LUIS MAGRINYÀ Y LOS CONSTRUCTORES DE ZEPELINES

Contemplad los zepelines. ¡Milagros esféricos, orgullo de nuestros cielos! Punta de lanza de una innovadora empresa de recreo, de transporte, militar..., destinados, desde el glorioso día en que fueron diseñados, a colonizar el espacio aéreo... Pero un momento, un momento, ¿dónde están los zepelines? Desalojados por las naves aerostáticas, arrinconados y reducidos a maniobras comerciales menores... ¡Expulsados del firmamento! Que no cunda el desánimo: las tecnologías se relevan, todo pasa o se transforma y se altera... Todo cambia, menos la vanguardia. La irreductible vanguardia (casi coetánea del zepelín) sigue allí con indiferencia de lo que ocurre en el mundo de los hechos, cristalizada en una serie de fórmulas bien conocidas, mimada por los departamentos universitarios, alojada en una reducida, pero resultona, parcela del mercado. Para sobrevivir sólo se le pide una cosa: que no se esconda, que exhiba orgullosa sus rasgos distintivos, que sea tan inmediatamente reconocible como esos espías de película que se delatan con el mismo periódico con el que tratan, pobres inocentes, de ocultar su rostro.

Para cumplir con esta exigencia (parecerse a los modelos del pasado) el precio que ha pagado la vanguardia es la pérdida de una de sus características iniciales: la originalidad. Una prosa escrita con las técnicas de la vanguardia puede ser dificilísima, pesada o estupenda, pero sus intenciones suelen ser transparentes, se le ha gastado el brillo de la extrañeza. Si, como sospechamos, nuestros vanguardistas de academia se han transformado en obsoletos zepelines entrañables, ¿dónde vamos a encontrar una escritura original? ¿Se ha retirado la novedad de nuestras letras, transcurre toda la escritura por los previsibles cauces mercantiles de los géneros? Pues no, la originalidad sigue siendo un principio activo de la prosa actual, escondido a la vista de todos los que se toman la molestia de buscarla, segregando sus valiosos componentes: extrañeza, sorpresa y audacia.

Pero un momento, un momento... ¿En qué consiste la originalidad? Comparte con la vanguardia original la elección de recorridos, combinaciones y formas novedosas, pero a diferencia de las «técnicas de vanguardia», que se pueden enumerar de carrerilla, la originalidad se manifiesta en cada novelista de forma distinta. Los escritores originales, aunque sean divertidísimos y nada oscuros, nos obligan a que empecemos a explicarlos cada vez casi de cero, y como tendría que pensar mucho para encontrar un escritor vivo más original que Luis Magrinyà, mejor ponerse cuanto antes a la tarea.

EL GRUESO DE SU ORIGINALIDAD: NARRADORES,

PREVENCIONES LINGÜÍSTICAS, INESPERADAS

EMOCIONES SUSTANCIOSAS, ¡INSTALACIONES!

A cargo de los relatos de Magrinyà encontramos a personajes de pelaje muy variado (editoras con el corazón medio enamorado, camellos cultos, amateurs del arte contemporáneo, actores de estrella declinante...), pero todos ellos comparten cierto aire de familia que afecta a su calidad como narradores. El narrador de Magrinyà suele referir a un «otro» variable (un diario, un amigo, voces interiores) una historia en la que él mismo está involucrado y en cuya resolución se juega unas cuantas cosas; así que nada de omnisciencias ni micrófonos situados en la conciencia ni imitaciones de voces infantiles ni remedos de mentes idiotas: estos narradores son deliberadamente conscientes de su voluntario papel. En otras palabras: están sometidos a lo que provisionalmente llamaremos «la tentación del posado», que puede adoptar dos extremos fatales.

El primero consiste en embellecerse a propósito, retratarse con gafas de sol, ofrecer en primer plano una cumplida selección de lecturas, reflexiones sobre temas de Gran Importancia (es decir: convencionales y trillados), escenificar teatrillos morales de los que uno sale reforzado... El segundo pasa por erigirse en representante de una condición desplazada, cuando no perseguida (que ocupará de manera homogénea toda la sustancia del narrador), o bien en concentrar toda la existencia en un único golpe letal (el afamado «traume») que servirá como clave de interpretación (y disculpa) de todas las acciones futuras: en dar pena, por no andarnos por las ramas.

