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Apenas desperté me llamó la atención el silencio, como si de la noche a la mañana el edificio hubiera tomado altura y apartado de la calle y su bullicio. Simenon estaba a los pies de la cama, concentrado en la luz grisácea que entraba por la ventana del dormitorio. A su lado el gato pequeño jugaba con un corcho que empujaba con sus patas y luego perseguía con envidiable entusiasmo.

–Hay poca gente en la calle –comentó Simenon–. El ruido infernal de la noche desapareció de un momento a otro, media hora antes del amanecer.

Salí de la cama y me acerqué a la ventana que daba a la calle Aillavilú. Las tiendas estaban cerradas y dos perros raquíticos ramoneaban en la basura amontonada en las veredas. Segundos después vi pasar a un hombre que caminaba lentamente, como si estuviera a cargo de contar los adoquines de la calle.

–La ola se replegó y más tarde volverá con mayor fuerza –dije.

El gato se mantuvo en silencio, con la mirada fija en algún punto distante. Imaginé a la ciudad como un pugilista maltratado que no atina a salir de su rincón después de un combate reñido y prolongado. Moretones, raspones y labios hinchados. Los perros dejaron de escarbar en la basura y comenzaron una carrera que los sacó del pedazo de calle que podía observar desde la ventana.

–Anoche pensé en la madre de Tomás Bruna. Ella sabe que su hijo no es una blanca paloma y aun así lo busca con la ayuda de un detective privado. ¿No te parece extraño?

–Ella no pretende juzgarlo ni saber en qué está metido. Quiere encontrar a su hijo, saber que sigue vivo y volverá a su casa. Eso es todo –acotó Simenon.

***

Mi nueva visita a la casa de Dalia Véliz estuvo acompañada de sobresaltos y detenciones provocadas por las barricadas que entorpecían el avance del auto y que logré sortear recurriendo a la buena voluntad de los manifestantes. Llegué después de cuatro detenciones. Toqué el timbre instalado a un costado de la reja. La madre de Tomás demoró unos segundos en abrir la puerta de su casa y cuando lo hizo no ocultó la sorpresa que le provocaba mi presencia. Vestía un deslucido polerón deportivo que la cubría hasta las rodillas y unas zapatillas de casa desgastadas por el uso. Me invitó a pasar a una sala de estar en penumbras y me indicó el destartalado sillón de mimbre instalado frente a un televisor del tiempo de las perillas y las pantallas cóncavas.

–Disculpe que venga sin avisar, pero andaba por el barrio y decidí pasar a verla para contarle de los avances de mi trabajo.

–¿Averiguó algo sobre Tomás? –preguntó con ansiedad.

–No todo lo que hubiera querido. El primer día de la protesta lo vieron arrancando de los pacos en los alrededores de la plaza. Al parecer iba en compañía de un tal Portillo. ¿Le dice algo ese apellido?

–Nada. Ignoro quién pueda ser esa persona.

–El Guarén Portillo.

–Recordaría a cualquiera que tenga ese apodo tan asqueroso.

–También supe que a la picada del Taza pasó una persona preguntando por su hijo. El Cajita Huerta. ¿Lo ubica?

–Me nombra pura gente con alias. Ni que mi hijo hubiera estado una temporada en la cárcel.

–Tal vez fueron presidiarios en otra época o estén en camino de serlo. ¿Conoce a Huerta? –insistí.

–¿Quién es?

–Un tipo que pide plata y vende chucherías cerca de la plaza.

–No voy mucho por esos lados.

–Me contaron que su hijo suele desaparecer de la casa. Que una vez fue a San Pedro de Atacama y dio señales de vida después de quince días.

–Parece que se juntó con los más chismosos de la población.

–¿Cuál sería la diferencia entre esa desaparición y la actual? ¿Por qué en esta ocasión recurrió a mis servicios?

–Supongo que por la protesta política que estamos viviendo. El gobierno sacó a los milicos a la calle y los pacos andan disparando a diestra y siniestra. Varios muchachos del barrio han sido golpeados o heridos con balines. Y otros han sido sorprendidos robando en tiendas y casas particulares.

–¿Teme que su hijo ande metido en asuntos turbios?

–Lamento tener que decirlo, pero puedo esperar cualquier cosa de mi hijo. Tal vez salió a su padre o no lo supe educar. Quizás es la influencia de la población o la falta de buenos ejemplos. Ya no me hago grandes ilusiones sobre su futuro. Solo deseo que no tenga problemas como otros muchachos de su edad.

–Pudo empezar por ahí cuando fue a verme a mi oficina. ¿Cree que le pasó algo malo?

–Por las noches tengo pesadillas. Lo veo caminar entre personas que visten ropas oscuras y a las que no se les puede ver los rostros. Lo llamo a gritos y no me escucha. Despierto y hasta que llega la hora de levantarme no hago más que pensar en lo que pudo ocurrirle.

