Transcurrió todo un día sin progresos en mi investigación. Leí una vieja antología de los cuentos de Poli Délano, escuché música en la radio y al caer la tarde recorrí la manifestación que se realizaba diariamente en la plaza de la Dignidad. El entusiasmo no decaía, pese a que el gobierno seguía sin responder a las demandas y los carabineros redoblaban sus esfuerzos para maltratar y detener a los manifestantes. En mi recorrido observé la presentación de un colectivo de mujeres que protestaba contra la violación de los derechos de las mujeres.
De regreso al departamento preparé algo de comer y luego me recosté en mi cama a escuchar el noticiero de la radio. Pensé en lo que sucedía en las calles hasta que el sueño me cerró los ojos y volé hacia los parajes de un mundo desolado por la paulatina extinción del sol. Desperté con el ruido que provocaba el vendedor de gas al golpear los balones que transportaba en su camión. Faltaba un minuto para el mediodía. Simenon y Pugliese reclamaban por su desayuno. Me levanté de mala gana, arrastré mis pasos hasta la cocina y llené sus platos de comida. Cuando regresaba al dormitorio escuché el timbre del teléfono.
–¡Al fin contesta! –dijo Chacón–. ¿Sueño pesado o resaca?
–El sueño plácido de los que hacen tres buenas acciones cada día.
–Ojalá pudiera decir lo mismo, pero me duermo y despierto pensando en el trabajo. Y en cuanto a mi llamada, confío en que le sacaré la modorra con mis noticias.
–Menos amenazas y al grano, Ruperto.
–En el Servicio Médico Legal hay cuatro cadáveres trasladados desde el Supermercado Rayo. No fue necesario llamar a los bomberos como me pidió. En el Médico Legal registran el origen y la fecha de ingreso de los cadáveres que reciben. Tengo un amigo que trabaja en ese lugar y me ayudó a obtener una respuesta más rápida que lo habitual. También se ofreció para agilizar la identificación de los cadáveres. Dado el estado de carbonización que presentan los cuerpos, la identificación tendrá que hacerse mediante un análisis de ADN. Para eso necesitan extraer el ADN de los cuerpos desde sus huesos o dientes. Los dientes suelen ser muy resistentes a los efectos del fuego. Una vez que obtengan el ADN deberán compararlo con el de algún familiar de los quemados.
–¿Cuánto demora eso?
–Tratándose de una urgencia, podríamos tener resultados confiables en uno o dos días como máximo.
–¿Crees que uno de los quemados pueda ser Tomás Bruna?
–El estado de los restos no me permite responder su pregunta, Heredia.
–Y las fotos. ¿Te dicen algo las fotos?
–Las he visto varias veces y solo puedo decir que lo sucedido en ese lugar no tiene nombre y amerita una investigación a fondo. Me recuerda la época de la dictadura, cuando abrían los cuerpos con corvos y luego los lanzaban al mar.
–¿Tienes un pálpito sobre el resultado de los exámenes de ADN?
–Apostaría un tercio de mi sueldo a que uno de los restos corresponde al muchacho Bruna.
–Eso implica decirle a la señora Dalia que su hijo puede estar muerto.
–Temo que es así, Heredia. Si quiere le puedo ayudar. Tengo experiencia en conversar con familiares de víctimas o fallecidos.
–Prefiero hacerlo a mi manera. Mal que mal es mi clienta.
–Como quiera, Heredia. Solo recuerde que cuanto antes vaya al Servicio Médico Legal, más rápido tendremos el resultado del análisis. Y avísame cuando esté listo para ir con la señora. Tengo que hablar con el doctor Talavera, el amigo que le mencioné.
***
–Tuvo suerte, a esta hora no suelo estar en mi casa –dijo Dalia Véliz después de ofrecerme asiento en el mismo sillón de mimbre de mi visita anterior–. Con el asunto de las protestas estoy trabajando menos. La mitad de los supermercados a la que mi empresa presta servicio de aseo cerró sus puertas y no las abrirá hasta que se calmen los ánimos.