Los narradores de Magrinyà evitan cuidadosamente estos dos extremos, son capaces de hablar sin darse lustre cada dos párrafos y de interrogarse sobre sus problemas sin hundirse en el autodesprecio. La clase de complicaciones a las que se enfrentan tampoco son Grandes Crisis Humanitarias ni Trepidantes Dilemas Morales, sino una serie de situaciones «corrientes»: recibir a un hijo que llevamos un tiempo sin ver, sobrevivir a una comida con nuestra suegra, acostarse con un antiguo novio, salvar a un amigo de una espiral autodestructiva... Secuencias tan «cotidianas» que obligan a Magrinyà y a sus narradores a emplearse a fondo para volverlas atractivas:, la solución pasa por aplicarles el mismo gusto e inteligencia con el que sus lectores tratamos de solventarlas o disfrutarlas cuando nos asaltan en nuestros pequeños mundos sensibles. Porque si hay algo que distingue a estos narradores es que son tan listos (ni mucho más ni mucho menos) como solemos serlo la gente «corriente» cuando no nos queda otro remedio.

Gran parte del interés que despiertan estas porciones de «cotidianeidad» sofisticada se debe al estilo. A primera vista la escritura de Magrinyà parece reticente a la emoción y refractaria al sentimentalismo; un estilo bien pertrechado para el análisis de las propias conductas y de los temperamentos ajenos, y también para reflexionar de manera muy original (como si los narradores se expresasen de sopetón sobre un asunto al que han dedicado una prolongada reflexión silenciosa, sin apoyarse en nociones ajenas) sobre asuntos dispares, elegidos de manera un tanto caprichosa, aunque casi siempre concerniente. Vean una lista de lo que se encontrarán por aquí: el gusto, los amores asimétricos, vivir sin dramas, pasajes de crítica literaria, la meritocracia, cómo perjudicar a terceros, un manual para ponerle reglas a los clientes, las obsolescencias, consejos para comprar y una serie de notas para orientarse en la escritura diarística.

Los narradores de Magrinyà, además de preferir elaborar sus propias ideas, también emplean el lenguaje con toda clase de precauciones. No sólo se detienen a matizar sus frases, sino que con cierta frecuencia encontramos en estas páginas entrecomillados cuya función no es tanto irónica como de precaución, igual que si dijesen: «Cuidado, aquí tratan de pensar por nosotros.» Conviene no llevarse a engaño: estas «limitaciones del lenguaje» no se parecen en nada a la queja tan recurrente entre poetas y místicos de que el idioma tiene fronteras (cuando no es una cárcel) que sólo los estados de iluminación pueden traspasar, de manera que, sin el apoyo de las musas o de algún demiurgo condescendiente, ciertas áreas complejas y sensibles de la existencia anímica y mental están condenadas a vagar fuera del alcance de nuestros empeños literarios. Los narradores de Magrinyà se atreven a hablar de todo con un nivel de complejidad y precisión tal que uno termina convencido de que a esos poetas y místicos lo que les pasa es que son unos vagos. De «Luxor» o de «Una modestia algo infame» el lector sale casi convencido de que si en ocasiones no logramos decir lo que «queremos» quizás sería más útil atribuirlo a hábitos fraudulentos de expresión inducidos por usos (publicitarios, ideológicos, tontunos...) ajenos y parasitarios que a las limitaciones del idioma.

Todas estas precauciones sobre el tono, unidas a la constante exigencia de precisión, mantienen lejos de las historias de Magrinyà el sentimentalismo y la tontería, pero no impiden que se filtren emociones derivadas del progreso de las propias historias, en cuyo cuidado Magrinyà se revela tan diestro como un escritor decimonónico. La dedicación con que conduce el argumento ya era muy llamativa en los Cuentos de los 90: allí Magrinyà desplegaba una riqueza sintáctica (un crítico habló de «estilo aristocrático» y un internauta inspirado dijo que leerle era como pasearse por Venecia) con la que cualquier convencido de que «todo se sustenta por la fuerza del estilo» se hubiese quedado satisfecho. En Intrusos y huéspedes & Habitación doble el lector encontrará varios pasajes donde el gusto de Magrinyà por encadenar una escena tras otra con cierta vibración moral suscita emociones sustanciosas. Comparto una de mis favoritas: cuando el hasta ese momento más bien siniestro Gilles revela su condición más íntima provocando en el narrador de Intrusos una reacción de paternidad putativa.

