Benavides me dejó en la calle Catedral, frente a una de las entradas al antiguo edificio del Congreso Nacional. La tarde iniciaba su retirada y mientras me dirigía a la plaza de Armas escuché unos gritos lejanos, tibios ecos de las protestas que se apagaban en el centro de la ciudad y se trasladaban hacia los barrios y las poblaciones. Me vi caminando en medio de un paisaje gris en el que unos escasos transeúntes contemplaban con asombro la desolación que se extendía por las calles.
En un pasaje próximo a la plaza encontré un bar abierto en el que penaban las ánimas. El silencio se dejaba sentir sobre las mesas vacías. Un par de gringos obesos y sonrosados con aspecto de turistas bebían piscolas acodados en la barra. Uno de ellos tenía una sonrisa que recordaba a Donald Trump. Se contaban chistes que celebraban a carcajadas, y entre uno y otro trago hacían preguntas al barman que los atendía con notorio fastidio. Pedí un vodka con agua tónica y me entretuve observando al barman que preparaba el trago con envidiable destreza.
–Viene con un dedo extra de vodka –dijo al tiempo que dejaba mi copa sobre la barra–. Hoy cerramos diez minutos antes de las ocho. Desde que empezaron las protestas son pocos los que se animan a recorrer las calles del centro. Hasta las chiquillas de la calle se quejan. La vida nocturna muere y se hace más sórdida. Y a usted, ¿cómo le va con su trabajo? Tiene cara de vendedor de seguros.
–Frío, muy frío. Jamás he podido vender nada. Lo mío son los muertos y el silencio.
–¿Vendedor de una funeraria?
–Ya le dije que no vendo nada. Investigo asesinatos y el silencio de sus responsables.
–¿Policía?
–Investigador privado.
–¿Y gana dinero con eso? ¿O lo hace como hobby?
–Me alcanza para mantener provista la despensa y dar de comer a mis gatos.
–Cuando niño tenía un vecino carabinero. Una mañana lo encontraron muerto frente a la puerta de su casa. Todos pensaron que se trataba del ajuste de cuenta de algún pato malo, pero al cabo de un mes se supo que lo mataron porque tonteaba con la mujer de un capitán de las fuerzas especiales.
–Parece que lo necesitan –dije al barman al tiempo que le indicaba al gringo de sonrisa estúpida que trataba de llamar su atención con un curioso aleteo de manos.
–¡Gringos de mierda! Chupan como esponjas y no saben pedir las cosas con la amabilidad que se requiere –protestó el barman.
Apuré mi trago. Salí a la calle y busqué el camino más corto a mi departamento. En la plaza de Armas, un evangélico predicaba contra los pecados de la noche. Su auditorio estaba compuesto por un borracho y cuatro perros pulgosos que lo escuchaban con la esperanza de ver caer salchichas asadas desde el cielo. A las espaldas del predicador, otro borracho meaba a los pies de la estatua del cardenal Caro. Al caminar hacia la esquina más próxima me encontré con un improvisado mesón en el que vendían comida peruana. Seguí mi camino y avancé por la calle Puente, atestada de vendedores callejeros. La improvisada feria a ras de calle se extendía hasta la estación Calicanto del Metro, desde donde podía ver mi edificio y empezar a contar los pasos que me faltaban para llegar al departamento donde me esperaban mis gatos y el polvo de los libros.
***
Ruperto Chacón apareció al día siguiente. Me había despertado después del mediodía y estaba en la cocina preparando mi almuerzo. Simenon y Pugliese me observaban desde las alturas del refrigerador y daba la impresión de que estaban a punto de iniciar una manifestación de protesta. Abrí una lata de atún y dividí su contenido en dos porciones que los gatos recibieron con jolgorio.
–Guarde su comida para mañana. Lo invito a almorzar –dijo Chacón y sin esperar mi respuesta se encaminó hacia la puerta del departamento.
Seguí al policía hasta el restaurante peruano que estaba en el primer piso de mi edificio. Chacón apuró la elección del menú y mientras nos traían unos platos de lomo saltado dijo que me tenía una buena noticia.
–¿Recuerda la colilla que encontró en el supuesto departamento de Freire? Le hice caso y pedí que la analizaran. Eusebio Morales Vargas se llama el que fumó el cigarrillo.
–¿Quién es él?
–Un conserje del edificio que el día del allanamiento estaba limpiando las ventanas de varios departamentos. Un trabajo adicional que los conserjes realizan para tener un ingreso extra.
–Nada que objetar –comenté.
–Se equivoca, Heredia. El conserje no es un angelito y si se pudo identificar el ADN que había en la colilla fue porque Morales pasó una temporada tras las rejas. Cumplió una condena de ocho meses por tráfico de drogas.
–Tal vez no estaba limpiando las ventanas de pura casualidad –dije, interrumpiendo al comisario.
–Morales no conoce a Freire, pero reconoció que estuvo relacionado con la emboscada. Tuvimos que atrincarlo para que entendiera que le convenía cantar con su mejor voz. Le pagaron por estar en el departamento y abrir el portón para que entraran los sicarios y sus autos. Según él, lo sucedido fue una sorpresa porque nadie le habló de los pistoleros.
–Si no conoce a Freire, ¿quién le pagó?
