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–Pensé que tardaría más en venir a mi casa. Su oficina queda lejos y no son buenos tiempos para andar en las calles.

La casa de Dalia Véliz tenía un aspecto viejo y empobrecido como todas las del vecindario. Había un parque infantil en desuso frente a la entrada en el que solo se podía reconocer los restos de un columpio roto. Con la mujer nos separaba una reja oxidada y el antejardín angosto donde crecían cardenales y calas.

–Me costó encontrar un camino despejado para llegar hasta aquí –respondí–. Hay cortes de calle, semáforos rotos y tacos que hacen lento el andar.

–Nuestra población está cada día más animada. Hay protestas de todo tipo. Y durante la noche aparecen las fogatas y los disparos de los pacos y narcos. Y en medio de ellos está la gente que protesta.

–¿Ha tenido noticias de su hijo?

–Ninguna. Lo único que cambió es el tamaño de mi preocupación. He seguido conversando con los vecinos y ninguno sabe nada de Tomás. Nadie lo ha visto, nadie escuchó hablar de él.

–Para iniciar mi trabajo necesito conocer a su hijo, saber de la gente que frecuentaba y tener una idea del entorno en el que se movía. Si la de su hijo es una desaparición forzada, algún rastro debe quedar por ahí. Usted me habló de un bar o algo así donde Tomás se juntaba con sus amigos. Me gustaría visitar ese lugar.

–La picada del Taza Muñoz. Vaya hasta la esquina, doble a mano derecha y camine tres cuadras. Dígale al Taza que va de parte mía y que le presente a los amigos de Tomás. Siempre está atendiendo el mesón de su negocio y le bastará con recordar su apodo para reconocerlo. Cuando era niño tuvo un accidente y perdió la oreja izquierda.

El paisaje a mi alrededor era el de una ciudad diferente a la que recorría a diario y aún más de la que se expandía de la plaza Italia hacia el oriente. Las casas eran modestas; las veredas estrechas y sin pavimento en muchos de sus tramos. Los árboles, escasos y secos. Los perros merodeaban en las esquinas y hacia donde se dirigiera la mirada había basura arrojada en las cunetas o a los pies de los postes del alumbrado público. El lugar señalado por Dalia Véliz era un viejo bus de la locomoción colectiva al que habían abierto uno de sus costados y habilitado mesas con cubiertas de formalita en su interior. Unas planchas de zinc ampliaban el techo del bus hasta cubrir todo el ancho de la vereda. Bajo esa cubierta había ocho mesas y sillas plásticas con el logo de una marca de cerveza en sus respaldos.

Detrás de la caja registradora, atento como un buitre, estaba un hombre alto y delgado que lucía una melena que le llegaba hasta los hombros y le cubría las orejas. Supuse que era Muñoz y que le había bastado una mirada de reojo para darse cuenta de mi condición de bicho en corral ajeno.

–¿El señor Muñoz? –pregunté.

–¿Qué se le ofrece? –preguntó con voz cansada por el uso y los cigarrillos.

–Me envió la señora Dalia, la madre de Tomás Bruna. Deseaba venir conmigo, pero la convencí de que estoy en edad de andar solo en la calle.

–¿Qué se le ofrece? –insistió, a la defensiva.

–Busco a Tomás y quiero conversar con sus amigos que vienen a este lugar.

–Se puso popular el Tomás –contestó Muñoz esbozando algo parecido a una sonrisa.

–¿Qué quiere decir?

–Es la tercera vez en el día que me preguntan por él. Hoy en la mañana vinieron el Ringo y Marambio, dos de sus amigos. Después vino un hombre que dijo llamarse Huerta. Y usted es el cuarto interesado en el muchacho.

–¿Dijeron para qué lo buscaban?

–No, y tampoco les pregunté. Todos tenemos claro en la población que cuando menos sabes, en menos líos te metes.

–Y ese tal Huerta, ¿tiene nombre y domicilio conocido?

–No que yo sepa –dijo Muñoz–. Es un borrachito que vagabundea y pide monedas por el barrio.

–¿Y es la primera vez que viene a buscar a Riera?

