Me adelanté a Chacón y salí del restaurante mientras él pagaba la cuenta del almuerzo. Detuve un taxi y le pedí a su conductor que esperara un momento antes de comenzar la carrera. Le expliqué que debíamos seguir a unas personas con las que iríamos a una reunión. El conductor no pareció interesarse mucho por mi historia y rápidamente cambió el tema de conversación hacia una reciente alza en el precio de las bencinas y las dificultades existentes para moverse de un punto a otro de la ciudad.
–Y lo peor es que nadie sabe cuándo va a terminar la revuelta –agregó el conductor–. Y tampoco se sabe mucho acerca de su origen. El presidente dice que el Metro fue quemado por un enemigo externo, unos senadores gobiernistas culpan a hipotéticos guerrilleros venezolanos y la señora del presidente cree que fueron los alienígenas.
Pensaba una respuesta para el taxista, cuando frente al restaurante se detuvo un sedán de cuatro puertas conducido por el detective Dylan Jerez. El vehículo no portaba identificación policial y a simple vista parecía tener bastante uso. Al lado de Jerez venía un tipo joven que vestía ropa deportiva. Chacón salió del restaurante y subió con envidiable agilidad al asiento trasero del auto.
Le dije al taxista que lo siguiera y el conductor obedeció de mala gana.
–Los tipos que van en ese auto tienen caras de narcos o patos malos. ¿No me irá a meter en problemas? –preguntó.
–Tranquilo. Esas personas me conocen y saben que las voy siguiendo.
–Debería cobrarle el doble por si me meto en un lío.
–No se quiera pasar de listo. La carrera será larga y tendré que pagarle una buena cantidad de pesos.
–Hace una semana que me va muy mal con el trabajo. Las protestas tienen a la gente en su casa –alegó el taxista–. Si no fuera por eso ya lo habría bajado del auto. No me gustan las carreras sospechosas. La semana pasada un colega subió a un matrimonio que supuestamente iba a Melipilla. Era una estupenda carrera, pero a mitad del trayecto la pareja sacó a relucir sus pistolones. Mi colega quedó sin billetera y sin auto. ¿Seguro que no me va a meter en problemas?
–Deje de preocuparse y maneje callado.
–Años atrás me pararon unos pacos y me pidieron que siguiera el auto de unos delincuentes a los que acababan de sorprender robando una zapatería. Todo iba bien hasta que los ladrones se detuvieron en una esquina y uno de ellos empezó a dispararnos. Me rompieron el parabrisas y la puerta derecha del vehículo. Los pacos salieron corriendo y nunca más supe de ellos ni de los rateros.
El auto que trasladaba a Chacón y sus acompañantes se dirigió hacia el sur por la calle San Ignacio. Minutos más tarde, al llegar a la avenida Salesianos, dobló en dirección a la Gran Avenida y continuó su viaje al sur de la ciudad. A la altura de la estación Ciudad del Niño del Metro dobló a la derecha y se detuvo frente a un enorme edificio de departamentos. Supuse que habíamos llegado a nuestro destino. Pagué la carrera y bajé del taxi. Se abrió la puerta de acceso al edificio y el vehículo de Chacón avanzó hasta detenerse en un estacionamiento ocupado por una decena de autos. Corrí hacia la entrada y conseguí escabullirme hacia el interior antes que la puerta volviera a cerrarse. Chacón y sus acompañantes se prepararon para bajar del auto y acercarse a la entrada principal del edificio. Miré hacia la conserjería y vi a un hombre que observaba atentamente a los recién llegados. Pensé que debía eludir al conserje, pero no tuve tiempo para elaborar el más mínimo plan. Los tres policías caminaron hacia la conserjería y simultáneamente en dos de los autos estacionados se bajaron sus ventanas y aparecieron las aceradas estampas de cuatro ametralladoras ligeras.