–Tristán Subiabre, el administrador del edificio. Un carabinero en retiro que no se caracteriza por su amabilidad con la gente que trabaja a su orden. Sin perjuicio del dinero que le pagaron por abrir el portón, todo indica que para Morales no era fácil negarse a participar en la emboscada. Según él, fue amenazado con volver a la cárcel.
–Supongo que ubicaste a Subiabre.
–Todavía no. Tengo gente abocada a eso, pero el tipo sabe cómo borrarse del mapa. Morales me contó dos cosas importantes sobre Subiabre: se retiró de Carabineros después de veinte años de servicios y durante los últimos años trabajó bajo las órdenes de Freire.
–Gamboa, Freire y ahora Subiabre. Los tres están vinculados a la policía uniformada y tienen buenas relaciones con grupos de narcotraficantes. Parecen ramas de un mismo tronco.
–¿Conoce Morales los negocios de Freire?
–No quiso hablar de eso, pero intuyo que está informado.
–¿Tristán Subiabre podría saber dónde está Freire?
–Tiendo a pensar que lo desconoce, pero puede ser que en algún momento Freire se sienta acorralado y decida contar con la ayuda de Subiabre. Por eso quiero ubicarlo y no perderlo de vista.
–¿Y tienes idea de cómo encontrarlo?
–Trabajamos en dos ámbitos: su círculo familiar y el lugar donde trabaja. Dudo que Subiabre sea un tipo con recursos para ocultarse en lugares muy sofisticados o salir del país. Es un ratón de cola pelada que debería caer fácilmente en la trampa.
***
Prolongamos el almuerzo en una cafetería ubicada en la calle General Mackenna, a pocos pasos de los Tribunales de Familia. A la sobremesa se sumó Dylan Jerez, quien buscaba al comisario para informarle sobre un asesinato ocurrido a un costado del Centro Cultural Mapocho.
Los nuevos tribunales y otros edificios modernos habían renovado el rostro de un barrio que recorrí desde antes de instalar mi oficina de investigaciones. Había conocido los antiguos y roñosos Tribunales del Crimen que funcionaban junto a la Cárcel Pública de Santiago. Estaban ubicados en un segundo piso y para llegar a ellos era necesario subir por una escalera de madera que tenía los peldaños hundidos por su uso durante decenas de años. Sus escritorios solían estar cubiertos de gruesos y sebosos expedientes, manipulados por actuarios a los que había que dar una sustanciosa propina para que agilizaran la tramitación de las causas.
Al regresar a la oficina me atajó Moquete y me entregó un sobre café. Lo abrí mientras subía en el ascensor y descubrí que contenía dos fotocopias de tamaño doble carta y una nota de Campbell en la que me pedía que leyera con atención las noticias que me enviaba.
Dejé las fotocopias sobre el escritorio y las observé unos segundos sin atreverme a tocarlas, como si se tratara de dos láminas de fierro candente. Reproducían la sección Vida Social de un diario publicado diez años atrás. La página incluía fotos tomadas en el balneario de Santo Domingo, y en todas ellas se veían parejas o grupos de veraneantes que posaban con sus sonrisas relucientes y una expresión de felicidad infinita en sus miradas.
No me llamaron la atención a primera vista. Tuve que leer los textos que acompañaban a las fotos y volver a mirar las imágenes para reconocerlos. Se veían alegres, jóvenes y probablemente enamorados. Tomé el teléfono y llamé a Marcos Campbell.
–Demoraste en llamar –dijo y lo imaginé sonriendo, con un café sobre su escritorio y un cigarrillo en los labios.
–Vi tu sobre. ¿Cómo diste con esas páginas?
–Las descubrí en internet y luego fui a fotocopiarlas a tamaño real en la Biblioteca Nacional. Suelo ver las páginas sociales para estudiar la iconografía de las diferencias sociales en nuestro país. Es un trabajo que realizo desde hace años y a pesar de eso nunca dejo de asombrarme con la capacidad de los adinerados para exponer sus relaciones y estatus. Espero que te sirvan para la investigación.
–Por el momento me han dado en qué pensar, como me ocurre con las películas que tienen un final que explica las escenas iniciales que no entendimos. Gracias por acordarte de mis pesquisas.
–Nada es gratis en los tiempos que corren y nos envejecen. Tú pagarás la próxima vez que nos juntemos a calmar la sed.
–Cuenta con eso. Ahora tengo que salir a formular unas preguntas que me inquietan –dije antes de despedirme y recordar las palabras que Gamboa había susurrado a mis oídos y que de pronto asocié a las fotos de Campbell.
Simenon me miraba desde el escritorio. Había seguido con interés mi conversación con el periodista.
–¿Te he dicho que investigar un crimen es igual a comer una alcachofa? Se van sacando las hojas, una a una, lentamente, hasta llegar al corazón del fruto o la verdad.
–¿No dijiste alguna vez que investigar es como escribir una novela?
–Un símil no invalida al otro, Simenon. Investigar puede ser igual a muchas cosas. ¿Acaso un gato no se parece a otro?
–Abre la puerta del departamento y ve a lo tuyo. Necesitas tomar aire y relajarte.
Llamé a la oficina de la fiscal Rosero. Me mandó a decir con su secretaria que me recibiría por la noche en su departamento. Tenía tres horas para dormir una siesta y tomar una ducha.