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Matar se vuelve como el sexo, y el sexo, como matar.
Teniente coronel DAVE GROSSMAN,
On Killing: The Psychological Cost of
Learning to Kill in War and Society
Cada sociedad tiene el tipo de delincuente que merece.
ROBERT F. KENNEDY,
Fiscal General de Estados Unidos,
citando a Lacassagne
Soy estadounidense y he matado a estadounidenses; soy un ser humano y he matado a seres humanos, y lo he hecho en mi sociedad.
EDMUND KEMPER,
asesino en serie necrófilo
Mi fantasía es una niña que grita…
LAWRENCE «ALICATES» BITTAKER,
asesino en serie
Cuando se trató de explicar el misterioso auge de los asesinos en serie desde la década de 1970 a la de 1990 se jugó bastante con la idea de que, de alguna manera, debió de tener algo que ver la radical transformación de la sociedad en la década de 1960. Seguimos buscando algún fenómeno sociohistórico directo que desatara y disparara el aumento viral de ese tipo de asesinos. Es difícil no suponer que el aumento de los asesinatos en serie ya anidaba en el surgimiento de la violencia, el caos, las rebeliones, los disturbios, el sexo, las drogas y el rock ‘n’ roll durante aquella década en que la sociedad estadounidense pareció reiniciarse como un ordenador.
Y en realidad se trató de un reinicio en todo el sentido de la palabra. A los que hasta la década de 1950 habían estado atrapados en el limitadísimo mundo en blanco y negro de la sociedad estadounidense, los años 60 les llevaron el color de una impresionante cantidad de oportunidades y libertades y maneras de ser que nadie había imaginado siquiera hasta entonces. Desde la contracultura de los jóvenes, los derechos civiles y la igualdad de género hasta la aparición de una cultura estadounidense más tolerante, progresista y plural a pesar de todas las divisiones que aún nos preocupan hoy en día. El país quedó transformado desde sus bases. Todo se hizo posible. Pero esto también tuvo su lado oscuro.
Entre todas las cosas progresistas que surgieron de los 60 también se colaron muchas cosas desagradables que antes estaban reprimidas y que se quitaron el bozal. La transformación de la sociedad estadounidense de la década de 1950 a la de 1960 liberó a mucha gente, pero también causó bajas. El Wally Cleaver de Las desventuras de Beaver terminó en un arrozal curándose una herida abierta en el pecho mientras Beaver le ponía flores en el cabello y huía en el autobús mágico conducido por Charles Manson. Y cuando Woodstock fue apuñalado y golpeado hasta la muerte por los Ángeles del Infierno en Altamont y Wally regresó de Vietnam con pesadillas, una gonorrea resistente a la penicilina y enganchado a la heroína, lo único que lo mantuvo en pie durante su desilusión fue la violencia, la codicia, el hedonismo y el asesinato en serie de las tres décadas siguientes, hasta que Osama bin Laden tiró la casa abajo el 11 de septiembre de 2001. Este, a grandes rasgos, es el modelo básico del «caos social» que se ofrecía para explicar la aparición de los asesinos en serie.* A esto se puede añadir la observación de Ginger Strand sobre el desposeimiento y la marginalización de vibrantes comunidades urbanas de bajos ingresos, que contribuyeron ampliamente a la reserva de víctimas «menos muertas» de las que se alimentaron los asesinos en serie. No era solo que hubiera más asesinos: también había más víctimas a su disposición (véase el capítulo 4). Pero estas explicaciones, aunque plausibles y útiles, a la larga resultan poco satisfactorias.
DIABOLUS IN CULTURA
El antropólogo Simon Harrison, experto en la recogida necrofílica de partes de cuerpos como trofeos de guerra por parte de los soldados, escribió que así como los acordes tritonales discordantes estaban prohibidos en la Edad Media, y se los conocía como diabolus in musica, también hay tonos discordantes en la cultura, un cierto «diabolus in cultura: una conjunción prohibida de temas culturales, cada uno de ellos irreprochable en sí mismo pero sumamente alarmantes cuando se ponen juntos».1 Esta idea es la que mejor describe la cultura o «ecología» del asesinato en serie, como la llamo a veces cuando trato de explicar los flujos y reflujos de este fenómeno en diversos momentos históricos. En sus raíces nunca es una sola cosa sino una diabólica alquimia de varias que, juntas, impulsan e inspiran los flujos del fetichismo sexual de los asesinos en serie en determinados momentos de la historia, como el ejemplo que dimos de las divisiones dentro de la cristiandad y el auge de la caza de brujas, o la densa urbanización de los indigentes marginalizados y el aumento de la pornografía violenta, o la migración de la mano de obra femenina empobrecida y las exigencias de chicas de servicio bien vestidas por la nueva clase media (véanse los capítulos 6, 10 y 11). Mientras me esfuerzo por entender qué diabolus in cultura pudo desencadenar e inspirar el incremento epidémico de asesinatos en serie iniciado en Estados Unidos en la década de 1970, me doy cuenta de algo: ¡hemos estado buscando esos desencadenantes en el período histórico equivocado!
