Pasaron tres días desde mi visita a la fiscal y en todo ese tiempo no tuve noticias sobre Freire y Lepera. Llamé varias veces a Chacón y no respondió a mis llamados. Una noche hablé con Goran y mi hijo me entretuvo recordando episodios de su infancia. Festejé sus relatos y acallé la pena que me daba escuchar sus vivencias de una época en la que no había estado a su lado. Pero, la historia estaba escrita y contra eso no había mucho que hacer.
A ratos, en la soledad de mi departamento, recordaba a los dos fugitivos. Mis pensamientos iban de un lado a otro, confusos y erráticos. Intentaba leer y luego de dos páginas empezaba a seguir las líneas sin tener una idea clara de lo que leía. Tampoco lograba concentrarme con la música ni con los noticieros de la radio que no dejaban de dar cuenta de las protestas que recorrían el país. Simenon se recostaba en mis piernas y juntos nos íbamos adormeciendo, mientras las sombras de la noche entraban al departamento para recordarnos que era hora de comer y de prolongar el paréntesis hasta que Lepera y Freire volvieran a estar a mi alcance.
Chacón reapareció un viernes por la tarde. Vestía de terno y corbata, como si viniera llegando de un bautizo o en camino a su casamiento. Me habló de la tediosa ceremonia institucional en la que le habían entregado un recuerdo por sus años de servicios y para que empezara a olvidar el mal rato le ofrecí tres dedos de whisky.
–No vengo en plan de relajo, Heredia. Vine a darle dos noticias que tengo guardadas desde ayer en la noche. La primera era esperable y no requiere explicaciones: Gamboa tuvo un paro respiratorio y murió en el hospital. Espero que exista el infierno para que pague sus crímenes con una temporada a fuego lento.
–No puedo compartir tus buenos deseos. Hace años que el Vaticano cerró la puerta del infierno y nos obligó a conformarnos con los malos ratos terrestres.
–La segunda noticia es que detuvimos a Subiabre. No fue fácil, pero cuando perdíamos la esperanza recibimos una ayuda fundamental para nuestro éxito. Estaba refugiado en la casa de un primo que vive en Puente Alto. En ese lugar lo pillaron las protestas y para su mala suerte fue reconocido por un vecino que conocía su pasado de carabinero. La sola mención de la palabra carabinero agitó el ánimo de los pobladores. Un grupo de ellos rodeó la casa y amenazó con incendiarla. Subiabre tuvo que salir a la calle. Los vecinos intentaron lincharlo, pero tuvo la buena o mala suerte de que algunos de mis colegas andaban por el lugar. Lo salvaron de la soga, pero al revisar sus antecedentes descubrieron que existe una orden de captura en su contra. Llamaron para hacerme unas consultas y de ese modo Subiabre cayó en mis manos sin que nadie de mi unidad moviera ni siquiera un músculo de la cara.
–¿Qué ocurrirá con él?
–Será formalizado por su participación en la emboscada.
–¿Pudiste conversar con él?
–No fue necesario. Participé en su interrogatorio y lo oí cantar hasta el himno nacional. Trabajaba con Freire y a veces le realizaba uno que otro encargo a Fariña.
–Al narco Fariña lo tengo entre ceja y ceja desde el día que balearon a Dylan Jerez a la salida del restaurante.
–Se podría escribir un libro con sus historias. Vive en varias casas, anda rodeado de guardaespaldas y, aunque no me guste reconocerlo, sabemos que hay gente al interior de la policía que le avisa cuando pretendemos detenerlo. Cuesta mucho acercarse a él.
–Podríamos hacer algo para que él se acerque a nosotros.
–Jamás desearía tener a Fariña en mi casa.
–No estaba pensando en invitarlo a cenar.
–Me alegro de que conserve su humor, Heredia.
–Tengo una inquietud. Si Freire se quedó con el dinero de Fariña, ¿por qué el narcotraficante le sigue teniendo confianza?
–¿A qué quiere llegar, Heredia?
–No me haga caso, Chacón. Pienso en voz alta –dije y antes que Chacón pusiera en duda mis palabras, agregué–: ¿Sabe dónde puedo encontrar a Fariña?
–A Fariña se le puede ver solo cuando él quiere. Es un fantasma urbano que recorre muchas calles, entra a las casas y se sienta donde nadie lo espera.
