Horas después recordé por enésima vez lo sucedido en la escalera. Volví a sentirme paralizado y sin ganas de abandonar la frágil seguridad de mi departamento. Sintonicé la radio para conocer las noticias de las últimas horas y oí que en los alrededores de la plaza Dignidad aún humeaban los restos de una sede universitaria quemada durante la noche. Las noticias hicieron un recorrido por las manifestaciones en otras ciudades y terminaron con una serie de entrevistas a políticos que opinaban sobre la violencia callejera desplegando ideas que dejaban en evidencia que no entendían cabalmente lo que ocurría en el país ni las causas que motivaban la revuelta. Sus declaraciones terminaban hablando de personas vandálicas, violentas, inadaptadas y fuera de la ley. Y en todas se pedía una decidida intervención militar.
Dejé de prestar atención a la radio y me preparé a vivir un día dibujado con las tintas del entusiasmo y el desaliento al mismo tiempo; las dos caras de la esquiva moneda de la vida. Llamé a Goran y me entretuve con sus historias del hostal y sus clientes exóticos, como un japonés que recorrió el Parque Nacional Torres del Paine sin otra alimentación que una mochila repleta de latas de atún. Según Goran, el aliento del japonés expelía un malsano olor a pescado que obligó a ventilar durante dos días la habitación que había ocupado. Más tarde recibí la visita de Anselmo y nos entretuvimos en estudiar las carreras del Hipódromo Chile y apostar a nuestros caballos favoritos a través de una aplicación computacional que mi amigo usó con envidiable soltura. Anselmo terminó con un saldo a favor y lo ocupó para invitar a una amiga a cenar. Al verlo salir del departamento pensé en concluir el día con la lectura de una novela de Juan Madrid, pero antes de terminar el primer capítulo oí la inoportuna musiquilla del celular.
–Disculpe que lo llame a esta hora, pero he estado ocupado con la redacción de mi informe sobre la captura de Gamboa –oí decir a Chacón.
–No tienes de qué disculparte. Aún no digo mis oraciones ni me he puesto el pijama. ¿Qué pasa? ¿Alguna novedad sobre Gamboa?
–Sigue grave y sin muchas posibilidades de recuperación. Como dice mi madre cada vez que habla de alguien que tiene el pasaje comprado para la otra vida: el tipo está pedido.
–¿Y se sabe algo de Freire?
–Nada. Ni siquiera sabemos dónde buscarlo.
–Un sospechoso agoniza y el otro se volatilizó. ¿Qué nos queda, Ruperto?
–Lepera. La fiscal Rosero emitió la orden para su captura y mañana a primera hora pretendo viajar a Alhué.
–¿Puedo ir detrás de tu auto?
–Estuve analizando la situación y decidí invitarlo al paseo. Iré solo con Benavides y no creo que el detective se vaya de lengua respecto a su participación en la operación.
–Me parece que vas un tanto desprotegido. Lepera debe tener gente que lo cuide.
–Se sabrá cuando golpeemos a su puerta. Por ahora lo único que me preocupa es encontrarme con una casa vacía –concluyó Chacón.
***
A medida que salíamos de Santiago, la tierra se hizo más seca y el verde de los árboles se fue desvaneciendo paulatinamente. A los costados de la carretera se veían grandes rocas y las huellas de ríos secos que serpenteaban tristemente desde las cumbres a los valles. Chacón cedió la conducción a Benavides y se sentó a su lado, atento a un camino que de pronto se volvió sinuoso y temerario. Me acomodé detrás del asiento del conductor y por un rato observé el paisaje. Después empecé a cabecear, dejé de escuchar la conversación entre los policías y me dormí.
Cuando desperté pasábamos frente a un letrero que daba la bienvenida a Alhué, lugar de los espíritus. Comenzamos a descender hacia el pueblo y desde el camino observamos los tonos verdes de un hermoso valle encajonado entre montañas oscuras y rocosas en las que crecían yerbas y arbustos que seguramente no necesitaban de mucha agua para sobrevivir. Al interior del valle destacaba el perfecto orden de los cultivos y los techos de un pueblo que pareció aumentar de tamaño a medida que nos fuimos acercando hasta llegar, casi sin darnos cuenta, a una plaza de árboles añosos. En uno de los costados se alzaba la iglesia de madera de San Jerónimo, que según un letrero de información turística había sido construida durante el siglo XVIII.
Benavides estacionó el auto en una calle próxima a la plaza. Bajé el vidrio de la puerta que tenía a mi lado y encendí un cigarrillo.
–¿Por dónde seguimos, señor? –preguntó Benavides a Chacón.
–Déjame hacer unas preguntas en el vecindario y te indico la ruta –respondió el comisario antes de salir del auto y dirigirse a un almacén ubicado a corta distancia de la plaza.
–¿Usted cree que salte la liebre? –preguntó Benavides al tiempo que me miraba por el espejo retrovisor.
–Confío en que encontraremos a Lepera en la casa de su hermano, sentado a la sombra de un parrón y sin ánimo de oponer resistencia.
–Usted debe ser muy amigo del comisario. No a cualquiera lo llevan a una detención.
–Me lo debía. Mal que mal, le dije dónde está Lepera.
–O sea, están mano a mano, como en el tango.
–¿Y tú qué sabes de tango?
–Nada, pero crecí con mi abuelo materno y el viejo era muy versado en tangos y milongas. De joven había trabajado de vigilante en una tanguería y desde entonces no se perdía ningún programa radial dedicado al tango. Sus favoritos eran los animados por Alodia Corral y Enrique Carrión –dijo Benavides.