Si la psicopatología de los asesinos en serie en evolución se forma y moldea cuando son niños, pero matan por primera vez cuando tienen unos 28 años, entonces los desencadenantes históricos que buscamos han de retrotraerse cronológicamente unos 20 a 25 años, es decir, a cuando esos asesinos estaban creciendo y no a cuando comenzaron a matar, ya adultos.
Un listado rápido, selectivo y conciso de algunos de los más célebres asesinos en serie estadounidenses de la «edad de oro» revela una cronología inquietante:
ASESINO EN SERIE | FECHA DE NACIMIENTO | AÑOS DE ACTIVIDAD CRIMINAL |
(primer asesinato entre [ ]) | ||
David Carpenter | 1930 | 1979–1981 |
Juan Corona | 1934 | 1970–1971 |
Angelo Buono | 1934 | 1977–1979 |
Henry Lee Lucas | 1936 | 1976–1983 [1960] |
Joseph Kallinger | 1936 | 1974–1975 |
Gary Taylor | 1936 | 1972–1975 |
Carroll Edward Cole | 1938 | 1971–1980 [1948] |
Jerry Brudos | 1939 | 1968–1969 |
Dean Corll | 1939 | 1970–1973 |
Patrick Kearney | 1939 | 1965–1977 |
Robert Hansen | 1939 | 1980–1983 |
Lawrence Bittaker | 1940 | 1979 |
Samuel Dixon | 1940 | 2000–2001 [1962, 1968] |
John Wayne Gacy | 1942 | 1972–1978 |
Rodney Alcala | 1943 | 1971–1979 |
Lowell Edwin Amos | 1943 | 1979–1994 |
Donald J. Beardslee | 1943 | 1981 [1969] |
Gary Heidnik | 1943 | 1986–1987 |
John Ed. Robinson | 1943 | 1984–2000 |
Robert Frederick Carr | 1943 | 1972–1976 |
Richard Valenti | 1943 | 1973–1974 |
Richard Tucker Jr. | 1943 | 1978 [1963] |
Anthony Scully | 1944 | 1983 |
David James Roberts | 1944 | 1974 |
Norman Parker Jr. | 1944 | 1978 [1966] |
Billy Richard Glaze | 1944 | 1986–1987 |
Andre Rand | 1944 | 1972–1987 |
James D. Canaday | 1944 | 1968–1969 |
James E. Christian | 1944 | 1970 |
Morris Solomon Jr. | 1944 | 1986–1987 |
Ward Weaver Jr. | 1944 | 1981 |
Robert Joseph Zani | 1944 | 1967–1979 |
Vaughn Greenwood | 1944 | 1974–1978 [1964] |
Arthur Shawcross | 1945 | 1988–1989 [1972] |
Dennis Rader | 1945 | 1974–1991 |
Robert Ben Rhoades | 1945 | 1975–1990 |
Chris Wilder | 1945 | 1984 |
Randy Kraft | 1945 | 1972–1983 |
Manuel Moore | 1945 | 1973–1974 |
James Emery Paster | 1945 | 1980 |
Eugene Blake | 1945 | 1982–1984 [1967] |
Wm. D. Christenson | 1945 | 1981–1982 |
Fred Wm. Coffey | 1945 | 1975–1986 |
Lawrence Dalton | 1945 | 1977–1978 |
Bobby Joe Maxwell | 1945 | 1978–1979 |
Donald Lang | 1945 | 1965–1971 |
Edward D. Kennedy | 1945 | 1981 [1978] |
Wm. Luther Steelman | 1945 | 1973 |
Eugene Spruill | 1945 | 1972–1973 |
Paul Knowles | 1946 | 1974 |
Ted Bundy | 1946 | 1974–1978 |
Richard Cottingham | 1946 | 1977–1980 [1967] |
Gerald Gallego | 1946 | 1978–1980 |
Gerard Schaefer | 1946 | 1971–1972 |
William Bonin | 1947 | 1979–1980 |
Ottis Toole | 1947 | 1974–1983 |
John N. Collins | 1947 | 1967–1969 |
Herbert Baumeister | 1947 | 1983–1998 |
Herbert Mullin | 1947 | 1972–1973 |
Eddie Lee Mosley | 1947 | 1973–1987 |
Edmund Kemper | 1948 | 1972–1973 [1964] |
Charles Norris | 1948 | 1979 |
Douglas Clark | 1948 | 1980 |
Randy Greenawalt | 1949 | 1978 [1974] |
Gary Ridgway | 1949 | 1982–1993 |
Robert Berdella | 1949 | 1984–1987 |
Richard Chase | 1950 | 1977 |
