdo puedo reconstruir cómo se pactó nuestra relación.
CORINNE: Entonces, ¿de veras salimos nosotros?
OLIVIER: ¿«Se pactó»? Yo no «recuerdo» ningún pacto.
YO: Es una forma de hablar. Trata de cómo decidimos seguir siendo amigos a una edad que pudo habernos separado.
OLIVIER: ¿La derrota del determinismo social? ¿De eso trata? Pero si tú no crees en ella...
CORINNE: ¿De verdad salgo yo? ¿Y cómo salgo?
YO: Como una muchacha bellísima, divertida, sagaz, encantadora... Como eras antes de que te diera por pensar en quién se va a morir. Como eras aquel verano que pasó con vosotros el tío Gérard.
OLIVIER: ¿El tío Gérard? ¿Ese patán?
CORINNE: El tío Gérard me hacía insinuaciones.
OLIVIER: ¡Qué panorama! La muchacha encantadora, el tío insinuador... ¿qué falta? ¿Baños en el río, excursiones en bicicleta, siestas en el campo, el canto de las cigarras? ¿Los primeros besos, las primeras pajas? ¡Paul! ¡No te mereces el Sisley!
YO (riendo, pero inseguro): Pues un poco de todo eso hay, sí.
OLIVIER: ¡Qué inmensa decepción! ¡Qué vulgaridad!
YO: Eh, espera...
CORINNE: A mí me tienes que perfilar mejor. ¿Por qué no has hablado conmigo? Yo también tengo recuerdos. La descripción que has hecho de mí es halagadora, pero...
YO: Pero ¿qué? Intentaba resumir. ¿Qué quieres que te diga? ¿Que tu personaje tiene profundidad? Menos mal que estamos llegando ya, porque un poco más y me tenéis que sacar de aquí en carretilla.
OLIVIER: ¿Y sales tú copiando el Sisley?
YO (irritado): Pues sí, el personaje que se supone que me representa sale copiando el Sisley una y otra vez.
OLIVIER: Tendrías que dirigirla tú... ahora que tendrás el original. ¡Vaya atrezzo de lujo!
YO: Pero ¿no acababas de quitármelo?
OLIVIER: Y, si la dirige Kusturica, ¿se lo prestarás?
CORINNE: No, Paul, no hagas nunca eso.
YO (nervioso): Me he explicado muy mal. Así contada, mi historia parece llena de tópicos.
CORINNE: Entonces la única manera de que no lo parezca es que la dirijas tú. Además yo no me sentiría cómoda dejando mi vida en manos de desconocidos.
YO: Escuchad, he tenido que vérmelas con problemas muy gordos. Todas las adolescencias se parecen de un modo u otro: el registro humano, en lo biológico y en lo social, es limitado, y por eso hay tantos tópicos. Yo me he esforzado en dejarlos en lo que tienen de verdad, despojándolos del sentimentalismo añadido, de la mitificación del recuerdo, de su condición de certeza instaurada que ya no hay que pensar. Y eso es lo que me propongo: presentar la adolescencia de una manera que permita pensarla de nuevo. Es injusto, Olivier, que me condenes de principio a la fantasía costumbrista, porque no ha sido en la fantasía costumbrista donde me he inspirado. Me he inspirado en la realidad –antes he dicho en el recuerdo, pero no, ha sido en la realidad–, he sometido a prueba mis ideas, mi experiencia y mis planteamientos, y he leído lo que decían los grandes autores, Goethe, Tolstói, Turguénev, Dostoievski, Vallès, incluso Bernhard y Salinger... ¡No es ninguna vulgaridad!
OLIVIER (riendo): Sigue pareciéndome material para Kusturica. ¿Quién sigue creyendo en las edades del hombre a estas alturas?
YO (enfadado): ¿Eres idiota o qué? ¿Tienes que seguir restregándome a Kusturica por las narices? ¿Tienes que seguir imaginándotelo todo a lo grotesco? Yo odio lo grotesco tanto como tú. ¿Por qué no te lo imaginas como algo de Gus Van Sant?
OLIVIER: Pues porque de Gus Van Sant sólo me gustan sus películas comerciales.
YO: Eres un cateto.
CORINNE: A mí me encanta Gus Van Sant. Con esos chicos maravillosos...
YO: Los chicos no son maravillosos. Él los hace así.
CORINNE: ¿Keanu Reeves y River Phoenix no eran maravillosos en Mi Idaho privado?
OLIVIER: Es que ésa era una de sus películas comerciales. Ve a ver Paranoid Park.
CORINNE: La he visto, es estupenda.
YO: Da igual. Tampoco mi guión es para Gus Van Sant. Era sólo un ejemplo de que existen otras tradiciones para tratar el tema, y no sólo las que recuerdan la obcecación y la mala uva de Olivier.
OLIVIER: Veo que te he ofendido.
YO: No, para nada.
(Silencio.)
CORINNE: Déjalo, Paul. Olivier siempre ha sido un hombre triste.
OLIVIER: ¿Sale la tristeza en mi personaje?
YO: Te voy a quitar del guión.
OLIVIER: Quítame. No quiero salir en una película de Gus Van Sant, que, por cierto, no me extrañaría que fuera otro invento francés. Voy a investigar eso.
YO: Eres el mejor personaje.
CORINNE: ¿Mejor que yo?
YO: Tú no te interpusiste cuando el tío Gérard os pidió que no os mezclarais conmigo.
CORINNE: Tampoco le hice caso.
YO: Tampoco lo sufriste. No significó nada para ti. Lo sufrí yo y lo sufrió Olivier.
OLIVIER: ¡Recuerdos! Tengo la impresión de que os lo estáis inventando todo. (Volviéndose a mí.) Pero, bueno, si mi personaje es el mejor, no digo nada.
YO: Gracias.
OLIVIER: Pero prométeme que le vas a dar unas vueltas.
CORINNE: ¿Puedo leer el guión?
YO: No.
CORINNE: ¿Lo va a leer todo el mundo menos yo?
YO: No va a leerlo todo el mundo.
CORINNE: ¿Cómo que no? Seguro que se lo das a Olivier.
OLIVIER: ¡Ni hablar! Yo no leo nada.
CORINNE: Y a esa novia tuya y a Kusturica...
OLIVIER: ¡A Kusturica no!
CORINNE: Y a la gente de la beca...
YO: A ésos sí que se lo daré, qué remedio. Tengo que justificar lo que me han pagado..., (riendo) lo que he aprendido en los cursos. Pero todavía no. Les diré que no he terminado, que necesito la prórroga.
OLIVIER: ¿No estás harto de ir a clases?
YO: Más que harto. Pero a veces hay buenos profesores... y haber vivido en Berlín, en Roma o en Nueva York ¿no es una compensación?
CORINNE: ¿Y qué harás si te conceden la prórroga?
YO: Tengo dos posibilidades: fingir que sigo trabajando seis meses más, o fingir que sigo trabajando un año más.
OLIVIER: Podrías aprovechar para pensar en si no tenías algo mejor donde inspirarte. ¿Qué tal una historia algo más contemporánea? ¿O, ya que estamos, una que ocurra en la Luna?
CORINNE: Entonces tendrás tiempo de presentarme a Emina...
YO (suspirando): Si sobrevivo a ésta, sí, claro. Os llevaréis bien.
OLIVIER (a mí): ¿Dónde te dejo? ¿En la Bastille vale?
YO: Perfecto.
OLIVIER (a Corinne): ¿Y a ti? ¿Dónde has quedado con Pascale?
CORINNE: No lo sé. Tengo que llamarla. ¿De veras me acompañas?
OLIVIER: Llámala ya.
CORINNE (busca el móvil en el bolso y marca un número): ¿Pascale?... Sí, sí, ya estamos llegando... ¿Cómo estás?... ¿Sí? ¿De verdad estás bien?... ¿De verdad? Me alegro... Tengo ganas de verte... Oye, iré con mi hermano, tiene ganas de verte también... No, con el pequeño, no... Sí, con Olivier... ¿Dónde quieres que nos veamos?
OLIVIER: En un sitio cerca de casa de mamá.
CORINNE: ¿Por qué?
OLIVIER: Tenemos que ir a dejar el cuadro. No querrás dejarlo en el maletero.
CORINNE (al teléfono): Mira, tenemos que ir primero a casa de mi madre... Sí, a dejar una cosa que hemos traído de Savonnières... ¿Te va bien por ahí cerca?... ¿Le Vigny?... Olivier, ¿está bien Le Vigny?
OLIVIER: Sí, perfecto.
CORINNE (al teléfono): Muy bien... Sí... Dentro de una hora... Un beso. (A nosotros.) Ay, tenía una voz rara...
YO: Cuando puedas... Yo me bajo aquí.
(El coche se para. Me bajo. Saco mis bolsas del maletero. Corinne sale y me abraza.)
CORINNE: ¿Me prometes que me presentarás a Emina?
YO (besándole las mejillas): Prometido. (Metiendo la cabeza por la portezuela abierta.) Adiós, Olivier.
OLIVIER: ¡Suerte! Ya te contaré la cara de trágica que ponía Pascale.
[Traducción de María Teresa Gallego Urrutia.]
La peor pesadilla que la mayoría de los padres pueden concebir es enterarse de que han matado a un hijo suyo. Para Lionel Dahmer, ha sido descubrir que su hijo, Jeffrey Dahmer, había matado a tantos hijos de los demás, lo que ha convertido su vida en una pesadilla inconcebible. Detenido en su apartamento de Milwaukee en 1991 y condenado a 957 años de prisión, Jeffrey Dahmer había quitado la vida a diecisiete hombres, desmembrado a muchos de ellos (almacenando partes de los cadáveres en el sótano de la casa de su abuela y en su propio congelador) y, hacia el final de su sangrienta carrera, empezado a comerse a sus víctimas. Es a estos diecisiete hombres y a sus familias a quienes Lionel Dahmer ha dedicado A Father’s Story, una autobiografía obsesivamente autorreflexiva y en ocasiones hasta clínica de un padre que fue incapaz de ver el monstruo que había contribuido a crear. Hay quienes han acusado al autor de haber explotado, al escribir este libro, los crímenes de su hijo en su propio beneficio.1
Esta introducción de la revista neoyorquina Interview a la prepublicación, en marzo de 1994, de unos extractos de las memorias de Lionel Dahmer (A Father’s Story: One Man’s Anguish at Confronting the Evil in His Son),2 plantea con claridad –y con celeridad, para lo que aquí interesa– los temas que me gustaría tratar en las páginas que siguen y también algunos más. Condensa el caso en lo que para mí son sus rasgos principales: la condición de padre de una celebridad asesina y su asociación al temor y a la «pesadilla» del padre común; la relación establecida con las víctimas (a las que el libro está dedicado); y la equívoca dimensión de la publicidad de la culpa. Estos tres aspectos creo que definen el libro, como confesión privada y como proyección pública, y a ellos quisiera referirme. En cuanto a la «sangrienta carrera» del «monstruo» –caracterizada según formulaciones tan elocuentes–, me temo que el lector no pueda esperar mucho más, pues no es mi intención entrar, mientras sea posible, en los crímenes de Jeffrey Dahmer, el llamado «carnicero de Milwaukee». Tampoco era ésta, por otra parte, la intención de su padre al escribir sus memorias, tan ajenas a ciertas formas de espectacularidad. «No puedo ni imaginar –declaró su editor, Paul Bresnick– que este libro pueda satisfacer los intereses salaces de algunos [...]. Prácticamente no se tratan en él los crímenes en sí mismos. Ésta es la historia de un padre. [El autor] es sólo un hombre común con una familia común. Todos nuestros hijos tienen problemas en un momento u otro.»3
La apelación a «todos nuestros hijos» y a la «familia común» dará que hablar en estas páginas, pero de momento habría que considerar un poco la cuestión de los «crímenes en sí mismos» y de su desplazamiento en virtud, suponemos, de más nobles propósitos. Para el editor de A Father’s Story, claramente se trataba de una defensa ante las acusaciones de sensacionalismo y capitalización oportunista que, según anuncia en el prólogo Thomas H. Cook,4 se formularon ya antes de que el libro fuera publicado. Uno de los últimos tabúes de la cultura mediática parece ser lo que se conoce por «violencia explícita» (sea lo que sea que signifique «explícita» en ese contexto), especialmente cuando atañe a la crónica de lo real, pues el pudor y el miedo a alimentar el morbo se cruzan con la necesidad –o la pasión– del cronista de atenerse a lo que realmente ha ocurrido. En cualquier caso, no puede pasarse por alto el hecho de que, por mucho que en el libro no se traten, en efecto, «los crímenes en sí mismos», quien se acerca a él lo hace movido por su interés por esos crímenes. Quizá no busque la «violencia explícita», pero, si no la busca, será tal vez porque ya la conoce. A diferencia de tantas celebridades que hoy lo son por ser simplemente lo que son, Jeffrey Dahmer lo es por lo que hizo, y, aunque sea de una forma vaga, o por el contrario con detallismo «insano», conocer sus crímenes, estar interesado en ellos, es condición previa para la lectura del libro, y tal vez también para la de este mismo ensayo.