–Hasta donde recuerdo así es, pero le puedo preguntar a los muchachos que me ayudan en la atención de las mesas –dijo, y pasándome un volante que tenía junto a la caja registradora, añadió–: En el papel está impreso el teléfono del negocio. Puede llamarme mañana en la noche. Y si quiere que le llevemos comida a su casa, también le sirve el teléfono.

–La madre de Tomás está preocupada porque el muchacho lleva varios días sin volver a su casa. ¿Tiene alguna idea de lo que le pudo pasar? ¿Ha escuchado a sus clientes decir algo al respecto? –pregunté mientras guardaba el volante en mi chaqueta.

–Preocupaciones de madre. En el barrio es frecuente que los muchachos se ausenten por unos días. Un trabajo, una pelea en la que salieron malheridos, un carrete largo o la cama tibia de alguna mina. Las causas pueden ser muchas.

–¿Sus amigos no dicen nada?

–Los dos que vinieron a preguntar por él no sabían nada. Los demás se van en puras especulaciones. Que se mandó a cambiar, que puede estar herido en un hospital, que anda por el cielo en una nube azul. Dicen cualquier cosa. Todo depende de lo que hayan fumado durante el día.

–¿Y dónde puedo encontrar al Ringo y a Marambio?

–Hoy es día de feria libre. El Ringo ayuda en la venta de huevos que tiene su madre y Marambio se gana unos pesos acarreando compras. Son buenos cabros, pero tienen las cabezas llenas de ideas locas.

–¿A qué se refiere con ideas locas?

–Romper y hacer de nuevo casi todo lo que existe.

–Podría llegar a estar de acuerdo con ellos, porque a veces tengo la impresión de que seguimos en la época de los esclavos, el látigo y la escudilla con sopa aguada.

–¿A qué dijo usted que se dedica?

–Hago preguntas y me intereso por los asuntos del prójimo.

–¿Qué es eso? No responde mi pregunta.

–Gracias por su información, amigo. En otra oportunidad probaré sus churrascos o completos.

–No soy su amigo y no me agradezca. Si contesté sus preguntas fue porque lo envió Dalia. Nos conocemos desde el liceo y sé que ella vive preocupada por su hijo. Trata de llevar a Tomás por un camino recto, pero el muchacho está medio torcido.

***

La feria libre tenía el largo de seis cuadras y estaba dividida en dos partes. En la primera se vendían frutas y verduras, y en la otra un sinfín de artículos de segunda mano que incluían prendas de ropa, zapatos, útiles de cocina, libros y piezas de máquinas sobre las que el tiempo había colocado una capa de óxido. En uno de los extremos de la feria había tres carros pequeños conducidos por unos muchachos delgados y de aspecto enfermizo que se ganaban la vida acarreando las compras de los vecinos.

Me acerqué a los carreteros y pregunté por Marambio. Los muchachos se miraron de reojo y ninguno mostró la más mínima intención de responder mi consulta.

–No soy sapo ni de la yuta –les dije–. La madre de Tomás Bruna me pidió que le ayudara a encontrarlo. Hace días que no sabe de él.

Los muchachos se consultaron con sus miradas y decidieron seguir en silencio.

–¿Alguno de ustedes es Marambio? –pregunté procurando que mi voz demostrara molestia por la falta de respuestas.

–Sergio anda dejando las compras de una señora y debería estar de vuelta en media hora –dijo el más bajo de los dos.

–¿Lo va a esperar? –preguntó el otro sin ocultar su inquietud.

–Tal vez –respondí.

Pensé en preguntar por Ringo, el segundo de los amigos de Riera, pero preferí ocultar mi interés por él y evitar que le advirtieran que lo andaba buscando.

Me despedí y empecé a recorrer la feria, deteniéndome a ratos frente a los productos en exhibición. El puesto donde trabajaba Ringo estaba junto a un quiosco rodante que vendía pollos faenados y frente a uno que ofrecía frutos secos, avena molida, aceitunas, camotes, atados de cochayuyo y algunos otros productos. Era alto, de cabellos negros y enrulados. En el puesto estaban él y una mujer que supuse sería su madre. Ringo escuchaba los pedidos de los clientes, tomaba una huevera de cartón y la llenaba con destreza. Luego la amarraba con una pita plástica y se la entregaba al comprador. Lo observé llenar cinco cajas y me acerqué.