–¿Solo cuando él quiere? ¿Hablas en serio, Ruperto?
–Dicen que le gusta imitar a los capos de la vieja guardia. Mientras muchos narcos miran hacia las casas millonarias del barrio alto, los restaurantes exclusivos y las modelos de la televisión, Fariña prefiere los rincones de San Diego y el barrio Franklin. Cafés toples, billares, barcitos de mala muerte. Lugares a los que puede ir cualquier hijo de vecino y entre los cuales se mueve con el entusiasmo de un ratón a cargo de vigilar la quesería.
–Conozco los rincones de San Diego y Franklin como si fueran las palmas de mis manos.
–Usted podría hacer buenas migas con Fariña.
–No había pensado en eso, Ruperto.
Chacón sonrió y dio unos pasos hasta llegar a la ventana principal del departamento. Simenon lo miró con recelo y se apartó de su lado cuando el policía intentó hacerle una caricia.
–Me extraña que no pregunte si tengo novedades sobre Lepera y Freire –dijo Chacón sin dejar de mirar hacia la calle.
–Supongo que me lo habrías dicho. Tal vez decidí dejar de buscar y que otros hagan el trabajo.
–Sus palabras huelen a claudicación.
–Los viejos piratas saben cuándo hay que bajar las velas.
–No le creo, Heredia. Usted algo trama y espero que no sea lo que estoy pensando. No me gustaría recoger sus restos en una esquina de San Diego.
***
Ocupé mi tiempo en recorridos aparentemente inútiles que me llevaron a visitar lugares a los que no entraba desde hace muchos años. Encontré a personajes fantasmales que conservaban sus rasgos de otros tiempos y en otros lugares enfrenté las caras nuevas de tipos que no conocían la historia del barrio en el que tenían sus negocios: los miserables casinos con tragamonedas manipulados para la inevitable derrota de los clientes, salones de billares en los que se vendían drogas, puteríos disfrazados de cafés con pierna, bares maltrechos a los que llegaban alcohólicos con aspecto de zombis, rateros hambreados y drogadictos temblorosos en busca de una dosis.
Pregunté en todas partes por Fariña y me encargué de decir mi nombre en voz alta para que nadie tuviera dudas de quién lo buscaba. Y luego de mi nombre deslizaba un comentario que sabía provocaría ronchas en el narcotraficante: unos socios le habían birlado una gran cantidad de dinero desde una tienda de la que seguramente era socio.
Al atardecer del primer día empecé a sentir que los dueños o administradores de los lugares me miraban de reojo o con curiosidad, tratando de adivinar el motivo que tenía para andar preguntando por Fariña con tono descuidado, como si mi pellejo no me importara o solo fuera la carnada dispuesta para atrapar al pez gordo.
Al día siguiente recorrí otros lugares y cuando por la noche volví a mi departamento, me serví una copa de vino y me senté a leer una novela de Graham Greene que comenzaba con una frase que me alentó a continuar la espera: «Una historia no tiene comienzo ni fin: arbitrariamente uno elige el momento desde el cual mira hacia atrás o hacia adelante».
***
La ciudad tiene ojos y oídos. Ve, escucha y conversa con sus habitantes, me dije al inicio de un nuevo día. Recorrí sus calles y sentí la alegría del que camina por curiosidad, observando el color de la vida y siempre atento a los rincones anónimos de los callejones y las barriadas. Después regresé a mi departamento. Debía esperar que el tiempo hiciera su juego. Me senté junto a Simenon y acaricié su cabeza.
–Detesto las soluciones que no dependen de mis esfuerzos. Me aburro y me pongo de mal genio.
–Paciencia. Ya llamará Chacón y sabrás si tenías razón o no.
–Chacón no tiene cartas en la partida que estoy jugando.
Me acerqué a la ventana y vi pasar a un grupo de personas que enarbolaban banderas. Deseaba estar en la calle, pero mientras no terminara la investigación, mi principal vínculo con la protesta eran las muertes de Bruna y Riera. A la distancia, una decena de hombres y mujeres intentaba quemar unas tablas y cajones. Un muchacho delgado hizo estallar una molotov sobre la madera y a los pocos segundos se elevó por el aire una columna de humo negro. La rabia por las injusticias ardía tan fuerte como el fuego.
