Goran telefoneó poco después de la medianoche. Me alegró escuchar la voz de mi hijo y sentir cómo desaparecía la sensación de soledad que me acompañaba en las últimas horas, mientras avanzaba en la lectura de una biografía de Francisco de Quevedo escrita por Ramón Gómez de la Serna, donde encontré una idea que me apresuré en compartir con Simenon: «Los gatos son los serenos y porteros de los tejados y tienen una misión secreta de vigilantes del misterio». Simenon me escuchó y cerró los ojos sin expresar ningún comentario.
Goran añoraba los días pasados en mi departamento. Me preguntó por personas y lugares que había conocido en Santiago, como si necesitara confirmar que sus vivencias eran reales y no producto de su imaginación. Me habló del trabajo con su madre y del viaje realizado a Puerto Natales en compañía de unos turistas ingleses, interesados en conocer el Parque Nacional Torres del Paine. Le pregunté por la muchacha de la que se había enamorado durante sus días en Santiago y me respondió con un prolongado silencio que no quise alterar con una segunda pregunta sobre lo mismo. Hablamos de mi trabajo. Escuchó pacientemente los pormenores de los casos de Tomás Bruna y Daniel Riera. Nos despedimos una hora más tarde y mientras me acostumbraba nuevamente al silencio del departamento, me acerqué al balcón y estuve observando largo rato el horizonte iluminado de la noche santiaguina.
Recordé que le había pedido ayuda a Chacón para ubicar a Huerta. Pensé en llamarlo a su casa, pero una mirada a mi reloj me advirtió que no era hora ni tenía un motivo tan importante como para interrumpir el descanso del policía. Me fui a la cama, esperé que Simenon y Pugliese llegaran a tenderse a mi lado y me dormí antes de contar treinta y dos ovejas.
Por la mañana, después de tomar desayuno, llamé a Ruperto Chacón. Andaba de buen genio y con ganas de conversar. A primera hora del día lo habían felicitado por la rápida resolución del homicidio de un empresario ocurrido al interior de un hotel. El victimario había sido un caficho que administraba una red de prostitutas extranjeras que ofrecían sus servicios a través de un sitio en la internet. Le hablé de las fotos que le había dejado a la fiscal Rosero y aceptó que le enviara unas copias digitales. Después le recordé que me había ofrecido su ayuda para ubicar a Huerta y para mi sorpresa quedó en pasar a buscarme a la oficina.
–Todo indica que puede ser un buen día –dije a Simenon que masticaba con dificultad un pedazo de tostada con mantequilla.
***
–No se distingue a nadie en forma clara. La mayoría de los retratados están de espalda y los dos que miran hacia la cámara tienen sus rostros borrosos. Se nota que algunos visten uniformes, pero es imposible identificar a qué institución u organización pertenecen –dijo Chacón luego de frenar su automóvil frente a un semáforo y dar una mirada de reojo a las copias en papel que habíamos pasado a imprimir en una tienda de artículo fotográficos.
–Son de mala calidad, pero si esas imágenes llegan a manos de un periodista, el gobierno tendría que impulsar una investigación rápida y creíble. No es posible que un grupo aparentemente organizado mate a una serie de personas sin que nadie se preocupe de averiguar quiénes son las víctimas y los victimarios.
–Tal vez el informe de los peritos fotográficos entregue detalles que a simple vista no se aprecian. ¿O no es eso lo que quieres? ¿Ver más allá de lo evidente?
–Ni más ni menos.
–Recuerde que prometió decirme de dónde sacó las fotos.
–Todo a su tiempo, Ruperto.
–¿Quiere asegurarse que son útiles para la investigación?
–Hace un rato dijiste que han recibido numerosas denuncias relacionadas con personas desaparecidas durante las protestas –dije sin molestarme en responder la pregunta de Chacón.
–Hasta ayer eran veintitrés. Y no digo que todas las personas cayeran en manos de los carabineros. Se investigaron preliminarmente las denuncias y hay siete casos de personas cuyos familiares dieron por desaparecidas, pero que por problemas de traslado se quedaron en casas de amigos o compañeros de trabajo. Encontramos a otras siete en la Posta Central con lesiones de distinta gravedad. El resto son casos pendientes que seguiremos investigando.
