13
Las cifras grandes son mejores que las pequeñas; las cifras oficiales son mejores que las no oficiales, y lo mejor de todo son las cifras grandes y oficiales.
JOEL BEST, «Missing Children,
Misleading Statistics»
En algunas ocasiones se ha llamado «la edad de oro de los asesinos en serie» al período comprendido entre 1950 y 2000.1 Si bien en el pasado hubo pequeñas oleadas de asesinatos en serie, como hemos descrito en estas páginas, su alcance y su cantidad no tuvieron comparación con el auge «epidémico» de las décadas de 1970 a 1990. Fue en mitad de esta era cuando acuñamos el término «asesino en serie», creando así un fenómeno enteramente nuevo en nuestro discurso político, social, psicológico, forense y cultural. Antes de esas fechas, los asesinatos en serie se percibían como actos de aberración individual inexplicables, únicos y monstruosos. Actualmente constituyen parte de algo mucho más grande que cada uno de los perpetradores. A medida que la cantidad de asesinos en serie comenzó a aumentar de forma exponencial, también aumentó la cantidad de cadáveres atribuibles a cada uno de ellos, a la manera de una macabra carrera hacia la cumbre para ver qué asesino en serie iba a dominar los titulares de las noticias y de qué forma nueva y retorcida y con qué cantidad inimaginable de víctimas. Los asesinos en serie se convirtieron en noticias de primera plana.
Ya en la década de 1990 los asesinatos en serie eran todo un género en la literatura, el cine y la televisión. Incluso hubo asesinos en serie ficticios elevados a la categoría de «antihéroes», como las versiones cinematográficas de Hannibal Lecter en El silencio de los corderos y Patrick Bateman en la controvertida American Psycho de Bret Easton Ellis. (Karla Homolka, pareja femenina de un asesino en serie, declaró ante el tribunal que se había quedado leyendo la novela American Psycho acurrucada en el sofá de la planta baja mientras su marido, Paul Bernardo, violaba a una colegiala que ambos habían secuestrado en el dormitorio de la planta superior. Cuando se le preguntó en el contrainterrogatorio, durante su propio juicio, cómo podía leer mientras muy cerca de ella se estaba violando a una niña, Homolka se sintió insultada y contestó que ella era perfectamente capaz de «hacer dos cosas al mismo tiempo».)2
Mientras tanto los asesinos en serie reales, como Ted Bundy, Kenneth Bianchi y Richard Ramírez, atraían la atención de seguidoras fanáticas, aunque sabiendo lo que ocurrió en 1895 en el caso de Theodore Durrant y la chica de los guisantes de olor, aquello no era necesariamente novedoso. Lo que sí era novedoso era el alcance de la locura de esta nueva generación de fanáticas.
Tomemos como ejemplo a Carol (o Carole) Ann Boone: conoció a Ted Bundy cuando ambos trabajaban en el Departamento de Servicios de Emergencia (DES, por sus siglas en inglés) del estado de Washington en Olympia. Cuando lo detuvieron tras una serie de asesinatos necrófilos, Boone asistió fielmente a los juicios de Bundy en Florida, haciendo gala del imperecedero amor que le profesaba. En el curso de uno de los juicios televisados, Bundy se casó con Boone aprovechando una arcaica ley del estado de Florida que permitía que dos personas que declaraban su voluntad de casarse delante de un juez quedaban automáticamente casadas. A pesar de que ese estado prohibía estrictamente las visitas conyugales a los que estaban en el corredor de la muerte, Bundy se las arregló para dejar embarazada a Boone, quien dio a luz una niña que llamaron Rose. Se especuló con la idea de que Boone le pasó a su marido un condón cuando lo besaba, y que él se lo devolvió más tarde de la misma manera, con el esperma guardado y cerrado dentro.3
Kenneth Bianchi, quien como uno de los estranguladores de Hillside secuestró y mató a 10 mujeres y en solitario mató a otras dos, comenzó a recibir en la cárcel cartas de Veronica Compton, una dramaturga principiante de 24 años en cuya obra se mostraba obsesionada por el sadomasoquismo y el asesinato en serie. Finalmente fue a visitarlo y comenzaron una relación. En el verano de 1980 Bianchi le demostró a Compton cómo estrangulaba a sus víctimas, y le pasó a escondidas una muestra de su esperma metida en uno de los dedos de un guante de goma. Después de eso Compton voló a Bellingham, donde atrajo a una mujer a su cuarto de motel y trató de estrangularla al estilo de Bianchi. Esto ocurría en una época en la que no había análisis de ADN y el plan consistía en matar a la mujer de la misma manera en que Bianchi mató a las otras y simular que el asesino seguía suelto dejando una huella de esperma del mismo grupo de sangre que el de Bianchi. Pero la supuesta víctima resultó ser más fuerte que Compton y pudo escapar. Compton fue detenida poco después.4
Durante su estancia en la cárcel, Compton estableció una relación epistolar con otro asesino en serie: Doug Clark, el necrófilo asesino de Sunset Boulevard, que había matado a siete mujeres. A Compton la declararon culpable de intento de homicidio y la sentenciaron a prisión de por vida. Finalmente la dejaron en libertad provisional en 2003 y hoy es escritora, pintora y música y trabaja en Los Ángeles bajo el nombre de Veronica Compton Wallace.5
LA AURORA DE LA EDAD DE ORO
Me aventuraría a afirmar que la edad de oro de los asesinos en serie de Estados Unidos amaneció metafóricamente entre 1945 y 1946 en Chicago con el que probablemente es el primer asesino en serie «consciente de serlo»: William Heirens, de 17 años, quien «firmaba» sus asesinatos en serie escribiendo con pintalabios «Por el amor de Dios, cogedme antes de que siga matando, yo no puedo controlarme». Cuando lo detuvo, la policía encontró en su poder un ejemplar robado del Psychopathia sexualis de Krafft-Ebing.6 A Heirens lo siguió de cerca el dúo de asesinos en serie formado por Raymond Fernández y Martha Beck, los asesinos de corazones solitarios o asesinos de la luna de miel, en 1949; después siguieron Ed Gein (1957), Harvey Glatman (1958), Melvin Rees (1959) y Albert DeSalvo, el estrangulador de Boston con sus 13 asesinatos entre 1962 y 1964, de los que la prensa nacional informó puntualmente, uno por uno, en cuanto se producían.