William Suff | 1950 | 1986–1992 [1974] |
Randy Woodfield | 1950 | 1980–1981 |
Joseph Franklin | 1950 | 1977–1980 |
Russell Elwood | 1950 | 1991–1997 |
Lorenzo Gilyard | 1950 | 1977–1993 |
Gerald Stano | 1951 | 1970–1980 |
Kenneth Bianchi | 1951 | 1977–1979 |
Gary Lee Schaefer | 1951 | 1979–1983 |
Robert Yates | 1952 | 1975–1998 |
William Hance | 1952 | 1978 |
Carlton Gary | 1952 | 1977–1978 |
Larry Eyler | 1952 | 1982–1984 |
Donald Harvey | 1952 | 1970–1987 |
David Berkowitz | 1953 | 1976–1977 |
Carl Eugene Watts | 1953 | 1974–1982 |
Robin Gecht | 1953 | 1981–1982 |
David A. Gore | 1953 | 1981–1983 |
Bobby Joe Long | 1953 | 1984 |
Vincent D. Groves | 1953 | 1978–1988 |
Danny Rolling | 1954 | 1980 |
Daniel Siebert | 1954 | 1979–1986 |
Michael Swango | 1954 | 1981–1997 |
Keith Jesperson | 1955 | 1990–1995 |
Joseph Christopher | 1955 | 1980–1981 |
Alton Coleman | 1955 | 1984 |
Elton M. Jackson | 1955 | 1987–1996 |
Michael Hughes | 1956 | 1986–1993 |
Manuel Pardo | 1956 | 1986 |
Eugene Victor Britt | 1957 | 1995 |
David Leonard Wood | 1957 | 1987 |
Wayne Williams | 1958 | 1979–1981 |
Joel Rifkin | 1959 | 1989–1993 |
Anthony Sowell | 1959 | 2007–2009 |
Robert J. Silveria | 1959 | 1981–1996 |
Richard Ramírez | 1960 | 1984–1985 |
James Rode | 1960 | 1991–1993 |
Jeffrey Dahmer | 1960 | 1978–1991 |
Charles Ng | 1960 | 1983–1985 |
Ángel Reséndiz | 1960 | 1986–1999 |
Charles Cullen | 1960 | 1984–2003 |
Hay una abundancia de asesinos en serie que crecieron bien durante la Segunda Guerra Mundial o en los primeros 15 años del baby boom que la sucedieron. La lista está densamente poblada por nombres de infames asesinos nacidos y criados en los años de la posguerra y que, cada vez más, comenzaron a matar por primera vez entre las décadas de 1970 y 1990, es decir, en el apogeo de la «edad de oro», cuando se acercaban a la edad promedio de 28 años.
Todos ellos vivieron en la estela que dejó la tremenda onda sísmica que fue la guerra más mortífera, más cruelmente primitiva, y la de mayor extensión que ha vivido la humanidad, así como la más letal jamás librada.
La mayoría de nosotros está de acuerdo en que la Segunda Guerra Mundial no tuvo igual y que cambió fundamentalmente nuestro mundo: aun así, todavía no hemos comprendido plenamente la naturaleza total de la guerra y la forma en que la experimentaron los combatientes de Estados Unidos. Nuestra noción de cómo libramos esa guerra, su historia tal como nos la contaron, sigue fosilizada en las necesidades propagandísticas de la época, que tenían que ver con cómo nos veíamos nosotros (una democracia justa), cómo definíamos a los enemigos (malvados estados totalitarios), y cómo íbamos a enfrentar y a vencer a esa clase de enemigos. Parafraseando el comentario de Mark Seltzer de que «en realidad, los westerns siempre tratan de asesinatos en serie», propongo que la guerra también va siempre de asesinatos en serie, de la forma más primitiva y salvaje. E indudablemente la Segunda Guerra Mundial fue la más grande orgía de asesinatos en serie avalados por estados que conoció la humanidad desde la gran caza de brujas.
LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL COMO LA ÚLTIMA
«GUERRA BUENA», Y LA GRAN GENERACIÓN QUE LA LIBRÓ
Durante la Segunda Guerra Mundial, entre la invasión japonesa de China en 1937 y la caída de la Alemania nazi y del imperio japonés en 1945, murieron de 60 a 80 millones de personas, predominantemente civiles, mujeres y niños, es decir, el 3% de la población del mundo en aquella época.
Los enemigos —los nazis alemanes y los japoneses— contra los que los estadounidenses, nuestros padres y abuelos, tenían que luchar eran, sin exagerar, mucho más salvajes, sádicos y asesinos que cualquier cosa que podamos ver hoy, ya sean los talibanes, Al Qaeda o ISIS. En los seis años transcurridos entre 1939 y 1945, los nazis y sus aliados europeos asesinaron —es decir, mataron a tiros, gasearon, torturaron, ahorcaron, golpearon, violaron, apuñalaron con bayonetas, quemaron, mutilaron, inyectaron, expusieron a rayos X, drogaron, envenenaron, decapitaron, masacraron, sometieron a experimentos médicos, hicieron trabajar y dejaron morir de hambre en cautividad y esclavitud— a nada menos que 11 millones de personas, seis millones de las cuales eran judíos. Esta cifra de asesinados no incluye la matanza colateral, involuntaria y «poco importante» de millones más de civiles como resultado de los bombardeos indiscriminados y las privaciones a manos de las fuerzas armadas convencionales y paramilitares alemanas en el curso de operaciones de combate y de pacificación. Comparado con los nazis, ISIS es una banda de aficionados.
Mientras a nuestros enemigos nazis los motivaba para sus asesinatos en serie, sancionados por el aparato estatal, una teoría racial sectaria y excéntrica, nuestros enemigos los japoneses imperiales mataban basados en un culto religioso-militar recientemente revivido, el bushido —«el sendero del guerrero»—, introducido en su forma más falseada en la cultura militar japonesa por los fascistas imperialistas que se hicieron con el poder en forma de junta en la década de 1930. En 1937 los «guerreros» japoneses capturaron la ciudad china de Nanking, donde torturaron, violaron, mataron y mutilaron de forma horrorosa a una cifra de víctimas chinas que se calcula entre 50.000 y 300.000 personas, en una orgía de sexo y asesinatos en masa.2
Se envió a jóvenes estadounidenses al otro lado del mundo a luchar contra estos enemigos en el más horrible paroxismo de asesinatos, durante cuatro años, que alguien hubiese presenciado. Sí, las 620.000 bajas de la guerra civil, llamada guerra de Secesión, librada en la década de 1860, fueron mucho más elevadas que las bajas sufridas por Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, pero la guerra civil se combatió mayormente con una estúpida caballerosidad por ambos bandos, en la que muy rara vez se tocaba a las mujeres y a los niños, aunque los hombres estaban dispuestos a morir en masa en cargas heroicas pero inútiles en las que, como dijo un historiador, «se los echaba como cerdos al matadero».3 En el curso de una carga cuesta arriba por tropas de la Unión, contra confederados atrincherados en posiciones defensivas en Marye’s Heights, Fredericksburg, en 1862, los sudistas quedaron tan impresionados por la galantería y el valor de sus enemigos que los animaron y los aplaudieron mientras les causaban 8.600 bajas.4 La Primera Guerra Mundial se hizo del mismo estúpido modo, masacrando a toda una «generación perdida» de jóvenes estadounidenses. Pero la segunda fue peor: fue una «guerra total» de aniquilación en la que nuestros enemigos habían escogido explícitamente como dianas a las mujeres y los niños, mucho más allá del alcance, el foco y la escala de nuestros propios bombardeos aéreos de poblaciones civiles. Los marines estadounidenses no vitoreaban las cargas banzai de los aviadores suicidas japoneses. Hasta entonces los estadounidenses nunca habían librado una guerra como esa y jamás volvieron a hacerlo.
