La secretaria me saludó con ese afecto distante reservado para las personas con las que se mantiene una relación telefónica y formal. Como en otras ocasiones, me hizo esperar un momento y enseguida me comunicó con la fiscal que estaba a punto de hacer una pausa para beber su tercer café del día. La habitual buena disposición de Claudia Rosero pareció flaquear cuando mencioné a Lepera y le comenté que tenía un par de inquietudes que ella podría ayudarme a resolver.
–No tengo mucho tiempo, pero lo escucho. ¿De qué se trata? Usted sabe que no debo compartir información sobre las investigaciones que tengo en desarrollo.
–Lo mío es una inquietud, nada más. No pretendo robarle el mapa de La Isla del Tesoro. Se trata de la demora que usted ha tenido para disponer la detención de Lepera. ¿Necesita más información sobre el lugar en el que se encuentra o desea darle tiempo para buscar otro escondrijo?
–¿Cómo se atreve? Mi buena voluntad para con usted no le da derecho a ser insolente. Primera y última vez que le permito una insolencia.
–¿Por qué nadie ha ido a buscar a Lepera?
–¿Quién le contó lo de Lepera? ¿Chacón? ¿Mi secretaria? ¿Algún abogado aficionado a los pelambres de la fiscalía?
–Usted parece desconfiar de muchas personas.
–¿Cómo supo lo de Lepera?
–¿Qué pretende con la demora? ¿Que Lepera huya o que tenga tiempo para organizar una emboscada como la que sufrió Chacón y su gente?
–Hay una explicación y se la revelaré solo por la confianza que le tengo. La captura de Lepera es una acción compleja y la estoy preparando con un equipo especializado en el que no está considerado Chacón. Se trata de una operación que requiere un trabajo previo de inteligencia. No quiero llegar a Alhué y ponerme a recorrer el pueblo a tontas y locas. Le dije dos días a Chacón, pero pueden ser cuatro o cinco. El comisario será informado una vez que se produzca la captura de Lepera.
–Me parece rara tanta demora. De estar en su lugar ya habría ido y regresado de Alhué.
–A usted no le corresponde juzgar mis actuaciones –dijo la fiscal con molestia.
–No, por supuesto que no. Tiene razón la gente que me acusa de metiche.
–¿Algo más que quiera preguntar?
–¿Qué explicación tiene para la balacera de hoy?
–Fue una trampa en la que sin querer hice caer a Chacón y sus hombres. Reconozco que me apresuré y que debí estudiar mejor la operación.
–Lástima que lo sucedido no tenga remedio.
–No arroje todas las culpas sobre mi conciencia, Heredia. La balacera no estaba en mis cálculos y mucho menos la muerte del detective Lillo.
***
Cuatro muchachos enmascarados pintaban la palabra «justicia» en la fachada del edificio donde trabajaba Claudia Rosero. Los observé rellenar el interior de las gigantescas letras que habían trazado, y cuando uno de ellos me miró con notoria desconfianza, alcé mi pulgar derecho para darle a entender que estábamos en el mismo lado de la barricada. En la calle se respiraba una inquietud que parecía demorar el desplazamiento del aire y que me hizo recordar los segundos previos al comienzo de una carrera de caballos. Todo indicaba que algo iba a pasar, pero nadie se atrevía a vaticinar el resultado. Unos liceanos ocupaban parte de la vereda. Sus rostros reflejaban sentimientos de rebeldía y felicidad. Pensé que no tenían miedo ni intenciones de retroceder en sus demandas. Querían una nueva forma de vida y estaban dispuestos a convertir en ceniza la sociedad que los marginaba con sus desigualdades y miserias.
Entré a una cafetería del Paseo Ahumada y pedí un cortado. Mientras me servían el café miré la pantalla de televisión que colgaba desde el cielo raso del local. Las imágenes eran las de una ciudad abandonada o en vías de serlo. Santiago alterada por sus iracundos habitantes. Pocos autos en las calles, gente moviéndose deprisa, militares y carabineros parapetados en las esquinas, tiendas con sus puertas cerradas y los infaltables vendedores callejeros que continuaban promoviendo sus chocolates y prendas de vestir.
