Desperté pasado el mediodía, cansado por la caminata del día anterior. Tenía la boca reseca y una leve picazón en la garganta provocada por los gases lacrimógenos. El teléfono sonó cuando me disponía a levantarme para ir por un café. Chacón se quejó de haber llamado tres veces a mi departamento en la última media hora.
–Ayer, hasta la noche, estuve escapando de los dragones pestilentes y los garrotes que apachurraban las cabezas –le dije.
–¿No le parece que está viejo para esos trotes?
–Posiblemente, pero no es algo que pretenda discutir en este momento. Creo que quieres contarme algunas cosas. Te delata la impaciencia por llamar –respondí.
–Volví a hablar con mis colegas de Maipú, pero esta vez invocando una razón de servicio y no un favor personal. Aurelio Gamboa es el dueño del café espectáculo y cabaré Templo Dorado. El lugar tiene fama de contar con chicas bonitas y de que a cierta hora de la noche se pueden comprar polvos mágicos. Nunca los han pillado con una provisión en la bodega, pero sus clientes han sido sorprendidos portando dosis para el consumo personal. Gamboa tiene buenas relaciones con la policía uniformada. Fue carabinero y alcanzó el grado de teniente antes que lo sorprendieran en un lío contable que comprometía los recursos que administra el Departamento de Recursos Humanos de la institución. Fue procesado y pagó con cárcel, pero nunca dijo nada sobre el destino del dinero. Una vez en libertad instaló un almacén de barrio, luego una tienda de artículos eléctricos, el cabaré que nos interesa y un motel donde pasan la noche los clientes más entusiastas.
–¡Tus colegas cantaron la canción completa!
–Se pusieron nerviosos cuando les dije que la muerte de Huerta podría ser algo más que un simple asalto callejero. No ignoran que podrían acusarlos de no abordar el caso con la atención que merece. Las alarmas se encendieron cuando les mencioné a Gamboa.
–¿Y eso qué puede significar?
–Que la fama de Gamboa es grande o que mis colegas han disfrutado del cabaré sin pasar por la caja.
–Parece que nuestro siguiente paso es bastante obvio –agregué.
–Hoy no tengo nada que hacer y antes de llamarlo decidí que usted tampoco. Lo invito a conocer el Templo Dorado. Puede que le traiga recuerdos. En el ambiente se cuenta que usted estuvo enamorado de una bailarina de cabaré. ¿Es verdad o solo un invento de la gente ociosa?
–Se llamaba Andrea y fuimos felices hasta que descubrimos que existía un punto en el que nuestras expectativas acerca de la vida comenzaban a distanciarse. Recién había instalado mi oficina de investigaciones y ella quería radicarse en el sur, tener una familia y olvidarse de su vida en Santiago. Dejamos de vernos y tiempo después supe que estaba viviendo en Temuco. Se casó y tiene tres hijos que supongo son la parte más importante de la vida que deseaba construir.
–Nunca dejan de sorprenderme sus vivencias, Heredia –dijo Chacón y, luego de guardar silencio por unos segundos, agregó–: Gamboa no debe ser un tipo de trato fácil. ¿Para qué quiere conversar con él?
–Hay hilos sueltos que podrían llegar a unirse. Huerta pasaba recados a muchachos del sector y fue a buscar a Tomás a su casa. Gamboa le pagaba a Huerta por el asunto de los recados. Tal vez entre Gamboa y Tomás existe algún nexo. Y otra cosa, me hablaron de otro tipo vinculado a Huerta y Tomás: el Guarén Portillo. También fue carabinero y salió por la puerta de atrás por liderar una banda de mecheras que robaban en supermercados y centros comerciales.
–¿Y todo eso lo averiguó a partir de la búsqueda de Tomás?
–En ocasiones no es necesario excavar muy profundo para encontrar cadáveres. Basta con mirar detrás de los muebles, levantar una alfombra o buscar en los patios. El común de los criminales suele ser más estúpido de lo que la gente imagina.
***
Sobre la puerta colgaba un letrero de neón con el nombre del cabaré. La calle estaba desierta y nada en ella hacía recordar la violencia vivida horas antes a pocas cuadras de donde nos encontrábamos. Chacón empujó la puerta y quedamos en un pasillo corto que terminaba frente a unas gruesas cortinas rojas. Del techo cielo raso colgaba un plafón que emitía una luz desganada. El suelo tenía un cubrepiso gris y desgastado sobre el que se distinguían las huellas de calzados de distintos portes.