Por mi parte, y en absoluto a la defensiva, creo detectar en mi particular interés por los crímenes y los criminales un doble fondo que supongo que puede calificarse de irracional. La experiencia personal no me ha deparado encuentros con asesinos o psicópatas violentos, así que supongo que corro el riesgo de pasar por un diletante. Tampoco olvido que hay cierto infantilismo en la predilección por las figuras malignas –del hombre del saco al asesino en serie– que ni las lecturas más entregadas –históricas, sociológicas, antropológicas, criminológicas, construccionistas o biologistas– han conseguido redimir: dotarlas de un contexto, que es lo que, a su modo, hace también el padre de Jeffrey Dahmer, me ha procurado instrumentos, ideas y un vocabulario, y me ha permitido profundizar en cómo se ve y se describe «el mal» en nuestra sociedad; pero sigue sin decirme demasiado de por qué aún, a mis cuarenta y ocho años, sigo clavado ante la tele cada vez que reponen El silencio de los corderos o Copycat. Que me atraigan indistintamente los asesinos en serie tanto en su contexto real como en sus representaciones –o, tan a menudo, mistificaciones– ficticias es otro dato digno de consideración, por las confusiones a que se puede prestar y por el fácil deslizamiento, que uno no sabe siempre cómo frenar, hacia los dominios de la mitología, a la vez escabrosos y acogedores. «La fascinación y la repugnancia por lo que hay de “monstruoso” entre nosotros –dice Joyce Carol Oates, autora de una novela inspirada en el caso Dahmer, Zombie– está relacionada con la incómoda sensación de que tales personas son formas de nosotros mismos, formas descarriadas, que han salido horriblemente mal»;5 el propio Lionel Dahmer, como veremos, acaba considerándose «un hombre cuyo hijo era quizá la sombra más profunda, más oscura, de sí mismo».6
Tengo, sin embargo, cierta prevención ante este género de identificaciones, porque ¿no son acaso estas «formas» y estas «sombras» en las que nos reconoceríamos, distorsionados, magnificados, fuera de toda norma o restricción, soluciones igualmente mitológicas? ¿No estamos aplicando ahí, en un ca so real, las mismas claves que aplicamos para descifrar un mito? ¿Tenemos que entender que para traer a la realidad a un asesino en serie –un tipo que, por cierto, ya está en ellano nos queda otro remedio que verlo como una Quimera, un Minotauro, una criatura del doctor Frankenstein? Es posible que una relación relajada, aceptada –qué digo «aceptada»: directamente sumisa– con el inconsciente sea al fin y al cabo una cláusula establecida, en una de sus paradojas, por la misma racionalidad. Aun así, a mí me gustaría no andarme tanto entre paradojas; me gustaría fascinarme menos, confundirme menos, enterarme más.
El otro factor irracional que me lleva a un libro de semejantes características y al que me gustaría prestar un poco más de atención tiene que ver con esa «peor pesadilla» que aqueja a «la mayoría de los padres», según afirma, nada más empezar, la cita elegida para encabezar estas páginas. Podríamos incluso ampliar ese temor: no es sólo temor a que maten a un hijo tuyo; basta con que se muera. E incluso, como apunta Thomas H. Cook en el prólogo, podría abarcar otro «que, en mayor o menor medida, todos [cursiva mía] los padres comparten, la terrible sensación de que tu hijo se te ha ido de las manos, de que tu niño o tu niña dan vueltas en el vacío, giran en un torbellino, perdidos, perdidos, perdidos».7 Este lenguaje enfático y melodramático, y sin duda un tanto aprovechado –pues no es lo mismo la muerte simbólica de un hijo extraviado, presumiblemente por el mal camino, que su muerte física–, ilustra muy bien la búsqueda de complicidad que, a este y otros niveles, directa o sinuosamente, intenta Lionel Dahmer en sus memorias. Todo libro crea, de un modo u otro, su público, y el público de A Father’s Story es un público de padres ansiosos: no sólo aquellos que han perdido efectivamente a un hijo –asesinado, muerto, «ido de las manos»– sino también aquellos –numéricamente mayores– que temen perderlo.
Hay aquí una doble reducción significativa. Por un lado, quedan excluidos del público de esta «legítima apelación a nuestro interés»8 todos aquellos que no son padres, como si, fuera del espectro de la paternidad, nada de lo que ahí se cuenta pudiera ser provechoso o siquiera inteligible, o como si –me temo–, fuera del espectro de la paternidad, uno se hallara en una posición poco natural, sin acceso a los más grandes, graves y cruciales enigmas. Ser padre asegura no sólo la pertenencia a la sociedad sino a la esencia de la vida; no serlo resulta una condición socialmente parasitaria y metafísicamente discapacitada. Por otro lado, ese temor que «en mayor o menor medida, todos los padres comparten» no aparece asociado a un moderno cuadro de trastorno de ansiedad sino que se presenta prácticamente como un rasgo intrínseco y universal de la paternidad. Debo insistir de nuevo en que el temor a la pérdida no equivale en absoluto al dolor por la pérdida real: si el duelo por un hijo es un sentimiento documentado desde tiempos inmemoriales (como documentada, por otra parte, está su superación: «Aquel a quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo, al fin cesa de llorar y lamentarse; porque las Moiras dieron al hombre un corazón paciente», dice Febo Apolo en la Ilíada),9 el temor irreal, la anticipación morbosa a su muerte, es una aportación histórica de las sociedades preocupadas por la seguridad y, en ellas particularmente, de los individuos que han interiorizado la paternidad como un deber de vigilancia o, sencillamente, como una fuente más de fracaso y culpa. Veamos, por ejemplo, la huella dejada por la lectura del libro de Lionel Dahmer en Anne Lamott, escritora de bestsellers de autoayuda como Mi hijo: Instrucciones de uso o Pájaro a pájaro: Algunas instrucciones para escribir y para la vida:
El pasado sábado tuve una pelea con mi hijo Sam, que tiene casi diecisiete años, tan desagradable e insana que acabé preguntándome si podría haber existido peor padre [parent] en el mundo, o alguno que hubiera criado un hijo tan horrible. Me pareció que la respuesta era que no, porque nunca había leído nada capaz de desmentirlo, excepto quizá las magníficas memorias de Lionel Dahmer de los errores que cometió al educar a su hijo Jeffrey.10
He aquí una forma nada imprevisible de leer el libro: como una guía negativa de parenting, como una ilustración de «los errores» que puede cometer un padre en sus responsabilidades educativas, como un espejo oscuro donde, pese a todo, se reflejan nuestras preocupaciones. Las memorias del padre de un asesino en serie necrófilo y caníbal, confeso de la muerte de diecisiete personas, pueden inspirarnos y servirnos de lección cuando nuestro hijo adolescente se ha negado, como le hemos pedido, a lavar el coche y encima se nos ha puesto chulo. «Le di una bofetada –continúa Anne Lamott– por primera vez en nuestra vida [...] y supe que me había convertido en un ser humano auténticamente maldito, y que ni él ni yo me lo perdonaría nunca.» Un padre ansioso no pierde ocasión de buscar incentivos para la culpa, y bien puede aprender de Lionel Dahmer a encontrarlos en las situaciones aparentemente más banales. Lionel Dahmer le anima y le enseña, ejemplarmente, a ejercitarse en el cultivo del temor.
El texto de Anne Lamott tiene sin duda su componente irónico y uno no quisiera creer que la facilidad con que se pasa de un adolescente típico a un asesino en serie sea socialmente representativa; pero me temo que la vinculación en el temor –al hijo asesinado, al hijo muerto, al hijo extraviadosí lo es. Lo curioso, en todo caso, es que en ese registro libre y abundante de preocupaciones compartidas apenas asome la sospecha de que su origen pueda hallarse en una forma de pensar equivocada, en una neurosis o un delirio, si no en sentimientos simplemente mezquinos. ¿Nadie es, por ejemplo, capaz de adivinar, tras el temor a la pérdida, un temor a la desposesión, a que le quiten lo que legítimamente es suyo? ¿O un temor a la destitución, a ser privado del poder que también legítimamente se cree autorizado a ejercer sobre un hijo suyo? ¿O un temor a ver arruinadas sus propias expectativas? ¿O tal vez un temor al repudio, pues uno sabe que, sin su hijo, toda la institución familiar declarará su ineptitud como figura de autoridad, como protector, como criador? ¿Y no podría encubrir el temor a la muerte de un hijo el temor más primario a morirse uno mismo? En fin, a mí particularmente me asusta, me avergüenza y me indigna reconocerme como padre ansioso, y me pregunto si, de haber sido otro tipo de padre, me habría interesado un libro así. Sin embargo, el libro y su público predeterminado parecen espontáneamente conchabados para convencerme, dándolo por hecho, de que ser un padre ansioso es lo natural. Al fin y al cabo lo que se reprocha Lionel Dahmer a lo largo y ancho de su confesión, tan llena de señales y claves a posteriori de la conducta criminal de su hijo, es no haber sido lo suficientemente ansioso: no haber sabido prever, prevenir, temer todo lo que iba a ocurrir.
Esta exposición preliminar sobre los espinosos estímulos que me han llevado a la lectura de A Father’s Story, y que garantizan mi pertenencia a su público diana, tiene para mí un necesario valor testimonial; pero también me deja en el punto idóneo para tratar la cuestión de la estrategia, que es adonde inevitablemente nos dirigimos. Dudo un poco de haber elegido bien el término. Una estrategia presupone un objetivo concreto y el juego de unos mecanismos para alcanzarlo, además de cálculo, con frecuencia del tipo más astuto. Aparte de que el objetivo de Lionel Dahmer a menudo es inconcreto y vacilante, atribuirle cálculo resulta complicado desde el primer momento, porque, en un caso como el suyo –padre de un asesino en serie convicto que presta testimonio público de su experiencia–, la medición fría y exhaustiva que requiere una buena estrategia parece una exigencia sobrehumana. Esto no quiere decir que Lionel Dahmer no pretenda nada: de hecho, pretende muchas cosas, algunas más obvias, otras menos, algunas quizá hasta subliminales, pero ninguna de ellas parece supeditada a un propósito mayor que a un plan de publicidad, en un sentido amplio de la palabra. Una exposición abierta y franca, producto de un dolido examen interior, convencida pero arriesgada, persuasiva pero insegura de si obtendrá una condena o una absolución: una búsqueda del espacio moral donde tal veredicto sea posible, independientemente de los resultados. No saber qué ocurrirá, si será castigado o perdonado, es precisamente lo que da valor a su acto, lo que permite verlo como su deber, y acaso como su redención.
Como ciertamente no se trata de eximirse de culpa, sino de algo parecido a todo lo contrario, el cálculo en la estrategia parece que sería contraproducente, o tal vez sencillamente imposible. Pese a que ya en el primer capítulo Lionel Dahmer se presenta como un hombre de ciencia, químico de profesión, que «piensa analíticamente»11 –y no dejará de repetirlo–, al mismo tiempo nos recuerda que todos sus análisis, en el caso de su hijo, son a posteriori: es decir, formulados después de que se hicieran públicos sus crímenes; lo cual le obliga a compartir la perspectiva «analítica» con la de un hombre ciego a los hechos, una convivencia harto patética, y por tanto efectiva a nivel estratégico, pero a todas luces forzada en los demás sentidos. El orden cronológico que él mismo se ha impuesto en la narración, que empieza con la gestación de «Jeff» y termina con su reclusión en la penitenciaría, le resulta útil pero incómodo, y continuamente lo altera con excursos y divagaciones sobre todos los «presagios» que fue incapaz de interpretar en los actos, gestos y miradas de su hijo, aunque ahora le acosan y atormentan: «Cuando íbamos a pescar, y él [a los cuatro años] parecía cautivado por el pez despanzurrado, y miraba intensamente las entrañas de vivos colores, ¿era eso curiosidad infantil, o un anuncio del horror que más tarde se descubriría en el apartamento 213 [de los Oxford Apartments de Milwaukee, donde cometió la mayoría de sus crímenes]?»12 A veces ni siquiera se trata de presagios, sino de pura superposición de tiempos distintos de conciencia: cuando Jeffrey vuelve de permiso, tras seis meses en el ejército, en el verano de 1979, Lionel se alegra de encontrarse con un joven sonriente, guapo, atlético, diligente, hablador y que no huele a alcohol; pero enseguida añade algo que por entonces no podía ni intuir: «No lejos de allí, en una alcantarilla en lo alto de un montículo, yacía el cadáver desmembrado de su primera víctima.»13 Una discusión en torno a una caja que Jeffrey se resiste a abrir y que luego confesará que contenía revistas pornográficas se explica con un dato de la investigación policial realizada años después: lo que en realidad Jeffrey guardaba tan celosamente en la caja era la cabeza de una de sus víctimas. El día de Acción de Gracias de 1990 (para entonces las víctimas eran ya seis) la familia se reúne en casa de la abuela y el padre filma en vídeo la ocasión:
Ahora, cuando veo el vídeo, veo mucho más de lo que entonces habría podido ver. Jeff está sentado en una silla con las piernas cruzadas, con un pie colgando. Cada vez que le hablo del apartamento [donde se ha mudado hace seis meses y donde ya ha cometido cuatro asesinatos, conservando partes de los cadáveres], el pie se mueve ligera, nerviosamente. Cada vez que digo que yo o algún otro miembro de la familia podríamos pasarnos un día a hacerle una visita, se mueve. Cada vez que le pregunto qué está haciendo ahora, o cómo le va en su trabajo, o qué hace en su tiempo libre, se mueve. Hay algo en su mirada distante, medio muerta, que dice: «Si tú supieras»...14
El psicólogo –casi el vidente– que nació en Lionel Dahmer después de que se descubrieran los crímenes de su hijo es el mejor autor que puede concebir para su libro, y halla su mejor aliado retórico en la digresión y la especulación, en la premonición retroactiva. En consecuencia la narración se ve sometida a una ordenación dictada más por las intuiciones de esa nueva forma de conocimiento aprendido que por el conocimiento mismo; de hecho, no se aleja demasiado de la experiencia de la asociación libre.
