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Conduje hacia el hospital y al llegar busqué la sala ocupada por Jerez y otros cinco pacientes que se encontraban acompañados de sus visitas. El policía estaba solo y miraba a través de la ventana de la habitación. Me acerqué a su cama, lo saludé y no pude dejar de sonreír al ver su expresión de sorpresa.

–¡Heredia! –exclamó sin ocultar su alegría–. La suya es la primera visita que recibo desde que estoy en esta pieza.

–¿No tienes amigos o familiares que te puedan visitar? –comenté luego de preguntarle por su estado.

–Mis familiares viven en San Felipe y solo pueden venir los fines de semana. Hablo con mis padres por teléfono y ahora que pasó el susto inicial están más tranquilos.

–¿No tienes una polola?

–No por ahora, señor –contestó Jerez sin poder evitar que su rostro adquiriera un tono púrpura.

–Puedes conquistar a una enfermera joven y cariñosa.

–Hasta ahora no he visto a ninguna enfermera con esas características, señor Heredia.

–Heredia, solo Heredia. Creo haberte dicho que dejes el señor para Chacón y tus otros superiores. Conmigo no necesitas hacer méritos ni ser un chupamedia.

–No dejo de pensar que gracias a su empujón sigo respirando.

–Olvídate de eso. Chacón me dijo que mañana te envían para la casa.

–La herida mejoró y no tiene sentido que siga en el hospital –dijo Jerez y luego me preguntó por los progresos de mi investigación.

Hice un recuento de lo sucedido en los últimos días y el policía lo escuchó con atención.

–Qué pena lo de la muerte de Tomás –comentó al término de mi relato–. No me gustaría morir de ese modo.

–Y tampoco vivir como él, Dylan. A los saltos, de una a otra pellejería desde niño hasta el fin de sus días –agregué y después mencioné las fotos de Riera en el supermercado y la que me había enviado la fiscal Rosero a mi departamento.

–¿Las anda trayendo? –preguntó el policía–. Me gustaría verlas, aunque solo sea para satisfacer la curiosidad.

Saqué las fotos de mi chaqueta y se las pasé. Jerez miró las que correspondían al supermercado y luego de unos minutos me las devolvió.

–Tenemos que atrapar a los que mataron al muchacho –dijo y prestó atención a la foto tomada por la cámara de seguridad.

La miró largamente y por unos segundos pareció hurgar entre sus recuerdos.

–Conozco a este tipo –dijo al tiempo que indicaba la foto.

–¿Quién es? ¿De dónde lo conoces?

–¿Recuerda que estuve en el cabaré de Gamboa? ¿Recuerda que una de las chicas me habló de un tal Gaspar que parecía tener buenas relaciones con las bailarinas del lugar?

–Sí, recuerdo ambas cosas –respondí–. ¿Qué pasa con eso?

–Gaspar es el tipo que aparece en la foto –afirmó Jerez.

–¿Estás seguro? La foto está tomada con poca luz y no es muy nítida.

–No tengo la más mínima duda. Se lo puedo jurar por lo que quiera y si me equivoco, que me expulsen mañana mismo de la institución.

–No ofrezcas tantas cosas, Jerez. Un día te vas a equivocar y tendrás que pagar.

–¿Me cree o no?

–Te creo.

–Su cara parece decir otra cosa.

–Mi cara pretende decir que estoy asombrado. Nunca imaginé que la liebre saltaría en una pieza de hospital. Ni siquiera pensaba hablar de trabajo.

–Hizo bien en mostrarme las fotos.

–Tú me lo pediste y la moneda cayó del lado de la muerte. El tal Gaspar se apellida Freire. Gaspar Freire.

–¿Freire? No me dice nada ese apellido.

–Me dijiste que era policía.

–Es lo que contó la muchacha del Templo Dorado. Quizá es de la policía uniformada, porque nuestro no es.

–¿Estás seguro?

–No del todo, recuerde que soy nuevo en la institución. Voy a llamar a mi comisario Chacón.

***

Me acomodé en un asiento frente a la sala de audiencia y esperé durante más de una hora a la fiscal Rosero. Me entretuve observando los lugares reservados para los involucrados en los juicios. Clientes, abogados, testigos, familiares. Todos conversando sobre el destino de las audiencias o refrescando, en el caso de los testigos, los detalles de la historia que debían contar frente al juez que iría sacando las hojas del árbol hasta llegar a los cuerpos desnudos de las ramas y la verdad.

