Moquete, el conserje, me sorprendió mientras preparaba mi segundo café de la mañana. Observó con curiosidad el interior del departamento y me pasó un programa de competencias hípicas. Al ver mi expresión de sorpresa, sonrió de buenas ganas y estimó que me debía alguna explicación.
–Llegó hace cinco minutos a la conserjería. El hombre que lo trajo dijo que era para estudiar a los competidores en cada carrera.
–¿No dijo de parte de quién traía el programa?
–No, ni tampoco yo le pregunté.
–¡Qué extraño! ¿Cómo era el mensajero?
–Joven, moreno, de baja estatura. Llevaba puesto un gorro de lana que le cubría la cabeza hasta más abajo de las orejas. Estuvo unos segundos en la conserjería y se marchó tan rápido como llegó.
Agradecí a Moquete su servicio y el haitiano salió del departamento. Revisé el programa desde el principio y noté que en las páginas dedicadas a cada carrera había algunas rayas, números y frases sueltas. Sobre la página que contenía la información de la tercera carrera estaba escrito el nombre de Gaspar Freire y la dirección de un departamento en avenida Simón Bolívar. En la información de la sexta carrera encontré escrito el nombre de Dionisio Lepera y la dirección correspondiente a una parcela en Lampa. Terminé de revisar el programa y tuve la impresión de que alguien lo había utilizado para estudiar sus apuestas de la jornada. En la información de varias de las carreras había un asterisco delante de los nombres de uno o más caballos. Me detuve en algunas páginas al azar y vi que en la novena competencia estaba indicado el caballo número nueve, en la décima el seis y en la última carrera el ejemplar número ocho.
Fariña había cumplido su parte del trato. A su manera y en el tiempo prometido. Tomé el teléfono y marqué el número de Ruperto Chacón.
–Sé dónde encontrar a Freire y a Lepera –le dije–. Te espero en mi oficina.
Luego llamé a Campbell y le hablé del programa de carreras.
–El nueve en la novena, el seis en la décima y el ocho en la última. Quizás valga la pena invertir unos pesos –resumió Campbell una vez que analizamos las direcciones y las eventuales apuestas que se indicaban en el programa de carreras.
–Es lo que quiero hacer, pero antes voy a consultar con Anselmo.
–¿Tú crees que el viejo todavía sabe algo? Vive de recuerdos.
–Mala cosa, Campbell. Olvidas una regla importante: nunca se debe hablar mal de los amigos ausentes ni de las viejas amantes.
***
–Seguí el consejo de Campbell y me senté a esperar que Fariña diera señales de vida. Eso es todo –dije a Chacón cuando insistió en preguntar por el origen de las direcciones donde debíamos encontrar a Freire y Lepera.
–¿Fariña?
–¿Recuerdas que hablamos de la calle San Diego y sus rincones?
–¿Tú y Fariña tuvieron un encuentro?
–No te diré nada más, Ruperto.
Chacón y Jerez pasaron a buscarme en el vehículo del comisario y nos dirigimos a una de las direcciones anotadas en el programa de carreras. Jerez quiso pasar por la plaza Dignidad, donde a esa hora unos pocos manifestantes pintaban consignas a los pies del monumento al general Baquedano. Dejamos atrás la plaza y su agitación. Jerez condujo velozmente hasta llegar a la calle Simón Bolívar y al edificio donde debíamos encontrar a Gaspar Freire.
Chacón se presentó en la conserjería y el hombre de ojos saltones que la atendía nos dijo que Freire debía estar en su departamento porque no lo había visto salir en todo el día y su auto, como se podía ver a través de una de las cámaras de seguridad del edificio, seguía en el estacionamiento.
–A las once y diez lo vino a ver un técnico de la empresa de cable que presta servicio a la comunidad –agregó luego de leer una anotación en el cuaderno que tenía sobre el mesón de la conserjería–. Estuvo cuarenta y cinco minutos en el departamento del señor Freire y luego se retiró del edificio. Hoy ha sido un día tranquilo y la gente ha preferido quedarse en sus hogares.
