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–¿Usted nunca se cansa? ¿No tiene más cosas de qué preocuparse? –preguntó la fiscal antes de indicarme el pasillo que conducía hasta el cuarto de estar de su departamento. De las paredes del pasillo colgaban unos grabados de Nemesio Antúnez y Santos Chávez que reconocí porque los había visto en una revista de arte chileno.

–Me canso, pero procuro no darme cuenta ni que se note mucho.

Claudia Rosero sonrió y me ofreció un café que fue a preparar a la cocina. Me acomodé en un sillón de cojines voluminosos y mientras esperaba su regreso observé la mesa del cuarto de estar en la que se acumulaban ceniceros, llaveros y otras chucherías que seguramente provenían de los viajes realizados por la fiscal.

Los recuerdos de la mujer dejaron de interesarme. Luché contra la tentación de cerrar los ojos y huir de la sensación de vivir equilibrándome en una cuerda que cada día estaba más alta y tensa. Pensé que a diario caía de esa cuerda y que estaba cerca el momento en que no volvería a levantarme, como un árbol podrido que cae en medio del bosque y luego desaparece a causa del silencioso trabajo de los insectos. La fiscal regresó y me pasó un pequeño jarrito de loza que dejé sobre la mesa de centro. Después fue otra vez a la cocina y volvió con un platillo con galletas de chocolate y coco.

–Ahora puede decirme a qué vino –dijo Claudia Rosero–. Y por favor vaya a lo esencial, porque no dispongo de mucho tiempo. Tengo que leer unos documentos y enviar dos correos antes de meterme a la cama.

–Quiero saber si hay alguna novedad sobre Freire y Lepera.

–Nada nuevo, Heredia –respondió y luego de probar su café agregó–: Pero tengo la impresión de que usted no vino a preguntarme por esas personas. Pudo hacerlo por teléfono y ahorrarse el viaje.

–No, claro que no. Lo lamento, pero vine por otro asunto.

–¿Y por qué dice que lo lamenta?

Dejé flotar la pregunta en el aire y omití mi respuesta. Saqué de mi chaqueta las fotocopias de Campbell, las miré una vez más y se las pasé a Claudia Rosero. La fiscal tomó las fotos y las observó hasta que la expresión de su rostro se hizo dura y sombría.

–¿Se reconoce? –pregunté–. Está joven y luce muy bien con su bikini.

–No sea impertinente, Heredia. No se habla de su edad con una mujer.

–¿Gaspar Freire era su pareja en la época de la foto? ¿Lo sigue siendo o es una cosa del pasado?

–¿De verdad espera que responda sus preguntas?

–¿Por qué no? No son preguntas comprometedoras ni difíciles de responder si me pongo a investigar entre sus colegas y conocidos.

–Nos casamos y vivimos juntos durante cuatro años. Ahora estamos separados.

–¿Tuvieron hijos?

–Violeta. La semana pasada cumplió tres años.

–¿La niña celebró su cumpleaños con sus padres?

–Gaspar estaba ocupado, pero vinieron a saludarla sus abuelos maternos y dos amiguitas del vecindario. Es mucho más de lo que se puede esperar en estos tiempos tan agitados.

–¿Mantiene una buena relación con Freire?

–Mejor que la mayoría de las parejas que se separan. Después de todo no rompimos por nada traumático. No hubo engaño ni violencia. Simplemente descubrimos que teníamos pocas cosas en común y que era mejor separarse cuando aún teníamos edad para reconstruir nuestras vidas. Conseguimos un abogado y llegamos a un acuerdo para regular sus tiempos con Violeta y la pensión de alimentos.

–Una solución muy civilizada. La felicito por no romper platos en la cabeza de su esposo, pero algo me dice que no me está contando toda la verdad.

–Puedo darle una lista de amigos y familiares que podrán ratificar lo que acabo de decirle. Hemos sido los separados ideales, se lo aseguro.

–¿Usted estaba al tanto de los negocios de su marido?

–¿Negocios? Gaspar es funcionario de Carabineros.