Los casi tres años transcurridos entre la detención de Jeffrey (22 de julio de 1991) y la publicación del libro (marzo de 1994) proporcionaron a su padre tiempo para adquirir nuevos instrumentos de reflexión. Por otro lado, los medios –dice– le habían convertido «más que en padre del acusado, en un agente de los crímenes de mi hijo, tal vez en su causa última».15 Tenía, pues, medios y estímulos para decidirse a manejar su propia figura pública y para dar a conocer, él solo, su versión.
En la estrategia de que la publicidad que le acuse pueda ser la misma que le salve, Lionel Dahmer no vacila en señalarse, efectivamente, como «causa última»; pero, desde esa posición culpable, ciertamente superior, inteligentemente blindada, no deja tampoco de tantear el terreno en busca de posibles apoyos. Su libro no puede decirse, lo hemos visto ya, que fuera escrito en estado de shock; pero eso no mejora su confusión a la hora de discriminar quiénes podrían ser sus aliados. Se siente obligado, parece, a hacer un intento de buscarlos, en primer lugar, en el bando de las víctimas, presentes ya –con sus diecisiete nombres y apellidos– en la dedicatoria, así como entre sus familiares, a quienes declara su intención de donar parte de los beneficios que obtenga con el libro. Este gesto inicial, rotundo y comprometedor, tiene igualmente la función de acallar sospechas, levantadas ya con cierta virulencia en cuanto se difundió la noticia de la publicación. Paul Bresnick, su editor y paladín, se apresuró a declarar que el autor se había «embarcado en este viaje para intentar comprender» y que en ningún caso su impulso había sido «hacer dinero», si bien admitía que «trataba de sufragar algunos de los gastos (legales) en los que había incurrido». Pero estas justificaciones no habían contentado a todo el mundo. Jeannetta Robinson, directora de un centro de Milwaukee de apoyo a los afectados por los crímenes, fue tajante: «El asesino tiene su oportunidad de matar y su padre la de hacer dinero»; David Weinberger, padre de una de las víctimas, no lo fue menos: «No pienso leerlo. [...] Pienso dárselo a mi abogado.»16 Ya desde el mismo mes de la publicación, se tiene noticia de que «dos de las familias han demandado a Lionel por no haber solicitado permiso por escrito para reproducir sus nombres en el libro, y hay otra demanda pendiente de los padres de Steven Hicks [primera de las víctimas de Jeffrey Dahmer], quienes alegan que la negligencia de los Dahmer contribuyó a la muerte de su hijo».17
Entre los familiares de las víctimas, el registro de muestras de buena disposición es escaso. Tan sólo la hermana de una de ellas, Theresa Smith, nombrada en el capítulo de Agradecimientos, legitimó la opción de Lionel Dahmer: «Si alguien tiene derecho a escribir un libro –declaró– son ellos [los padres de Jeffrey Dahmer] y las familias [de las víctimas]. Si se tratara de mi hermano y mi hermano matara a su hijo, yo no le abandonaría.»18 No cabe olvidar que, en la fecha de publicación, Jeffrey Dahmer todavía vivía, cumpliendo condena en la penitenciaría de máxima seguridad de Portage (Wisconsin), y que nada permitía suponer que, a finales de ese mismo año de 1994, el 28 de noviembre, sería asesinado por otro recluso. Lionel Dahmer escribió y publicó el libro en vida de su hijo, sabiendo que éste lo leería (cosa que hizo inmediatamente y que parece que le llevó a reprocharle: «Papá, ¿no podrías haber puesto más de lo bueno?»),19 y las palabras de Theresa Smith avalan su iniciativa como una forma de cumplir con sus obligaciones paternales en las circunstancias más adversas. También insinúan una posibilidad interesante: el derecho de las familias a hacer lo mismo, a participar de la economía de la publicidad. De todos modos, que se sepa, Theresa Smith no escribió ningún libro.
En una larga entrevista concedida al programa de la CNN Larry King Live en junio de 2004, Lionel Dahmer y su segunda mujer, Shari, madrastra de Jeffrey desde que éste tenía dieciocho años, hablan de «una muy buena amiga, hermana de una de las víctimas», tal vez la misma Theresa Smith. Lionel dice que fue Shari quien «estableció la relación» y que llegaron a concertarle una entrevista con Jeffrey en la cárcel; cuando éste fue asesinado, asistió al funeral y se les acercó para decirles que le había perdonado. Para Shari, «ella y nosotros somos cajas de resonancia. [...] Y ayuda mucho [...] compartir nuestras ideas y sentimientos con alguien que está en el otro lado. Ellos... ella tiene que saber cómo nos sentimos y, por supuesto, nosotros queremos saber cómo se siente ella. Y eso cura».20
Lionel Dahmer también menciona en su libro a la señora Hughes, madre de otra víctima, Tony Hughes, que «acercándose a nosotros, nos aseguró que no nos deseaba ningún mal, que no nos culpaba de lo que había hecho Jeff».21 Sin embargo, no parece que, de parte de las familias, recibieran más gestos de solidaridad. Cuenta Lionel que, cuando el juez permitió hablar a los familiares antes de emitir sentencia, «mostraron sus emociones, como era su derecho, pero cuidaron de controlarse» y la señora Hughes en particular «estuvo muy digna»;22 sólo una, Rita Isabel, hermana de Errol Lindsey, «perdió el control. Gritando obscenidades, llegó a bajar del estrado y se abalanzó sobre Jeff [...], y después de eso el juez se negó a permitir más declaraciones».23
El «control» es desde luego, aun como arma de doble filo, una de las virtudes más debatidas a lo largo del libro, y es obvio que Lionel Dahmer la tiene en alta estima. Lo que sucedería después con las familias de las víctimas no contó –más bien al contrario– con ningún juez que le pusiera freno. Al dolor y a la indignación se había sumado un previsible deseo de retribución que no escatimó ninguna de las formas de presión que el sistema judicial y la moral mediática –tan amiga de las penitencias públicas– pusieron a su alcance. La promesa hecha por Lionel Dahmer de donar parte de los beneficios del libro fue reclamada en agosto de 1994, cinco meses después de su publicación, por Thomas Jacobson, abogado de ocho de las familias. Según él, hasta el momento no habían visto un centavo y no tenían esperanza de verlo jamás: «[Lionel Dahmer] Pretende que la gente crea que está expiando las fechorías de su hijo –declaró–. En realidad se está llenando los bolsillos.»24
El papel de Thomas Jacobson en este proceso de impugnación moral no deja de ser peculiar, dada su escala para fijar un precio por la muerte de las víctimas y los recursos desplegados para materializar su pago. En 1992, una vez concluido el juicio penal, un tribunal civil de Wisconsin concedió a ocho familias de las víctimas una indemnización de 80 millones de dólares a cuenta de los bienes, presentes y futuros, del asesino convicto. En febrero de 1994, antes de que apareciera el libro de Lionel Dahmer, Thomas Jacobson se entrevistó con Jeffrey en prisión y le propuso que vendiera por un millón de dólares los derechos de su vida para una versión cinematográfica, como forma de pagar parte de su deuda. Jeffrey se negó y el abogado urdió entonces otro plan: sacar a subasta las pertenencias confiscadas por la policía en el apartamento donde fue detenido y donde cometió la mayoría de sus crímenes. Si un subastador de Nueva York había obtenido 220.000 dólares por el arma de Jack Ruby u 8.800 por la etiqueta identificativa prendida del pie del cadáver de Lee Harvey Oswald, ¿qué no podría sacarse del congelador donde Jeffrey Dahmer conservaba cabezas y otras partes del cuerpo de sus víctimas, de sus sierras, cuchillos y taladros, o de sus figuritas de gárgolas? Jacobson estimaba el valor del lote completo en un millón de dólares, pero una inesperada campaña a favor de la imagen pública de la ciudad de Milwaukee le obligó a conformarse con poco menos de la mitad. Un grupo de ciudadanos horrorizados por la perspectiva de la subasta y por la publicidad negativa que atraería sobre la ciudad fundó una plataforma cívica, Milwaukee Civic Pride, que recaudó 407.225 dólares con el fin de adquirir los bienes y desalentar el coleccionismo macabro. Jacobson reunió a las familias y éstas votaron –cinco contra tres– a favor de la propuesta de la plataforma. Se repartieron el dinero y los objetos del apartamento de Jeffrey Dahmer fueron destruidos en junio de 1996.25
El derecho de las familias al botín, por insano que fuera, no se ejerció al margen de lo autorizado, en sus singulares recovecos, por la justicia y la moral, pero la plataforma cívica de Milwaukee quiso dejar claro que había cuestiones de honor que no se podían obviar. El deseo de reparación había tocado un límite delicado cuando los parientes de las víctimas pretendían satisfacerlo poniendo a la venta los mismos instrumentos que habían intervenido en el asesinato de sus hijos o hermanos. De hecho, la expresión «límite delicado» podría ser un eufemismo si son ciertas algunas noticias que circulan por Internet. La fuente deber ser tomada con precaución, pues se trata de una de las innumerables páginas web dedicadas a asesinos en serie, provistas de un anecdotario maníaco pero lamentablemente despreocupado por señalar sus fuentes, tal vez porque su mayor interés sea tan sólo lo que puedan aportar a la leyenda. Ésta en concreto pertenece a la tendencia jocosa y se titula The Wacky World of Murder (Mocking the Insane since 1996); su autor, un tal bundy23, que atribuye la creación de la web a la existencia de «suficiente gente enferma en la red para garantizar su popularidad», cuenta en ella lo siguiente:
En un programa de entrevistas de la televisión norteamericana (creo que en el de Donahue) salieron las familias de algunas de las víctimas de Jeff. En ese momento habían puesto pleitos por valor de millones. Y querían sacar a subasta las cosas de Dahmer [...] y, cuando Donahue les preguntó qué preferirían, el dinero o que les devolvieran a sus hijos, casi inmediatamente la mayoría respondió: «¡EL DINERO!» Creo que ha sido lo más mezquino que he visto en televisión.26
Es, pese a todo, a estas familias, que ya habían evitado sentarse cerca de él en el juicio de su hijo,27 a quienes Lionel Dahmer inscribe una dedicatoria y promete «algo positivo»28 en la primera página de su libro. El gesto forma parte, sin duda, de la expiación que tan enérgicamente le negaba el abogado Jacobson y prolonga el deseo de reconciliación que había auspiciado el reverendo Gene Champion en los días del juicio, cuando se acercó a Lionel y a su mujer «en un intento de salvar el abismo que se tendía entre nosotros y las familias de las víctimas».29 Un intento realmente importante, en cuanto muestra de una voluntad de autosuperación, para un hombre como Lionel, que admite en sus memorias que su mujer, Shari, desde el principio sintió «el dolor de las víctimas y sus familias más de lo que yo fui capaz», pues él era «un hombre extrañamente disociado, limitado en mi capacidad para responder con sentimiento al sentimiento ajeno, a menudo confundido por mi propia falta de respuesta».30 Un hombre que declara haber asistido al juicio de su hijo sin percibir «la menor conexión con las cosas indecibles que eran descritas [...] como si me obligaran a ver una película de terror que no quería ver, de la que no podía aprender nada, y de la que sólo quería escapar»,31 y como si cada prueba aportada fuera «una pura exposición procesal, en absoluto un acto humano, y ciertamente no parte de una historia más larga que era también la mía».32
Esta «historia más larga» que, a medida que avanza el libro, va apoderándose de él y articulando su carácter de revelación, veremos también que apunta inequívocamente a la historia del público lector según lo hemos perfilado anteriormente (padres comunes ansiosos), pero no puede ser –dista mucho de ser– la historia de las familias de las víctimas. Es cierto que Lionel Dahmer intenta, mal que bien, encajarse en el contexto de la víctima, persuadirnos de que ser víctima no es para él algo desconocido: a su madre, que murió con demencia senil en diciembre de 1992, la considera, por ejemplo, «otra víctima inocente»;33 y él mismo llega a decir, en uno de sus antológicos errores, que, cuando la policía le comunicó que Jeffrey estaba envuelto en un caso de homicidio, lo primero que pensó fue que iba a recibir «la peor noticia que un padre puede recibir, que alguien ha matado a su hijo»:34 «su timidez, su pasividad, su baja autoestima, todo se ajustaba mejor al papel de víctima que a cualquier otro que pudiera imaginar en la hipótesis de un asesinato».35 Sus memorias arrancan precisamente con la hipótesis de lo que habría podido suceder si la policía le hubiera dicho a él «las mismas cosas horribles que tuvo que decir a tantos otros padres y madres en julio de 1991»; entonces «habría hecho lo que ellos han hecho»: pedir que el asesino fuera castigado y, sobre todo, llorar al hijo, pensar en él «con ternura», visitar su tumba «de vez en cuando», hablar de él «con añoranza y afecto» y ser «el custodio de su memoria».36 Pero todos estos consuelos, evidentemente, le son negados, porque «mi hijo estaba vivo aún. No podía enterrarlo. No podía recordarlo con cariño. No era una figura del pasado. Estaba aún conmigo, como aún lo está».37
Tal vez sea peor, podemos deducir, ser padre de un asesino que de un asesinado... y esta singularidad, este desamparo, esta senda tenebrosa y solitaria que se abre ante él sin las orientaciones –ni la dignidad– que procura la tradición del luto, no aproximan precisamente a Lionel Dahmer al lado de las familias de las víctimas. Su esfuerzo por reclamar puntos en común se diría torpe y forzado, condenado al fracaso desde el principio, pues con él prácticamente lo único que consigue es que su experiencia como padre de un asesino parezca más ardua, más sacrificada, moralmente más arriesgada y por tanto superior. No es por este camino por donde Lionel Dahmer va a encontrar solidaridad, por donde dejará de ser ese «hombre disociado» que asistió al juicio de su hijo como si nada de lo que allí se desvelaba fuera con él.