Subimos hasta el octavo piso y ubicamos el departamento de Freire. Jerez golpeó a su puerta, al rato lo hizo Chacón y dos minutos más tarde, Jerez insistió con una seguidilla de golpes que hizo temblar la puerta.
–¿La derribamos o llamamos al conserje? –preguntó Jerez.
–Dile al hombre que suba o te pase la llave maestra –le indicó Chacón.
Jerez demoró diez minutos en regresar con el conserje.
–Vuelva a su lugar de trabajo –le ordenó Chacón una vez que la puerta estuvo abierta.
Chacón alistó su pistola y Jerez hizo lo mismo. Le di un suave puntapié a la puerta y luego invité a entrar a los policías. El living comedor estaba desocupado y también el dormitorio principal. En la cocina había una cafetera eléctrica enchufada y a punto de estallar. El aroma a café quemado me dio mala espina. Salí de la cocina y escuché el grito de Jerez que llamaba a su jefe desde el segundo dormitorio del departamento. Seguí los pasos de Chacón y me encontré con el espectáculo que acababa de descubrir su subalterno. Freire estaba sentado frente a un televisor encendido. Se encontraba desnudo y muerto. Sus pies estaban atados a las patas de una silla metálica y sus manos amarradas al respaldo. Tenía huellas de quemaduras en el pecho y los genitales. Del ojo derecho le seguía escurriendo una especie de lágrima oscura y al costado derecho de la cabeza tenía dos impactos de bala. En la pantalla del televisor, Homero Simpson jugaba con un chancho rosado.
–Llame al cuartel –ordenó Chacón a Jerez–. Y luego converse con los vecinos. En una de esas pueden decirnos algo sobre el hombre del servicio técnico.
***
Hicimos el viaje a Lampa en silencio. Ni Chacón ni yo esperábamos encontrar una escena muy diferente a la que habíamos visto en el departamento de Simón Bolívar. Después de abandonar la carretera seguimos por un camino de tierra que nos dejó frente a una parcelación en la que había una decena de casas separadas por árboles y tupidos cercos de ligustrinas. Nos dirigimos a una casa en la que una mujer removía la tierra de unas plantas. Chacón bajó del auto para conversar con ella y regresó unos minutos más tarde.
–No conoce a nadie que lleve el apellido Lepera, pero en una de las parcelas más aisladas vive un hombre solo. Su descripción calza con el tipo que buscamos.
–Acelera y salgamos de la duda –dije a Chacón.
La casa era amplia y de diseño simple. A uno de los costados de la entrada había una piscina de plástico y al otro una camioneta blanca salpicada de barro. Nos bajamos del auto y caminamos hacia la puerta que estaba entreabierta. Chacón gritó el nombre de Lepera y no obtuvo otra respuesta que la aparición de un gato que salió del interior y nos saludó con un maullido lastimero. Mientras el comisario entraba a la casa, caminé por sus alrededores hasta quedar junto a dos invernaderos pequeños y descuidados. A unos diez metros de los invernaderos había un galpón que parecía servir de leñera o bodega de trastos viejos. Entré al galpón y lo vi. Colgaba de una gruesa barra de acero, encogido y con la cabeza hacia abajo. Estaba desnudo y con huellas de haber recibido aplicaciones de corriente eléctrica. Al igual que a Freire, le habían metido dos balas en la cabeza. En el suelo, sobre una capa de serrín, había un charco de sangre oscura y seca. Encendí un cigarrillo, le di dos caladas y fui a buscar a Chacón.
–¿Me vas a explicar el asunto de las direcciones? –preguntó Chacón cuando viajábamos de regreso a Santiago.
–Hice un trueque de información, pero no tuvo el resultado que esperaba. Debí pensar que Fariña no permitiría que siguieran vivos. Tenía que vengarse y no dar pie para que se rieran a su espalda.