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–Dylan Jerez se recuperará en un par de días –dijo Chacón antes de entrar al café donde nos citamos un día después de la balacera en el restaurante–. Tuvo fortuna. La bala le raspó el muslo sin comprometer el fémur ni provocarle una herida muy profunda. Fue oportuno el empellón que usted le dio al novato y a mí me salvó de dar explicaciones sobre un asunto que se complicó de un momento a otro. Ni en mis peores pesadillas habría imaginado que enviaba a Dylan a enfrentarse con un capo de la droga.

–Me sorprendí cuando Fariña llegó a la reunión con Portillo. No sé si tiene relación con lo que investigo. Estaba pensando en un caso de represión policial y de pronto estoy metido en líos con narcotraficantes.

–No se asombre tanto. La relación entre narcos y carabineros es más común de lo que piensa. Los capos de la droga son generosos con los pacos que hacen la vista gorda. Hace tiempo leí que en la última década se detectaron más de cien casos de carabineros vinculados con el narcotráfico. Y no es la única gracia de los verdes. Hay muchos casos de acuerdos con bandas de ladrones, asaltantes callejeros y guardias que cuidan el pellejo a vendedores informales. De vez en cuando salen artículos en la prensa que denuncia los hechos ilícitos, pero luego de un par de conferencias de prensa de algún oficial que promete aplicar mano dura, todo vuelve a hundirse en una fosa tan oscura como pestilente.

–Hay quienes piensan que los narcos están metidos en los robos y saqueos de las últimas semanas.

–Soy uno de los que lo creen, Heredia. Los narcos están metiendo sus manos en las protestas porque les conviene mantener ocupados a las policías en cosas diferentes al combate contra el narcotráfico. Así trasportan su mercadería y sin grandes preocupaciones llenan sus bodegas con los envíos de Colombia y Bolivia.

–Mercadería para satisfacer a sus clientes cada vez más numerosos.

–Y lo otro es el control de la ciudad. Los narcos quieren conquistar barrios y poblaciones para instalar sus negocios y contar con la complicidad de los vecinos. Reparten alimentos o pagan los gastos médicos de personas sin recursos. No me extrañaría que pronto instalen sus propias escuelas, universidades y consultorios médicos. En la comuna donde vivo, todas las noches se escuchan balaceras que anuncian la llegada de mercadería nueva o son parte de encontrones entre bandas de narcos. Los vecinos duermen con un ojo abierto. Temen que en cualquier momento entre una bala a sus casas. Algunos hasta cubren las ventanas con gruesas planchas de acero.

–Todo eso lo sé, Ruperto. Me interesa descubrir si Tomás está metido en el negocio de la droga.

–Hasta donde sabemos, no es un angelito de Dios. El muchacho necesitaba dinero y es altamente probable que lo obtuviera a través de su relación con Huerta y Gamboa.

–Tomás participaba en actividades en beneficio de la gente de su población. Ferias, ollas comunes y fiestas familiares.

–Eso no descarta nada, Heredia. A río revuelto, ganancia de pescadores. El segundo día de protestas detuvimos a un muchacho de quince años que no tenía interés político en el estallido. Venía de Antofagasta a participar en las protestas y específicamente en el saqueo de locales comerciales. Los narcos le pagaron los pasajes aéreos, cuatro noches de hotel y honorarios. Y según confesó, no era el único. Otros como él fueron contratados para hacer lo mismo en Temuco, Puerto Montt y Punta Arenas.

–¿Qué piensas hacer con Portillo y Fariña?

–Balearon a un policía y tendrán que pagar. Cazar a Fariña llevará más tiempo, pero a Portillo lo tenemos al alcance de la mano. No olvides que Jerez averiguó su domicilio antes de ser herido. Lo vamos a detener apenas tengamos la orden de la fiscalía. El pendejo tendrá que cantar todas las canciones que recuerde. No podemos permitir que dispare contra uno de los nuestros y termine de nuevo en la calle, libre de polvo y paja. Si un abogado consigue liberarlo, que al menos salga del chucho con varias costillas rotas.

–Al parecer la detención de Portillo estará entretenida. Una fiesta a la que por supuesto no estoy invitado.

–Tiene razón, Heredia. Con el tiempo aprendió la lección. Hay cosas que podemos abordar juntos, y otras, la mayoría, son asuntos míos.