Nuestros padres y abuelos eran «los buenos»: eso no se discute. Y es algo más que una frase hecha decir que la Segunda Guerra Mundial fue «la última guerra buena», porque sabemos de sobra hasta qué punto nuestro enemigo era malvado y estaba enfermo y cuán verdaderamente noble era la causa de destruirlo. Esto no es un mito de la historia. Pero hoy olvidamos que esa contienda fue una guerra total, a diferencia de las «guerras limitadas» o «de contención» que libramos más tarde: Corea, Vietnam, la guerra del Golfo, incluso la guerra antiterrorista.
En la Segunda Guerra Mundial nuestro enemigo era tan diabólico y tan poderoso que nuestro fin fue no solamente aniquilar totalmente sus ejércitos, sino bombardear y quemar sus ciudades junto con todos sus habitantes, incluso mujeres y niños, hasta que sus gobiernos cayeran o se rindieran. Ese tipo de guerra nunca se podía haber librado de forma noble o galante, como se ha dicho. A diferencia de las guerras en Corea, Vietnam, Irak y Afganistán, en la Segunda Guerra Mundial no fue cosa de decir con la boca pequeña que «llevábamos la democracia» a nuestros enemigos alemanes y japoneses: de lo que se trataba era matar la mayor cantidad de ellos que se pudiera y tan rápido como fuese posible, hasta que se rindieran incondicionalmente. Punto.
Después de dejar Alemania hecha escombros y soltar dos bombas atómicas en Japón, en 1945 obtuvimos la victoria total en esa guerra. Pero mientras hacíamos la transición directa de la Segunda Guerra Mundial al miedo y la paranoia de un posible nuevo conflicto con los rusos, no tuvimos el tiempo, ni la seguridad de la paz, para recobrar el aliento y ponernos a pensar en la naturaleza real de la guerra que acabábamos de librar y en qué significó para nuestros soldados. Dimos la bienvenida a los veteranos con medallas y desfiles para los héroes que acababan de luchar por la democracia, y eso estaba bien, pero no nos hicimos preguntas acerca de lo que les habíamos exigido que hicieran, por si acaso hubiese que repetirlo pronto en otra guerra contra la Rusia comunista.
Se nos dijo que luchamos en la guerra como se espera que luchen los libertadores nobles y caballerescos. Muchos de los veteranos que regresaron de sus experiencias de combate sabían que las cosas no iban por ahí. No hubo ninguna nobleza en la matanza y muchísimos hombres volvieron a casa profundamente afectados por lo que habían visto y experimentado. En los libros sobre diagnósticos, el TEPT (trastorno por estrés postraumático o «síndrome del flashback») no existió hasta después de Vietnam: entonces se llamaba «neurosis de guerra». En 1945 no se debía hablar de la obscenidad que es una guerra total. La publicidad del «soldadito-John Wayne-Por qué luchamos» continuaba vigente. Cuando nuestros soldados regresaron les dimos una palmadita en la espalda, les dijimos que habían cumplido con su deber, les regalamos una medalla y un desfile, les aprobamos la Ley de Reajuste de los Veteranos de Guerra (G.I. Bill) y los mandamos a casa a que se marchitaran en silencio, en la intimidad de su drama privado. Ni siquiera podían hablar del tema con su familia. Tampoco nadie quería oírlo… O, al menos, oír la verdad. Nuestros veteranos de la Segunda Guerra Mundial, traumatizados, estaban atrapados para siempre en el silencio, igual que los animales prehistóricos atrapados en ámbar transparente, como «la generación más grande que ninguna sociedad haya producido nunca», término acuñado por el periodista Tom Brokaw en su libro de 1998 The Greatest Generation.5
LOS «SUDORES» DE LA TORTURA SÁDICA EN LA POSGUERRA
Y LAS REVISTAS DE DETECTIVES REALES: «ALGO SOBRECOGEDOR»
La primera pista de algo malo que se había traído de la guerra al diabolus in cultura de Estados Unidos de posguerra aparece en las páginas de las populares revistas para hombres dirigidas a los veteranos que regresaban y a sus hijos, jóvenes que crecieron en los años posteriores a la contienda. Si alguna vez existió una «compulsión mimética», un fenómeno de la cultura popular que enaltecía la caza, la violación, la tortura, la mutilación, el canibalismo y el asesinato de mujeres, era eso lo que celebraban con estridencia las páginas de las revistas de detectives y de aventuras para hombres, con circulaciones mensuales de millones de ejemplares y que se vendieron abiertamente en los quioscos de prensa y en los supermercados de todo el país desde el final de la década de 1940 hasta el final de la de 1970. Y era algo feo de contemplar. ¿De dónde vino, de qué oscura y fea parte de la mente masculina estadounidense?