De hecho, no logrará dejar de serlo hasta que no encuentre algún vínculo que le permita adquirir cierta conciencia gregaria. Y la clave de acceso a una comunidad había estado ahí, irreconocible en aquel momento para el «hombre disociado», desde los días que siguieron a la detención de Jeffrey. La siniestra pérdida del anonimato permitió, a partir del 22 de julio de 1991, que cualquier carta remitida a «los Dahmer», aun sin señas postales, fuera entregada puntualmente en el domicilio de la familia. La mayoría eran «cartas de apoyo, cartas con consejos»,38 que él se negaba a leer; Shari, su mujer, en cambio, «las leía todas [...] y a mí me costaba comprender por qué».39 Shari había entendido que esas cartas ofrecían condolencia y solidaridad, una posibilidad de asociación cuya generosidad no cabía despreciar: padres que les escribían para hablarles «de algún hijo al que habían dejado de ver o de hablar, de un chico o de una chica que se les había ido de las manos, por las drogas, las malas compañías o mero aislamiento, y no había vuelto jamás»;40 casos, en fin, de muerte simbólica, y que, tiempo después, Lionel Dahmer no vacilará en reconocer con una tremenda metáfora: «personas que se identificaban con nosotros como padres cuya vida había acabado consumiéndose en el fuego de la paternidad».41
¿No hay aquí, por fin, un resquicio por donde acercarse al lugar de la víctima? ¿Un lugar donde arder, un ara del sacrificio, sin necesidad de que sea tu propio hijo en concreto, aquel al que no puedes abandonar, sino el hijo comunitario «de la paternidad», quien prenda la hoguera? Las palabras finales del libro nos remiten concluyentemente a la misma idea: «La paternidad sigue siendo, por último, un grave enigma, y, cuando pienso que mi otro hijo puede ser padre algún día, sólo puedo decirle, como a cualquier padre después de mí: “Ten cuidado, ten cuidado, ten cuidado.”»42
Ver a Lionel Dahmer leyendo pasajes de sus memorias en un programa de la NBC43 y siendo entrevistado delante de la casa de Bath (Ohio) donde vivió con su hijo y donde éste cometió su primer asesinato da una indicación de las dimensiones de ese «fuego» o de ese «enigma». No se puede arder en privado: la expiación no sería ejemplar y el fuego no iluminaría. «Quiero decirles a los padres las cosas a las que creo que tendrían que prestar atención cuando crían a sus hijos», declaraba a Larry King aún en 2004, diez años después de haber escrito el libro. «No tengo otra motivación, sólo intento ayudar a la gente.»44 No hay lugar para un mero acto de purificación íntima: pasear la culpa por las televisiones, publicarla en cada rincón del mundo mediático, dar la cara por el hijo asesino, es lo único que puede desatar una verdadera catarsis en la que no sólo se proyecten ansiedades compartidas sino en la que se proponga un modelo preventivo –y que aspire por tanto a ser útil– de paternidad. Que en el camino uno sea acusado, vilipendiado, demandado, humillado, tachado de cutrefamoso o de mercader, no es tanto un inconveniente como una exigencia de la publicidad. No hay sufrimiento que se redima sin sufrimiento, especialmente sin sufrimiento injusto. ¿Cómo podría, de otro modo, ser un calvario? ¿Acaso no fue Jesucristo crucificado entre ladrones?
Pero ¿cuál es la culpa de Lionel Dahmer? ¿De qué tiene que tener «cuidado» cualquier padre después de él? ¿En qué terreno comunitario podemos cultivar nuestra ansiedad? Puedo adelantar que su enfoque es de orden psicológico, hasta cierto punto psicogenético, y que encaja plenamente en el tipo de cultura terapéutica que autoriza y fomenta las expiaciones públicas. De todos modos, antes de entrar en él, me gustaría considerar dos tipos de circunstancias que bien habrían podido encabezar el capítulo de «causas» de un hijo asesino pero que Lionel Dahmer emplaza en un lugar secundario, dudoso o prácticamente irrelevante. Su fe en la psicología como algo en lo que se puede intervenir le lleva a soslayar o a tratar con inciertas insinuaciones dos aspectos al parecer menos intervenibles pero que curiosamente se cuentan entre los más barajados por los expertos: la naturalización de la violencia social y la disfunción de las instituciones encargadas de regularla, y los daños cerebrales congénitos en que se sustentan las teorías e investigaciones biologistas.
El «perfil» de Jeffrey Dahmer no concuerda en algunos rasgos con lo generalmente establecido para los asesinos en serie norteamericanos. Falla en él sobre todo el historial de abusos infantiles o malos tratos, de los que no hay la menor constancia. Es cierto que en Estados Unidos es una idea extendida que, por el mero hecho de ser, como Jeffrey, hijo de padres divorciados, uno procede de una familia desestructurada o disfuncional; pero éste parece puramente un argumento ideológico, de tipo ultraconservador. La presunta disfuncionalidad de la familia Dahmer se limita, según los datos, a un padre volcado en su trabajo y a menudo ausente de casa y a una madre caracterizada por su marido como una mujer emocionalmente inestable y con algún diagnóstico psiquiátrico de «estado de ansiedad».45 Por mucho que el deterioro de la relación conyugal antes de y durante el divorcio se manifestara en riñas y tensiones (el mismo Jeffrey creía que había empezado a beber como una «manera de sobrellevar la vida familiar»),46 nada de esto permite inferir que el hijo no se criara, como señala otro comentarista, en «un auténtico hogar en el que era querido, mimado y consentido a pesar del divorcio de sus padres y de su propio alcoholismo».47
Cabe descartar, pues, la brutalidad en su entorno inmediato. Por otro lado, no dejan de observarse en la formación de Jeffrey Dahmer condicionantes culturales que los especialistas señalan comúnmente entre los factores que quizá no causan pero que contribuyen a consolidar la falta de empatía y la deshumanización de la víctima típicas del asesino en serie moderno. Estos condicionantes tienen que ver con la forma en que conocemos la violencia a través de los medios de comunicación. Según el antropólogo Elliott Leyton, «la cobertura televisiva del día a día de la guerra del Vietnam [...] por primera vez llevó el derramamiento de sangre a todos los hogares de Estados Unidos e hizo que la muerte dejara de ser algo sagrado». Esta familiaridad habría propiciado, a fuerza de repetición, cierta naturalización del dolor ajeno que podría llegar a traducirse en insensibilidad, o bien fomentado, con el refuerzo de las romantizaciones de la ficción, la adopción de la violencia como respuesta inmediata, fácil y válida ante cualquier forma de insatisfacción. «Ya sea en los medios de comunicación, ya al nivel de la calle –dice Leyton–, la rutilante mitología que a menudo rodea la violencia crea una situación en la que la más trivial provocación puede desembocar en una explosión salvaje.»48 Los asesinos en serie de hoy se habrían criado «en una civilización que legitima la violencia como reacción a la frustración».49 El detective Robert K. Ressler, pionero en perfiles criminales y creador del término «asesino en serie», parece ser de la misma opinión: según él, el «impulso psicológico de nuestros jóvenes hacia la violencia se agrava en cuanto la violencia es descrita frecuentemente, por los medios informativos y las obras de ficción, como un elemento aceptado de la vida. En los productos de “entretenimiento” que nos ofrecen la MTV, los canales de televisión, la televisión por cable, o la pantalla gigante de un cine, vemos constantemente escenas de sexo mezclado con violencia que legitiman esta interrelación. Los espacios informativos ofrecen escenas de jóvenes que eliminan a sus enemigos con armas de fuego, sin comentar en ningún caso que ésta es una manera inaceptable de resolver una situación difícil».50
Esta lectura sobre la supresión de la moralidad en las representaciones de la violencia, y su presuposición de algún déficit en la facultad de discriminar en la mente juvenil, suena a veces, aun con su parte de razón, a monserga paternalista, y podría –en efecto– ser tentadora para el padre de un asesino en serie, y más para uno de mentalidad conservadora. Sin embargo, Lionel Dahmer apenas le dedica dos líneas en la penúltima página de sus indagaciones: «¿Pudo Jeff –se pregunta ahí– haberse visto influenciado por el nivel de violencia de la sociedad que le rodeaba o por la violencia constante que los muchachos de su edad veían en el cine y la televisión?»51 Del consumo cultural de su hijo sólo nombra, incidentalmente, su afición a la pornografía y al ocultismo; del papel que desempeñaron en sus fantasías, así como en la escenografía de sus crímenes, películas como El retorno del Jedi o El exorcista III tendremos que enterarnos por el libro de Ressler. Da la impresión de que, para Lionel Dahmer, la «sociedad» es un telón de fondo muy lejano, casi invisible desde el proscenio donde él se enfrenta al público, explorando las causas de la gestación de su hijo criminal; y da la impresión también de que este telón, por lejos y a espaldas que esté de su punto de vista, le presta cierto resguardo y le separa del vacío. Es una relación algo extraña, como si la sociedad y sus instituciones estuvieran ahí sólo para inculcar valores, pero no realmente para protegerlos: ésta parece ser una responsabilidad exclusiva del individuo, y la sociedad, en su condición de mero marco inspirador, deviene una entidad pasiva a la que no se le puede exigir nada. A Lionel Dahmer no se le pasa por la cabeza que la sociedad sea capaz de crear individuos antisociales, ni mucho menos, como sostiene Elliott Leyton, que los individuos antisociales puedan estar vengándose, a su manera grotesca y mediocre, de la sociedad.