Una mujer que salió al pasillo nos dio la bienvenida y nos animó a conocer el mundo existente más allá de las cortinas.
El salón no era muy distinto al de otros cabarés. Un escenario circular con un caño de aluminio en el centro, la luz giratoria que colgaba del techo, sillones de cuero sintético que rodeaban el escenario o se recostaban sobre los rincones en penumbras, mesas pequeñas frente a los sillones, olor de humedad, encierro y perfumes pasosos que daban cuerpo al aire espeso del salón. No era un lugar atractivo ni acogedor, pero seguramente eso no importaba a los tres clientes que seguían los movimientos sensuales de una bailarina sobre el escenario.
–No se ve muy animada la fiesta. Parece que llegamos muy temprano –comenté.
–Tampoco es el momento ideal para salir a conocer los misterios eróticos del barrio –dijo el policía–. Al igual que en el resto de Santiago, hay protestas en varios puntos de la comuna. Los clientes que están al lado del escenario deben vivir por el barrio o estar completamente desconectados de la realidad.
Nos acercamos a uno de los sillones más apartados y antes que estuviéramos sentados llegó una mujer morena que lucía una ajustada minifalda negra con incrustaciones de espejuelos y pequeños bordados artesanales.
–Bienvenidos –dijo haciendo un notorio esfuerzo por demostrar alegría y ser amable–. Me llamo Jenny. ¿Quieren un trago, compañía o las dos cosas?
–Queremos ver a Gamboa, el jefe –le respondió Chacón sin el menor esbozo de simpatía en el tono de sus palabras.
En el rostro de la mujer apareció una sombra de inquietud y su falsa alegría desapareció en la oscuridad del cabaré.
–Todavía no llega. ¿Para qué lo buscan?
–Necesitamos que nos ayude a ubicar a un amigo en común que salió de su casa y no ha vuelto –respondí.
–Son policías. Los puedo oler a diez metros de distancia –señaló la mujer.
–Buen olfato, pero más te vale que no se lo digas a nadie.
–¿Conoces a un tal Portillo? –le preguntó Chacón–. Nos contaron que es un cliente frecuente de este lugar.
–Nunca pregunto sus nombres a mis clientes.
–Buena chica. Leal, reservada y discreta –retrucó Chacón.
–¿Quieren un trago o solo van a esperar al jefe? –preguntó Jenny dando a entender que no tenía mucho más que decirnos.
–Nada –respondió Chacón–. Cuando trabajo no bebo.
–Vodka tónica y una sonrisa –dije a mi turno–. Nada me gusta más que mezclar el trabajo con el placer.
Jenny hizo un esfuerzo y sonrió. Pensé que llevaba mucho tiempo metida en el juego y ya no le encontraba ninguna gracia. Dio media vuelta y desapareció a través de una cortina que bien podía ser el límite entre el salón y la antesala al infierno. Minutos más tarde reapareció con mi bebida.
Con Chacón nos sentamos en un sillón dispuestos a esperar hasta que nos durara la paciencia o los hielos que flotaban en mi vaso. Un rato después vimos aparecer a un tipo alto y rubio que entró al salón y caminó con seguridad hasta cruzar la cortina. Jenny dejó el rincón donde conversaba con las otras mujeres del cabaré y siguió los pasos del hombre.
–Pronto nos van a traer noticias –dije a Chacón y no me equivoqué.
Tres minutos más tarde llegó Jenny a nuestro lado y nos regaló una breve sonrisa.
–Vengan conmigo. El jefe los recibirá en su oficina –dijo.
Cruzamos la cortina tras ella y avanzamos por un pasillo oscuro que conducía al despacho de Gamboa, una pieza de tamaño reducido que parecía servir de oficina y bodega de licores al mismo tiempo. Frente a un escritorio de madera había tres sillas y a un costado del mueble una buena cantidad de botellas de vodka, ron, pisco y otros licores.
–¿Qué se les ofrece, señores? ¿Tengo problemas con la ley y el orden? –preguntó Gamboa intentando dar un tono festivo a sus palabras.
–No que sepamos o que podamos probar –respondí.