Y después del estrangulador de Boston ya no hubo vuelta atrás.
Se produjo una suerte de sincronía histórica con el estrangulador de Boston cuando mató a una de sus últimas víctimas el 23 de noviembre de 1963, un día después del asesinato de John F. Kennedy. Mientras el país lloraba a su presidente ese sábado por la tarde, a la luz gris y sombría de sus televisores en blanco y negro, DeSalvo consiguió entrar en el piso de la maestra Joann Graff, la violó y después la estranguló con dos medias de nailon trenzadas con una pierna de los leotardos negros de la mujer, que DeSalvo apretó en torno a su cuello en un exuberante lazo como para un regalo, su firma habitual.
En aquella televisión de la década de 1960, con pocos canales, el asesinato en serie nos acechó en paralelo al tremendo aumento de otros tipos de violencia y caos, desde los monjes budistas que se autoinmolaban en llamas en Vietnam hasta la cabeza de Kennedy que explotaba y el tiroteo que mató a Lee Harvey Oswald y la televisión mostró en directo. Las cosas se ponían feas con mucha rapidez.
Al principio no distinguimos claramente entre los asesinatos en serie y los otros tipos de violencia enloquecida que surgía en la sociedad estadounidense en aquellos años 60: era solo una parte más de la violencia que azotaba a la nación. La serie de televisión Mad Men entendió perfectamente la cronología de la violencia, al recordar la mayoría de los momentos históricos que ocuparon nuestra conciencia colectiva televisada formando un enorme arcoíris de muerte y horror:
• El estrangulador de Boston, 1962 a 1964.
• La amenaza de aniquilación nuclear de la Crisis de los Misiles de Cuba, en 1962.
• El asesinato de JFK y el homicidio televisado de Lee Harvey Oswald en 1963.
• Los asesinatos de trabajadores por los derechos civiles en Misisipi en 1964.
• Los disturbios de Watts, en 1965.
• El asesinato de ocho enfermeras, en Chicago, cometido por Richard Speck en julio de 1966.
• El francotirador de la Universidad de Texas, que mató a 16 personas en Austin en agosto de 1966.
• Los disturbios en Newark y Detroit en 1967.
• La ofensiva del Tet en Vietnam, en 1968.
• El asesinato de Martin Luther King en abril de 1968.
• El asesinato de Robert Kennedy en junio de 1968.
• Los disturbios de la policía de Chicago en agosto de 1968.
• Y en el último año de aquella década, los asesinatos cometidos por la familia Manson en agosto de 1969.
Los años 60 ya daban la impresión de ser más mortíferos que los 50. Parecía una epidemia de violencia inducida por los seres humanos en medio de un asedio apocalíptico, en el que se lanzaban con catapulta asesinos en serie como esqueletos enfermos para que cayeran dentro de los muros protectores de la civilización que albergaba los restos hechos trizas de la ilusoria inocencia de Estados Unidos en la que habíamos creído la década anterior.
Desde finales de la década de 1960 y hasta la de 1990 comenzaron a surgir de entre nosotros, en medio de la suciedad y la oscuridad, como hongos homicidas, famosos asesinos en serie: Jerry Brudos, Richard Chase, Edmund Kemper, Charles Manson, Ted Bundy, John Wayne Gacy, David Berkowitz, Dean Corll, William Bonin, Herbert Mullin, Robert Hansen, Wayne Williams, Richard Cottingham, Gary Heidnik, Randy Kraft, Leonard Lake, Charles Ng, Bobby Joe Long, Gerard Schaefer, Gerald Stano, Joe Rifkin, Kenneth Bianchi, Angelo Buono, Arthur Shawcross, Richard Ramírez, Danny Rolling, Ottis Toole, Henry Lee Lucas, Jeffrey Dahmer y literalmente cientos más. Conformaron un panteón de asesinos en serie «superestrellas» que cautivaron nuestra imaginación como si hubieran sido grandes deportistas o celebridades. Y con ellos llegó la aparición de cromos coleccionables, calendarios, fiambreras, figuras de acción y libros para colorear, e industrias secundarias como el tráfico de artefactos, obras de arte y autógrafos de los asesinos en serie, en forma de souvenirs tétricos.
El primer caso de asesinatos en serie a gran escala del que se informó a toda la nación tras el estrangulador de Boston sucedió en California en mayo de 1971. Incluso hoy en día, que estamos acostumbrados a este tipo de cosas, la cantidad de víctimas nos resulta espectacular: la policía desenterró 25 cuerpos en una plantación de melocotones cerca de Yuba City. Se acusó de los asesinatos a Juan Corona, un contratista de mano de obra mexicano que vivía legalmente en Estados Unidos, padre de cuatro hijos. En aquel momento no lo «comprendimos». ¿Cómo era posible matar a tanta gente sin que nadie se diera cuenta? No nos cuadraba. Tampoco es que los medios hicieran un gran seguimiento: parecía, sencillamente, que Corona estaba loco, y para colmo, según la prensa era una especie de homosexual que no salía del armario, y todas las víctimas eran inmigrantes mexicanos ilegales, posiblemente también gais, es decir, que reunían todas las condiciones para que se los considerase «menos muertos» porque no interesaban a nadie. Muchos de ellos siguen sin identificar hasta el día de hoy.