Lionel Dahmer cree en las instituciones: no sólo no las cuestiona sino que incondicionalmente las respeta. La familia, la universidad, el trabajo y el ejército aparecen en el libro como fuentes de genuinos valores cívicos y morales: el fracaso de su hijo en esos ámbitos no es culpa de ellos sino siempre de él. Nunca critica a la policía (ocho miembros de este cuerpo son mencionados en el capítulo de Agradecimientos) o al sistema legal y judicial (seis abogados en los Agradecimientos), ni siquiera a los medios de comunicación, aunque alguien podría pensar que no le faltan motivos para hacerlo. Una de las omisiones más llamativas del libro, en lo que se refiere a la «carrera criminal» de Jeffrey, es precisamente uno de los sucesos más señalados no sólo por los cronistas sino por las familias de las víctimas: la falta de diligencia policial en la muerte del muchacho laosiano de catorce años Konerak Sinthasomphone el 27 de mayo de 1991. Dos jóvenes afroamericanas llamaron esa noche a la policía al encontrarse en la calle al muchacho desnudo, drogado y sangrando: acababa de huir del apartamento de Jeffrey Dahmer, donde éste le había practicado una trepanación en su fantasía de crear un zombi esclavo sexual. Jeffrey apareció antes que la policía e intentó llevárselo, pero las jóvenes le detuvieron. Cuando llegó la policía –y con ella los bomberos y una unidad sanitaria–, insistieron en que el muchacho era un niño, que presentaba signos de violencia y que estaba intentando escapar precisamente del hombre que pretendía llevárselo. Los tres agentes de servicio desoyeron sus protestas e incluso amenazaron con detenerlas; Sinthasomphone apenas podía hablar y lo que decía lo decía en laosiano.52 Según relata el propio Jeffrey Dahmer,
salí [del apartamento] a tomar una cerveza rápida al bar de enfrente antes de que cerrasen. Cuando volvía, le vi sentado en la acera y alguien había llamado a la policía. Tuve que pensar deprisa: les dije que era un amigo mío que se había emborrachado y me creyeron. En mitad de un callejón oscuro, a las dos de la madrugada, con la policía acercándose por un lado y los bomberos por el otro. No podía ir a ninguna parte. Me pidieron el carnet de identidad y se lo enseñé. Trataron de hablar con él y les respondió en su lengua [...]; le examinaron y se creyeron que estaba completamente borracho. Me dijeron que lo llevara adentro; él no quería entrar, pero un agente lo cogió por un brazo, el otro por el otro y lo subieron al apartamento. [...] Le tumbaron en el sofá y echaron un vistazo [...]. No entraron en mi dormitorio. Si lo hubieran hecho, habrían visto el cadáver [de una víctima anterior] que aún estaba allí. Vieron las dos fotos que le había sacado antes al muchacho, que estaban encima de la mesa del comedor. Un agente le dijo al otro: «¿Lo ves? Ha dicho la verdad.» Y se marcharon.53
Dahmer mató al muchacho aquella misma noche. Antes de que lo capturaran, mataría cuatro veces más. Los agentes fueron temporalmente suspendidos, luego readmitidos, y la familia de la víctima demandó a la policía y al ayuntamiento de Milwaukee por dejación del deber de protección y discriminación intencionada de los derechos de las minorías raciales y de los homosexuales.
Lionel Dahmer no menciona este espeluznante episodio que podría haberle hecho dudar de la eficacia preventiva del cuerpo policial, aunque, como ya he apuntado, la labor de prevención no parece ser para él una responsabilidad pública. En cualquier caso, otro padre podría haber pensado que una mayor destreza –o tal vez una mayor falta de prejuicioshabría salvado, a partir de ese momento, cinco vidas. Pero la paternidad de Lionel Dahmer se reduce denodadamente al ámbito privado, ajeno a otras influencias, y allí paradójicamente todo se explica y se abarca. El despiste de unos agentes de policía es externo a su mundo, e irrelevante porque no contribuye a su magnitud. Quizá sea ésta la razón de que dedique tan poco espacio a los crímenes de Jeffrey, y no la púdica renuencia al sensacionalismo: en ese enorme universo asimilado a la vida familiar y a la psicología personal, los crímenes hasta parecen irreales, porque rara vez se presentan con el lenguaje de los hechos, sino con el de los enigmas y oscuridades de «la mente».
Los propios despistes de Lionel Dahmer sí serán, en su idea de que una paternidad hiperatenta y psicológicamente entrenada podría haber previsto –y quizá impedido– unas cuantas cosas, un factor de culpa decisivo, aunque nunca en relación con su fe, algo ciega, en las instituciones. Como hemos visto, todos sus intentos por socializar a su hijo, apartarlo del alcohol y encaminarlo a una vida de estudio y trabajo fracasan. También intenta llevarlo a sesiones de terapia (Alcohólicos Anónimos incluidos) que Jeffrey abandona pronto. En una decisión más congruente que desesperada, en enero de 1979 lo alista en el ejército. En seis meses no lo ve y al cabo, con un permiso de dos semanas, vuelve un Jeff irreconocible, sobrio, activo y colaborador, orgulloso de su experiencia militar, que invita a concebir todo tipo de esperanzas. Luego lo destinan a Alemania, donde pasa dos años, y por sus llamadas parece que «el “nuevo” Jeff estaba vivo y aún proseguía la tarea de construirse un futuro decente».54 Años después, ya muerto Jeffrey, el que fuera su compañero de habitación en Alemania, Billy Capshaw, tendría una sección especial, como paciente con un diagnóstico de trastorno de estrés postraumático, en la página web del doctor Eugene Waterman. Ahí el terapeuta cuenta, entre otras cosas, lo siguiente:
Al principio Dahmer parecía una persona agradable y con cierto carisma, pero en pocos días Billy estaba aterrorizado. Dahmer había iniciado su proceso de control absoluto sobre él por varios medios. Le pegaba. Cuando Billy se quejaba a sus superiores, le decían que era un «marica» y no le tomaban en serio. [...] Los dos eran ayudantes sanitarios, y cuando Dahmer lesionaba a Billy, le acompañaba al médico y le convencía de que cuidaba de él. También le convencía de que no había sido él el responsable de las lesiones, por mucho que Billy dijera lo contrario. [...] Billy cree que le drogaba. Recuerda haberse despertado atado con cuerdas e incapaz de liberarse. En varias ocasiones fue golpeado hasta quedar inconsciente. Dahmer le sodomizaba mientras estaba atado. Billy se sentía avergonzado y culpable y durante años nunca se lo contó a nadie.55
Billy Capshaw fue, por cierto, uno de los primeros testigos «retroactivos» en hacer declaraciones a la prensa, apenas un mes después de que Jeffrey Dahmer fuera detenido. Entonces no fue tan explícito pero ya apuntaba que «cuando bebía, se ponía realmente violento conmigo [...]. Se le veía en la cara que no iba en broma. Iba totalmente en serio».56 Jeffrey fue licenciado sin deshonor del ejército un año antes de los tres de servicio prescritos; «la razón, según averiguaríamos más tarde, fue el alcoholismo».57
Por supuesto Lionel Dahmer no sabía nada de Billy Capshaw, pero no deja de ser una negra ironía para su sistema de valores que en la institución destinada a procurarle «un futuro decente» Jeffrey encontrara condiciones apropiadas para ejercer con impunidad sus prácticas criminales. El padre sigue pensando, en aquel momento, que «el alcoholismo» era su única tara, la que lo explicaba todo, y a esta causa se aferrará durante mucho tiempo.
Una pequeña desavenencia con el sistema legal acabará sugiriendo a Lionel Dahmer que tal vez la pasividad de las instituciones no juegue del todo a su favor. En septiembre de 1988, Jeffrey, que por entonces ya había asesinado a cuatro jóvenes y había sido detenido dos veces (en 1982 y 1986) por exhibicionismo, llevó a su apartamento a un chico laosiano de trece años –¡primo de Konerak Sinthasomphone!–, lo fotografió desnudo, lo drogó y abusó de él; pero el chico consiguió escapar y lo denunció. Jeffrey fue detenido, juzgado y condenado a un año de reclusión en un programa de trabajo y a cinco de libertad condicional. Fue entonces cuando el padre se enteró de sus detenciones previas, y aun así, y siempre con el alcoholismo en mente, no dejó de pensar que «todos esos grotescos y repugnantes actos podían considerarse una fase que algún día [Jeffrey] habría de superar».58 Así que insistió en que su hijo fuera inscrito en prisión «en algún programa de tratamiento altamente estructurado».59 El abogado de Jeffrey, Gerald Boyle, que luego lo defendería en el juicio por los asesinatos, le contestó que ésa era una cuestión que habría de plantearse no mientras su cliente siguiera en la cárcel sino cuando saliera en libertad; añadió que, por otro lado, la actitud de su cliente era «muy positiva», que su deseo era «volver a la comunidad», y que él como abogado tenía el deber de procurarle todo cuanto la ley autorizara, especialmente «que el tribunal considere una pronta puesta en libertad condicional».60 Insatisfecho con esta perspectiva, Lionel escribió directamente al juez: «Albergo tremendas reservas sobre lo que pueda pasarle a Jeff cuando salga a la calle»; e insistió nuevamente en que debía ser sometido a un «riguroso programa» antialcohólico.61
Lionel ya apuntaba aquí su fe en la intervención psicológica, que con los años se reafirmaría e impregnaría todos los reproches que se hace en el libro. Pero sus esfuerzos fueron en vano: Jeff salió de prisión en marzo de 1990, habiendo cumplido diez meses de su condena, sin tratamiento alguno, recuperó su puesto en la fábrica de chocolate donde trabajaba desde 1983 y no tardó en mudarse al apartamento 213 de los Oxford Apartments, un apartamento «debidamente aprobado por su agente de la condicional»62 donde en mayo volvió a matar. Parece además que fue constante en las comparecencias ante su agente de la condicional, Donna Chester (la última fue siete días antes de ser detenido), y que las impresiones de ésta «registradas en un documento de 81 páginas dado a conocer por el Departamento Penal de Wisconsin no ofrecen ningún indicio de que el señor Dahmer disparase las alarmas en el curso de sus conversaciones».63 Cuando Lionel le visitó en su nuevo apartamento, le extrañó ver que su hijo se había comprado un congelador, pero éste le explicó que lo había hecho para ahorrar («Cuando haya ofertas, podré almacenar cosas») y a él le pareció «una idea sensata».64
Todo el mundo estaba, en fin, engañado, una habilidad –y un motivo de orgullo– por cierto nada inhabitual entre los asesinos en serie (Edmund Kemper llevaba una cabeza en el maletero del coche cuando visitó a los psiquiatras que debían decidir sobre la eliminación de sus antecedentes penales... y, en efecto, decidieron recomendar que fueran borrados).65 Lionel Dahmer recrea ampliamente en su libro las mentiras de Jeffrey que encubrían actos o propósitos criminales, y reconoce que fue incapaz de «ver» esos «otros impulsos, incluso más peligrosos y destructivos»66 que el alcoholismo. Sus peticiones de «tratamiento» indican, en cualquier caso, que él «veía» algo más, y, aunque se guarde de levantar un dedo acusador, ahí quedan las actuaciones de la policía, de los abogados, de los jueces, de las autoridades penales... de todas las instituciones encargadas de «ver» y velar. Sin embargo, hay en esta ceguera compartida algo descompensado, porque sólo en una de las partes acarrea temor y sufrimiento. Tal vez, al fin y al cabo, la inhibición de Lionel Dahmer en la crítica a las instituciones no obedezca tan sólo a su talante conservador: la ceguera institucional no hace más que abundar en su autorretrato como padre impotente, solo, que ni pudo ni supo saber, y a quien nadie ayudó.