(Inciso: todo eso sucede después de ver y comentar una peli de los X-Men, no fuese a confundirse la escena con una de esas epifanías precocinadas que exigen la presencia catalizadora de un paisaje arrebatador, un icono artístico bien prestigioso o un holocausto ajeno; eso sí, Magrinyà nos cuenta la película valiéndose de un «extrañamiento» que hubiese merecido el aplauso de los formalistas rusos.)

La estructura (y casi la naturaleza) de estos relatos también se la debemos a un calculado cambio de tono, aunque esta vez no se trate de una suave modulación, sino más bien de un corte brusco. Lo distintivo de estas «instalaciones narrativas», como las llama Magrinyà (con la tenue ironía de lo que parece ir en serio), es que vienen partidas por la mitad. Un hiato, más o menos prolongado, más o menos sustancioso (depende de la imaginación y de las ganas de divertirse del lector), separa cada una de las instalaciones en dos secuencias de texto. El corte menos pronunciado lo encontrará el lector en Intrusos y huéspedes, que en un principio iba alojado con el resto de instalaciones pero que fue creciendo hasta convertirse en una feliz obra maestra (con el happy end más sutil y convincente que he leído nunca). Las dos partes comparten el mismo narrador, pero su ánimo ha pasado de una paralizante crisis nerviosa a una actitud «constructiva», desplazamiento que transcurre en paralelo a un importante cambio «dramático»: el hijo que en la primera parte regresaba a casa como un intruso se ha ido en la segunda de «vacaciones», y ha dejado a sus amigos como huéspedes de su padre (nuestro narrador), que se apoya en ellos para afianzar los primeros pasos vacilantes de su reingreso en el «equilibrio anímico». Entre medias Magrinyà sitúa un sabroso texto de transición que, leído en contraste con las instalaciones que vendrán después, reconocemos como un hiato rellenado, una concesión amable. El resto de instalaciones vienen partidas sin interludios, y los dos textos que el hiato divide están cada vez más alejados el uno del otro: primero separa dos estados de ánimo del mismo personaje, después separa a dos narradores distintos y termina por separar (en este caso sería más preciso decir «relaciona») dos textos de distinto género, pues el último tramo del libro está dedicado a una incursión en el ensayo donde el propio Magrinyà, instituido como narrador, explora las culpabilidades, confesiones y coqueterías del padre de un «conocido» asesino en serie para terminar hablándonos de las responsabilidades y temores que despierta el amor hacia los hijos.

Los efectos que provocan estos cortes son algo más que originales, desconcertantes o divertidos: al desestabilizar la continuidad habitual de las narraciones, siembran de dudas algunos automatismos de la lectura. Cuando un narrador nos cuenta una historia de manera consecutiva y en el mismo tono, nos convence enseguida (como si hablase la voz de la realidad) de que la historia es la que es y de que el relato le pertenece; de manera que la lectura de estas instalaciones nos invita a preguntarnos: ¿a quién le pertenecen las historias? ¿No dependen del estado anímico de quien las cuenta? ¿Pueden el tema o el tono cohesionar un relato con la misma eficacia que la trama? ¿No serán algunas omisiones más significativas que las descripciones minuciosas del realismo atosigante? Parecen preguntas de cocina literaria, pero en la medida en que nos pasamos las semanas contándonos nuestra vida y la de los otros, y escuchando a los otros contar la suya y la nuestra, aquí se dirimen asuntos existenciales de relieve.