Del mismo modo, dos años más tarde, en 1973, los informes sobre los asesinatos cometidos por Dean Corll, conocido como Candy Man, contra 27 jóvenes (varones) de paso por Houston, Texas, también se desvanecieron rápidamente porque Corll era homosexual y porque ya estaba muerto, asesinado por su joven compañero de matanzas, y porque lo mismo sucedía con sus víctimas, prescindibles porque eran chicos huidos de sus casas y por lo tanto delincuentes: ni juicio ni historia. Ellos también eran «menos muertos».
La ciudad universitaria de Santa Cruz, en California, con una población de solo 135.000 habitantes, sufrió 26 asesinatos a manos de tres asesinos en serie locales entre 1970 y 1973, lo cual, por cierto, constituye una especie de récord: John Linley Frazier, el profeta asesino (cinco víctimas); Herbert Mulling, el asesino de la canción de la muerte (13 víctimas), y Edmund Kemper, el asesino de colegialas (ocho víctimas). Aún bajo la impresión causada por los asesinatos de la familia Manson, las muertes de Santa Cruz se atribuyeron a «hippies drogados».
Fue solo a mediados de la década de 1970, cuando Ted Bundy comenzó a secuestrar y asesinar en centros educativos, galerías comerciales, cabañas para esquiadores, parques nacionales y playas públicas, a chicas blancas, de clase media y estudiantes que repentinamente los medios prestaron mucha atención. Cuando se le identificó y se le detuvo, su aspecto «diabólicamente guapo» y sus credenciales de afiliado al Partido Republicano hicieron que el asunto echase chispas. Después su huida de la cárcel, los asesinatos adicionales, su juicio televisado y su biografía por Ann Rule, que se convirtió en un superventas, lo elevaron a la categoría del primero de nuestros asesinos en serie posmodernos. Pronuncie las palabras «asesino en serie» y seguro que el primero que le responden es Ted Bundy.
En la década de 1970 fueron 154 los asesinos en serie nuevos que aparecieron en Estados Unidos; en los años 80 fueron 692 diferentes de los anteriores, y en los 90 fueron 614 más: un total de 1.840 asesinos en serie entre 1970 y 1999.7 Algunos de estos casos los seguimos en las noticias de forma colectiva, igual que hicimos con el primer aterrizaje en la Luna o el primer trasplante de corazón: fueron hechos históricos, hitos culturales cuya importancia reconocimos todos y con los que todos nos familiarizamos.
Los estadounidenses no teníamos otros canales a los que escaparnos, ni páginas web para navegar y comprar, ni gatitos de YouTube que nos distrajeran de esas masacres. La televisión y Hollywood nos las inyectaron en las venas: nos obligaron a contemplar aquel horror, como si todos estuviéramos atados al asiento con los párpados abiertos a la fuerza como el Alex de La naranja mecánica, la película misma un artefacto cinematográfico de la «ultraviolencia» que iba a empaparnos durante los siguientes 30 años, como si nos regasen en sangre con una manguera.
LOS DESAPARECIDOS DESAPARECIDOS Y LA GRAN EPIDEMIA DE ASESINOS EN SERIE
En la década de 1970, el aumento del temor a los asesinos en serie se intensificó más aún por un incremento de la tasa de todo tipo de violencia en comparación con el decenio de 1960: desde la violencia dentro de la familia hasta los asesinatos en masa; desde la delincuencia callejera depredadora al magnicidio, al terrorismo interno, a los disturbios y las sectas, a las muertes entre pandillas y a los crímenes raciales… Y esto iba a empeorar en la década de 1980.
Ese enorme pánico a la «epidemia» de asesinatos en serie de principios de los 80, a la que el Congreso iba a dedicar sesiones enteras, introdujo en el cerebro colectivo estadounidense el miedo y la aversión a una fuente de peligros oscura y oculta y al mismo tiempo humanamente monstruosa e íntima: el hombre lobo o vampiro humano, la lujuria erotofonofílica, el asesino en serie necrófilo y caníbal, como un zombi guiado por fobias compulsivas. El inquilino de arriba que tiene una habitación llena de cabezas cortadas. Un zombi, sin duda alguna, pero de este lado del vallado: un zombi que vive disfrazado entre nosotros. Uno de nosotros.
Ya he citado las estadísticas, pero permítame repetirlas aquí. Durante el período de 25 años entre 1950 y 1975 los asesinos en serie en activo se multiplicaron por 10 si comparamos con el período de 169 años entre 1800 y 1969.8 De los 2.236 asesinos en serie identificados que figuran en los registros de Estados Unidos entre 1900 y 2000, el 82% (1.840) aparecieron en los últimos 30 años: de 1970 a 2000.9
En 2010 Enzo Yaksic, experto en justicia penal e investigador-consultor sobre asesinos en serie, tras 10 años de estudio de los homicidios en serie, estableció el Serial Homicide Expertise and Information Sharing Collaborative («Esfuerzo colaborativo para el intercambio de información y pericia sobre homicidios en serie», SHEISC, por sus siglas en inglés), que en 2013 se asoció con el profesor Mike Aamodt en la Universidad de Radford y la Universidad de la Costa del Golfo de Florida (FGCU) para reunir y actualizar la base de datos de asesinos en serie Radford/FGCU, actualmente la base de datos compartida más completa acerca de incidentes de asesinatos en serie.10
Esa base de datos incluye asesinos en serie según la nueva definición del FBI de dos o más víctimas y actualmente relaciona un total de 2.743 de estos asesinos en Estados Unidos (2.537 hombres y 206 mujeres) y 1.325 asesinos en serie internacionales (1.168 hombres y 157 mujeres) que hacen un total de 4.068 asesinos en serie entre hombres y mujeres. También contiene datos sobre 11.680 víctimas de estos asesinos de todo el mundo.11
Según la base de datos de Radford/FGCU, en las cinco primeras décadas del siglo XX hubo un ligero ascenso promedio de entre 30 y 40 nuevos asesinos en serie cada decenio en Estados Unidos. Pero después de 1960 esa cantidad de asesinos nuevos se disparó.