Este recurrente no saber afecta también a cuestiones de otra índole, a lugares donde podría depositarse la culpa, como los trastornos congénitos, sobre los que Lionel Dahmer se muestra ambiguo y precavido, nunca concluyente. En las últimas páginas del libro resume su posición:
Aunque, como científico, debo aceptar la genética como una fuerza que contribuye poderosamente a la formación de un ser humano, también entiendo que sólo la mitad de la constitución genética de mi hijo proviene de mí, que pueden producirse mutaciones genéticas en cualquier momento en cualquier organismo viviente, y que su influencia en el posterior desarrollo es totalmente impredecible. No sé, y nunca sabré, cuánto contribuyeron las drogas a los crímenes de Jeff, ya fuera su propio alcoholismo o la medicación que tomaba su madre cuando lo llevaba aún en su seno.67
Antes de pasar al asunto de la medicación y de invocar la misteriosa presencia en el libro de Joyce Dahmer, de soltera Flint, sería conveniente recordar que el proceso judicial contra Jeffrey Dahmer, en el que éste se declaró «culpable pero demente», se basó íntegramente en dirimir si el acusado era consciente, cognitiva y moralmente, de sus actos criminales o si padecía algún trastorno mental, en cuyo caso podría ser recluido en un hospital psiquiátrico en vez de en prisión. La estrategia de la defensa «consistió en intentar convencer al jurado de que los actos de Dahmer eran tan grotescos y anómalos que sólo una persona legalmente trastornada era capaz de cometerlos. Así, con toda deliberación, hizo hincapié en cada uno de los detalles extraordinarios y siniestros de los asesinatos». Cuarenta y cinco peritos, entre ellos criminólogos como Robert K. Ressler y un buen número de psiquiatras, declararon que Jeffrey «no entendía la naturaleza de sus crímenes debido a la influencia de sus trastornos sexuales y mentales».68 Incluso un perito del propio tribunal, el psiquiatra forense George Palermo, testificó que «tenía un grave trastorno de personalidad que requería tratamiento médico». La acusación, por su parte, contó también con sus psiquiatras forenses, que parece que no vacilaron en recurrir a la misma estrategia de la defensa y, aunque en un sentido contrario, insistieron asimismo en los aspectos más grotescos para convencer al jurado: el doctor Park Elliott Dietz, por ejemplo, «admitió que Dahmer parecía constituir un caso de parafilia así como ser una persona con una fuerte dependencia del alcohol. No obstante, afirmó igualmente que distinguía el bien del mal y que podría haberse detenido en cualquier momento. Concretamente, destacó el hecho de que Dahmer se pusiera siempre un condón a la hora de tener relaciones sexuales con los cadáveres para demostrar que sus actos no eran impulsivos».69
Este énfasis en el bizarrismo psicológico se sustenta evidentemente en una noción de la psiquiatría como ciencia del alma; a nadie, al parecer, se le ocurrió consultar a las ciencias del cuerpo, tal vez porque en aquel momento aún resultaban, desde un punto de vista jurídico, más precarias que ahora. El mismo Lionel Dahmer cuenta que en una entrevista para el programa de la cadena ABC Inside Edition, una vez condenado su hijo a quince penas de cadena perpetua consecutivas, sugirió que «la locura de mi hijo bien podría deberse a la medicación prescrita a Joyce durante el embarazo», pero añadía que en el juicio «nadie en ningún momento planteó la posibilidad de alteraciones genéticas en la concepción y las primeras fases del embarazo». A continuación, sin embargo, hace una de sus típicas correcciones a posteriori: «Claro que en aquel momento cualquier consideración más profunda de mi relación con Jeff, emocional o biológica, estaba aún fuera de mi alcance.»70
La misma posibilidad de alteraciones genéticas atrae y repele a Lionel Dahmer: por un lado le permite confiarse a la ciencia y al trabajo sobre la predictibilidad al que ha consagrado su vida, y de paso descargarse de culpa; pero, por otra, tal vez porque la descarga recae entonces sobre su ex mujer, la madre de Jeffrey, le parece –digamos– poco caballeroso, si no inmoral, y por supuesto merma de algún modo la intensidad de la identificación paternal que asume en su calvario. Por eso, a lo largo del libro, la figura de Joyce Dahmer es borrosa, incompleta, medio ausente, a pesar de que en todo él, y siempre con la discreción indispensable para no delatar un exceso de rencor, aparece exclusivamente ligada al abandono, al trastorno y a la enfermedad. Por Lionel sabemos, a raíz del «permanente estado de tensión y malos sentimientos»71 que se creó en casa de su madre (con la que habían ido a vivir) en los primeros meses de vida de Jeffrey, que era hija de un alcohólico de carácter dominante y explosivo, pero que él no sabía qué hacer «con su pasado» más que intentar que olvidara «cualquier temor o crueldad que hubiera padecido en su infancia».72 A estos antecedentes que, a pesar de que podrían argumentarse desde un punto de vista genético, Lionel nunca relaciona con el alcoholismo de Jeffrey, suma un embarazo difícil, con muchas náuseas, hipersensibilidad a los ruidos y olores, irritabilidad y una serie de ataques de «rigidez» en las piernas y la mandíbula. Los médicos sugieren un problema de «estado mental»73 y le dan inyecciones de barbitúricos y morfina; en los últimos meses de embarazo Joyce llega a tomar veintiséis píldoras al día. Aun así la medicación no alivia sus reacciones coléricas y su sensación de «desamparo y aislamiento»: según Lionel, «esta primera experiencia problemática sentó las bases para un matrimonio aún más problemático. En cierto sentido, nuestra relación nunca se recuperó del daño que se le hizo en esa primera etapa».74
La situación no mejora demasiado con el nacimiento de Jeffrey. Joyce es reacia a dar de mamar y a los pocos días deja de hacerlo. Las discusiones con la suegra arrecian, y con su marido también. Irse a vivir solos pone algún remedio, pero dos años después él se pasa todo el día en el trabajo, el laboratorio químico donde «entendía las leyes que rigen las cosas»,75 y ella, sola en casa con el niño, sueña repetidamente que la persigue «un gran oso negro». Las peleas son frecuentes y «a veces físicas»:76 Joyce llega a amenazarle con un cuchillo de cocina. Después de este episodio, y salvo por una incidencia importante que comentaré después, Joyce Dahmer desaparece prácticamente del libro durante casi cincuenta páginas (el equivalente a catorce años), y no la volvemos a encontrar hasta finales de 1976, en la casa de Bath, con un diagnóstico de «estado de ansiedad»,77 bajo tratamiento psiquiátrico e incluso hospitalizada. La terapia de grupo, en la que descarga su ira contra su padre, parece ayudarla y allí hace algunos amigos; fabrica objetos decorativos de cristal plomado y macramé; ve un ovni y publica su experiencia en el Beacon Journal. La relación con su marido, no obstante, lejos de estabilizarse, se deteriora: cuando riñen –según se enteraría con el tiempo Lionel, gracias a su otro hijo, Dave–, Jeffrey sale de la casa, recoge ramas del suelo y empieza a azotar los árboles. En agosto de 1977 muere el padre de Joyce y, en presencia del cadáver, piensa que «nuestro matrimonio está muerto también»;78 luego Lionel descubriría que había tenido una aventura. En el divorcio se entabla una batalla por la custodia de los hijos, que son asignados a la madre. Muy poco después, Jeffrey cumple dieciocho años y Joyce se muda con Dave, que ahora tiene once, sin decirle adónde. Así se lo encuentra Lionel un día que va a hacerle una visita: viviendo solo en la casa, con la nevera rota, sin apenas comida, improvisando una sesión de espiritismo con unos amigos. Lionel tarda más de un mes en localizar el paradero de su otro hijo.
Lo cierto es que con esta «fuga» con un hijo que supone el «abandono» de otro (ya legalmente mayor de edad) Joyce Dahmer, ahora de nuevo Flint, se despide de los lectores. A partir de este momento, las alusiones a ella son mínimas, y casi siempre implícitas, parte del abigarrado concepto que Lionel irá desarrollando de su propia personalidad en relación con el fracaso matrimonial, del cual –debo insistir– carga con su parte de responsabilidad en cuanto marido y padre ausente y hombre sin educación emocional. No será por él, pues, por quien sabremos qué pasó con Joyce cuando Jeffrey fue detenido y juzgado, si hablaron o se reunieron alguna vez, qué sentía ella o cómo reaccionó. Serán otras fuentes las que nos informen de que no asistió al juicio,79 de que a pesar de ello nunca perdió el contacto con su hijo, y de que, en palabras del abogado Boyle, «tuvo que vivir con la idea de ser la madre de un monstruo, y eso la desquiciaba. [...] Estaba claro que no tenía ninguna responsabilidad. Era una buena madre; [Jeffrey] Dahmer nunca dejaba de decírmelo».80 Está claro también que, al contrario de su marido, Joyce Flint, poco amiga de declaraciones y entrevistas, no decidió convertirse en una figura pública. Trabajaba como asistente social en un centro de Fresno (California) dedicado a enfermos de sida y murió de cáncer el 27 de noviembre de 2000.
Las «pistas» diseminadas a lo largo de las memorias de Lionel Dahmer parecen abonar el terreno para la imagen de la mala madre que tan querida resulta a los biógrafos, cronistas y fans de los asesinos en serie. Un titular en primera plana del Chippewa Herald Telegram, de la pequeña localidad de Chippewa Falls (Wisconsin), adonde Joyce se mudó con su hijo Dave después del divorcio, rezaba el 25 de julio de 1991 (tres días después de la detención de Jeffrey): «La madre del acusado de asesinato de masas vivía aquí».81 Ya hemos visto que el propio Lionel reconoce haber hablado en televisión, dos meses después de la detención de Jeffrey, de la medicación que tomaba Joyce durante el embarazo; pero parece que en ese mismo programa dijo también que su ex mujer tenía «un historial de enfermedad mental, lo que, en su opinión, obró un efecto negativo sobre su hijo».82 Al biógrafo Brian Masters, por su parte, le preocupa que Joyce retirara tan pronto el pecho a Jeffrey, pues algunos niños «interpretan el cambio abrupto en su mundo táctil como una forma de rechazo o distancia» que «se incorpora y absorbe en la visión de su propio lugar en el mundo, y gradualmente se asume como algo natural y merecido, o simplemente “bueno”»; concluye diciendo que «es de reseñar cuán a menudo, ya de adulto, [Jeffrey Dahmer] ha dicho que nunca se le ha dado bien manejar las decepciones».83
El papel determinante de la madre y su influencia sobre la psique de Jeffrey ha ido más allá del embarazo y la lactancia y ha llegado a inspirar tramas sólo comparables a las de un thriller de conspiración. Akira Mizuta Lippit, hoy profesor de la Universidad del Sur de California, destaca en un artículo que «según la agente de la condicional de Dahmer, Donna Chester, Joyce llamó a su hijo tras cinco años de ausencia para decirle que sabía que era gay y que eso no le preocupaba».84 La llamada se produjo en marzo de 1991, lo cual da pie al profesor a figurarse a Joyce como la Reina de Diamantes de El mensajero del miedo e hilvanar lo siguiente: «Ya fuera accidental o intencionalmente, esa llamada precipitó la escalada de violencia final en la que Dahmer asesinó siete veces entre marzo y julio antes de ser detenido.»85 No sé, realmente, qué es más disparatado, si imaginar a la madre como detonante «intencional» de los últimos crímenes de su hijo, o atribuirle, como a un demiurgo, el control de lo «accidental».
El mejor antídoto contra la figura de la mala madre se encuentra quizá en las propias memorias de Lionel Dahmer, y no me refiero aquí a su esfuerzo por acaparar la culpa, sino a una circunstancia que no encaja del todo bien en la tersa y redonda simplificación del mito. En octubre de 1966, dice Lionel,
Joyce volvía a estar embarazada, un embarazo en el que se repitieron los mismos problemas que en el primero. El ruido volvía a molestarla, y a menudo estaba nerviosa, insomne e irritable. Tomaba de dos a tres Equanil [meprobamato, un ansiolítico habitual en la década de 1960] al día [...]. Pero no parecían ayudarla mucho, y por tanto la dosis se aumentó a tres y hasta cinco tabletas diarias. Ni siquiera este aumento mejoró su estado general. El nerviosismo continuó y al final Joyce se retrajo aún más; para cuando nació David, en diciembre de 1966, apenas teníamos vida social.86
Es decir, la misma madre medicada y con «un historial de enfermedad mental» que dio a luz a un asesino en serie dio a luz seis años después, y en comparables circunstancias clínicas, a otro hijo cuyo curso en la vida, que se sepa, no ha estado marcado por la psicopatía ni por la criminalidad. Este hecho no contradice la hipótesis biologista, pues sabemos que las combinaciones de la herencia genética no son uniformes sino múltiples y que, en buena parte por esta razón, los hijos salen distintos unos de otros. Pero no deja de ser interesante que Lionel Dahmer –ni mucho menos los innumerables comentaristas del caso– nunca señale esta divergencia, algo tal vez exigible, o cuando menos reseñable, desde el momento en que uno habla de rasgos hereditarios o de «mutaciones genéticas» producidas durante el embarazo. Podría haber intervenido aquí el deseo expreso de David (que se cambió el nombre en cuanto la criminalidad de su hermano salió a la luz) de no infringir su anonimato siquiera en el libro escrito por su padre, o la pura intención de éste de protegerlo. Pero lo significativo es que su ausencia tiene el efecto de estrechar el círculo privado que traza Lionel alrededor de él y Jeffrey, fuera del cual no parece haber elementos para el contraste.
Indudablemente no es fuera del círculo donde el padre ha decidido montar su caso: si ya hemos visto que sus alusiones biologistas son tímidas, tentativas y sin desarrollo, muy matizadas en el libro respecto a sus primeras declaraciones públicas en septiembre de 1991, sería difícil esperar que además admitieran una comparación (decisiva) entre los muy distintos destinos de cada uno de sus dos hijos. Derivar el caso en esa dirección, hacia un punto en el que Jeffrey se viera vinculado con alguien más que con él, quizá habría podido ponerle sobre la pista de un tipo de argumentación más amplia, de índole biosocial y no meramente –parcamente– biológica, y llevarle a plantearse las complejidades de la interacción entre naturaleza y cultura que asumen la mayoría de las investigaciones biocriminológicas de hoy.87 Pero una derivación así sin duda habría tenido el peligro de relativizar su particularísima relación con Jeffrey, en quien prefiere contemplar tan sólo una patologización –o, como diría él, una «sombra más profunda, más oscura»– irreductible tanto al lenguaje biológico como al sociológico de su propia psicología, de su propia personalidad. Lionel Dahmer se queja de que en el juicio nadie hablara de genética a la hora de dirimir si su hijo estaba mentalmente capacitado, pero lo cierto es que él mismo se siente más próximo al lenguaje psiquiátrico –como lenguaje de «la mente» o del alma– y es con él con que articula su indagación y sus explicaciones.