–Tengo noticias que involucran a Tomás y temo que no son buenas –dije y observé que la mujer apoyaba con energía su espalda contra el respaldo de la silla que ocupaba. Pensé en una gata dispuesta a defender a sus cachorros y lamenté ser el encargado de llevarle aquel dolor.
–¿Se lo llevaron los pacos? ¿Está en cana?
–Ojalá fuera solo eso, pero las investigaciones realizadas indican que su hijo podría ser uno de los cuatro muertos que se encontraron en un supermercado incendiado por una turba de gente –dije.
–¿Por qué me habla como si tuviera duda de lo que me está contando? Prefiero que sea franco y no me oculte la verdad.
–Hay fotos que muestran a Tomás dentro del supermercado, pero falta la prueba que nos dirá con seguridad si su hijo es una de las víctimas. Quiero que vaya al Servicio Médico Legal para que le tomen una muestra de sangre. Puedo acompañarla si quiere.
–¿Para qué es la sangre?
–Para el análisis de ADN que permitirá identificar a los muertos. En uno o dos días deberíamos salir de la duda.
–¿Y en ese lugar tienen los posibles restos de mi hijo?
–Sí, pero no podrá verlos hasta después del análisis.
La mujer bajó la cabeza hasta apoyar el mentón en su pecho. Se mantuvo en esa posición unos segundos y dejó correr unos lagrimones por sus mejillas.
–Todavía queda esperanza –agregué sin mucha convicción.
–Gracias, pero yo sé que él me dejó –señaló Dalia Véliz luego de levantar la cabeza y mirarme a los ojos–. Mi corazón me lo dice desde que conversé con usted por primera vez. ¿No cree en los presentimientos?
–Creo en los presentimientos, pero al término de un trabajo necesito certezas.
–Una trae hijos al mundo y quiere que sean felices hasta que un día se da cuenta que la vida no les favorece y que nunca alcanzarán lo que hemos soñamos para ellos. Le di la vida y luego no mucho más. Tomás siempre estuvo solo, sin una guía que lo orientara, entregado a su suerte como la mayoría de los muchachos de la población.
–No se culpe, señora. Usted no está a cargo de repartir suerte.
–A la gente como una no la consideran en ese reparto. Nos dicen que la vida es hermosa, pero siempre hay alguien o algo que se encarga de estropearla para que pensemos todo lo contrario.
–Mañana vendré a buscarla y una vez que tengamos los resultados sabremos a qué atenernos. No se mortifique antes de tiempo.
***
La población quedó atrás. Conduje mi auto sin dificultad hasta llegar a mi barrio. En el aire rondaba la sensación de que algo fuera de lo habitual iba a ocurrir de un momento a otro. Dejé mi Chevy en el taller mecánico donde lo guardaba y caminé hacia mi departamento. En el trayecto me detuve frente a un muro rayado con la consigna: «Hasta que la dignidad se haga costumbre».
Una vez en mi oficina preparé un tazón de té y llamé a Chacón para informarle de mi conversación con la madre de Tomás Bruna. Habíamos acordado ayudarnos en la resolución del caso y me proponía cumplir con mi parte del trato.
–Llamaré a mi amigo del Servicio Médico Legal para que no la tramiten con la toma de la muestra –dijo tras escuchar mi informe.
–La señora Dalia espera lo peor. Presiente que su hijo está entre los restos encontrados en el supermercado. La acompañaré a tomarse la muestra y luego volveré a ocuparme de Portillo.
–Atento con eso, Heredia. No olvide al matón que vio en compañía de Gamboa. No es conveniente que ninguno de nosotros se aparezca en el cabaré. Nos conocen y si nos ven merodeando solo conseguiremos espantar a Portillo. Uno de mis detectives vigilará a Portillo. Se llama Dylan Jerez, viene de Loncoche y está haciendo sus primeras armas en la capital. No le costará nada simular que es un muchacho provinciano deslumbrado por el aroma del café con piernas.
–Me parece bien enviarlo a dar una vuelta por el lugar, pero no lo dejaría solo por mucho rato. Ya es evidente que los tipos del cabaré tienen mal genio.