1950-1960: 51
1960-1970: 174
1970-1980: 534
1980-1990: 692
1990-2000: 614
Estas cifras suman un total de 2.065 asesinos en serie de la «edad de oro» en Estados Unidos.
Pero el cálculo de la cantidad de asesinos en serie y de sus víctimas es un campo estadístico minado y muy traicionero, ya que existen posibilidades tanto de exagerar como de infravalorar.
Kenna Quinet, profesora de estudios de justicia penal, revisó las estadísticas y quedó horrorizada al descubrir cuántos posibles asesinatos en serie pueden no haberse informado porque las instituciones han clasificado erróneamente las muertes, porque las víctimas han quedado sin identificar, porque se trataba de niños «descartados» cuyos padres no han denunciado su desaparición, porque son niños de acogida perdidos cuyos nombres no se publican nunca por temas de privacidad (en algunos estados los padres biológicos tienen prohibido acudir a los medios de comunicación si sus hijos, destinados a padres de acogida, desaparecen), o están mal identificados y dados por muertos en otros sitios, y prostitutas cuyas desapariciones ni siquiera se denuncian. Quinet llama a esta cantidad de víctimas ocultas que no afloran a la superficie «los desaparecidos desaparecidos». Nadie sabe siquiera que han desaparecido.
Al extrapolar sobre la base de todos estos posibles márgenes de error, Quinet llegó en 2007 a la conclusión de que «cuando contamos posibles víctimas ocultas de los asesinos en serie, añadimos un mínimo de 182 muertes anuales [...] y un máximo de 1.832 muertes anuales por asesinatos en serie [que se deben añadir a las cifras existentes]».12
Cuando el periodista de investigación Thomas Hargrove revisó las estadísticas de asesinatos del FBI en un período de 40 años a partir de 1976, y las comparó con las estadísticas y las nuevas denuncias de la policía, descubrió que los asesinatos no denunciados por las autoridades locales al Programa de Denuncias Voluntarias de Delitos del FBI eran aproximadamente 27.000.13 A Hargrove le preocupa que esta insuficiente denuncia de asesinatos pueda estar ocultando casos de asesinos en serie actuales y para ello fundó el Murder Accountability Project (Proyecto para la Contabilización de Asesinatos, MAP, por sus siglas en inglés). Ha compilado programas informáticos que extraen datos sobre denuncias de homicidios y estadísticas sobre anomalías que pueden revelar patrones de casos en serie, y presiona a las agencias policiales locales cuando, según el MAP, están pasando por alto a un posible asesino en serie que anda suelto.
EL CONGRESO Y LA «EPIDEMIA DE ASESINOS EN SERIE»: 1981-1983
Exactamente en la misma época en que el término «asesino en serie» comenzaba a formar parte de nuestro vocabulario, el Congreso adoptaba el concepto de «epidemia de asesinos en serie». Curiosamente, la misma persona que consideramos que acuñó el primer término fue la que acuñó también el segundo: sucedió en la década de 1980, cuando el conductista del FBI Robert Ressler afirmó: «Creo que el asesinato en serie ha adquirido proporciones de epidemia. El tipo de delito que presenciamos hoy no sucedía con la misma frecuencia antes de los años 50. Un individuo que acabe con 10, 12, 15, 25 o 35 vidas es un fenómeno relativamente nuevo dentro del panorama criminal de Estados Unidos».14
Entre 1981 y 1983 en Capitol Hill se formaron tres importantes comisiones que estudiaron los problemas del aumento de la violencia, la ceguera a las conexiones, el secuestro de niños, la pornografía infantil y los asesinos en serie: el Grupo de Trabajo de la Fiscalía General para los Delitos Violentos, el Comité Interno sobre Derechos Civiles y Constitucionales y el Subcomité del senador Arlen Specter sobre Justicia para Jóvenes Delincuentes del Comité Judicial del Senado de Estados Unidos.
El comienzo de estas sesiones en 1981 fue interrumpido por varios dramáticos casos de secuestro y asesinato de niños en el país. En Atlanta se detuvo a Wayne Williams por una serie de 31 asesinatos de niños; en Nueva York, Etan Patz desapareció mientras iba a la escuela (el asesino del niño fue condenado 38 años más tarde, en febrero de 2017),15 y en Florida, Adam Walsh, de seis años, desapareció en un centro comercial. Su cabeza se encontró flotando en un canal: el cuerpo no se recuperó nunca. El padre de Adam, John Walsh, se convirtió en el portavoz de los niños asesinados y secuestrados y en invitado del programa de televisión America’s Most Wanted. Se quiso relacionar un coche de otro estado con el crimen, pero no se identificó al perpetrador hasta más de una década después, cuando el asesino en serie Ottis Toole, compañero de Henry Lee Lucas, confesó haber secuestrado y asesinado a Adam. (Henry Lee Lucas se adjudicaba un dudoso total de 360 víctimas, algunas asesinadas por él solo y otras conjuntamente con Toole, cuando vagaban por las autopistas.)