–Queremos conversar sobre el destino de dos supuestos amigos suyos –añadió Chacón.
–¿Supuestos amigos? –preguntó Gamboa.
–¿Hace cuántos días que no ve o no sabe de su amigo el Cajita Huerta? –pregunté.
–¿Cajita? ¿El loco del impermeable rojo? No es mi amigo ni tengo recuerdo de la última vez que lo vi.
–Amaneció muerto en la calle.
–¡Pobre tipo! ¿Y qué tengo yo que ver con eso? –me preguntó Gamboa.
–Supimos que Huerta entregaba mensajes a muchachitos que trabajan para usted en asuntos que nos gustaría aclarar.
–No hay nada que aclarar. No sé de qué muchachitos me hablan y nunca tuve tratos con Huerta.
–Conozco a una señora que puede atestiguar que usted dejó con ella un dinero destinado a Huerta. Una, dos, muchas veces –dije y noté que Gamboa hacia un esfuerzo por contener la aparición de una mueca rabiosa en su rostro.
–Preferiría no hablar de ese dinero. Mi madre solía decir que era necesario ser generoso con los necesitados, pero que la mano izquierda no debía saber lo que hace la derecha. Es cierto que le daba dinero a Huerta, pero no como pago de un trabajo. El tipo llegó una vez a este lugar, todo sucio y jodido, pidiendo unas monedas para comer. Le di unos pesos y luego seguí haciéndolo, pero con el compromiso de su parte de no asomar su nariz en el café. ¿Qué tiene de malo ayudar al prójimo?
–Su historia es conmovedora –comenté.
–No tienen otra opción que creerme, por lo menos hasta que no tenga argumentos o pruebas que le permita contar otra versión de la misma historia.
–Tiene razón. Se nota que alguna vez estuvo del lado bueno de la ley –le dijo Chacón a Gamboa.
–¿Me quieren joder por lo que hice en el pasado? Ya pagué por eso y tengo derecho a vivir en paz.
–Su pasado de ratero no nos interesa. ¿Por qué le pasaba dinero a Huerta? –insistí.
–Ya se los dije y no lo voy a repetir. Y salvo que puedan acusarme con un juez, pueden irse por donde vinieron. Tengo trabajo pendiente.
–Volviendo al asunto de los mensajes. ¿Cuál era el contenido de los mensajes que Huerta le entregaba a los muchachos?
–Es usted un tipo porfiado y de ideas fijas.
–Sobre todo cuando me refiero a cosas que conozco al detalle. Estuve en la feria donde se instalaba Huerta y lo vi conversar con una serie de muchachos. Y tengo el testimonio de un policía retirado que solía observar al loco como usted lo llama. ¿De qué trataban los mensajes, Gamboa?
–Ofertas de trabajo. Tengo unos cultivos y a veces necesito mano de obra por uno o dos días. Los muchachos necesitan ganar unos mangos y les doy la oportunidad de hacerlo.
–¿Conoce los nombres de los muchachos?
–No. Es una relación bastante informal.
–¿Y solo Huerta podría confirmar o refutar su versión sobre el contenido de los mensajes?
–Así es. Huerta o alguno de los muchachos.
–¿Recuerda que hablamos de dos supuestos amigos suyos? –preguntó Chacón–. Uno es Huerta. El otro se apellida Portillo y le dicen el Guarén.
–¿Portillo? Viene de vez en cuando, pero no diría que somos amigos. En los tiempos que corren uno conoce gente y nada más.
–¿De vez en cuando? –pregunté–. Nos dijeron que es un buen cliente de este lugar y que al igual que usted, durante un tiempo fue carabinero.
–Tal vez viene cuando yo no estoy. Habría que preguntarles a las chicas.
–Lo haremos, no lo ponga en duda –dijo Chacón.
–¿Sabe dónde ubicarlo? –pregunté a Gamboa.
–Ni la menor idea.
–Quizás necesita un poco de tiempo para hacer memoria –dije.
–No tengo nada que decir. Se equivocaron de lugar y de personaje. Buenas noches, señores.
***
–¿Y qué esperaba, Heredia? ¿Qué confesara como pendejo a punto de hacer su primera comunión? –preguntó Chacón–. El tipo estaba incómodo y seguramente nos mintió de principio a fin de la conversación. Fue paco y si está metido en negocios turbios como creemos, será un hueso duro de roer.