–Le diré que tenga cuidado. Y a usted que no se le ocurra asomar la nariz. Quédese a un lado y deje que Dylan haga la pega.
–Seguiré tu consejo, Ruperto.
Chacón no quedó muy convencido de mi respuesta. Puse fin a la llamada. Me dediqué a tomar apuntes en mi libreta y a leer una novela de Horace McCoy que me tuvo atrapado hasta poco antes de la medianoche. La historia transcurría en una época de caos económico y sus protagonistas estaban dispuestos a todo por ganar dinero en un agotador concurso de baile. Parecían algo desesperados, pero no lo eran más que muchos hombres y mujeres en la actualidad. Me dormí pensando en las chicas que estarían bailando sobre el escenario del Templo Dorado. Al igual que Gloria, la protagonista de la novela de McCoy, no tenían mucho donde elegir para seguir en el ruedo. Maquillaban sus derrotas con sonrisas y a duras penas conseguían alimentar sus escuálidas esperanzas.
Desperté tarde, pero con el tiempo suficiente para darme una ducha, tomar desayuno y llegar puntual al almuerzo con Chacón y el joven detective a su cargo.
Dylan Jerez era un hombre alto y macizo. Llevaba sus cabellos cortados al ras y eso hacía resaltar sus mofletes y sus ojos saltones. Como todo detective novato, escuchaba y se dirigía a su superior con la reverencia que lo haría un monaguillo con el Papa. El besamanos es una tradición nacional y la policía no escapa de ella.
–Me apersoné en el lugar alrededor de las cinco de la tarde –comenzó a decir Jerez–. El hombre al que debía seguir no estaba en el cabaré, por lo que ocupé alrededor de una hora en compartir con una de las señoritas. La iniciativa me permitió ganar su confianza y conocer algo de la vida al interior del cabaré. A las seis de la tarde llegó el sujeto identificado como Adalberto Portillo, alias el Guarén. Conversó veinte minutos con una de las mujeres y luego desapareció tras las cortinas que cubren el acceso a las dependencias interiores.
–Hasta aquí, tu relato carece de interés –dijo Chacón a su subordinado.
–Minutos más tarde llegó un hombre de treinta años, bastante alto y de buen estado físico –continuó el joven policía–. Se acercó a la mujer que había conversado con Portillo y sin preocuparse por el volumen de su voz le preguntó por el jefe. La mujer le contestó que estaba en su oficina, acompañado por Portillo.
–¿Iba a una reunión? –preguntó Chacón.
–Todo indica que así era.
–¿Y supo para qué era la reunión?
–Ni idea, pero lo importante es que la mujer terminó su respuesta con la siguiente frase: «Los dos lo están esperando, don Gaspar».
–¿Gaspar? –preguntó Chacón–. ¿Ningún apellido que nos ayude a identificar a ese sujeto?
–Pregunté su nombre a la señorita con la que me encontraba compartiendo una gaseosa y solo me supo decir que era policía y un buen amigo de Aurelio Gamboa.
–¿Policía? ¿Qué clase de policía?
–Ni idea, señor. Estuvo reunido con Gamboa cerca de treinta minutos –continuó Jerez sin prestar atención a la insistencia de su jefe–. Reapareció en el salón acompañado de Portillo. Los oí pedir café. Pagué la cuenta y fui a mi vehículo a esperar la salida del Gaspar. Quería seguirlo para averiguar algo más sobre él.
–¿Y cómo le fue?
–Salió a los quince minutos. Lo acompañaba Portillo.
–¿Y qué pasó? –pregunté con impaciencia.
–Los seguí hasta un restaurante en la avenida Brasil, donde los esperaba un desconocido del que nada pude averiguar. Solo puedo decir que era moreno, llevaba barba de varios días y vestía de manera festiva.
–¿Qué carajo quiere decir con eso de festiva? –preguntó Chacón–. ¿Andaba con traje de payaso?
–No, mi comisario, pero llevaba camisa floreada, chaqueta de color granate, pantalones negros y zapatos puntiagudos. Pura ropa cara y de marca. Pregunté si lo conocía al mozo que me atendió, pero no tenía la menor idea de quién se trataba. Tampoco sabía nada de Portillo y su acompañante.