Un año después de la muerte de su hijo, el trágico rostro de John Walsh apareció en la televisión de alcance nacional cuando testificó ante el comité del Senado: describió casos recientes de asesinatos en serie y sugirió que los niños desaparecidos en gran medida son víctimas de asesinos en serie. El problema, según Walsh, era la ceguera a las conexiones y la incapacidad de las diferentes fuerzas del orden para coordinar y compartir información debido a la cantidad de jurisdicciones. Gracias a este punto débil, las criaturas desaparecían sin dejar rastro hasta que se encontraban en una fosa común en cualquier sitio. Aplicando la controvertida declaración del Departamento de Salud Pública de que cada año desaparecían 1,8 millones de niños, Walsh afirmó que cada hora desaparecían 205 niños y que muchos de ellos después aparecían muertos. Lo que a Walsh le faltó decir es que estaba confirmado que el 95% de esas desapariciones eran de niños que se escapaban de su casa, y de estos el 95% regresaba antes de 14 días. En lugar de eso se publicaron histéricos titulares que clamaban: «¡205 NIÑOS DESAPARECIDOS CADA HORA!».16
Tiempo después Walsh redujo las cifras a secuestros por depredadores desconocidos, y en su testimonio ante el Congreso dijo: «Cada año desaparece la cantidad increíble e inexplicada de 50.000 niños, secuestrados por sucios motivos». Walsh afirmó que existían redes organizadas de pedófilos que sistemáticamente secuestraban criaturas: «Los secuestradores están mejor organizados que nosotros».17 «Este país está sembrado de niños mutilados, decapitados, violados y estrangulados», advirtió ominosamente.18
El 3 de febrero de 1984, en su columna de tirada nacional, Ann Landers publicó una carta escrita por el director ejecutivo del Adam Walsh Center. Comenzaba así: «Estimada Ann: piensa en estas escalofriantes estadísticas: 205 desapariciones de niños estadounidenses se denuncian cada hora. Esto es 4.920 por día y 1,8 millones al año».19
El tema era alarmante y asustó a los padres y las madres de todo el país. Pero ¿de dónde salía aquella cifra de 50.000 niños que había citado Walsh? Según las investigaciones de John Gill, fue el senador Claiborne Pell, de Rhode Island, el primer funcionario que dijo formalmente, en 1981, que según el Departamento de Salud y Servicios Sociales (HHS, por sus siglas en inglés) cada año se desvanecían 50.000 niños. Los funcionarios del HHS negaron haber realizado ese cálculo, y el personal de Pell «no recordaba» con quién habían hablado.20 Fue uno de los primeros ejemplos de fake news en un discurso público en Estados Unidos.
A medida que avanzaba la sesión se comenzó a introducir en los Archivos del Congreso todo tipo de declaraciones especulativas y ridículas que luego se presentaron en conferencias de prensa. La treta más frecuente consistió en combinar las categorías de desconocidos y foráneos de homicidios del Programa Voluntario del FBI en una misma cifra, lo que infló el porcentaje de asesinatos que parecían no tener motivo y haber sido ejecutados por perpetradores desconocidos, probablemente asesinos en serie vagabundos. Al aplicar estas «matemáticas dudosas» se afirmaba que prácticamente un 25 o 30% de todos los asesinatos —de 4.000 a 5.000 cada año— podía atribuirse a asesinos en serie. El mensaje era: lo único que podría salvarnos ahora sería que el Congreso aumentase los presupuestos.
Esas cantidades nunca fueron reales. La cantidad máxima total de todas las víctimas conocidas de asesinos en serie en Estados Unidos en un período de 214 años, desde 1800 hasta 2014, según la catalogación de Eric Hickey, se calcula en solo 5.515 personas21 (la estimación a la baja arroja 3.740 víctimas). De esta cantidad, como mucho 1.878 fueron asesinadas entre 1975 y 2004, es decir, una media de 63 víctimas por año. La base de datos sobre asesinos en serie Radford/FGCU relaciona 11.680 víctimas identificadas en todo el mundo a lo largo de cientos de años, y la mayor cantidad de víctimas de asesinos en serie documentadas anualmente en Estados Unidos fue la de 1987: 361.
Si incluimos las víctimas desconocidas o «desaparecidas desaparecidas», la cantidad total de víctimas de asesinos en serie ni siquiera se acerca a las 3.000-5.000 anuales que tan a menudo se citan hoy en día. Pero si se busca la financiación del Congreso, 5.000 víctimas se venden al público mucho mejor que 63. Como dice Joel Best en su análisis de las estadísticas sobre secuestro de niños en la década de 1980: «Hay tres principios que parecen muy claros: las cifras grandes son mejores que las pequeñas; las cifras oficiales son mejores que las no oficiales, y lo mejor de todo son las cifras grandes y oficiales».22 Sin embargo hasta hoy en día, algunos distinguidos académicos de criminología, como Ronald M. Holmes y Stephen T. Holmes, continúan aferrándose a la ridícula cifra de 5.000 víctimas al año.23
Para que conste, un estudio de 1.498 asesinatos de niños en California entre 1981 y 1990 determinó que los asesinos más frecuentes de niños de menos de 10 años eran los padres y los familiares, y no asesinos en serie desconocidos como afirmaba John Walsh. Los desconocidos fueron culpables en solo un 14,6% de los homicidios de niños de entre cinco y nueve años, y del 28,7% de los de edades entre 10 y 14 años.24
En los años 1981 a 1983, mientras en Washington se sucedían las sesiones de los comités, la prensa acudía en masa, como cardúmenes de peces, a las sesiones del Senado y a las diversas conferencias de prensa. Los artículos que aparecían en publicaciones de gran circulación como por ejemplo Time, Newsweek, Life, Omni, Psychology Today, Playboy y Penthouse pintaban un Estados Unidos azotado por una «epidemia» de homicidios aleatorios cometidos por monstruos vagabundos que con frecuencia escogían a nuestros niños como víctimas.