–Más claro echarle agua.

–Las cosas claras y a cada perro su hueso.

***

Dormí poco y permanecí despierto en la cama hasta que escuché el ruido de los buses que iniciaban sus recorridos. Me vestí deprisa, compartí una taza de café con Moquete en la conserjería y tomé un taxi conducido por un sujeto regordete, de barba entrecana y anteojos poto de botella, que no tardó en reclamar contra los manifestantes que cortaban las calles para protestar en favor del cambio constitucional y la entrega de una mejor educación. Cuando íbamos en la segunda cuadra del viaje, le dije que le pagaba por sus servicios de chofer y no de analista político. Me dio una mirada de perro pulguiento a través del espejo y luego de pensarlo dos veces, siguió manejando, enfurruñado y en silencio.

Me bajé cerca del edificio donde vivía Portillo y por unos segundos pensé en los pasos que daría a continuación. Encontré unas cajas de pizzas junto a un basurero. Tomé dos y las limpié con las hojas de un diario abandonado junto al recipiente de la basura. Me acerqué a la entrada del edificio y pulsé el citófono que comunicaba con el departamento de Portillo. Esperé unos segundos, insistí con el citófono y finalmente escuché una voz adormilada que supuse sería la de Portillo.

–Señor Portillo, por encargo de nuestro cliente Aurelio Gamboa, le traigo la promoción estrella de la cadena Toda Masa, Todo Queso –dije, y luego de recuperar el aliento agregué–: Nuestra preparación viene lista para servir. Junto a la pizza le traigo palitos de masa crujiente al ajo y dos porciones de nuestra exclusiva salsa Tomate Alegre. ¿Me abre, por favor?

–Debe ser un error –alegó Portillo.

–La cadena Toda Masa, Todo Queso nunca se equivoca. Ni en sus preparaciones ni en sus entregas. Permítame entrar a la intimidad de su hogar para que conozca la mejor pizza a su alcance, preparada con la receta de longevos y estrictos maestros italianos.

–¿Dice que la envía Gamboa?

–Aurelio Gamboa. ¿Me permite entrar antes que la pizza pierda su punto de degustación?

Sentí el sonido de un timbre y de inmediato se abrió el portón de acceso al edificio. Un conserje avejentado y con evidentes ganas de terminar su jornada salió a mi encuentro. Le dije el nombre de Portillo y el hombre me indicó los tres ascensores al final de un pasillo mal iluminado. Subí al ascensor de la izquierda y al mirar a mi espalda descubrí que el conserje había desaparecido con la prisa del villano en una película de misterio.

Toqué el timbre y me dispuse a esperar. Después de unos segundos se abrió la puerta y apareció el rostro ojeroso y descompuesto de Portillo. Vestía una bata de toalla verde y pantuflas plásticas. Olía a exceso de copete y cigarrillos. Me observó unos segundos y luego concentró su atención en las cajas que sostenía en mi mano izquierda.

–¿Es una broma? ¿Qué puto bicho le picó a Gamboa?

–Es un buen regalo que podrá disfrutar con su familia.

–Gamboa sabe que vivo solo.

–Eso puede terminar si invita a sus amigas a comer las pizzas Toda Masa, Todo Queso.

–No joda –dijo Portillo un tanto molesto con la situación.

–Por favor, ¿me permite terminar mi entrega? –agregué.

–Pase a la cocina y deje las putas pizzas sobre la mesa.

Di dos pasos. Portillo levantó su mano derecha para indicarme la puerta de la cocina. Levanté las cajas hasta la altura de mi hombro y las impulsé violentamente contra la cara de mi anfitrión. No fue un golpe duro, pero sí sorpresivo. Intentó protegerse con sus brazos y al hacerlo me dio tiempo para castigar su mentón con un recto de derecha. Las piernas se le doblaron y mientras caía como en cámara lenta, logré impactar en su cara la rápida combinación de izquierda y derecha que me habían enseñado cuando era un adolescente que boxeaba con sus compañeros de orfanato. La cabeza de Portillo rebotó en el piso alfombrado del departamento.