–Podrías mostrar las fotos a los denunciantes. Quizás logren reconocer a sus amigos o familiares.
–Los llamaré una vez que hayan sido revisadas por los peritos. La idea es que vean fotografías que entreguen más posibilidades de identificación. Y en cuanto a usted, procure mantenerse alejado de cualquier peligro. No quiero que termine igual que Riera.
–¿Crees que hay una relación entre las imágenes y su muerte?
–No soy de los que se entusiasman con la primera pista que aparece en el camino, pero debo reconocer que es lo único que tenemos hasta ahora para explicarnos la muerte del fotógrafo –respondió el policía.
Diez minutos más tarde llegamos a la feria donde Huerta vendía sus cachureos. A simple vista, todo seguía en su lugar, pero no había rastro de Cajita. Pregunté por él a dos feriantes. Estaba por preguntar a un tercer vendedor cuando vi que se acercaba Sotelo, el viejo chico y charlatán que decía ser policía jubilado.
–¿Sigue buscando a Huerta? –preguntó con cierta ansiedad–. ¿No lo sabe?
–¿Qué es lo que debo saber?
–Murió ayer en la noche. Lo dejaron mirando la luna con tres cuchilladas en el vientre. Una señora del barrio que vende sopaipillas y completos encontró su cadáver. Cajita no era santo de mi devoción, pero ningún cristiano merece morir botado en la calle.
–¿Es todo lo que sabe sobre su muerte?
–La mayoría de los que están en su condición se van sin que nadie se acuerde ni de sus nombres. Si mueren de frío, hambre o de una cuchillada da lo mismo. Nadie reza ni enciende una vela por ellos.
–La primera vez que conversamos usted mencionó que entregaba recados a los muchachos. Pero no me supo decir para quién entregaba esos recados. ¿Mejoró su memoria desde esa conversación?
–Para qué lo voy a engañar. Mi memoria sigue siendo un desastre.
–Hoy me acompaña un amigo policía –agregué indicando el auto donde aguardaba Chacón–. Tal vez entre colegas se pueden entender mejor. ¿Qué me dice?
–¿Quiere verme tirado junto al quiosco de la señora que vende sopaipillas?
–Lo que usted diga quedará entre los dos.
–Me pasa por meterme con desconocidos y hablar de más. Nunca voy a aprender –protestó.
–¿Cómo se llama el señor de los recados?
–Son rumores. Y no le diga a nadie que lo compartí con usted.
–¿Cómo se llama? –insistí.
–Aurelio Gamboa.
–¿Quién es Gamboa?
–Gamboa es Gamboa. Muchos lo ubican en el barrio. Vaya al Templo Dorado.
–Segunda persona que me aconseja ir a ese lugar. Tiene nombre de iglesia evangélica.
–De nombres de iglesias no sé nada, pero no tengo dudas de que ese lugar se llena de pecadores.
Me despedí de Sotelo y luego informé a Chacón de las novedades. El policía condujo hasta una estación de servicios y compró dos cafés en la tienda del lugar. Me pasó uno de los vasos y se acomodó en el asiento del conductor para hacer una llamada con su celular.
–El viejo chico estaba en lo cierto –dijo después de un rato–. Acabo de hablar con un colega de la Brigada de Investigación Criminal de la comuna y me confirmó lo que ya sabíamos. Huerta recibió tres cuchilladas y su cadáver fue encontrado por una mujer que tiene un puesto en el que vende comistrajos. No hay testigos, no hay sospechosos. El colega estima que lo mataron para robarle unos cigarrillos o una caja de vino. Se están haciendo las pesquisas preliminares, pero sin buenas pistas lo más probable es que el asunto pase rápidamente al archivo de los crímenes sin solución.
–¿Te dio alguna seña de la señora que encontró el cadáver?
–Se llama Julia Pérez. ¿Quiere conversar con ella?
***
La mujer nos vio junto a su quiosco, estudió nuestro aspecto y de inmediato intuyó que algo nos traíamos bajo la manga. Chacón le mostró su placa de la policía y la señora Julia se secó las manos en su delantal rojo manchado con restos de aceite y harina.
–Sabía que tarde o temprano volverían de nuevo –dijo de mala gana.