Encontrar paralelismos entre la Gran Epidemia de asesinos en serie de la década de 1980 y la gran caza de brujas de 1450 a 1650 no es del todo gratuito. De la misma manera en que el Estado y la Iglesia institucionalizaron la caza de brujas, la caza de asesinos en serie se institucionalizó en el Estado secular estadounidense en la década de 1980, con el nacimiento financiado por el Estado de las burocracias para dicha caza y sus programas, bases de datos y manuales, perfiladores expertos con diversos grados de competencia y cualificaciones, ya sea nombrados por el Estado o por sí mismos, y una conciencia aumentada y en ocasiones exagerada entre el público de la «amenaza de los asesinos en serie». La única diferencia fue que, aunque no hubiera brujas, los asesinos en serie, aunque pocos, eran muy reales.
AUGE Y DECADENCIA DEL VICAP
(PROGRAMA DE CAPTURA DE DELINCUENTES VIOLENTOS)
Aquellas exageradas quejas y exclamaciones sobre asesinos en serie vagabundos que amenazaban a nuestros niños merecieron la pena. En 1982 el Congreso aprobó la Ley de Niños Desaparecidos y en 1984, la Ley de Socorro a Niños Desaparecidos. El presidente Ronald Reagan anunció personalmente en 1984 la creación del Centro Nacional para el Análisis de los Delitos Violentos (National Center for the Analysis of Violent Crime, NCAVC), que tendría su sede en la Unidad de Ciencias de la Conducta (BSU) del FBI en Quantico, Virginia.
Las informaciones recogidas por el estudio de homicidios sexuales de la BSU dirigido por John Douglas, Robert Ressler y Ann Burgess se implementaron dentro del sistema de perfilación del FBI y en un programa de recogida de datos sobre homicidios llamado ViCAP (Violent Criminal Apprehension Program, «Programa de Captura de Delincuentes Violentos»). El detective del Departamento de Policía de Los Ángeles (LAPD, por sus siglas en inglés) Pierce Brooks ya había solicitado una base de datos informatizada interjurisdiccional de homicidios 27 años atrás, desde que se identificó con éxito al asesino en serie Harvey Glatman, el asesino de modelos, en 1958, al relacionar informes periodísticos sobre asesinatos similares.
A finales de la década de 1950 y comienzos de la de 1960 Brooks propuso que la Policía de Los Ángeles instalase una base de datos informatizada con descripciones de homicidios no resueltos, ingeniosa idea en una época en que la gente no estaba familiarizada con los ordenadores. Su plan exigía que cada departamento de policía de California tuviese una terminal informática conectada a un ordenador central que conservaría los datos de cada uno de los homicidios sin resolver del estado. Todos los departamentos tendrían acceso a datos compartidos sobre homicidios en otras jurisdicciones. Más allá de que la mayor parte de sus superiores no tenía ni idea de lo que era un ordenador, en aquella época los ordenadores eran enormes elefantes que costaban millones de dólares. Nadie se tomó en serio aquella propuesta. Brooks dejó su idea de lado y se dedicó a convertirse en el jefe de la unidad de homicidios de Los Ángeles, y después en jefe de policía de Oregón y Colorado durante las décadas de 1960 y 1970.
A comienzos de la década de 1980, los conductistas del FBI Robert Ressler y John Douglas resucitaron el tema de la ceguera a las conexiones durante la «epidemia de asesinos en serie» y presionaron a favor del establecimiento de una base de datos de homicidios a nivel nacional. Ressler se enteró de que Pierce Brooks se había retirado del servicio activo en la policía y acababa de recibir un pequeño fondo de 35.000 dólares para resucitar y actualizar su propuesta original de una base de datos informática sobre homicidios no resueltos. Ahora Brooks estaba en la Universidad Sam Houston de Texas, y Ressler viajó para verlo.
Al año siguiente Brooks y el FBI unieron fuerzas y consiguieron una beca de investigación de un millón de dólares para diseñar la recogida y el análisis de datos, y un sistema de distribución, que es el que hoy se conoce como ViCAP y se gestiona desde el NCAVC. Su primer director fue Pierce Brooks.
A partir de 1985 cualquier policía local podía rellenar un cuestionario estándar del ViCAP y presentarlo a la Unidad de Apoyo a las Investigaciones para solicitar un perfil del delincuente desconocido, así como datos sobre otros posibles casos que se le atribuyeran. Las preguntas del formulario abarcaban informaciones que iban desde la descripción del sitio en el que se encontró el cuerpo de la víctima hasta detalles del ataque y de las mutilaciones, y, en caso de conocerlos, detalles como el estado del coche del sospechoso y su método de acercamiento a la víctima.
El problema era que esto exigía mucho papeleo. ¿Es necesario dar más detalles? Los policías con exceso de trabajo y el papeleo no hacen buena pareja. El formulario del ViCAP constaba de 15 páginas con 189 preguntas detalladas, muchas de ellas con anexos. Era tan difícil y complicado como la declaración de la renta… o peor. ¡Y luego había que enviarlo por correo!25 (Esto ocurría antes de disponer de la ubicuidad del fax y del e-mail.)
Para obtener algún beneficio del ViCAP, la comisaría de policía no solo tenía que rellenar el formulario sino también presentar una solicitud formal al FBI para poder procesarlo en su base de datos e informar de los resultados, de haberlos. Naturalmente, muchas comisarías locales oponían reparos a permitir que una agencia exterior se involucrase formalmente en sus casos.