En 1995 la psicóloga Judith Rich Harris publicó un artículo en una revista académica88 que, según sus palabras, constituyó «un desafío –realmente un auténtico bofetón– a la psicología tradicional»89 al postular, contra todo pronóstico, que «la conducta de los padres no tiene consecuencias en los rasgos psicológicos que caracterizarán a sus hijos cuando éstos sean adultos».90 La autora atribuía a la herencia un 40-50 % de las características de personalidad de la edad adulta, y la mitad restante a las circunstancias ambientales, para las que proponía una explicación en la que, sorprendentemente, los padres apenas pintaban nada. Según ella, lo que los niños aprenden en casa se queda normalmente en casa; distinguen muy pronto que «lo que aprenden en el contexto familiar puede de hecho no servirles en el mundo de fuera»,91 y es precisamente ahí, fuera de casa, donde se socializan convirtiéndose en miembros de un grupo e identificándose con él. Es «la identificación con un grupo, y no la participación en relaciones diádicas [entre sólo dos personas, como padre e hijo o madre e hijo], la responsable de los cambios ambientales de los rasgos de personalidad».92 De ser cierta esta teoría, la influencia ambiental –por intervención o por ausencia de ella– de Lionel Dahmer en su hijo habría sido mínima, y quizá su esfuerzo habría sido digno de mejor causa si, en vez de poner el acento en los particulares de su relación personal, se hubiera fijado más en el «grupo» –los amigos, la escuela, el barrio– al que Jeffrey pertenecía o, más bien, según se desprende del relato de su infancia, nunca perteneció.
Hay, según Rich Harris, una probable correlación entre la psicopatía de la edad adulta y el rechazo experimentado por un niño o un adolescente a la hora de integrarse en el grupo de muchachos de su edad y de adquirir, dentro de él, las estrategias tanto de asimilación como de diferenciación que lo convertirán en un adulto socializado. La psicóloga presta especial atención a los cambios de domicilio y escuela, que «ponen en peligro la permanencia de un niño en un grupo de compañeros e interfieren en su socialización, porque es difícil adaptarse a las normas del grupo cuando éstas no paran de cambiar».93 Lionel Dahmer tampoco desdeña la influencia de los variados traslados que por motivos de trabajo hubo de emprender a lo largo de la infancia de Jeffrey, e incluso anota que en 1966, recién mudados a Akron, una maestra le alertó sobre la timidez y el aislamiento del niño: «Mi hijo, al parecer, no era muy bueno en lo de adaptarse a nuevas circunstancias, pero éste era un defecto que difícilmente podía considerar una fatalidad»;94 sin embargo, a continuación insiste en su perfil psicogénetico («de niño yo era terriblemente tímido, igual que él»)95 y parece confiarse, como es habitual, al tiempo y a la intensidad de los cuidados paternos para subsanar la anomalía. No hay en su análisis, ni en su denodada orientación preventiva, espacio apenas para ocuparse de otro «grupo» que el formado por él y su hijo. En él no entran David, el hermano, ni los compañeros de escuela, ni las reglas sociales que dirigen el mundo fuera de casa.
Volviendo a la biología, hoy diversos estudios sobre la relación entre psicopatía y ciertas formas congénitas de disfunción en la actividad del córtex frontal permiten considerar que «los psicópatas sufren dificultades para conectar las áreas cerebrales cognitivas y emocionales», es decir, que en ellos la observación y el reconocimiento del sufrimiento ajeno no van unidos a la capacidad de evocar y representar en sí mismos ese mismo sufrimiento. Los psicópatas saben que el otro sufre, pero su cerebro, por un déficit en la actividad neuronal, les impide asociar empáticamente ese sufrimiento con el que podrían estar experimentando ellos mismos de encontrarse en el lugar del otro. «A medida que la profesión legal se ilustre más sobre el funcionamiento del cerebro, la defensa basada en el lóbulo frontal puede surgir como una estrategia legal junto a la defensa por enajenación mental [...]: la conducta criminal debe tratarse como enfermedad clínica»,96 piensan hoy algunos investigadores. En cambio, en 1992, la última recomendación del juez Gram al jurado que debía deliberar sobre el estado mental de Jeffrey Dahmer fue: «Una anormalidad que se manifiesta únicamente por una conducta repetidamente criminal o bien antisocial no constituye una enfermedad mental.»97 Lionel Dahmer no podía estar de acuerdo con esta advertencia judicial, pero tampoco habría podido escribir el libro que escribió si hubiera suscrito la tesis del lóbulo frontal.
La discusión biológica tiene un curioso corolario en el caso Dahmer. Cuando Jeffrey fue asesinado en noviembre de 1994, su cadáver, una vez practicada la autopsia, fue incinerado según su voluntad y sus cenizas repartidas a partes iguales entre su padre y su madre. Sólo su cerebro fue conservado, mientras padre y madre pleiteaban sobre si debía o no donarse al estudio de la ciencia. Significativamente, quien se oponía a la preservación era Lionel, y un juez le dio la razón, tras un año de disputas, en diciembre de 1995; el cerebro fue, por tanto, incinerado.98 Un columnista de The Independent escribió una carta abierta a Joyce reprochándole su interés científico: «Debe usted haberse preguntado muchas veces si, como madre de este monstruo, tuvo alguna responsabilidad en sus actos. Es comprensible que en nuestra moderna era secular busque usted la absolución en la ciencia antes que en la religión», pero no deja de ser «un disparate, por supuesto, pensar que la fisiología del cerebro pueda revelar la mente».99 Es curioso. El columnista se dirigía a Joyce. Si hubiera leído las memorias de Lionel Dahmer, tal vez le habría felicitado por seguir su consejo de separar el camino de la ciencia del de la expiación.
El camino de la expiación de Lionel Dahmer tiene su origen, presumiblemente, en un informe psiquiátrico. Sabemos ya que asistió conmocionado al juicio de su hijo, ajeno y apenas sensible a los horrores que allí descubría; antes había rogado a su abogado y a la policía que no le informaran de «los detalles del caso»;100 después, en su primera aparición televisiva, declaró que «sólo cuando me disocio de este asunto [...] me siento bien»101 y, con el tiempo, al verse en vídeo, le impresiona el desesperado intento que traslucen esas palabras: «es difícil encontrar ahí –dice– a un padre atormentado por el dolor y la preocupación».102 Sin embargo, en los meses que siguieron, Lionel revisó el testimonio aportado por los psiquiatras en el juicio y dejó de ver en él «sólo una prueba pericial»: de pronto, «una vez empecé a explorar mi propia conexión con Jeff, aparecieron las perturbadoras implicaciones del testimonio psiquiátrico».103
A Father’s Story sin duda es el producto de esa exploración posterior al juicio, facilitada en gran medida por la lectura del informe psiquiátrico. Este informe es mencionado ya en los primeros capítulos del libro, a propósito de la edad en que Jeffrey tuvo sus primeras fantasías sexuales;104 lo cual da pie a que Lionel recuerde cuándo tuvo él las suyas y nos hable de una heroína de cómic pechugona que le tenía cautivado a los diez años. Las asociaciones con los secretos de Jeffrey son una constante en sus memorias, especialmente en los capítulos finales, aunque asoman ya con decisión respecto a episodios de la infancia tratados en los primeros. La mencionada anécdota sobre la curiosidad del niño, a los cuatro años, por las entrañas de un pez, y otra sobre un juego, a la misma edad, con unos huesos de roedor recuerdan a su padre su propia fascinación infantil por el fuego, que un día casi le condujo a quemar el garaje de un vecino. Lionel la llama «obsesión», con lo que automáticamente convierte también en «obsesión» el interés del pequeño Jeffrey por los peces despanzurrados y los huesos de roedor. «En mí, por supuesto, una precoz obsesión por el fuego no había llevado a otra cosa que a la química, a una vida de trabajo en la investigación científica.»105 El trabajo y el laboratorio siempre tendrán en la vida del padre una función ordenadora, pues en ellos, aparte de un «gran alivio del caos que tenía en casa», encontraba «un maravilloso consuelo y seguridad en el conocimiento de las propiedades de las cosas, en cómo podían ser manipuladas según modelos predecibles».106
Lionel Dahmer había sabido, pues, sublimar y disciplinar sus obsesiones en un trabajo que no sólo le proporcionaba un refugio de los obligados sinsabores de la vida sino también, paradójicamente, una visión ideal de una realidad fija y cognoscible que, en contraste con el caos exterior, casi parece una utopía. Las repetidas muestras de respeto a los valores institucionales que observamos en sus memorias revelan así un extraño doble fondo, pues sugieren que es precisamente al amparo de las instituciones (del trabajo en este caso) donde uno puede realizar sus fantasías. Ciertamente, eso es lo que descubrió Jeffrey en sus años en el ejército con su impune sometimiento y vejación de Billy Capshaw. Pero, claro, él no conocía, al contrario de su padre, las sofisticadas compensaciones de los mecanismos de regulación.
En la vida adulta de Jeffrey, y concretamente en sus actos criminales, Lionel Dahmer no necesita hacer tantas trasposiciones. Ya no se trata ahora de intercambiar objetos de obsesión, sino de reconocerse directamente en «tendencias» concretas. Con tiempo y la inestimable orientación del informe psiquiátrico, no le es difícil al padre encontrar «zonas en la mente de mi hijo, tendencias y perversidades que había llevado conmigo toda la vida [...] extraños pensamientos y fantasías, impulsos que eran anormales y que, hasta cierto punto, rayaban en la violencia». Es evidente que Jeffrey «había multiplicado exponencialmente esas tendencias»,107 pero su germen y su sustancia no son una novedad para la psicología paterna. De los ocho a los veinte años, nos dice, tuvo la repetida sensación –aunque no se prolongara más de un minuto– de haber matado a alguien, normalmente después de un sueño un día en que había sido agredido por algún abusón. De pequeño Lionel era el típico «cuatro ojos» del que se burlan en el colegio y en el que las chicas no reparan más que «como objeto de curiosidad»;108 se sentía inferior física e intelectualmente (sus padres eran los dos maestros y él no se consideraba a la altura de sus expectativas), y en la adolescencia, como una reacción contra ese sentimiento de ineptitud y en un claro propósito de revancha, aprovechó sus conocimientos científicos para ganarse el respeto de los demás: electrificó, por ejemplo, un sofá para que quien se sentara en él recibiera una descarga, y llegó a fabricar una bomba. «La bomba me volvió formidable, y de este modo también “visible”. Gracias a ella dejé de ser una no entidad sin rostro.»109 Por supuesto, luego dejaría las bombas, pero seguirá viendo en sus esfuerzos posteriores –el culturismo, el empeño en los títulos universitarios, el trabajo: todo aquello en lo que quiso, y no pudo, iniciar a su hijo– estrategias para vencer sus complejos y asegurar su adaptación social: de nuevo las instituciones como fuentes de sublimación. Volviendo la mirada, se pregunta si esas travesuras infantiles no serían «precoces expresiones de algo peligroso que anidaba en mí, algo que habría podido ligarse a mi sexualidad y, al hacerlo, convertirme en el hombre en que mi hijo se convirtió».110
La timidez, el retraimiento y la falta de amigos de Jeffrey siempre fueron una gran preocupación para su padre, tan afectado por su propio historial de «cuatro ojos». Pero su identificación da ciertamente un paso más. La muerte en 1978 de la primera víctima de Jeffrey, Steven Hicks, a quien había recogido en la carretera y asesinado en la casa de Bath porque, según se puso de manifiesto en el juicio, el chico pretendía marcharse, suscita en el padre una reflexión sobre el «pánico extremo a ser abandonado».111 Jeffrey había admitido que ésa era la causa de la mayoría de sus crímenes, como ya lo había sido de algún otro asesino en serie homosexual y necrófilo como Dennis Nilsen, quien reconocidamente mataba «para tener compañía».112 De nuevo Lionel se da cuenta de que también él ha conocido ese temor, que se inició cuando, siendo niño, su madre pasó una temporada en una clínica a raíz de una intervención quirúrgica y él tuvo que irse a vivir con unos tíos. En esa época lloraba sin cesar y empezó a tartamudear, lo cual le ocasionó humillaciones en la escuela. El miedo al abandono y el consiguiente deseo retentivo van a caracterizar, con sus deformes secuelas, toda su vida: «Me aferré impenitentemente a un primer matrimonio profundamente maltrecho. Me había aferrado a rutinas y hábitos de pensamiento. Para orientar mi comportamiento, me había aferrado a pautas personales minuciosamente definidas.»113
La necesidad de control ligada a este tipo de actitud defensiva revela también su faceta perversa, y a propósito de ella Lionel ve oportuno dedicar un par de páginas –las únicas en todo el libro– a ciertos detalles de los crímenes de su hijo, concretamente a cómo éste pasó de dejar inconscientes (a golpes o con drogas) a los hombres que le excitaban a lobotomizarlos, matarlos y comérselos. La pasividad completa de la víctima privada de conciencia y de voluntad, en una progresión del estupor a la muerte y al canibalismo, era indispensable para la realización de las fantasías de Jeffrey, el cual «había desarrollado una necesidad de control tan psicótica que la mera presencia de vida llegó a ser para él una amenaza».114 Un muerto, en fin, es un amante que no sólo nunca te va a dejar sino que siempre estará sometido a tu dominio; y ni siquiera a ese razonamiento necrófilo se considera ajeno Lionel Dahmer. Recuerda con cierta intensidad que, a los doce o trece años, quiso hipnotizar a una vecina y más o menos lo consiguió: tuvo entonces la eufórica sensación de que la muchacha era suya, y ahora se percata de que tal «necesidad de control, en sí misma, había sido, al menos en parte, una necesidad sexual».115 Lionel no llega a decir si la necesidad de control es inherente al deseo masculino, pero, en su típica indiferencia argumentativa, tampoco es capaz de rastrear en ella una base biológica o cultural. La chica hipnotizada, como las víctimas de Jeffrey, pertenecía, antes de ser expuesta, al reino de los secretos, y, aun después de serlo, sigue pareciendo una cuestión de herencia, un asunto personal entre padre e hijo.