Sentí unos pasos firmes en el pasillo que conducía a mi departamento. Oí que golpeaban a la puerta y grité que estaba abierta. Vi entrar a un hombre alto y fornido que avanzó hasta llegar a mi lado. Un segundo hombre, tan intimidante como el primero, también entró y se detuvo a un costado del sillón. El primero me preguntó si estaba solo y le dije que sí. Me creyó, pero igual pensó que debía hacer su trabajo. Hizo una seña a su acompañante y este le respondió con una mueca antes de ir a revisar las demás habitaciones. El aire me pareció más caliente que unos minutos antes. Al cabo de unos segundos regresó el encargado de la revisión y dijo que el departamento estaba limpio. ¡Limpio! La palabra me causó gracia, porque seguramente no se refería a la loza que se acumulaba en el lavaplatos ni a los libros con una sólida capa de polvo en los lomos.
Fariña entró al departamento y me dirigió una sonrisa amistosa. Vestía una camisa de seda azul y una chaqueta de lino verde. Sus anteojos eran pequeños y parecían incrustados en su rostro regordete. Noté que respiraba con dificultad y, sin que fuera un gran ejercicio de deducción, pensé que él no saldría tras mis pasos si de pronto decidía escapar hacia la calle.
–Su departamento es tal cual me lo describieron. Muebles viejos, muchos libros, ventanas con vidrios sucios –dijo Fariña y luego de dejarse caer sobre el sillón agregó–: Dicen que anda hablando de un robo que me habría afectado. ¿En qué puedo ayudar a un detective privado al que muchos parecen mirar con la simpatía que se reserva para los tipos sin futuro?
–Cuide sus juicios y comentarios. Sus palabras no son amistosas ni de buen gusto.
–¿Quiere enseñarme modales? Cualquiera de mis hombres le puede dar una lección inolvidable.
–Seguramente, pero no está en mi ánimo ser pasto para gorilas. Quiero cerrar una investigación que me ha mantenido ocupado en las últimas semanas y creo que usted me puede ayudar a escribir el punto final.
–Menos cháchara y al hueso, Heredia –reclamó Fariña–. ¡Explíqueme eso del robo!
Le hice un resumen de mi investigación desde que había conversado con las madres de las víctimas hasta la fallida visita al departamento de Freire. Omití los detalles, pero ninguno relacionado con Gamboa, Freire y Lepera. Fariña me escuchó sin interrumpirme hasta que mencioné que podíamos hacer un negocio beneficioso para los dos.
–Dame algo de beber –pidió Fariña a uno de sus guardaespaldas.
El grandote que había sido el primero en entrar al departamento, buscó en su chaqueta y sacó una petaca de whisky que Fariña vació en tres tragos que se metió al gaznate casi sin respirar.
–¿De qué negocio estaríamos hablando? –preguntó luego de su fugaz experiencia etílica.
–Información. Cosas que yo sé y usted no; y viceversa.
–¿Tiene información de mi interés? ¿Qué le hace pensar tal cosa?
–Supe que perdió ochocientos mil dólares durante la primera semana de protesta. Se quemó la tienda donde usted los guardaba a la espera de lavarlos a través de tiendas, moteles y apuestas hípicas.
–Conozco las circunstancias en las que se produjo la pérdida. Lo que ignoro es por qué usted anda diciendo que me robaron.
–Su dinero no ardió en la tienda de Hernández. Un par de amigos suyos lo tomaron para guardarlo en sus respectivas alcancías. Fueron los que incendiaron la tienda de Toribio Hernández y luego el Supermercado Rayo. Y eso no es todo. Los mismos que robaron los dólares, asesinaron a unos muchachos que trabajaban para usted y sabían que los dólares eran suyos. Intentaron protegerlos, pero los ladrones no quisieron soltar el hueso. Mataron a los tres saqueadores y a Tomás Bruna, un cabro de población que intentaba ganarse unos pesos. Días después, los ladrones mataron al fotógrafo que los retrató mientras quemaban a los soldaditos dentro del supermercado.
–Su historia es tenebrosa, amigo. ¿Cómo sé que dice la verdad?