–¿Blanco o de color? ¿Normales, grandes o extragrandes? –preguntó sin dejar de mirar los huevos que tenía en exposición sobre el mesón del puesto.

–¿Tú eres Ringo? –le pregunté. El muchacho me observó y tuve la impresión de que buscaba en su memoria algo que le recordara mi nombre o de dónde nos conocíamos.

–¿Para qué buscabas esta mañana a Tomás Bruna en la picada del Taza? –agregué.

Ringo bajó la mirada y retrocedió un par de pasos. Temí que fuera el inicio de su fuga y por un segundo me vi saltando sobre el mesón repleto de bandejas con huevos de diferentes tamaños y colores.

–Si corres saldré en tu persecución y es posible que pase a llevar los huevos que vende tu madre. Solo quiero que me respondas la pregunta que te hice y que me digas si has visto a Tomás.

–Quería saber si estaba de vuelta en el barrio. Somos amigos y me tiene preocupado su desaparición. Después de la revuelta hay personas que no han regresado a sus casas.

–¿Lo viste el primer día de protesta?

–Nos juntamos en la plaza de la comuna alrededor de las siete. Circulaba un llamado para protestar por el alza del precio de los pasajes de Metro y por otros problemas a los que el gobierno no ha dado solución. Estuvimos gritando en la plaza y participamos en una marcha que se realizó normalmente hasta que llegaron los pacos y empezaron a reprimir con sus bombas y gases. La última vez que lo vi corría hacia el norte. Traté de alcanzarlo, pero lo perdí de vista.

–¿Y desde entonces nunca más lo has visto?

–Ya se lo dije –afirmó Ringo–. ¿Y usted por qué lo busca? ¿Es policía?

–Tengo experiencia en ubicar gente perdida –dije y con la intención de ganarme la confianza de Ringo, agregué–: No es mi intención perjudicar a Tomás. Su madre me pidió que lo encuentre y lleve de vuelta a casa. La señora teme una desgracia y la comprendo. No es primera vez que busco a una persona desaparecida y sé lo doloroso que es no encontrar siquiera los restos de un hijo, un padre o un esposo. El tiempo pasa y los crímenes son persistentes, aplicados y nunca toman vacaciones.

–¿La señora Dalia le pidió ayuda? ¿A qué se dedica usted? ¿Es paco o tira en retiro?

–Ni lo uno ni lo otro. Soy un aficionado a las preguntas que conoce los escondrijos de la ciudad.

Ringo volvió a mirarme con atención. Todavía no estaba seguro si debía creerme o no.

–¿Qué puedes decirme de tu amistad con Tomás y Marambio? –pregunté.

–Los tres vivimos en el barrio y pertenecemos al mismo colectivo de acción social.

–¿De qué se trata ese colectivo? ¿Quiénes lo integran?

–Compañeras y compañeros que se cansaron de las promesas de los políticos y piensan que las demandas hay que conseguirlas con organización y lucha en la calle. La violencia del sistema hay que combatirla con la conciencia y acción de la gente. Los políticos dejaron de estar de nuestro lado. Solo quieren nuestros votos para seguir administrando el poder. Las necesidades de la gente no les importan.

–¿Tienen un lugar de reunión? ¿Un líder?

–Su interrogatorio está yendo muy lejos.

–Quiero encontrar respuestas a la inquietud de la señora Dalia. Lo que hagan tú y tus amigos me tiene sin cuidado, aunque podrían llegar a simpatizarme.

–No hay sede ni líderes reconocibles. Nos coordinamos a través de las redes sociales. Existen claves o símbolos que conocemos y eso basta.

–¿Marambio estuvo en la plaza el día de la protesta?

–Sí, pero lo perdí de vista cuando llegaron los pacos. Después lo encontré en el boliche de Muñoz. Habíamos quedado en juntarnos en ese lugar.