Despertó amarrado a la silla que encontré en el comedor del departamento. Había revisado las habitaciones y comprobado que estaba solo, aunque en el dormitorio descubrí la parte superior de un bikini adornado con mostacillas de colores, una botella de espumante y dos copas que me hicieron pensar que tuvo compañía durante la noche.

–¿Quién es usted? –preguntó–. ¿Quién lo envió a mi departamento?

–Mi nombre no tiene importancia. Vine a traerle la pizza y a conversar un rato con usted, antes que mis colegas de la policía vengan a detenerlo.

–¡Miente! Usted no tiene aspecto de policía ni menos de repartidor de pizzas. ¿Viene a decirme que algo molestó a Fariña?

El nombre de Fariña causaba preocupación en Portillo y decidí pensar unos segundos mi respuesta.

–¿De qué se trata? –insistió.

–Fariña cree que la policía intentó hacerle una encerrona en el restaurante y que usted colaboró en su planificación.

–No tengo ninguna relación con la policía. Y él eligió el lugar de nuestra reunión.

–Y usted tuvo el tiempo suficiente como para llamar a sus amigotes de la policía.

–¿Por qué traicionaría a Fariña? Hemos realizado buenos negocios desde que nos asociamos.

–¿Cómo van las cosas en el cabaré?

–El cabaré está fuera de los negocios con Fariña. Él sabe que es un asunto entre Gamboa y yo. Al igual que la venta de drogas al menudeo en la que Fariña solo participa como proveedor.

–El patrón lo sabe, pero a veces tiene sus dudas sobre los montos que se venden.

–Tenemos clientes que compran una buena cantidad todos los meses. Y otros que llegan al cabaré por las mujeres y terminan comprando unas dosis.

–El patrón piensa que ustedes están vendiendo su propia mercadería en el cabaré. Que están comprando por su cuenta en el extranjero.

–No es cierto. Él sabe que la mercadería que vendemos en el cabaré, la calle y en otros lugares es la suya.

–¿Calles, colegios, oficinas, empresas? ¿Para eso contaba con la ayuda de Huerta?

–¿Huerta? ¿A quién le importa ese huevón? Está frío y en camino de convertirse en una bolsa de gusanos.

–No debieron matarlo. Fariña opina que su muerte pone en peligro la seguridad del negocio.

–Huerta se lo buscó. Hablaba demasiado con los muchachos. Les hacía preguntas sobre el tráfico de las drogas.

–¿Los recados eran para avisar sobre las grandes tiendas y supermercados que serían saqueados?

–Un negocio que no se topa con los intereses de Fariña.

–Hay un muchacho al que Huerta intentó darle un recado. Tomás Bruna, ¿lo recuerda?

–No sé quién es.

–Hay quienes aseguran que lo vieron con usted el día que empezaron las protestas. Ambos corrían en una misma dirección.

–Ese día había mucha gente que corría para cualquier parte.

–Y desde ese día no han vuelto a ver a Tomás Bruna.

–Ya le dije que no recuerdo a ese muchacho. No es asunto mío.

–¿De quién entonces? ¿De Aurelio Gamboa?

–Tampoco es un asunto de Gamboa –respondió y su prisa en hacerlo me hizo pensar que mentía.

–¿O es algo que atiende Gaspar, su amigo policía? –pregunté recordando de pronto lo que había contado Jerez sobre su visita al Templo Dorado.

–Freire no tiene nada que ver con lo que me pregunta.

–¿Freire? ¿Gaspar Freire?

–Y usted debería saberlo, salvo que no trabaje para Fariña y me haya estado mintiendo todo este rato –dijo Portillo alzando el tono de su voz–. Él sabe muy bien qué negocios tengo con Gamboa y quién es Freire. No pienso seguir con esta conversación.

–No está en condiciones de imponer su voluntad. Quiero que recuerde a Bruna y me diga lo que hacía y por qué lo mataron.

–¿Por qué cree que voy a responder sus preguntas?

–Porque apenas se empecine en quedarse callado voy a llamar a la policía. Los ratis están muy interesados en atrapar al sujeto que disparó a la salida del restaurante. Y supongo que usted habrá oído hablar del celo que ponen cuando se trata de castigar a alguien que lastima a uno de los suyos. No quisiera estar en su pellejo –dije al tiempo que consultaba mi reloj y pensaba que Chacón y su gente llegarían en la próxima media hora.

–¿Podemos hacer un trato?