Escuché unas ráfagas prolongadas que abrieron varios hoyos en el sedán de Chacón. Me oculté detrás de un todoterreno azul, tomé mi pistola y disparé a los autos hasta agotar el cargador. Mis disparos tomaron por sorpresa a los pistoleros y sin detenerse a considerar la nueva situación se dirigieron a gran velocidad hacia el portón de entrada. El portón se fue al suelo con el choque del primer auto. Recargué mi pistola y cuando pretendía volver a disparar, los sicarios desaparecieron de mi vista. Me acerqué hasta el auto de los policías y encontré a Chacón agachado junto a un cuerpo que lucía una mancha de sangre a la altura del corazón. A dos metros, Jerez intentaba envolver su mano derecha con un pañuelo.
–¿Usted disparó contra los pistoleros? –preguntó Chacón y luego de escuchar mi respuesta me indicó que socorriera a Jerez.
Revisé la mano del detective y descubrí que tenía un rasmillón que no le impediría continuar con su trabajo. Le ayudé a vendar la herida y luego lo instalé en el asiento posterior del auto. Le ofrecí un trago de la petaca que solía portar conmigo y se negó a beber.
–Gracias, Heredia. Es la segunda vez en pocos días que me socorre en medio de una balacera.
–Te doy mala suerte. Aléjate de mi lado –respondí y enseguida me regalé un trago de dos segundos y volví a donde se encontraban Chacón y el detective joven.
–¿Quién es el muchacho? –le pregunté.
–Genaro Lillo –lamentó Chacón sin dejar de mirar el rostro pálido del policía–. Su abuelo y su padre fueron policías y lo alentaron para que postulara a la institución. No sé mucho más sobre él. Fue destinado a mi unidad, pero nunca tuve tiempo de conocerlo a fondo.
–¿Qué pasó? De un momento a otro se desató la balacera.
–Nos estaban esperando con un buen arsenal a la mano. Parece que la idea era no dejarnos salir con vida del estacionamiento.
–¿Una emboscada? ¿No fue la fiscal Rosero la que te ordenó detener a Freire en este lugar?
–Alguien le dio la dirección y ella me ordenó venir sin analizar la información. Probablemente pretendían sacarla del caso.
–¿Sacarla a ella o a ti y tu gente?
–¿Qué quiere decir, Heredia?
–Nada que pueda fundamentar por el momento –dije y al tiempo que observaba el rostro sin vida de Lillo, agregué–: ¿No piensas visitar el departamento de Freire?
–Dudo que esté ahí. Y si lo hizo, lo más probable es que haya huido apenas se inició la balacera. No creo que exista relación entre Freire y la dirección que nos dieron. Los que nos emboscaron pretendían que no saliéramos vivos del auto.
–Les faltó tiempo para seguir disparando.
–No me causa ninguna gracia reconocerlo, pero sus disparos les hicieron huir del lugar sin concluir el trabajo. Gracias por aparecer en una fiesta a la que nadie lo invitó, pero no olvidaré que le debo unas cuantas puteadas por no obedecerme.
Chacón miró al detective Lillo, maldijo en silencio y durante unos segundos murmuró unas palabras que supuse serían parte de algún rezo. Luego se puso de pie y buscó un número en su celular. Me alejé para no escuchar su conversación y volví al lado de Dylan Jerez.
–¿Cómo te encuentras? ¿Nadie te ha dicho que debieras estar descansando en tu casa?
–Molesta, pero ya no sangra. Lo que me duele es que era mi primer caso de importancia y en vez de hacer algo útil, terminé lastimado.
–Paciencia. Estás vivo y te esperan muchas pesquisas por delante.
–¿Cómo se encuentran el comisario y el detective Lillo?
–Chacón está bien y Lillo ya no tiene nada de qué preocuparse. Cada segundo que pasa se aleja más de nuestro lado. Cuando esté frío será un cadáver feliz.
–Alcancé a tratarlo unos días y me parecía un buen tipo –agregó Jerez con una voz apagada que me hizo temer que comenzaría a llorar de un momento a otro.
–Hasta cierta edad, todos los que tratamos con la muerte somos buenos tipos. Después la vida nos pone incrédulos y amargos.