–Converse con sus amigos. Hábleles con tono golpeado y dígales cosas que les causen pena y dolor.
–¿Dónde está el dinero?
–Solo Freire o Lepera pueden responder esa pregunta.
–Me contaron un cuento los cabrones. Que Hernández había dejado abierta la caja fuerte y que cuando ellos llegaron a la tienda, el fuego tenía consumida la oficina del comerciante.
–Ochocientos mil dólares aceitan la imaginación de cualquiera.
–Gracias por mostrarme sus cartas, Heredia. Verificaré si sirven para intentar alguna buena acción de mi parte. ¿Qué información necesita?
–Quiero saber dónde están escondidos Freire y Lepera.
–No lo sé. Tendría que averiguarlo.
–Me cuesta creer que ignore dónde están sus secuaces.
–Hasta ahora no tenía motivos para vigilarlos. Deme cuarenta y ocho horas. Le aseguró que sabrá dónde se encuentran.
–Voy a confiar en sus palabras.
–Podrán decirle muchas cosas de mí, pero jamás que no cumplo los compromisos.
–Me acordaré de eso cuando estén por cumplirse las cuarenta y ocho horas.
–Le debo una gauchada de ochocientos mil dólares. No lo olvidaré.
–¿Sabía que Freire asesinó al fotógrafo?
–Nunca oí nada al respecto.
–El fotógrafo captó el momento en que quemaban a sus soldados. ¿Le interesa ver las fotos?
–Las calles están llenas de muchachos dispuestos a trabajar por unas pocas monedas.
–A usted le es indiferente la distancia entre el bien y el mal.
–Tengo poder, Heredia. El poder que consigo gracias a mis negocios. Puedo definir a mi antojo lo que es bueno o no, al igual como lo hacen los políticos o los gerentes de grandes empresas. Lo que importa es el dinero. Y al contrario de lo que dicen los santurrones, el dinero sí lo compra todo: desde un cucurucho de papas fritas hasta las conciencias de las personas. No fui a la universidad ni leo libros, pero lo que le digo es verdad. Lo aprendí en las esquinas, haciendo negocios con tíos muy malos.
–¿No le importa el efecto que produce la mierda que vende?
–Si no la vendo yo, lo hará otro emprendedor, como llaman hoy a los que ponen un peso para ganar mil –dijo Fariña, y después de ponerse de pie y reparar en el programa de carreras que estaba sobre uno de los respaldos del sillón, agregó–: Veo que le interesan las carreras de caballos.
–Me gusta verlos correr y a veces les pido que me ayuden a multiplicar mis escasos pesos.
***
Llamé a Campbell y le hablé sobre las cuarenta y ocho horas que debía esperar. Mi amigo me escuchó pacientemente y en unos pocos segundos pasó de la duda al asombro, y del asombro al interés por los detalles de lo sucedido.
–¿Cómo se te ocurrió entrar en la boca del lobo? No quiero ni imaginar lo que debiste decir en los bares para conseguir que Fariña saliera de su refugio y te visitara. ¿Realmente crees que fue una apuesta correcta?
–Es la única fórmula que tengo para encontrar rápidamente a Freire y Lepera. Las otras opciones son un golpe de buena suerte, esperar a que la policía se ilumine o que los tipos que busco se mueran de viejos y pueda ir a mear sobre sus tumbas.
–No estoy de acuerdo contigo, Heredia. Pero lo hecho, hecho está y no te queda otra cosa que esperar.
–Eso lo tengo claro. Tan solo me pregunto si la espera tendrá sentido.
–Haces un nudo, lo aprietas demasiado y luego no sabes deshacerlo. Mala cosa.
–Te haré caso y me sentaré a esperar. Y si no vuelves a saber de mí, ya sabes a qué atenerte.
–Fariña no hará nada en tu contra, Heredia. Recuperará su dinero y evitará que los ladrones queden libres de polvo y paja.
–Ajuste de cuenta con final feliz.
–Intuyo que no es el dinero lo que más le interesa a Fariña. Lo que está en juego es su autoridad dentro del medio al que pertenece. No puede permitir que lo engañen y que todos sepan que los responsables se ríen de él.
–Buen punto, Campbell. Tienes razón.
–Busca alguna distracción, Heredia. Cuarenta y ocho horas pueden ser una eternidad.