Pensé en hacer un comentario respecto a los tangos que me gustaban escuchar, pero vi que regresaba Chacón y guardé silencio.
–Parece fácil llegar al lugar –comentó Ruperto una vez que estuvo acomodado en su asiento–. Diez minutos en auto por la salida norte del pueblo. Hay que buscar un portón de madera y el letrero que dice «Parcela Esmeralda».
–¿Debemos tomar precauciones, señor? –preguntó Benavides a Chacón.
–Las de siempre –contestó el comisario y enseguida agregó–: Confío que la sorpresa jugará de nuestro lado y que Lepera no salga con un numerito como el de Gamboa.
Llegamos en el tiempo presupuestado. Chacón se bajó del auto para abrir el portón y luego entramos a la parcela por un camino ripiado que nos dejó frente a una casona de dos pisos que parecía abandonada. Bajamos. Chacón caminó hacia la entrada. Benavides sacó su pistola y yo me quedé más atrás para tener una vista completa de la escena. Ruperto golpeó tres veces a la puerta y unos segundos después apareció una mujer que vestía un delantal azul con grandes flores amarillas y rojas. Tenía los cabellos canosos y en sus ojos negros se instaló un brillo de temor al ver la credencial de policía que le mostró Chacón.
–Buscamos a Rodolfo Lepera –dijo el comisario a la mujer mientras guardaba la credencial en el bolsillo interior de su chaqueta.
–El patrón se fue ayer a Santiago. Tiene que hacerse varios exámenes médicos y no regresará antes de una semana.
–¿Sabe dónde aloja en Santiago?
–En un departamento de su propiedad ubicado en la avenida España. Puedo darle la dirección.
–Se lo agradecería, señora –dijo Chacón a la mujer y enseguida le preguntó si estaba en la casa el hermano de su patrón.
–Estuvo de visita, pero se fue anteayer por la noche. Al parecer tuvo una urgencia, porque de un día para otro le entró el apuro y se mandó a cambiar. Tenía tanta prisa que dejó la ropa que me había dado a lavar.
–¿Dijo a dónde se iba?
–No le escuché decir nada sobre el particular. Y tampoco a don Rodolfo.
–¿Tuvo visitas el hermano durante su estadía? –pregunté.
–Ninguna. La esposa y la hija del patrón se encuentran en Santiago, así que los hermanos estuvieron solos. Almorzaban juntos, caminaban por los alrededores y por la noche veían un poco de televisión, tomaban unas copas de vino y se iban a dormir.
–Vamos a revisar la casa y su entorno –dijo Chacón sin dar posibilidades de réplica a la empleada.
Los policías se repartieron las piezas de la casa y comenzaron a revisar los muebles en cada una de ellas. Supuse que buscaban un indicio del nuevo destino de Dionisio Lepera. La mujer se dirigió a la cocina y se puso a pelar las papas que usaría en la preparación de una cazuela de vacuno. Me senté en una silla que estaba en un rincón de la cocina y la observé trabajar.
–¿Lleva mucho tiempo trabajando al servicio de don Rodolfo? –le pregunté.
–Cumpliré treinta años en dos meses. Vine para ayudar a mi madre durante unas vacaciones y me quedé doce años, hasta que ella murió y me ofrecieron reemplazarla.
–¿Y su nombre, señora? Nadie le ha preguntado su nombre.
–Aurora.
–¿Qué piensa hacer con la ropa que le dejó don Dionisio?
–El patrón dijo que él se la llevaba, pero después cambió de idea. Me ordenó que hiciera un paquete y se lo enviara a su hermano a la oficina de la empresa El Conejo Azul en el terminal de Viña del Mar. Don Dionisio la recogerá en una semana más.
–Y su patrón, ¿ha sido hombre de campo siempre?
–Siguió los pasos de su señor padre. No como sus dos hermanos que apenas tuvieron la mayoría de edad se viraron para Santiago.
–¿Y no le da miedo estar sola en la casa?
–Sola no estoy. Tengo mi casa al fondo del terreno. Vivo con mi esposo y mi hija menor. No paso susto y si escucho algún ruido extraño mando a mirar a mi marido. ¡Que para algo sirva el viejo!
***
–Vinimos a puro perder el tiempo –dijo Benavides mientras nos alejábamos del pueblo.
–Maneje calladito –le ordenó Chacón, molesto por el comentario del subalterno–. Cuando necesite sus comentarios, se los pediré. ¿De acuerdo?
–Sí, señor. Como usted diga, señor.
–Ni siquiera nos dimos unos minutos para comprar la mistela del pueblo –dije–. Leí que es muy buena porque la uva utilizada en su preparación es de la mismísima parra del diablo, que según los antiguos crece en los alrededores de Alhué.
–Debió hablar antes, señor Heredia –señaló Benavides.
–No parece molesto ni preocupado, Heredia –dijo Chacón–. Mal que mal, de usted fue la idea de venir a Alhué.
–El dato era bueno, Ruperto. Dionisio Lepera estuvo en la casa de su hermano, pero alguien debió anticiparle nuestra visita.
–¿Qué le hace pensar en eso?
–La prisa con la que dejó la casa.
–¿Y tiene algún sospechoso?
–¡Sospechoso o sospechosa! Ni idea. Tendríamos que hacer un listado con las personas que estaban al tanto de la visita de Dionisio Lepera a su hermano.