La fiscal Rosero me reconoció apenas salió de la sala. Me comentó que estaba apurada y con el tiempo justo para revisar los antecedentes de su próxima audiencia. Le mencioné la foto tomada por la cámara de seguridad y mis palabras hicieron cambiar su apreciación sobre el tiempo disponible.

–Cinco minutos y tal vez menos –le dije, y al tiempo que le mostraba la foto seleccionada por Jerez, agregué–: Se llama Gaspar Freire y es probable que sea policía.

–¿Un funcionario en actividad? –preguntó la fiscal–. ¿De qué policía?

–Habría que chequearlo, pero supongo que es carabinero.

–¿Cómo lo identificó? ¿Lo conoce?

–El jovencito de la película se llama Dylan Jerez, un policía novato que en estos momentos se recupera en el hospital. Recibió una bala mientras seguía los pasos de Portillo.

–¿Me está diciendo que Freire sería el asesino del fotógrafo?

–No lo puedo afirmar, pero a partir de la foto que usted me envió es uno de los sospechosos. Deberá ordenar alguna diligencia para confirmar o descartar la sospecha.

–No esperaba descubrir a un policía involucrado en el asesinato. Mi padre decía que la peor pesadilla podía hacerse realidad de un momento a otro.

–Suerte, pura suerte. No tengo otra explicación para la identificación de Freire. Ni siquiera tenía la intención de mostrar la foto al detective Jerez.

–Tendré que conversar con él. ¿Es de confiar?

–Estará feliz de hablar con usted. Me parece que Dylan Jerez es uno de esos tipos raros que ingresan a la policía porque piensan que podrán ayudar a los demás. Ojalá no lo corrompan o le hagan cambiar de opinión.

–¿Y acaso usted no es detective por el mismo motivo?

–Comencé a investigar porque no tenía otra cosa que hacer. Venía escapando de los ladrillos legales que leía en la universidad y estaba cansado de vigilar las piezas del motel donde trabajaba por las noches. Instalé la oficina, me fue bien con el primer caso y pensé que era una buena ocupación. Luego investigué la muerte del secretario de un poeta y el asesinato de una aeromoza mezclada en asuntos de narcotraficantes. Laura era su nombre y tenía una hija llamada Paulina con la que celebré unas navidades. La última vez que la vi iba rumbo a su internado. Desde entonces han transcurrido muchos años y a veces pienso que debo ocupar mi tiempo en reconstruir sus pasos hasta el presente. Otro día le cuento mis planes. No quiero terminar como uno de esos lateros a los que todos procuran evitar.

***

Tenía mi cabeza apoyada sobre el escritorio y con alguna dificultad trataba de sacudirme la modorra. Quería dormir y dejar de pensar en las muertes que investigaba. Finalmente hice un esfuerzo, levanté la cabeza y llamé a Ruperto Chacón.

–¿Heredia? –oí que preguntaba el policía, y antes que le respondiera, añadió–: ¡Qué casualidad! En estos momentos voy entrando a su edificio. Necesito conversar con usted.

La llamada se cortó y quedé frente a la mirada implacable de Simenon, tieso como estatuilla de yeso en una esquina del escritorio. Dio unos pasos hasta quedar junto al celular y con su pata derecha lo hizo caer dentro del basurero.

–Los nuevos líos se parecen a los antiguos. El poder se disfraza, cambia de color y al final del día se saca el maquillaje y permanece inmutable. Son otros los escenarios y los vestuarios, pero la historia sigue siendo la misma desde los tiempos más remotos. El pan duro y el látigo.

–¿Qué vas a hacer, Heredia? Ni siquiera tenemos la misma energía de antaño. Me duelen los huesos y hasta maullar me provoca fatiga.

–La falta de fuerza se suple con maña, como esos viejos futbolistas que ya no corren ni salen de su metro cuadrado, pero tienen talento para hacer correr a los demás –respondí y el gato dibujó una mueca de incredulidad en su cara.

Ruperto Chacón entró en el departamento. Había cambiado su habitual campera de la policía por un chaquetón de tela azul que le quedaba holgado. Observó con atención la habitación y terminó por detenerse frente a mi escritorio.