–¿Eso es todo? –pregunté a Jerez–. ¿Qué pasó con Gaspar?
–Los hombres cenaron y compartieron una extensa degustación de bajativos. Pasada la medianoche, Portillo y Gaspar se despidieron, y el desconocido se quedó en el restaurante. Conforme a las instrucciones recibidas, seguí a Portillo hasta un edificio ubicado en la calle Huérfanos –dijo Jerez y a continuación dio el número del departamento.
–Bien hecho, Jerez –dijo Chacón.
–Y hay algo más que escuché y me pareció importante. El desconocido y Portillo quedaron en reunirse –agregó Jerez.
–Mañana, a primera hora, va a ponerse a las espaldas de Portillo y no lo perderá de vista –ordenó Chacón.
–¿Lo vas a mandar solo por el mundo? –pregunté a Chacón.
–Se trata de seguir a un sospechoso, nada más. Le servirá para conocer la ciudad.
–Y después de almuerzo espero conseguir información sobre el llamado Gaspar y el tipo de aspecto festivo –completó Jerez.
–Me gusta tu entusiasmo –dije al policía joven–. Pero, ojo, el que anda muy apurado suele tropezar.
***
La clientela del restaurante era escasa y daba a los salones un aspecto de abandono o de tren sin destino. Los ventanales que miraban a la calle estaban cubiertos con gruesas placas de fierro, los mozos bostezaban apoyados en el mesón que ocupaba una parte importante del salón principal y el barman dormitaba detrás de la barra del bar. Una clienta que parecía esperar a su amante atrasado hacía durar un jugo de naranja servido en una larga copa de cóctel.
Busqué una mesa apartada desde la que podía observar los movimientos en el salón principal, y cuando un mozo vino a atenderme le pedí mi combinación favorita: vodka con agua tónica, dos cubos de hielo y unas torrejas finas de limón y jengibre. Luego consulté el reloj que colgaba sobre la puerta que conducía a la cocina y me dispuse a esperar.
Portillo fue el primero en llegar. Buscó una mesa cerca de la entrada y se sentó. Cinco minutos más tarde apareció Dylan Jerez. Se notaba nervioso y caminaba mirando hacia el suelo para no llamar la atención. No me vio. Se acercó a la barra, pidió una cerveza y una tablilla de quesos y aceitunas para acompañar la bebida.
Diez minutos más tarde, cuando Portillo comenzaba a impacientarse, llegó el que Jerez había descrito como un tipo vestido de manera festiva. Lo reconocí de inmediato. Estaba más viejo y gordo, pero seguía pareciéndose al hombre de expresión triste que años atrás había salido en los diarios después de ser detenido en un operativo policial destinado a desbaratar la distribución de un cargamento de cocaína enviado desde Bolivia. Se llamaba Armando Fariña. Lo apodaban Gatillo y después de pasar dos años en la cárcel había recuperado la libertad y estaba convertido en uno de los capos de la droga en el sector sur de Santiago. Debía tener algo más de sesenta años y se contaba que su padrino de bautismo había sido Mario Silva Leiva, el célebre Cabro Carrera, por muchos años amo y señor del barrio Franklin y sus alrededores. Gatillo vivió un año en Medellín y a su regreso en Chile montó una eficiente cadena de venta y distribución de drogas. Según la leyenda había contratado a un pintor de renombre para que le hiciera un mural a la entrada de su casa. En la pintura aparecía su rostro junto al de Pablo Escobar Gaviria, a quien no había conocido, pero veneraba como al santo protector que iluminaba sus pasos.
Fariña venía acompañado de un hombre joven que se sentó en una esquina de la barra, no muy lejos de donde Jerez bebía su cerveza. Supuse que era su guardaespaldas y que habría otro más en el auto que trasladaba al narcotraficante.