–¿Cómo lo hizo para aparecer en el momento de los balazos?
–Tomé un taxi y pedí al conductor que no sacara el pie del acelerador.
–No embrome, Heredia. ¿Cómo supo que veníamos a buscar a Freire?
–El comisario me contó que tenían un paseo y me entró la curiosidad por ver cómo se entretienen los policías.
–¿Qué cree que pasó?
–Alguien quiso terminar o atrasar las pesquisas. Si ustedes resultaban muertos pasaría un tiempo antes que otros se compenetraran con los antecedentes de la investigación. Y un atraso sumado a otro conduce fácilmente al olvido.
–No me convence su explicación, Heredia –dijo Jerez.
–Mala suerte. No tengo dotes de encantador de serpientes –respondí y mientras reprimía una sonrisa, añadí–: Va siendo hora de conocer el departamento que ustedes pensaban visitar.
Me acerqué a Chacón y le ofrecí un cigarrillo que no aceptó. Se había alejado unos pasos del cuerpo de Lillo y daba la impresión de que aún no se convencía de la muerte de su subalterno.
–Pedí una ambulancia para que trasladen a Lillo y Jerez –señaló al tiempo que caminaba hasta el auto que lo había traído a la emboscada. Abrió el maletero del sedán y sacó de su interior una lona amarilla con la que cubrió el cuerpo del policía acribillado. Enseguida se acercó a Jerez y le dijo que esperara a la ambulancia que venía en camino.
–Nosotros daremos un vistazo al departamento 1250 –agregó, y al tiempo que me miraba de reojo, exclamó–: ¡Cambié de opinión, Heredia! ¿Me acompaña?
Nuestra visita al edificio fue breve y llegó hasta la conserjería, donde uno de los empleados de la administración escuchó las preguntas de Chacón y nos informó que el departamento 1250 estaba desocupado y en venta.
–¿No hay nadie en el departamento? –preguntó Chacón.
–Nadie. El vendedor viene cuando agenda alguna visita con los interesados.
–¿Y cómo entraron los dos autos que acaban de romper el portón?
–Ni idea. Les deben haber abierto el portón desde uno de los departamentos del edificio. O bien contaban con el control remoto del portón.
–En ambos casos necesitaban la complicidad de uno de los residentes del edificio –comentó Chacón.
–O la ayuda de los conserjes –acoté y la mirada del hombre que nos atendía cayó sobre mi rostro con la suavidad de una pedrada.
–¿Seguro que no hay nadie en el departamento? –insistió Chacón.
–¿Quieren revisar el departamento? –preguntó el conserje–. Tengo copia de las llaves.
Recorrimos las habitaciones y observamos el estacionamiento desde un balcón interior del departamento. Vimos llegar la ambulancia que trasladaría a Lillo y Jerez. Luego volvimos a recorrer las piezas habitadas por una luz pálida que parecía emerger de las paredes pintadas de blanco.
–Huele a humo de cigarrillo –dije a Chacón desde la cocina–. La primera vez que entré a esta pieza no me di cuenta, pero ahora lo siento. Es un olor reciente.
Revisé los rincones de la cocina y no encontré nada que llamara mi atención. Seguí buscando y al mirar el suelo de la logia ubicada junto a la cocina vi una colilla de cigarrillo apachurrada a un costado del lavadero. Busqué en los bolsillos de mi chaqueta y encontré una bolsita de pañuelos desechables. Saqué los pañuelos de la bolsita, guardé la colilla en su interior y se la entregué a Chacón cuando entró en la cocina.
–Apostaría a que alguien estuvo fumando mientras esperaba la llegada de los pistoleros –dije a un sorprendido Chacón–. Solicita un análisis de ADN, de huellas o lo que sirva para identificar a un fulano.
–¿Crees que ese cigarrillo fue consumido por un cómplice de los pistoleros?
–Hace años que no creo en nada, Ruperto. Solo pide el análisis y cruza los dedos para que el pucho nos entregue una pista que nos renueve el optimismo.