–¿Qué es eso de que Jerez identificó a uno de los probables asesinos de Riera? Me llamó y no cabía en sí de contento. Temo que se vaya del hospital a la oficina, sin pasar unos días de reposo en su casa.

–Le mostré una foto y recordó a un fulano que vio en el cabaré de Gamboa.

–Eso ya me lo contó Dylan. Quiero novedades.

–Tenemos que saber más de Freire. Si es carabinero, probablemente trabaja en la comisaría de la comuna.

–¿Por qué cree que vine a verlo con tanta prisa?

–Entonces eres tú el de las novedades. No yo.

–Llamé una vez más a mis colegas de Maipú. Además de ubicarlo perfectamente, hicieron algunas preguntas. El capitán Gaspar Freire goza de cierta fama. Tiene buen trato con sus subordinados y resolvió varios casos que a simple vista parecían complicados. Suelen invitarlo a dar charlas en colegios, liceos, juntas de vecinos y agrupaciones de adultos mayores. Destina su mando a las actividades vinculadas con las relaciones públicas y las comunicaciones institucionales. Según mis colegas, procura mantenerse lejos del nombre y la historia de su padre.

–¿Qué pasa con su padre?

–Está preso en el penal de Punta Peuco. Fue uno de los torturadores y asesinos que integraron los servicios de seguridad durante la dictadura. Está acusado de la desaparición de numerosas personas. Gaspar Freire nunca habla de su padre y desde luego se incomoda cuando le recuerdan el lazo familiar. El capitán tiene una fama que no guarda relación con su posible participación en un asesinato. ¿O usted piensa que los hijos de tigres siempre salen rayados?

–Eso dicen, aunque no descarto las excepciones.

–O bien el capitán es un gran simulador –agregó Chacón–. Una suerte de psicópata con una cara amable y otra criminal.

–Convengamos que sus reuniones en el cabaré son sospechosas.

–Quizás es aficionado a las mujeres del cabaré.

–¿Y si Gamboa paga la protección que entrega Freire con los favores sexuales de sus empleadas? ¿Qué se sabe de la vida personal de Freire? ¿Está casado? ¿Tiene novia? Y pasando a otro asunto, ¿cómo va el interrogatorio a Portillo?

–Portillo no aportó nada nuevo para resolver el caso. Fue formalizado con los antecedentes que se disponen hasta ahora –dijo Chacón, y sin esconder su desaliento agregó–: A veces me cansa todo lo que hay que hacer para descubrir una verdad. Los delincuentes siempre tienen las de ganar; les basta con guardar silencio mientras la policía y los fiscales intentan demostrar que los detenidos son culpables de los delitos que se les imputan.

–Tienes razón, pero no es momento de agachar la cabeza, Ruperto. Al menos no en este caso y justo cuando se vislumbra la claridad en el horizonte.

–Para usted es fácil decirlo, Heredia. No tiene jefes que lo presionen con plazos y metas.

–Te haré un regalo para que recompongas ese ánimo, Chacón –dije al tiempo que me ponía de pie y buscaba un ejemplar de Esplendores y miserias de las cortesanas de Honorato de Balzac.

–¿Usted cree que tengo tiempo para leer un libro tan grueso?

–No temas, jamás me desprendo de mis libros de Balzac. Pero te voy a regalar una cita de este volumen que tengo en mis manos. No más de diez líneas relacionadas con la búsqueda de la verdad. Escucha: «Como apasionados amantes de la verdad, los magistrados se parecen a las mujeres celosas. Imaginan mil suposiciones y las van deshojando con el puñal de la sospecha, al igual que el antiguo sacrificador destripaba a sus víctimas. Después de esta labor previa, se detienen no en lo cierto, sino en lo probable, y acaban por deducir la verdad. Una mujer suele interrogar al hombre amado de la misma forma que un juez interroga a un criminal. En el curso de semejante tarea, una mirada o una inflexión de la voz, una palabra o una vacilación, pueden bastar para poner de manifiesto un hecho, una traición o un crimen insospechado».

–¿Aprendió a investigar con libros como ese?

–Con ese libro aprendí sobre el bien y el mal, el crimen y la justicia.