–Leímos la declaración que hizo a nuestros colegas y tenemos algunas dudas que nos gustaría aclarar –señaló Chacón.
–¿Cuando encontró el cadáver vio algo que la hiciera pensar que se trataba de un robo? –pregunté–. Bolsillos dado vueltas o desgarrados, documentos o cosas desparramadas en el suelo.
–A los detectives que me interrogaron les dije que conocía al finado, porque solía venir al quiosco a tomar café o comer un completo. Cuando lo encontré andaba con sus cosas de siempre. Su impermeable rojo, un sombrero tirillento, sus dos bolsas de mezclilla.
–¿Sabe lo que llevaba en las bolsas?
–Solía ordenar las bolsas en el quiosco. En una llevaba las cosas que vendía. Lápices, peinetas y otros objetos de escaso valor. En la segunda acarreaba sus recuerdos. Un viejo carné de identidad de esos con tapitas verdes, un pasaporte vencido y un sobre con fotos de su esposa.
–¿Esposa? –preguntó Chacón–. ¿Qué sabe de ella?
–Me habló una vez de ella. Se casó cuando tenía treinta años. A los seis años la mujer se fue con otro hombre y él decidió dejar su trabajo, renunciar a la que era su vida hasta ese instante y se tiró a las veredas o parques donde encontraba algún cobijo. Vivía con lo que le daba la gente o de lo que conseguía vender. En verano dormía en cualquier parte y en los meses más fríos juntaba unos pesos y pasaba las noches en las hospederías. Con el tiempo las enfermedades le pasaron la cuenta y cuando llegó a vivir a nuestra comuna era un despojo del hombre enamorado.
–Supimos que entregaba recados a muchachos que trabajan en las calles o viven en las poblaciones empobrecidas de la comuna. ¿Sabe algo de eso? –pregunté.
–Nunca lo vi conversando con niños o muchachos.
–¿Lo vio reunirse con alguna persona?
–Una vez al mes pasaba un hombre a dejarle un sobre. Cuando no encontraba a Huerta dejaba el sobre conmigo.
–¿Qué contenía el sobre?
–¿No pensará que me meto en las cosas ajenas?
–¿Qué contenía el sobre, señora? –insistí con un tono de amenaza en mi voz.
–Dinero.
–¿Cuánto?
–Cien, ciento cincuenta mil pesos. No eran cantidades fijas. Una vez dejó un sobre con trescientos mil pesos en su interior.
–¿Qué le dijo Huerta de los sobres?
–Nada. No tenía por qué hacerlo ni yo le pregunté.
–¿Sabe quién es el hombre que traía los sobres? –inquirió Chacón.
–No sé su nombre, pero es el dueño de las piluchas.
–¿Qué piluchas? –pregunté.
–Esas niñas livianas de ropa que se desnudan para los hombres. Café con malicia creo que le llaman los viejos verdes del barrio.
–¿Un club nocturno?
–Funciona día y noche.
–¿Conoce el nombre de ese lugar?
–Castillo Dorado o algo así.
–Templo Dorado.
–¡Ese es el nombre! No me diga que usted también va a ese lugar.
–De vez en cuando y solo por recomendación de mi cura confesor –respondí y la mujer me quedó mirando sin saber si debía ofenderse o tomar mis palabras como una broma.
***
–Todos los caminos conducen al Templo Dorado. Tercera vez que lo escucho nombrar en muy poco tiempo –dije a Chacón.
–Preguntaré a mis colegas por ese lugar y por el tal Gamboa.
–¿Qué pudo pasar con Huerta? ¿Asalto común y corriente? ¿Asesinato premeditado?
–No sé quién podría beneficiarse con la muerte de un pobre diablo.
–Gamboa utilizaba a Huerta en sus negocios. Tal vez alguien que desconocemos quiso perjudicar a Gamboa.
–Buena idea. Lástima que ignoremos el contenido de los recados.
–Gamboa podría sacarnos de la ignorancia.
–Sé que está loco por ir a ver a las chicas del Templo Dorado, pero no lo haga hasta que haya conversado con mi gente. ¿De acuerdo?
–¿Y si no espero y corro por mi cuenta?
–Jamás conocerá el resultado del peritaje a las fotos.