Hacia 1990 las cosas mejoraron desde el punto de vista de la tecnología: las comisarías ya podían enviar por fax el formulario en vez de hacerlo mediante correo-tortuga. Desde 1995 prácticamente todo el mundo tenía un PC y el FBI distribuía formularios ViCAP en forma de programas de ordenador, de modo que por lo menos el oficial de policía podía rellenar un formulario digital en lugar de escribir papeles a mano o a máquina. Pero a pesar de este avance, para obtener algún resultado del ViCAP seguía siendo necesario presentar una solicitud formal ante el FBI para acceder a su enorme base de datos e informarles en caso de encontrar coincidencias en el sistema. No había manera de que una comisaría de policía entrase directamente a la base de datos del FBI para explorarla por sí misma.
A mediados de los 2000, y tras 25 años de funcionamiento, muchos departamentos de policía del país habían perdido todo contacto con el ViCAP. Muchos de los oficiales a quienes se les había presentado el ViCAP en la década de 1980 ya se habían jubilado, y a una nueva generación de policías sobrecargados de trabajo les resultaba fácil pasar por alto las recomendaciones del FBI de utilizar el ViCAP. Tampoco les hacía gracia esperar a que el FBI buscara posibles conexiones en la base de datos.
En 2007 fue un recurso de último momento al ViCAP lo que dio un gran empujón a la clarificación de los asesinatos en serie cometidos por Adam Leroy Lane, el camionero ninja cazador de seres humanos.26 En consecuencia, ahora las oficinas de policía autorizadas pueden hacer consultas online directamente a la base de datos del ViCAP.
Pero no todo va bien con el ViCAP.
Las policías de Estados Unidos lo utilizan muy rara vez. En 2015 una investigación hecha por periodistas en la agencia de noticias ProPublica reveló hasta qué punto se había hundido el ViCAP, pese a las afirmaciones del FBI sobre su gran éxito. Mientras que el FBI cuenta con un presupuesto anual de 8.200 millones de dólares, el ViCAP recibe únicamente 800.000 dólares al año. Si bien el ViCAP afirma que 3.800 organismos estatales y locales de las fuerzas del orden han efectuado contribuciones a su base de datos desde su fundación, actualmente solo 1.400 comisarías de policía de Estados Unidos (de unas 18.000) participan en el sistema. La base de datos recibe informaciones de menos del 1% de los crímenes que se cometen al año.27
Un análisis efectuado en la década de 1990 descubrió que el ViCAP había logrado conectar con éxito solo 33 delitos en 12 años. Más recientemente, en 2014, el FBI afirmó haber aprehendido a tres asesinos en serie por medio del ViCAP en los últimos ocho años, y calificó esto como «éxito». En realidad, en 2014 el ViCAP proporcionó asistencia analítica a fuerzas del orden locales solo en 220 ocasiones, con resultados varios.
Ni siquiera está claro cuántos delitos ha ayudado a resolver la base de datos porque el FBI no publica ninguna información primaria sobre el uso del ViCAP. La Oficina de Asuntos Públicos del FBI, en Quantico, se niega a responder a preguntas específicas de periodistas, investigadores y académicos sobre el ViCAP, incluyendo las mías. En lugar de responderlas, me han enviado a la página web del FBI.28 Pero en su página web el FBI tergiversa sus propias afirmaciones públicas acerca del ViCAP. Mientras afirma que las informaciones nuevas «se comparan continuamente» con los archivos de los casos guardados, los funcionarios del programa han declarado que esto no sucede. «Tenemos planes para hacerlo en el futuro», dijo Nathan Graham, criminólogo analista del programa.
Según un informe de ProPublica, después de eso el FBI dijo que iba a actualizar la información de su página web. Indudablemente la ha «actualizado» con algunos datos sobre el ViCAP, pero no ha cambiado nada y solo ha añadido el siguiente descargo de responsabilidades: «Este es material de archivo procedente de la página web de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI). Es posible que contenga informaciones antiguas y también es posible que algunos enlaces ya no funcionen».29
En la misma página web el FBI presume de tener datos sobre casos relativos a «150.000 investigaciones, abiertas o cerradas, de delitos violentos enviados por unos 3.800 organismos, locales y estatales, de las fuerzas del orden, e incluidos también algunos casos no resueltos que se remontan a la década de 1950». ProPublica notifica que el FBI tiene únicamente 89.000 casos en sus archivos y solo 1.400 organismos de las fuerzas del orden que aportan datos al sistema. ViCAP tiene un raquítico personal de 12 personas. La formación de los agentes de policía para el uso de la interfaz ViCAP también ha descendido, de unos 5.500 agentes en 2012 a 1.200 en 2014.
En comparación con esto, Canadá estableció en los años 90 su propio sistema de base de datos federal llamado ViCLAS (Violent Crime Linkage Analysis System, «Sistema de análisis de conexiones en los delitos violentos»). Pese a que Canadá tiene una población de 36 millones, frente a los 325 millones de Estados Unidos, el ViCLAS cuenta con un presupuesto anual de 15 millones de dólares, una base de datos con más de 400.000 archivos de casos y un personal de más de 100 agentes de policía y analistas. Como promedio, los analistas de ViCLAS envían entre 175 y 200 informes de posibles conexiones cada año.30 Esto se parece a la cantidad total de informes sobre conexiones del ViCAP (220 informes en 2014) pero Estados Unidos tiene nueve veces la población que tiene Canadá y 23 veces más asesinatos que ese país.31
Poco satisfechas con el ineficaz sistema ViCAP del FBI, algunas jurisdicciones han establecido sus propias bases de datos, como HITS (Homicide Investigation Tracking System, «Sistema de rastreo de investigaciones de homicidios») en el estado de Washington, y TraKRS (Task Force Review Aimed at Catching Killers, Rapists and Sexual Offenders, «Evaluación por un grupo de trabajo encaminada a atrapar asesinos, violadores y delincuentes sexuales») en el condado de Orange, California.