Este doble movimiento, que por una parte parece apuntar a cierta comunidad –digamos– humana (en su desvelamiento de las frustraciones y transgresiones que marcan un carácter, y en su identificación de tales causas como factores de riesgo de psicopatología), y que por otra se empeña en circunscribirse a la idiosincrasia y a la intimidad personal, es característico del sinuoso discurso de Lionel Dahmer. Al lector no se le escapa, ni mucho menos al lector padre ansioso, que una infancia lastrada por el sentimiento de inadecuación, unas travesuras que delatan fijaciones y deseos que deben ser disciplinados, una temprana simbolización masculina del poder en las relaciones sexuales que debe ser meditada, y una ciega sujeción a las rutinas en la edad adulta, son circunstancias que, sin necesidad de subrayados, pueden reconocerse más allá del caso particular, por no hablar del temor –más simpático– a la soledad y al abandono. Y, si entráramos, porque el camino está más que allanado, en el terreno del «retorno de lo reprimido», sería fácil pasar de lo particular ya no a lo general, sino a lo universal.
Igual de reconocible, si no más, que este historial psicológico es el capítulo de las relaciones familiares, la relación distante y llena de incomprensión, percibida como intrusiva por ambas partes, entre padre e hijo, de la que Lionel Dahmer asimismo se culpa. La agente de la condicional escribió en uno de sus informes que Jeffrey se sentía incómodo con su familia entre otras cosas porque «su padre le controlaba»,116 y, aunque el padre nunca se ve a sí mismo de esta manera, basta pensar en todas sus iniciativas para enderezarlo –desde dejarlo el día entero en un centro comercial para que busque trabajo hasta inscribirle en sesiones de terapiapara adivinar a qué se refería Jeffrey. Por otro lado, cuando el padre de un asesino en serie insiste en ver lo que guarda en una caja, o exige explicaciones por la compra de un congelador, es lógico que el hijo se sienta intolerablemente vigilado. Sin embargo, como decía, y muy en contra de lo que se desprende del libro, Lionel nunca se presenta como un padre controlador, sino todo lo contrario. A Larry King le explicaría que se sentía «culpable de no haber dedicado a Jeff más tiempo que a... mi mujer. La sabiduría popular dice que hay que dedicar tiempo a tu mujer, hacer que vaya bien tu relación con ella, y con tus hijos todo vendrá solo. Pero no fue eso lo que sucedió».117 Lionel se acusa de haber sido marido antes que padre, de creer que su mera presencia nominal sería garantía de orden familiar sin necesidad de implicaciones profundas ni de intervenciones constantes. Encuentra su molde en la categoría del padre ausente.
Richard Tithecott recuerda en su ensayo que «la unidad familiar disfuncional se representa principalmente como un lugar donde falta el padre»; si los padres o futuros padres albergamos el temor de «criar a un monstruo», será siempre «de acuerdo con la sabiduría popular, por culpa de nuestra ausencia, no de nuestra participación activa. Cuando Lionel Dahmer se siente culpable de no haber dedicado suficiente tiempo a su hijo, la responsabilidad masculina en la “creación” de Jeffrey se representa negativamente, como una “buena” fuerza no ejercida».118 Parece que, al fin y al cabo, al revelarse como padre ausente, Lionel Dahmer se reconcilia con «la sabiduría popular», de hecho doblemente, si pensamos que de este modo cede el peso de la presencia a la figura de la (mala) madre. Pero, inmune a los estereotipos culturales, él insiste en explicar su perjudicial ausencia a través de la ya mencionada superdedicación al trabajo y su no menos mencionado carácter «casi totalmente analítico», un rasgo que en cierto momento le lleva a declarar: «ahora, cuando veo una foto de Jeff en un libro o en la televisión, me pregunto cuán cerca estuve de ese estado de inercia y planitud emocional en el que finalmente se sumió mi hijo».119 Incluso en el momento en que el abogado Boyle le comunica que la policía ha encontrado restos de cadáveres en el apartamento de Jeffrey, se pregunta: «¿Qué hace un padre con tales noticias?»; e inmediatamente se responde: «Hice lo que siempre he hecho. Me hundí en un extraño silencio que no era airado ni hosco ni triste, sólo un silencio, un entumecimiento, un terrible, inexpresable vacío.»120
La inhabilidad para manifestar emociones parece acabar suprimiendo las emociones mismas, y en esa situación vuelven a coincidir padre e hijo. Entre dos seres emocionalmente planos no cabe, a falta por demás de intereses en común, más que una relación formularia, contemporizadora, una especie de expediente que cubrir. Ya en la adolescencia, «nuestras conversaciones se reducían a sesiones de preguntarespuesta»;121 a partir de los veintiún años, «hablábamos pero no conversábamos. Yo hacía sugerencias. Él las aceptaba. Él ponía excusas. Yo las aceptaba».122 En la primera visita que le hace a la cárcel, tienen «una conversación que fue típicamente nuestra en su insignificancia, en sus frases abreviadas, en todo el despliegue de rápidas evasivas con que derivamos hacia la trivialidad»;123 se miran el uno al otro «sin expresión»; hablan de los rosales que Jeffrey plantó en el jardín de la abuela, de la gata; finalmente, después de sendos «No sé qué decir»,124 Jeffrey admite que esta vez la ha «cagado bien» y el padre le contesta que tal vez pueda «mejorar» si se pone en manos de «profesionales» de la salud mental.125 Este momento, narrado en forma de diálogo –un recurso casi único en el libro–, resume de un modo tan impresionante como ilustrativo una relación perdida, irreconstruible, sostenida en las puras formas, de dos seres que parecen interpretar papeles impuestos porque realmente desde hace mucho tiempo no tienen nada que decirse.
La emoción ya se sabe que goza de un gran predicamento en la cultura terapéutica, y a su ausencia o evasión achaca Lionel Dahmer buena parte de sus males. Pero, si este diálogo en la cárcel tiene efectos demostrativos, me temo que van un poco más allá de la dirección indicada. Cuando Lionel se pregunta: «¿Qué hace un padre con tales noticias?», el remedio de hablar de la gata y de los rosales del jardín de la abuela no parece tan disparatado. ¿De qué se va a hablar, si no? ¿De los bíceps que guardaba Jeffrey en el congelador para comérselos? Remontándose a los tiempos introvertidos y solitarios de Jeffrey en el instituto, el mismo Lionel reconoce: «¿Cómo iba a admitir un adolescente, siquiera ante sí mismo, que el paisaje de su incipiente vida interior se había convertido en un matadero, en una morgue?»126 ¿Quiere realmente decir con eso que, si la incipiente vida interior de Jeffrey no se hubiera volcado en fantasías criminales, sino por ejemplo en el movimiento punk o en el estudio de los poetas menores alemanes del siglo XVIII, la comunicación habría sido distinta? Y, si en lugar de pensamientos necrófilos se hubiera tratado de pensamientos puramente homosexuales, ¿cree realmente Lionel, tan sospechosamente esquivo con la cuestión de la homosexualidad, que apenas nombra de pasada, que su hijo habría podido compartirlos con él, en una relación de sinceridad y confianza mutua, abierta a todos los temas, por delicados que fueran, como recomiendan las modernas guías de parenting? Ésta es, francamente, otra fantasía paterna: creo que muchos padres –por una vez, no necesariamente ansiosos– y muchos hijos reconocerán en esas «sesiones de pregunta-respuesta», en ese tráfico modesto de monosílabos, en ese interés fingido por la cotidianidad familiar que evita, de una forma cortés, las discusiones y enfrentamientos, cuando no la pura falta de interés, un típico momento en la relación entre padres e hijos en el que unos y otros tratan de solventar, torpe aunque efectivamente, la triste pero inevitable conciencia de que ya no pertenecen al mismo mundo. Y para eso no hace falta que el hijo sea un asesino en serie.
Conscientemente la mayoría de las veces, inconscientemente algunas, el cuadro de relaciones y personalidades trazado por Lionel Dahmer constituye tan sólo una copia oscura de una dinámica familiar en la que, pese a todo, el lector (el lector padre ansioso) puede reconocerse con facilidad. Que al mismo tiempo el cuadro necesite alejarse un poco de la comunidad para ceñirse al ámbito personal, donde no todas las experiencias son intercambiables, no supone después de todo una contradicción: la insistencia en el yo –el yo con un hijo–, en sus pequeñeces o enormidades privadas, aun desligadas, como hemos ido viendo, de influencias o determinaciones biosociales, es un requisito para la integridad del examen interior de tipo puritano que lleva a cabo Lionel Dahmer, para su credibilidad pública una vez expuesto y hasta para su utilidad terapéutica; pero nada de eso permite deducir que el caso particular sea un caso aislado. El carácter nada excepcional de la historia personal y del autorretrato de Lionel Dahmer ha llevado a algunos observadores a tomarse un poco a risa su autoinculpación en la génesis de la conducta criminal de su hijo: para Frank Rich, si fueran «creíbles» sus teorías, Estados Unidos «tendría más asesinos en serie que abogados»;127 y para Joyce Carol Oates «la “confesión” de Lionel Dahmer y su rigurosa autocensura son tan desproporcionadas respecto a la patología de su hijo que resultan sombría e inintencionadamente cómicas, como si uno se culpara de haber dado un portazo y haber desencadenado un terremoto».128
Pero estas bromas no hacen más que asentar al padre del carnicero de Milwaukee en el lugar donde siempre ha querido estar: el lugar donde busca complicidad. Reafirman su callada condición de padre normal, adscribiéndolo a una categoría que él no se atreve a pronunciar. Las fotos familiares que ilustran cada uno de los capítulos del libro muestran a un Jeffrey que nunca deja de recordar a un bebé sonriente y sanote... hasta que en la última, casi de improviso, lo vemos en la cárcel. La normalidad sólo era una máscara, y a lo que nos insta el libro de Lionel Dahmer es a desconfiar de ella, a descifrar sus secretos, a ver por debajo de sus apariencias. Una tarea terrible y dolorosa que deberemos emprender en solitario, porque las instituciones sociales –al menos hasta que se cree el Estado psiquiátrico– no tienen la obligación de ayudarnos y toda la labor de detección y prevención recaerá sobre nuestras espaldas. Lionel Dahmer no sólo describe la constitución de la normalidad sino que, una vez identificados con sus patrones, define nuestra responsabilidad en ella. Porque, si alguna vez, queridos padres, alguien da un portazo y desencadena un terremoto, ese alguien será como usted o como yo.
Mientras estaba escribiendo estas páginas, alguna noche, por cuestiones de ronquidos, he dormido en el sofá. Una de esas noches mi hija Paula, que ahora tiene doce años, se despertó con dolor de barriga. Al no encontrarme en el dormitorio, despertó, preocupada, a su madre: «Mamá, papá no está.» Su madre le dijo que mirara en el sofá, donde en efecto me encontró. Entonces me despertó a mí. Le hice sitio, se tumbó a mi lado, la tapé y le hice un masaje en la barriga que sé que la alivia. En esas estrecheces nos dormimos. A las siete de la mañana, la hora en que se levanta para ir a trabajar, su madre nos despertó: «¿Qué hacéis aquí los dos? ¡Si no cabéis! Venga, a la cama.» Nos levantamos, anduvimos como sonámbulos por el pasillo uno tras otro, y fuimos a dormir el poco tiempo que nos quedaba, cada uno en su cama.