***

–Disculpe que insistiera tanto para hacerlo venir. Espero no haberlo apartado de alguna actividad importante –dijo la fiscal Rosero.

–No tenía ningún panorama interesante por delante, salvo mirar por la ventana y discutir con mi gato. Nada que no pueda hacer en otro momento.

–Me alegra no haber sido inoportuna. Me quedaron dando vuelta ciertos detalles de nuestra última conversación y quisiera saber si, aparte de la foto que lo vincula a Riera, hay otro antecedente que lleve a pensar que Freire pueda estar relacionado con los ilícitos que investigamos.

–Chacón está recopilando información sobre Freire. Yo solo sé que tiene brillos y sombras como todas las personas; y como parte de sus sombras estaría la relación con Gamboa.

–¿Gamboa es un traficante o revendedor de drogas?

–Hasta ahora todo apunta a que sería así. Su cabaré sería una fachada.

–¿Y está vinculado con Fariña, «El siete mares»?

–Ignoraba que ese fuera su apodo.

–Cuando joven fue marino y solía decir que había navegado por los siete mares. De ahí el mote. Me lo contó Valladares, un detective que tiempo atrás me ayudó a capturar a una banda de narcos.

–Intuyo que no solo quería hablar de Gamboa. Que todavía no me dice para qué quería verme –dije en voz baja, como si fuera el inicio de una confesión.

–Quiero su opinión. Hay cosas que últimamente me preocupan, por no decir que me asustan. Tal vez nunca debí acceder a un puesto que inevitablemente implica estar expuesta a la ira de otros.

–¿A qué le tiene miedo?

–Mi trabajo no es fácil y en ocasiones me siento desprotegida. Cuando eso sucede me da por desconfiar de la policía, de mis colegas y de todos a los que debo recurrir para hacer mi trabajo. Desconfío de cosas reales e imaginarias.

–¿Qué quiere decir con eso?

–Le extrañará que le hable de estos asuntos. Pero usted conoció a mi padre cuando él todavía ejercía como juez. Él sentía un gran afecto por usted. Lo llamaba su amigo, el detective privado. Una vez me habló de unos casos relacionados con atropellos a los Derechos Humanos que pudo resolver con su colaboración. Contaba que usted le había salvado la vida. Confío en usted y le pediré un favor.

–No respondió mi pregunta sobre las cosas reales y las imaginarias.

–Cosas reales, como el anónimo que recibí apenas se formalizó a Portillo. Cosas imaginarias, como las que pienso cuando mi jefe me llama para preguntarme si deseo pedir medidas cautelares en contra de Portillo. No creo que mi jefe me esté presionando, pero recibir su llamada el mismo día que el anónimo me hizo pensar que hay personas interesadas en provocarme inquietudes que me cuestan controlar. ¿Me entiende, Heredia?

–Confíe en el comisario Chacón. Es un tipo correcto y hará lo que esté a su alcance para llevar la investigación a un buen puerto.

–Es un hombre correcto que no se manda solo. En cualquier momento lo pueden sacar de la investigación. Y, por otra parte, tengo ideas que deseo implementar para desarrollar mi trabajo, pero temo que ellas generen más molestias y nuevas amenazas.

–Haga lo que tenga que hacer y después se preocupa de los efectos. No permita que las amenazas la conviertan en una estatua.

La fiscal asintió con la cabeza y enseguida volvió a prestar atención a su café.

–Gamboa, Freire y Fariña. Los tres unidos por las drogas –dijo unos segundos después.

–Fariña la trae a Santiago. Gamboa y Portillo aportan un canal de distribución dentro de la ciudad. Y Freire asegura tranquilidad para que las gallinas coloquen sus huevos en paz.

–Interesantes sus pensamientos, pero no me fiaría de ellos sin manifestar alguna duda.

–Usted habló de un favor que deseaba que le hiciera. ¿De qué se trata?

–Investigue a Gamboa y obtenga los antecedentes que permitan juzgarlo. Busque información para construir una historia convincente sobre las actividades ilícitas de Gamboa.

–¿Por qué no se lo pide a Chacón? Él tiene gente a su disposición y un cargo que le confiere autoridad para meter su nariz en cualquier parte.

–Chacón tiene otras cosas de qué preocuparse y, además, usted me da más confianza. ¿Qué dice?