Compartieron unas copas y conversaron animadamente como si hubieran tenido mucho que decirse. El recuerdo de Huerta y de los muchachos con los que compartía recados había comenzado a darme vueltas en la cabeza. Miré a Jerez y noté que la dirección de su mirada dejaba ver sin disimulo su interés por la mesa de Portillo y el narcotraficante. El guardaespaldas debió percatarse de lo mismo y sin pensarlo dos veces ocupó su celular para enviar un mensaje. A los pocos segundos, Fariña miró a su alrededor y se detuvo en Jerez. Le dijo algo a Portillo y quedó a la espera de alguna orientación del guardaespaldas.
Hice una seña al mozo que me atendía, dejé unos billetes sobre la mesa y caminé hacia la salida del restaurante. Una vez en la calle, vi bajar de un sedán negro a un hombrón que caminó unos pasos y se detuvo a cuatro metros de la entrada al restaurante. Segundos después, Portillo, Fariña y el guardaespaldas pasaron junto a mí. Iban deprisa y no tardaron de meterse en el sedán. Jerez salió tras ellos y el hombrón del sedán sacó una pistola de su chaqueta. No lo pensé dos veces cuando vi que el novato avanzaba hacia el matón. Di unos pasos y justo cuando se escuchó el ruido de un disparo, empujé al joven policía y ambos fuimos a dar bajo una camioneta estacionada frente al restaurante. El gatillero de Fariña nos miró un instante y decidió desaparecer de la escena.
Saqué a Jerez desde su escondite y lo obligué a sentarse al amparo de uno de los árboles que daban sombra al estacionamiento del restaurante. Tenía una mancha de sangre a la altura del muslo derecho.
–¿Cómo estás? –pregunté.
–Me duele la pierna –dijo, compungido.
Me saqué la corbata y apliqué un torniquete centímetros más arriba de la herida. Después tomé el celular del policía y llamé a Ruperto Chacón.
–¿Qué pasó? –preguntó Jerez–. Vi levantarse a Portillo y su acompañante. Salí tras ellos y no me di cuenta de que había un tercer hombre en el bar y un cuarto a la entrada. Y tampoco lo vi a usted, Heredia. ¿Dónde estaba?
–Dentro del restaurante. Viendo cómo se movían las piezas.
–Le debo la vida. Si usted no me empuja…
–Ya pasó lo peor. Deja los discursos para cuando te recuperes y me puedas invitar una copa.
–¿Quién era el acompañante de Portillo?
–Se llama Fariña y puede darse el lujo de andar con dos guardaespaldas. Podrían ser seis, ocho o medio centenar. El dinero le sobra. Es un capo de la droga.
–¿Sabía mi comisario Chacón que al seguir a Portillo podía encontrarme con Fariña?
–Ni él ni yo lo sabíamos. Que te sirva de experiencia, porque entre otras cosas, no puedes seguir a un sospechoso y hacer tan evidente tu interés por él. Te faltó acercarte a la mesa y pedir un autógrafo a Portillo.
–No joda, señor Heredia. No puedo ser tan huevón.
–Dicen que la tontera se atenúa con el tiempo y la experiencia. Pero, yo creo que a veces ni siquiera con eso. Podría hacer un largo listado de los viejos huevones que conozco.
–No volverá a ocurrir.
–Tienes suerte. Rara vez se tiene la oportunidad de aprender a balazos y contar el cuento.
–Me salvé de una buena.
–¿Cómo te sientes?
–No sé si me duele más la herida o el amor propio. ¿Qué puedo hacer, señor Heredia?
–Para empezar, deja de llamarme señor. Y luego, cierra los ojos y descansa. Me pareció escuchar la sirena de una ambulancia.
–No sé cómo pagar lo que hoy hizo por mí.
–Olvídalo. Dos veces en el pasado intenté salvar a unos policías y no lo logré. Tal vez era hora de sumar unos puntos a mi favor.
–¿Quiénes eran?
–Uno se llamaba Dagoberto Solís.
–¿Y el otro?
–Doris Fabra. Nos íbamos a casar y la mataron en una encerrona el día antes del matrimonio.
–Lo siento. No me gustaría haber estado en su pellejo.
–Ni yo en el tuyo, Jerez. Cruza los dedos para que el disparo que recibiste no sea más que un rasguño de gato malhumorado.