Mientras bebía mi café pensé en la colilla que había encontrado en el supuesto departamento de Gaspar Freire. Me propuse llamar a Chacón para que recordara el análisis del cigarrillo. Con algo de suerte podría ser una puerta a lo desconocido, a nuevas pistas que me permitirían acercarme a la esquiva justicia que invocaban los muchachos que pintaban el muro.
No tenía a nadie con quien compartir mis últimos hallazgos o atisbos de probables pistas. Anselmo no estaba en el quiosco donde solía verlo a diario y Campbell debía estar reporteando las manifestaciones o pensando en sus efectos cada día más imprevisibles, ya que el ímpetu de los manifestantes no decaía y el gobierno cedía frente a peticiones que meses atrás ni siquiera se molestaba en escuchar. Y todo eso mientras muchos de sus partidarios deseaban la intervención de los militares para acallar con represión y asesinatos a los que ocupaban las calles con sus demandas.
Tomé el celular que portaba en mi chaqueta y digité el número de Goran. Mi llamada lo tomó de sorpresa y en el momento que llegaba a un acuerdo con dos maestros pintores que remozarían el aspecto de las habitaciones del hostal. Me hizo esperar unos segundos y cuando volvió a comunicarse me habló de la vista del Estrecho de Magallanes que tenía al alcance de sus ojos y del infaltable viento que se paseaba por la ciudad como un vagabundo sin un lugar al que llegar. Me preguntó cómo estaba y le respondí con esas frases hechas que se dicen cuando no hay ninguna noticia importante que comunicar ni tampoco tiempo para abrir el baúl de los sentimientos. Sentí una inexplicable nostalgia y por un momento quise estar al lado de mi hijo, contemplando el paisaje que me acababa de describir, mientras desde la cocina del hostal llegaba el aroma de una pierna de cordero asada al horno.
–Te quedaste callado. ¿Hay algo que quieras contarme? –preguntó.
–Nada. Solo quería oír una voz conocida y comprobar que sé utilizar el celular.
–El que seguramente no usas mucho.
–Lo justo y necesario. No quiero que nadie, parafraseando a Quevedo, diga que Heredia es un hombre a un celular pegado. Un celular superlativo.
–¿Cómo van tus investigaciones? ¿Qué pasó con las personas que buscabas?
–Hice lo que deseaban sus familiares, pero quedó algo pendiente que me gustaría realizar antes de remitir los casos al desgastado archivo de mi memoria.
–Sospecho que a veces no sabes cerrar los casos.
–Me pregunto si uno debe creer todo lo que dice una persona en la que se confía.
–Sueles decir que desconfías hasta de tu sombra. ¿Cuál es el problema?
–Me haces la pregunta que no deseaba hacerme hasta este momento. Habitualmente no tengo problemas para distinguir el negro del blanco, pero esta vez dudo y empiezo a golpearme la cabeza contra un muro. ¿Me entiendes?
–Te entiendo, pero no tengo ninguna respuesta para tu problema. ¿Algo más en lo que te pueda ayudar?
–Simenon te extraña. Le gustaba verte por las tardes desparramado en el sillón del cuarto de estar.
–¿Y tú puedes decir lo mismo?
–No niego que me acostumbré a tu compañía y que no me deja de parecer asombrosa tu inesperada aparición en mi vida. Mis pocos amigos comienzan a desaparecer y a ratos necesito compartir mis dudas con alguien. Supongo que de eso se trata enfrentar los últimos tramos del camino. Tener cada día más dudas y mirarse con insistencia en el espejo de la soledad. Y conste que no me quejo, Goran. Solo dejo constancia de lo que siento.
–Temo que mi aparición en tu vida te llevó a tomar conciencia del paso de los años.
–Es posible, pero no sueñes con ganarme por muchos metros una carrera hasta la esquina más próxima –dije y antes de escuchar la respuesta de Goran, agregué–: Ahora vuelve a tu asunto de la pintura. Te llamaré la próxima vez que necesite compañía para terminar mi café.
Corté la llamada, pedí un segundo cortado y observé como la mujer que me atendía mezclaba el café con la leche caliente y luego ponía un copete de crema y canela sobre la bebida. Por la calle pasó un grupo de mujeres que portaban lienzos y banderas. Un caldo espeso se cocía en las calles y nadie podía sentirse ajeno a su aroma.