–Le pregunto por los negocios. Usted sabe a qué me refiero y supongo que no necesito ser más explícito. Como suele decirse: no hay que verse la suerte entre gitanos. Estoy hablando de tráfico de drogas.

La fiscal ocultó su rostro entre sus manos y permaneció en silencio por unos segundos que me parecieron una eternidad. Enseguida encendió un cigarrillo y me miró fijo a los ojos.

–Usted gana, Heredia. Me enteré de los negocios de Gaspar en nuestro primer año de casados. Violeta estaba por nacer y yo descansaba en mi casa con el permiso prenatal. Recibí una llamada que era para él y un día me atreví a revisar el estado de su cuenta corriente. Tenía más dinero del que era esperable por su trabajo. Hice averiguaciones y descubrí sus vínculos con el tráfico de drogas. Definitivamente no era el hombre que deseaba tener a mi lado ni la mejor compañía para mi carrera profesional.

–¿Pensó en denunciarlo?

–Tuve la intención, pero me arrepentí. Pensé en mi hija.

–¿También por su hija lo está ayudando a salir de sus líos actuales?

–Haría cualquier cosa por evitarle penas a mi pequeña.

–Debería cambiar de trabajo. Cualquier delincuente podría amenazarla con hacer algo a su hija.

–Lo sé. He pensado más de una vez en renunciar y buscar otro empleo.

–¿No cree que llegó muy lejos con su ayuda a Freire?

–Trato de no pensar mucho en eso. Confío en que pasará el tiempo y la policía dejará de investigar cuando no logre el resultado esperado.

–Y si no es así, ¿seguirá poniendo piedras en el camino como hizo con la detención de Dionisio Lepera?

–Temo haber cometido un error en ese caso.

–Su maniobra fue bastante evidente y sin embargo la policía aceptó sus explicaciones. ¿No ha pensado que su hija puede terminar sin padre ni madre?

–Lo pensé ayer cuando alguien me llamó para preguntarme por los paraderos de Gaspar y Lepera. Alguien mucho más poderoso que usted o Chacón.

–¿Quién la llamó?

–No se lo diré, pero tengo la impresión de que tarde o temprano usted llegará a saberlo.

–¿Cómo piensa salir del lío en la que está metida?

–Seguiré entorpeciendo la investigación hasta que Gaspar consiga huir a otro país. No es muy inteligente de mi parte, pero es todo lo que puedo hacer.

–Podría abrir las ventanas y dejar entrar al viento.

–¿Denunciarlo a la policía? ¿Entregarlo a quienes preguntan por él? No tengo corazón para hacer ninguna de las dos cosas –dijo la fiscal y antes de aplastar su cigarrillo en un cenicero, preguntó–: ¿Y usted qué hará?

–Seguir buscando a Freire y Lepera. No pretendo que paguen por sus tráficos de drogas ni sus dineros ilegales. Los busco por la muerte de un fotógrafo que tomaba imágenes de la revuelta y por la de un muchacho que jamás tuvo la menor oportunidad de hacer algo provechoso con su vida.

–¿Y no dirá nada de mis intenciones de seguir ayudando a Gaspar?

–Cuando lo ayude no olvide que Freire tiene las manos manchadas de sangre.

–Recién entiendo por qué dijo que lamentaba verme.

–A veces conozco a una persona, la veo hacer su trabajo y me da confianza. Luego descubro que no actúa como yo creía y que tiene un lado turbio. Dejo de creer en esa persona y el lagarto del desencanto me muerde los pies.

–Deje las cosas como están, no se complique la vida más de la cuenta. Usted me contó que los familiares querían saber qué había pasado con las víctimas y les dio una respuesta. Cumplió con ellos y puede dormir en paz.

–Pide algo difícil, señora. Tan difícil como si le pidiera que me diga donde están Freire y Lepera.

–Quizá no es tan difícil. Todo depende de lo que uno considera más importante.

–Es una manera de ver ciertas cosas. También podría decir que a veces se puede negociar con la verdad.

–No entiendo lo que me pretende decir, Heredia.

–Déjeme trabajar unos días a mi modo y le aseguro que entenderá.