EL OCASO DE LA EDAD DE ORO
Aquellos que pertenecemos a la generación del baby boom y nos sabíamos los nombres de los astronautas del Apollo 11 Neil Armstrong y Buzz Aldrin, los primeros que caminaron sobre la Luna, también nos aprendimos los nombres de Ted Bundy, John Wayne Gacy y Jeffrey Dahmer, los «astronautas» del asesinato en serie. Pero después de Jeffrey Dahmer, a principios de la década de 1990, el asesinato en serie se transformó en una misión lunar Apollo 12 larga y turbia: ¿quién conoce los nombres de sus astronautas? ¿Cuántos casos somos capaces de mencionar de los 782 nuevos asesinos en serie que aparecieron en Estados Unidos y en el mundo después del año 2000, del mismo modo que la mayoría de nosotros es capaz de decir los nombres de Ted Bundy, John Wayne Gacy, Jeffrey Dahmer, Edmund Kemper, Henry Lee Lucas, Richard Ramírez y cualquier otro de los «superasesinos en serie» de la «edad de oro»?
Se puede decir que la «edad de oro» comenzó a desvanecerse tras la captura y el juicio de Jeffrey Dahmer en 1991-1992, que toda la prensa de la época cubrió incansablemente. Dos años más tarde, la atención de esos mismos medios se volcó en el caso de asesinato protagonizado por el célebre O. J. Simpson. Como dijimos antes, el juicio del asesino en serie William Lester Suff, sospechoso de la muerte de 22 mujeres en Riverside, California, apenas mereció atención, porque fue a juicio al mismo tiempo que Simpson. Los asesinos en serie ya no eran noticia, independientemente de la cantidad de víctimas: los famosos rabiosos y homicidas eran el nuevo plato del día.
Tal vez podamos dar un empujoncito a este final de la «edad de oro» y situarlo algo más tarde, a comienzos de milenio, con la solución de dos casos gracias a la detención de los asesinos en serie Gary Ridgway, el asesino de Green River, en 2001 y de Dennis Rader, el asesino BTK, en 2005. Ambos habían actuado durante la «edad de oro»: su reputación y su fama de asesinos en serie no identificados de aquella era precedió a su captura. Durante los últimos años del siglo estuvieron «retirados»; al parecer Rader mató a su última víctima en 1991 y Ridgway, en 1998.
Pero cuando se conoció el desenlace de la captura de ambos y llegó a las noticias, la cobertura fue relativamente escasa y quedó relegada al segundo o el tercer lugar en importancia entre los titulares, en comparación con la primerísima página que mereció el caso de Jeffrey Dahmer. Desde entonces los medios han adoptado una actitud casi de indiferencia frente a los asesinos en serie.
Parte de la causa del poco interés de las noticias en los asesinos en serie se debe al declive de las cadenas nacionales debido al auge de internet y especialmente de los canales por cable. Cuando se detuvo a Jeffrey Dahmer, en 1991, la televisión por cable e internet estaban en su infancia y solo existían cuatro canales de noticias en la televisión nacional: NBC, CBS, ABC y CNN. Fox apenas comenzaba a asomarse entre los demás canales. Todos ellos cubrieron el caso Dahmer como un coro bien afinado de furor de primera plana. A mediados de la década de 1990, a partir del auge de internet y de la aparición del universo televisivo de un millar de canales, nuestra cultura ya no se resume en unos cuantos conceptos generales en los cuatro grandes canales sino que se fragmenta en miles de temas, cada uno de ellos aceptado por espectadores con intereses limitados y atendidos por medios de comunicación centrados en esos intereses, con exclusión de todo lo demás. Hoy en día las noticias sobre asesinos en serie rara vez son «noticias de última hora». Se informa con realismo sobre asesinatos en serie en las noticias de la noche, o aparece en los programas de televisión sobre crímenes reales, los cuales a su vez se subdividen en asesinos en serie, casos no resueltos, esposas apuñaladas, asesinos en masa, asesinos adolescentes, asesinos de esposas, aniquiladores de familias, casos forenses del CSI, persecuciones de fugitivos, investigaciones policiales auténticas y muchas otras subcategorías de crímenes reales paralelos pero a la vez únicos, cada una de ellas con su propio y preciso sensacionalismo electrónico y su especificidad parafílica de tipo pornográfico. Ahora los asesinos en serie entran en nuestras casas como el agua caliente y el agua fría y ya no son novedad.
Las exageradas informaciones de la década de 1980 sobre hordas de zombis asesinos que se echaban sobre nosotros y sobre nuestros hijos han dejado una huella profunda en nuestra psique paranoide colectiva, nuestra cultura y nuestros medios de comunicación y programas de entretenimiento, que nos venden miedo. Al aumentar un extraordinario 300% el porcentaje de homicidios «comunes» en el período de 20 años entre 1970 y 1990, se produjo una escalada similar de casos no resueltos que involucraban a personas totalmente desconocidas entre sí; es cierto que daba la impresión de que hubiera una epidemia de asesinatos en serie; parecía que había monstruos por todas partes y que los estadounidenses estaban muriendo debido a una plaga de homicidios misteriosamente sin resolver, tanto que incluso los Centros para el Control de Enfermedades (CDC) comenzaron a interesarse por el fenómeno de los asesinatos en serie.32
Lo irónico es que no era necesario exagerar: los números reales son indudablemente perturbadores. Un aumento de asesinos en serie que va de los 51 en la década de 1950 hasta los 692 en la de 1980 es alarmante, se mire como se mire. En el próximo capítulo me centraré en la pregunta clave, la que aún hoy se discute: ¿por qué hubo tantos asesinos en serie que surgieron como virus en este período, de la década de 1960 a la de 1990? ¿Por qué?