–Depende del tema que pretenda cantar. Quiero saber por qué mataron a Bruna y los otros muchachos.

–Si respondo esa pregunta tendré grandes problemas con Fariña.

–¿Fariña o la policía? Usted elige, Portillo.

–Suélteme y deme unos minutos para huir. Se lo pagaré bien.

–Estoy apurado y con el tiempo justo para llamar a una madre que mañana deberá reconocer el cadáver de su hijo.

***

–Todavía no lo confirmo, pero es posible que Tomás estuviera relacionado con delincuentes que saquean supermercados y tiendas comerciales –dije a la señora Dalia mientras nos alejábamos de las dependencias del Servicio Médico Legal.

–¿Me está diciendo que mi hijo era ladrón?

–Es el nombre más común para quienes se adueñan de lo ajeno. Y no lo estoy juzgando. Tal vez hizo lo único que tenía a su alcance para sobrevivir –respondí y enseguida hice un resumen de las ideas que tenía en mente para resolver el misterio de la muerte de Tomás Bruna.

La mujer escuchó atentamente y luego se refugió en un silencio duro, impenetrable, que solo interrumpió cuando estábamos por llegar a su casa.

–¿Es posible que se hayan equivocado en la identificación de mi hijo? –preguntó al cabo de un rato.

–Es muy difícil. Los análisis de ADN son fiables en un cien por ciento, en especial si se comparan con la información de familiares directos. De no ser así, jamás le habrían entregado los restos de su hijo.

–¿No hay ninguna duda?

–Ninguna respecto al ADN.

–¿Eso es todo?

–Hablé con el médico que hizo la autopsia de su hijo. Tomás no murió quemado ni asfixiado. Le dispararon antes del incendio en el supermercado.

–¡Disparo! ¿Y usted sabe quién lo hizo?

–No pierdo la esperanza de averiguarlo, pero eso depende de hasta dónde usted quiere llegar. Puede conformarse con encontrar los restos de su hijo o ir detrás de los responsables de su muerte.

–¿Cambiará algo saber quién lo mató?

–Hay quien dice que la verdad ayuda a mitigar el dolor. Ignoro si es así, pero de estar en su lugar, me interesaría conocer al culpable.

–Y suponiendo que usted lo descubra, ¿alguien castigará al asesino de un muchacho de población que nunca supo qué hacer con su vida?

–Tengo mis dudas, pero supongo que nada se pierde con intentarlo.

–No me sirven sus dudas, señor. Hace tiempo que me cansé de pedirle cosas imposibles a la vida. Solo quiero un lugar para el descanso de mi hijo. Un lugar donde pueda ir a verlo cuando necesite conversar con él.

***

Chacón había dejado su pistola y su credencial sobre mi escritorio. Cuando entré al departamento me saludó con una especie de gruñido y señaló mi butaca de costumbre.

–¿Qué haces en mi territorio? –le pregunté–. ¿Te echaron de la casa? ¿Amaneciste con dolor de muelas? ¿O solo andas de paseo?

–Pensé que estábamos de acuerdo respecto a los casos que podemos compartir y las investigaciones en las que usted no debe meterse.

–No tengo ánimo para discutir lo mismo de siempre. ¿Cómo te fue con Portillo?

–Lo encontré como usted lo dejó. Atado y con un paño de cocina en la boca para evitar que gritara. Ha sido interrogado varias veces, pero no suelta mucha información. Niega toda relación con la muerte de Huerta, el tráfico de drogas y los asesinatos en el Supermercado Rayo. Necesito una causa para procesarlo antes que transcurra el tiempo de detención que permite la ley.

–No olvides que Portillo conoce al que intentó matar a Dylan Jerez.

–Lo tengo presente y se lo recordaré al final del interrogatorio. No podrá negar que estaba en el restaurante con el pistolero.

–Drogas, Huerta, Gamboa, Fariña y su guardaespaldas. No faltan temas para una extensa conversación con Portillo.

–Y a Portillo le sobran los abogados que enseñan a guardar silencio. Tipos como Portillo son los que me hacen tener cierta empatía con los viejos colegas que seguían la escuela de los mamporros y las cachiporras.

–Los detectives de antaño tenían gran experiencia en torturas. No por nada incorporaron a varios de ellos en los primeros organismos represivos de la dictadura militar.