–Nunca creí que cooperara. Ni siquiera podemos asegurar que su relación con Huerta no sea como él dice. Pero se puso nervioso y si anda en malos pasos tratará de ponerse el parche antes de la herida.
–¿Piensa que intentará algo en contra nuestra?
–No lo descarto, pero tiendo a creer que intentará acallar a quienes puedan testimoniar en su contra.
–¿La señora del quiosco?
–Sería muy evidente y además ella no reviste mucho riesgo para Gamboa. A lo más puede decir que hubo una entrega de dinero. Sobre el motivo solo puede dar una opinión.
–¿En quién está pensando, Heredia?
–En Portillo. Intuyo que es la mano derecha de Gamboa. La mano que castiga a los deudores y revuelve las inmundicias. Un tipo que conoce mucha información capaz de afectar a Gamboa en un juicio o en cualquier medio de comunicación.
–Saber demasiado puede llegar a ser un problema. ¿Es eso?
–Tú lo has dicho, Ruperto.
–El problema es encontrar a Portillo.
–Gamboa no quiso reconocerlo, pero sabemos que Portillo frecuenta el Templo Dorado.
–¿Y qué pretende? ¿Vigilar el cabaré las veinticuatro horas del día? –preguntó el policía cuando llegábamos al centro de Santiago.
Un rato más tarde, Chacón tomó la calle Amunátegui en dirección al norte. Su idea era llegar a General Mackenna y detenerse en la esquina de Teatinos, a pocos metros de mi edificio. Sin embargo, luego de cruzar la calle Santo Domingo debió eludir los restos de una fogata y las ruedas del lado derecho de su vehículo pasaron sobre un montón de clavos torcidos desparramados sobre el asfalto. Los neumáticos se desinflaron, el auto se recargó hacia el costado derecho y Chacón tuvo que esforzarse para no chocar un poste del alumbrado público. Finalmente, consiguió estacionar detrás de una camioneta y sin soltar el volante comenzó a maldecir.
–A esta hora no voy a encontrar ningún taller abierto. Tampoco un taxi que me lleve a la casa. Tendré que ir a dormir al cuartel.
–Puedes pasar la noche en mi departamento. Es una buena oportunidad para que bebas el trago que te adeudo desde hace tantos años.
–Gracias, Heredia. Llamaré a mi esposa para contarle lo que pasa. Ella sabe que mi trabajo me impide llegar a la casa algunas noches. Solo quiere saber que estoy vivo y que no tiene motivos para preocuparse.
–No se diga más. Voy a llamar a Simenon para que saque el hielo del congelador.
–¿Todavía vive ese gato?
–Ya no tiene la buena salud de antaño, pero no me extrañaría que llegue a tener tantos años como Matusalén.
–No embrome, Heredia. Los gatos no son eternos.
***
Desperté con un leve dolor de cabeza que atribuí a las escasas horas de sueños y las excesivas copas de vodka. El policía tenía aguante para beber sin perder el control, pero en algún momento de la noche apoyó su cabeza en unos de los cojines del sillón y comenzó a roncar con el entusiasmo de una motosierra.
–Tu visita se mandó a cambiar con las primeras luces del día –dijo Simenon mientras limpiaba una de sus patas delanteras–. Todavía estaba con la lengua traposa. Habló de unos neumáticos rotos y me pidió que te diera las gracias.
–Hace tiempo que le debía un par de copas.
–¿Un par? Hasta poco antes de irme a dormir conté cuatro por lado.
–No voy a discutir. Nunca he sido bueno para las matemáticas.
–¿Y cómo va la investigación?
–Tengo muchas dudas y pocas certezas.
–¿Y crees que Gamboa es un hueso que dará caldo?
–Por un minuto lo creo, y al siguiente me parece una tontería.
–¿Y qué me dices del desayuno?
–¿Qué desayuno?
–El tuyo, el mío y el del gato pequeño.
Preparé café y lo acompañé con unos huevos con jamón que compartí con los gatos hasta que sonó el teléfono.
–Soy Berta Lorca. La mamá de Daniel –escuché decir–. Cuarta vez que lo llamo esta mañana. Llegué a pensar que le había pasado algo malo. Con la confusión que se ve en todas partes...