***
Me bajé del auto frente al antiguo Hotel Bristol, convertido desde años atrás en un espacio de oficinas municipales. Es un edificio centenario, que conserva las desvaídas huellas del hotel lujoso que albergó en el pasado a los pasajeros que llegaban a la Estación Mapocho desde Valparaíso o del norte del país. Me dejé llevar por la gente que caminaba hacia el Parque Forestal y de ahí a la plaza Dignidad donde se realizaba la concentración diaria que reunía a los que protestaban contra el gobierno y el neoliberalismo. Seguí a un grupo que gritaba sus consignas. Al pasar frente al Centro Cultural Gabriela Mistral la marcha se hizo más lenta y costaba avanzar en dirección a la plaza. De hecho, el grupo se detuvo a doscientos metros de la plaza. A mi alrededor divisé mimos, músicos callejeros, bailarinas, vendedores de pañoletas con leyendas que aludían a diversas causas políticas y una gran cantidad de manifestantes que parecían disfrutar de una fiesta que no tenía hora de término ni una cantidad fija de invitados.
De un segundo a otro todo cambió. Se escuchó una serie de estampidos provenientes de la avenida Vicuña Mackenna y la calle se cubrió con una espesa nube de gas lacrimógeno que anticipó la embestida de los carros lanza agua y el apaleo de los carabineros. Unos pocos manifestantes intentaron dirigirse hacia un costado de la plaza y otros retrocedieron en búsqueda de una calle que los llevara de vuelta al Parque Forestal. Las bombas caían con persistencia. Vi a varias personas en el suelo y a otras que estaban congestionadas por los efectos del gas y eran auxiliadas por muchachos que le aplicaban en los ojos una mezcla de agua, bicarbonato y jugo de limón. La confusión fue en aumento. Me detuve junto a un arbusto que crecía en la pandereta central de la Alameda y vi caer a mi lado a una muchacha golpeada en la frente por una bomba lacrimógena. Su rostro se cubrió de sangre. La recostaron sobre el asfalto de la calle y una mujer examinó su herida. Varios manifestantes comenzaron a pedir ayuda a gritos y luego de unos minutos apareció un equipo de auxilio médico que la trasladó a un lugar más seguro.
Seguí a las personas que se dirigían hacia el Parque Forestal. Los ojos me ardían y busqué apoyo en un muro. Una mujer se acercó a mi lado y me preguntó por mi estado. Detrás de ella apareció un muchacho que roció mi rostro con un líquido. Sentí que disminuía el ardor de mis ojos y me atreví a seguir caminando entre los manifestantes. A mi lado se ubicó un adolescente que vestía un extraño atuendo que lo asemejaba a un combatiente en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Debía tener unos catorce años y parecía estar pasándolo muy bien. Me miró con atención y no pudo reprimir una sonrisa.
–Está un poco averiado, tío. Un trago de esta agüita lo devolverá a la vida –dijo al tiempo que me pasaba la botella plástica que sacó de una desteñida mochila de lona.
Bebí un trago prolongado y sentí que una bocanada de fuego quemaba mi garganta.
–¿Qué carajo estás tomando? –le pregunté una vez que logré recuperarme.
–Aguardiente y agua tónica. ¿Se siente mejor?
–Dame unos minutos para pensar mi respuesta.
–Tome otro trago, tío.
–¿Es necesario?
–El primero era para recuperarse y el siguiente le dará energías.
Bebí el segundo trago y pensé que con algo de práctica podría beber dos o tres más sin perecer en la acción ni perder la compostura.
–¿Has venido muchas veces a la plaza? –le pregunté.
–No he faltado un día desde el inicio de las protestas. Hay que luchar por los derechos, sin políticos ni vendedores de ilusiones que nos engañen. ¿Qué le parece, tío?
–¿Dónde hay que inscribirse para pertenecer a tu club?
–En cualquier calle o barricada que se cruce en su camino –respondió el muchacho y mientras se ponía de pie agregó–: Vuelvo a la plaza donde están los combatientes de la primera línea. ¿Quiere un trago más antes que me vaya?
Le dije que no y se alejó con paso decidido. Parecía un fantasma recorriendo el campo de batalla. Al rato dejé el escaño, miré el bosque de banderas que tenía en el horizonte y busqué las huellas del muchacho que conducían hasta el corazón de la revuelta.