ESCRIBIR «DE ESPALDAS»

Volvamos a la noción de lo «corriente», que aquí no se resuelve en una serie de serenos problemas domésticos. Aquí, serenidad más bien poca; casi todos los narradores atraviesan crisis más o menos intensas, muchas de ellas «medicalizables»: depresiones, demencias, crisis nerviosas, bajas autoestimas, coqueteos con la esquizofrenia, «traumas» posviolación, epilepsias o miedo por el futuro de los hijos... Este abanico de «crisis» se mantiene dentro de lo cotidiano precisamente porque lo excepcional en estas narraciones parece remitir a los supuestos «equilibrios» emocionales y físicos, tratados casi como criaturas fantásticas. Si alguna lección podemos extraer de estas instalaciones es que lo «normal» en nuestras vidas pasa por estar metidos en alguna clase de lío. Cierto que algunas de estas crisis son más intensas de lo habitual, pero están narradas con una mesura admirable: Magrinyà nunca las retrata como caídas en agujeros sin fondo ni como destinos fijos ni sin salida. Las historias de Magrinyà (que, recordemos, avanzan con pericia decimonónica) son, agárrense, terapéuticas. Creen en el «cambio» y en la «recuperación», progresan en el mismo medio que la autoayuda y el management. Pero si ese mismo medio fuese acuático, qué diferencia de brazada: un delfín entre patos. La primera gran diferencia es que Magrinyà nunca narra las salidas posibles a esos estados de crisis como una heroicidad, tampoco como un milagro de la voluntad individual: sus personajes están inseridos en un tejido de relaciones, y sus caminos hacia el «equilibrio», aunque plagados de pasajes de felicidad, conllevan un considerable esfuerzo.

Esta «socialización» es la responsable de dos de los rasgos más originales de la prosa de Magrinyà. El primero lo encontramos en la mirada de sus narradores, mucho más inclinada a volverse hacia el resto de personajes que a ensimismarse, muy perspicaz para apresar los principales rasgos del temperamento ajeno y para anticipar lo pesado o peligroso que puede llegar a ser el trato prolongado con ellos. Pero esa mirada también acompaña un intento de buscar soluciones a las dificultades, equilibrios a los desajustes de temperamento: intenta anticipar maneras de trabajar o convivir o pasar el rato juntos. Una mirada inclusiva que parece convencida de que, pocas o muchas, hay buenas noticias para cada individuo.

El segundo rasgo lo descubrimos en la actitud de muchos de los personajes (sean narradores o no): una propensión (a veces resignada) a cuidar, porque de novelas donde se expone un altruismo fantástico o un sacrificio sin costes vamos bien surtidos, pero ¿cuántos narradores han explorado seriamente lo que supone hacerse cargo en solitario o en grupo de los problemas de otro? La socialización del cuidado (entre cuyas formas deberíamos incluir la búsqueda de la felicidad por medio de vías químicas prohibidas por la ley) es la principal veta política de unas narraciones que a primera vista parecen ajenas a la literatura política y social; de hecho están escritas de espaldas a las convenciones de la novela comprometida, pero estar de espaldas no supone vivir ajeno al escenario común, sino mirar hacia otro lado, quizás más provechoso. Pasados unos años de su publicación (doce y siete respectivamente), las instalaciones de Magrinyà parecen haber llegado al meollo de unas cuantas preocupaciones del presente por rutas que nadie sospechaba que pudiesen servir de sustrato literario. Al menos ésa fue la primera lección que extraje de la lectura de Intrusos y huéspedes (mi primer Magrinyà): cuidado con los libros que evitan las «marcas literarias»; probablemente están hablando de nosotros y nuestras vidas como nunca lo habíamos escuchado, probablemente estamos ante un escritor del que nunca vamos a desprendernos.

En alguna ocasión Harold Bloom ha definido la originalidad literaria como una suerte de «familiar extrañeza» capaz de suscitar inquietud, sorpresa, desconcierto, alegría, e incluso de dar un susto de muerte a las mentes más acomodaticias. Ojalá este prólogo contribuya a disipar el miedo y a canalizar el desconcierto: la inquietud (de excelente calidad), la sorpresa y la felicidad (sobre todo la felicidad), a poco que el lector entre con algo de entusiasmo en estas páginas, están garantizadas.

GONZALO TORNÉ,

enero de 2017