–¿Participa en algún grupo político?

–Va a las marchas, tira piedras, protesta como casi todos los vecinos. Si participa en otras actividades, lo ignoro. Tomás hace cualquier cosa a mis espaldas.

–¿Sabe si tiene vínculos con gente de la droga?

–Hemos hablado bastante sobre los narcos de la población y dudo que se meta con ellos.

–Eso no responde a mi consulta. Me contaron que su hijo asiste a unas fiestas financiadas por los narcos.

–Usted parece estar mejor informado que yo. ¿Dónde escuchó lo de esas fiestas?

–Conversé con amigos de su hijo. Lo quieren mucho, pero no saben qué hacer con él.

–Pensé que era la única que tenía ese problema.

–¿Quiere que siga investigando? Intuyo que su hijo traspasó la frontera de lo correcto y tal vez descubra cosas que usted preferiría no saber.

–Quiero ver a mi hijo nuevamente en esta casa, vivo y sano. Es lo único que me importa. Todo lo demás puede tener arreglo.

***

Manejé hasta los alrededores del Templo Votivo y estacioné en una calle donde un cuidador de autos intentaba ganar la confianza de los conductores que buscaban un lugar seguro para estacionar. Me detuve cerca del hombre y bajé la ventanilla de mi auto.

–Estacionamiento. Lavado. Vigilancia atenta y exclusiva –ofreció el hombre con envidiable entusiasmo–. Servicio barato y de calidad.

–Depende de lo lejos que me encuentre de una persona que me informaron que vive por este sector. Cajita Huerta. ¿Lo conoce?

–Todos los del barrio que viven o trabajan al borde de la vereda lo conocen. Tiene una rancha a cuatro cuadras de aquí, pero no pierda su tiempo yendo a ese lugar. Hace una hora lo vi pasar en dirección a su trabajo.

–¿Trabajo? ¿Qué clase de trabajo?

–Se instala en una feria ubicada a un costado de la estación del Metro. Pide monedas y vende chucherías de plástico y cosas que recoge de la basura.

Saqué de mi chaqueta un billete de dos mil pesos y se lo pasé al cuidador.

–¿No va a dejar su auto? –preguntó de mala gana.

–Prefiero tenerlo a mi lado por si hay que arrancar.

–¿Arrancar del Cajita? El tipo apenas mueve las chalas. Está jodido por el vino, la pasta base y los años.

–¿Alguna seña que me permita identificarlo?.

–Su impermeable de plástico rojo. Lo usa durante las cuatro estaciones del año.

El hombre me indicó la manera más expedita de llegar al Metro. La estación se encontraba cerrada desde las primeras jornadas de protesta. Sus grandes ventanales estaban rotos y a través de ellos se podía ver los torniquetes de acceso destruidos. Recorrí los alrededores de la estación y descubrí la pequeña feria de la que me había hablado el cuidador. En uno de sus extremos, sentado en un cajón de manzanas y cubierto con su impermeable rojo estaba Huerta. Era delgado, y tenía una abundante cabellera canosa y barba de varios días. Me detuve junto a un árbol, encendí un cigarrillo y me dediqué a observarlo. Frente a él tenía un paño negro extendido y un platillo para recibir las monedas de los transeúntes. Junto al paño estaban los productos que vendía: lápices de pasta, parches curitas y peinetas de plástico.

No vendió nada en el tiempo que ocupé en fumar el cigarrillo. Pero no fue solo eso lo que llamó mi atención. Un muchacho se acercó a su lado y pareció hacerle una pregunta. Luego llegó otro al que Huerta le entregó un papel que sacó de su abrigo. En veinte minutos conté a seis muchachos que conversaron brevemente con Huerta y se fueron con la misma prisa con la que llegaron. Decidí no perder más tiempo y encararlo. Me acerqué y él me miró de reojo, desconfiado, como una rata sorprendida en malos pasos.

–Poca venta, amigo. ¿O me equivoco? –le pregunté.

–No venga a hacerse el simpático conmigo. Usted no es de por aquí y tiene pura cara de sapo. ¿Qué busca?

–¿Ha visto a Tomás Bruna?

–¿Quién es Bruna?

–Usted debería saberlo mejor que yo. Días atrás preguntó por él en la picada del Taza Muñoz. ¿Para qué lo buscaba?

–No recuerdo nada de lo que dice. ¿Está seguro de que es conmigo el asunto?

Cajita Huerta hay uno solo. ¿Para qué buscaba a Tomás? ¿Quería entregarle un recado?

–Usted insiste en mencionar asuntos que desconozco. ¿De qué recado habla?