–¿Marambio ha vuelto a ver a Tomás?

–Nadie del colectivo lo ha vuelto a ver. La última imagen que Marambio tiene de Tomás es cuando se alejaba de la plaza y corría detrás de Portillo.

–¿Quién es Portillo?

–El Guarén Portillo, un tipo al que dieron de baja de Carabineros. Descubrieron que era el cabecilla de una banda que robaba en las bodegas de las grandes tiendas. Cuando lo expulsaron de la institución volvió a vivir en la población y se metió con los narcos.

–Y el hecho que Portillo y Riera escaparan juntos de la plaza, ¿significa algo a tu juicio?

–Pura casualidad. En el colectivo no nos vinculamos con patos malos ni narcos. Para ganar la confianza de la gente hay que tener las manos limpias. Nada con narcos, políticos ni policías.

–El Taza Muñoz me dijo que alguien más fue a su boliche a preguntar por Tomás. ¡Huerta! ¿Te dice algo ese apellido?

–¿El Cajita Huerta?

–Muñoz solo mencionó a un tal Huerta. Dijo que era un pordiosero.

–Es un compadre emproblemado con el copete y el neopreno. Ha estado en la cárcel por robos menores cometidos para financiar sus adicciones. Vive en un sitio abandonado, a cinco o seis cuadras del Templo Votivo. Le dicen Cajita porque suele andar por la plaza pidiendo monedas para comprar una caja de vino. «Amigo, compañero, socio, correligionario, hermano, unas monedas para una cajita» es lo que suele decir a los que se cruzan con él. A veces, cuando le va bien, compra chucherías de plástico a los chinos de la Estación Central y las vende en el barrio con una pequeña ganancia.

–¿Y para qué andaría buscando a Tomás?

–Francamente no se me ocurre ningún motivo.

–Tal vez Tomás le ofreció algo. Dinero, ropa usada, cualquier cosa que tuviera valor.

–Dinero, no lo creo. Ropa, tampoco. Otra cosa, no sé.

–Podía estar cumpliendo algún recado.

–Dudo que alguien le haga un encargo a Huerta. Tiene la memoria de una gallina.

–¿Dónde puedo encontrar a Portillo?

–¡Está preguntando muchas cosas! No quisiera meterme en problemas por hablar de Portillo.

–Ya lo hiciste, Ringo. Confía en mí. Te aseguro que nadie sabrá nuestra conversación.

–Dicen que frecuenta los lugares nocturnos de la comuna. Son tres o cuatro y en todos ellos se produce algún movimiento de mercadería. ¿Entiende lo que quiero decirle?

–Seguiré tu consejo –señalé a Ringo y antes de despedirme agregué–: Hace un rato me dijiste que desde el inicio de la revuelta hay personas que no han regresado a sus casas. ¿A qué te referías con eso?

–Se sabe de varios haitianos. Al parecer estuvieron involucrados en el saqueo de tiendas y fueron atrapados por los vigilantes. Se dice que pueden estar en el hospital o muertos.

–¿Pudo estar Tomás comprometido en los saqueos?

–No es algo en lo que él participaría.

–Pero lo piensas.

–De acuerdo con lo que dura su desaparición puedo pensar incluso en cosas en las que no creo.

–Marambio puede tener otra opinión. Me dijeron que andaba entregando una mercadería. Hablaré con él cuando regrese.

–Si quiere lo espera, pero dudo que vuelva. Después de entregar las compras tenía que ir a pagar unas cuentas por encargo de uno de los locatarios de la feria.

–Mala cosa. Necesito conversar con él.

–Le hablaré de usted y mañana lo puede ubicar a la salida del supermercado Diamante.

–¿Diamante?

–Algunos días trabaja de reponedor en ese lugar.

Busqué en mis bolsillos una de mis tarjetas de visita y se la pasé a Ringo.

–Si tienes alguna duda puedes llamar a mi oficina –dije.

–¿Qué quiere decir eso de que se interesa por los asuntos del prójimo?

–Otro día nos juntamos a beber unas cervezas y te lo explico.