–Sé cuidarme, señora. Y me gusta ese movimiento en las calles que usted llama confusión. Hace tiempo que no veía tan animada la ciudad. Debe ser por la gente que se cansó de guardar silencio y demanda sus derechos con una fuerza que supera cualquier obstáculo.
–Por donde vivo, todo el día pasa gente gritando y portando banderas.
–Es la música que acompaña a los grandes cambios ciudadanos –dije y al apreciar que la mujer guardaba silencio, agregué–: Seguramente usted me llama para saber cómo va el asunto de su hijo. Y la verdad es que he avanzado poco, lo que no significa que no vaya a saltar la liebre de un momento a otro.
–No lo he llamado para atrincarlo. Tengo paciencia y puedo esperar un tiempo razonable.
–Compartiendo con las personas que marchan por las calles he pensado en las fotos de su hijo. Rostros, sonrisas, heridas, lágrimas, alegrías y rabias. La vida desplegada como en una gran escena teatral.
–También he pensado en las fotos de mi hijo. Pero no por lo que usted dice. Fui al departamento de Daniel con la intención de empaquetar sus cosas y llevarlas a la junta de vecinos de mi barrio para que las repartan entre la gente necesitada. Cuando estaba ordenando encontré un pendrive dentro de una de sus zapatillas.
–¿Zapatillas? Da para pensar que su hijo era desordenado. ¿Examinó su contenido?
–No era desordenado y por eso apenas encontré el aparato pensé que puede contener algo que mi hijo deseaba ocultar. Él solía usar esos artefactos para ordenar sus fotos por temas. Por eso lo estoy llamando. Quiero pasarle el pendrive.
Nos pusimos de acuerdo en una hora determinada y pasé por el departamento de Berta Lorca a buscar el pequeño archivo. Desde el hogar de la señora llamé a Campbell. La noticia del pendrive le interesó y quedamos en que iría a su oficina. Cuarenta y cinco minutos más tarde estábamos sentados frente a uno de sus computadores.
El pendrive contenía cincuenta y siete imágenes tomadas por Riera. A primera vista captadas en el mismo lugar de las que me había pasado Serna, pero eran más nítidas y recogían escenas que consideraban a nuevos personajes.
–Queda claro que los hombres armados vestían uniformes. Ampliando las fotos podríamos definir mejor sus características y a partir de esa información identificar a los participantes –dijo Campbell después de examinarlas.
–Los rostros de las víctimas se ven más claros. Podrían ser reconocidos por sus familiares o amigos –comenté.
–Pareciera que la mayoría de las víctimas fueron sacadas del lugar. Y quemaron a las que permanecieron en el sitio de la ejecución.
–Buena observación, Campbell. Y fíjate en esta –le dije al periodista mientras le pasaba una foto que en un primer plano mostraba unas estanterías en llamas y tras ellas un muro con carteles pegados en su parte superior.
–¿Qué pasa con esa foto? –preguntó Campbell.
–Lee lo que dicen los carteles –ordené a mi amigo.
–¡Carajo!, ¡esa sí es una información útil! –exclamó Campbell y luego releyó en voz alta parte del texto escrito en el cartel: Super Rayo da más y más rápido.
–Será fácil averiguar si existe un supermercado con ese nombre.
–¿Qué piensas hacer con las imágenes? ¿Puedo copiarlas en mi computador?
–Puedes hacerlo, pero antes hazme el favor de enviárselas a Chacón y copiarlas en otro dispositivo. Las compartiré con la fiscal Rosero.
–Saltarán chispas cuando se difundan –agregó Campbell–. Puedo imaginar a una de ellas en la portada de mi revista.
–Calma y tiza, Campbell. La prisa puede ahuyentar al desconocido que buscamos.
Campbell envió las fotos al correo electrónico de Chacón y me entregó un pendrive que guardé en mi chaqueta junto al que me había dado la madre de Riera.
Nos despedimos y media hora más tarde entregué uno de los archivos a la secretaria de Claudia Rosero. Nadie podría quejarse. Estaba jugando limpio, sin ases bajo la manga y repartiendo la misma cantidad de cartas a cada participante.
Al salir de la fiscalía me pregunté por el rumbo que debía dar a mis pasos y solo después de caminar un par de cuadras encontré la respuesta.