–De uno similar a los que ha dado a los muchachos que se han acercado a usted en la última media hora –dije y tuve la impresión de haber hablado más de lo conveniente.

Huerta alzó su brazo derecho y se puso de pie con inesperada agilidad. De inmediato y como de la nada aparecieron cuatro muchachos que empezaron a correr a mi alrededor. Quise romper el cerco, pero los muchachos comenzaron a empujarme. Caí al suelo y recibí un par de patadas en las piernas. Cuando conseguí incorporarme, miré a mi alrededor y no vi a Huerta. Los muchachos se rieron en mi cara y corrieron hacia la esquina más próxima. Confuso, di unos pasos en círculo y encendí un nuevo cigarrillo. La gente a mi lado se mostraba ajena a lo que me había sucedido. Solo un viejo chico que lucía un bigote de morsa y cubría su cabeza con una boina pareció interesado en mi situación. Me observó unos segundos y enseguida se acercó a mi lado.

Cajita sabe cuidarse las espaldas –dijo con voz chillona–. ¿Le robó algo o solo le hizo pasar un mal rato?

–Él y sus muchachos me dejaron en ridículo.

–Fenicio Sotelo –dijo el hombre a modo de presentación y me ofreció una mano pequeña y regordeta.

–¿Fenicio?

–Mi padre fue profesor de Historia. Tengo un hermano que se llama Espartano.

–¿Sabe cuál es el negocio entre Huerta y los muchachos que conversan con él?

–¡Recados! –exclamó Sotelo con entusiasmo–. Recados laborales para ser más preciso.

–¿Laborales? No entiendo.

–Los muchachos reciben información sobre los puntos donde los proveedores venderán drogas a los reducidores de la comuna. También los datea respecto a casas o tiendas en las que se puede entrar a robar porque sus moradores no están o no cuentan con un buen sistema de seguridad.

–¿Me está diciendo que Huerta es un distribuidor de drogas?

Cajita solo reparte información. Es el vocero de cierto tipo de delincuentes: narcos, reducidores de especies robadas, ladrones.

–¿Y qué gana con eso?

–Unos y otros le tiran algunas monedas o le dan restos de mercaderías para que los venda y se gane unos pocos pesos.

–¿Y usted por qué parece vigilar a Huerta?

–Solo lo observo de vez en cuando para matar las horas y el aburrimiento. Jubilé de la policía hace veinte años y a mi señora no le gusta tenerme el día entero en la casa. Me ordena salir a la calle y yo le obedezco.

–El proveedor que manda los recados debe tener un nombre.

–Seguramente, pero para mí es un misterio.

–Creo que usted lo sabe y no quiere arriesgar el pellejo.

–Los dichos siempre tienen algo de sabiduría. ¿Se acuerda de ese que dice «se cuenta el milagro, pero no el santo»?

–Eso quiere decir que conoce el nombre del proveedor.

–Y si así fuera, no tengo ninguna razón para compartirlo con usted. Lo vengo conociendo y ni siquiera me ha dicho su nombre.

–Tal vez su corazón se ablande al saber que somos colegas –dije al tiempo que le pasaba mi tarjeta de visita.

–¿Qué significa eso de investigaciones legales? –preguntó luego de darle una mirada.

–Significa que todavía no imprimo tarjetas nuevas –dije y pensé que llevaba mucho tiempo escuchando esa pregunta y dando la misma respuesta desde que cambiara la placa instalada en la puerta de mi departamento.

–¿Usted es una especie de abogado detective? ¿Como Perry Mason?

–Prefiero pensar que soy un hombre que hace preguntas y se interesa en los asuntos del prójimo.

–¿Puedo quedarme con su tarjeta?

–Llévesela y en una de esas se anima a contarme para quién trabaja Huerta.

–¿Quién sabe, colega? Todo tiene su tiempo y oportunidad.

–Puedo darle algún dinero por la información.

–¿Dinero? Tendría que contárselo a mi esposa y ella lo ocuparía para comprar algo para la casa o nuestros gatos. Prefiero no hablar de dinero, colega.

Cuando Sotelo se alejó caminé hasta mi auto. Lo dejaría pensar durante una noche y luego volvería a conversar con él. De regreso en mi oficina llamé al comisario Ruperto Chacón y le hablé de mi encuentro con Huerta y Sotelo.

–¿Necesita ayuda o tan solo compartir sus inquietudes? –preguntó cuando terminó de escuchar mi relato.

–Un poco de ambas cosas. ¿Puedes preguntar a tus colegas de Maipú por el tal Huerta?

–Parece un pájaro de cuentas. Más de algo deben saber.

–¿Y puedes averiguar si el tal Fenicio Sotelo fue policía?

–También puedo averiguar la fecha de su jubilación, la dirección de su casa y los nombres de su esposa y los gatos.