–A usted le gusta dar vueltas y vueltas a la misma tortilla.

–Es un problema de memoria, no de gusto.

–No caeré en el juego de sus recuerdos, Heredia. Lo que dice pertenece a una historia en la que no participé; y si tuviera que enfrentar algo similar, preferiría dar un paso al lado y no maltratar a la gente.

–Suena convincente, Chacón.

–¿Sacó algo en limpio de su conversación con Portillo? –preguntó el policía sin detenerse a considerar mi comentario.

–Portillo fue mezquino con su información, pero no pierdo la esperanza de volver a tenerlo cara a cara.

–¿Y qué piensa hacer?

–Golpear un panal provoca algo de acción a su alrededor. Abejas que huyen o se ponen de mal genio.

–¿Qué quiere decir con eso?

–Cuando lo sepa te lo haré saber –dije y sonreí.

–Habitualmente no comparto totalmente sus ideas, pero le tengo fe, Heredia. Si estuviéramos en un hipódromo y usted fuera un caballo, igual le jugaría unos pesos.

–Un hípico te diría que no gano todas las veces, pero siempre defiendo la plata hasta el final.

Chacón sonrió y tomó sus pertenencias que seguían sobre el escritorio. Simenon lo observó con una expresión de curiosidad.

–Si mal no recuerdo, habíamos quedado en ir a conversar con la gente que vive o trabaja en los alrededores del Supermercado Rayo –dijo.

–Salgamos de paseo y en el camino te cuento lo que dijo Portillo. Por unos minutos me confundió con un sicario de Fariña y eso me permitió estirarle la lengua.

–¿Sicario? Su aspecto siempre me ha parecido el de un empleado público con dificultades para llegar con su sueldo a fin de mes.

***

–¿Cómo sigue Dylan? –pregunté a Chacón bajando de su vehículo.

–Salió bien parado y en unas horas lo darán de alta. Me alegro de que sea así, porque años atrás me asignaron a un novato al que mataron en su primer día de trabajo. A nadie le doy esa experiencia. Se cuestiona todo lo que uno cree saber sobre el oficio.

–Comparto tu alegría, Ruperto –dije y luego de una pausa para observar el panorama de casas y edificios que teníamos a la vista, pregunté–: ¿Empezamos por las casas o los negocios?

–Da lo mismo. Golpeemos todas las puertas que aparezcan en el camino.

Durante tres horas estuvimos entrando y saliendo de distintos lugares, mostrando las fotos en las que aparecía Tomás y sus acompañantes y preguntando si los habían visto durante el primer día de la protesta. Las personas consultadas nos miraban con recelo. Unas se limitaban a mover la cabeza y otras contestaban con monosílabos. Parecía una encuesta condenada al fracaso hasta que entramos a una casa ubicada en diagonal al supermercado incendiado. El matrimonio de profesores jubilados que la ocupaba se mostró especialmente entusiasmado en conversar sobre lo sucedido en el barrio.

–Vimos el incendio –dijo la mujer mientras su esposo observaba las tomas que Chacón había reproducido en papel y al tamaño de una hoja de oficio–. La gente, el fuego, los carros de los bomberos, los carabineros y las ambulancias. Tuvimos barullo hasta el amanecer.

–No reconozco a ninguno –señaló el hombre al tiempo que pasaba las fotos a su esposa.

La mujer ajustó sus anteojos sobre la nariz y las revisó con atención durante unos minutos.

–Son ellos, no tengo la más mínima duda –dijo.

–¿Quiénes? –preguntó Chacón.

–Los muchachos retratados. No andaban con los demás manifestantes y llegaron en un furgón blanco. Unos hombres encapuchados los bajaron del vehículo y los metieron a empujones dentro del supermercado. No los vi después, porque empezó el fuego y todo se volvió muy confuso.

–¿Está segura de haber visto a esos muchachos? –pregunté.

–Estoy vieja, algo sorda y con várices, pero le aseguro que tengo buena vista.

–¡Entonces los muchachos no participaron en los robos! –exclamé.

–Salvo que los hubieran dejado en libertad en medio del incendio –comentó la mujer.

–Y que fueran de ellos los cuerpos quemados que encontraron los bomberos entre los restos de la construcción –complementó su esposo.