Las pinturas rupestres, los mitos, el folclore popular y los cuentos de hadas, las fábulas y la literatura con frecuencia reflejan las ansias ocultas y no verbalizadas, los miedos y los odios profundos y oscuros de una sociedad, así como sus traumas y sus triunfos. En el mundo de la cultura popular estadounidense de posguerra, limitado a tres canales de televisión más el cine de Hollywood, sin televisión por cable o satélite, sin vídeo, sin videojuegos, sin DVD ni internet, muchos de los hombres que volvieron de la guerra, y sus hijos e incluso sus nietos, leían para entretenerse las revistas, los cómics y los libros baratos que había. Aparte de las películas, la radio y más tarde la televisión, no había mucho más como entretenimiento narrativo popular.
Lo que entretuvo y llegó a obsesionar a algunos chicos de la generación de Ted Bundy y John Wayne Gacy, y también a sus padres, en su momento, fueron docenas de revistas mensuales de aventuras para hombres con títulos tales como Argosy, Saga, True, Stag, Male, Man’s Adventure, True Adventure, Man’s Action, True Men, Man’s Story, Action for Men, See for Men, Real Men, Man’s Exploits, New Man, Men Today, Rugged Men, Man to Man, Man’s Life, Men in Conflict, Man’s Combat, Man’s Epic, Man’s Book, New Man, World of Men, All Man, Showdown for Men, Man’s Daring, Rage for Men, Rage: The Magazine for Real Men, Fury: Adventure for Men, Peril: All Man’s Magazine o Man’s Age.
Junto con las de detectives, los asesinos en serie de la «edad de oro» citaron muchas veces estas revistas para hombres como la lectura preferida de su infancia, su adolescencia y su entrada en la edad adulta. En la década de 1980 los conductistas del FBI denunciaron estas publicaciones por ser «pornografía para sádicos sexuales», y terminaron desapareciendo del mercado tanto por la ruina económica que significaban las revistas mensuales como por una reacción social a la «cultura de la violación» que teñía todo ese sector de los medios populares.6
Entre la década de 1940 y la de 1970, uno de los «ganchos» de las revistas de entretenimiento para hombres fue la narración exageradamente salaz de las atroces violaciones cometidas por los nazis durante la guerra. Las cubiertas de las revistas ponían coloridas ilustraciones de mujeres atadas y golpeadas junto a titulares como: «Desnudas frente al horror de los doktores nazis»; «El horrendo harén de sufrimiento de Hitler»; «Los espeluznantes ritos del monstruo arranca-carne de Hitler»; «De cómo los nazis dieron drogas sexuales a Tanya»; «Novias torturadas para las bestias de las SS»; «Cadenas de agonía para las bellezas encadenadas de Noruega»; «Las torturas con babuinos de mabuti de Hitler»; «El salvaje zoo nazi de mujeres violadas»; «Mujeres enjauladas en los calabozos nazis para los condenados»; «Bellezas condenadas al museo nazi de los horrores»; «Vírgenes desnudas para las antorchas de tortura de los nazis»; «Bellezas torturadas para la secta sangrienta de los nazis»; «Las bellezas torturadas del príncipe nazi del dolor»; «Clama porque llegue la muerte, pequeña mía»; «Las vulnerables doncellas del intemporal castillo nazi de la locura y el dolor»; «Vírgenes impotentes en el arnés nazi del terror»; «Desnudas y chillando para el Ministerio del Infierno de Hitler»; «Desnuda por la esvástica»; «Carne suave para el peor horror de los nazis»; «Desnudas y esposadas para el general monstruoso»; «Bellezas impotentes en el circo del sufrimiento de los nazis»; «Horrorosas torturas de los nazis a las chicas de la Resistencia»; «La cripta del infierno para las esclavas de la pasión de Hitler».7
Incluso hoy, a casi 70 años de terminada la guerra, desde Ilse, la loba de las SS, Portero de noche y Siete bellezas hasta la reciente Malditos bastardos y El lector, los nazis y su sádica crueldad psicosexual siguen siendo tema importante en nuestra cultura popular y nuestra imaginación.
Conocidas como «sudores» por sus cubiertas de colores chillones con hombres torturadores y víctimas femeninas brillantes de sudor, efecto que se potenciaba por medio de las pinturas de caseína y acrílicos utilizadas por los ilustradores de cubiertas, estas revistas baratas presentaban no solo una amplia variedad de atrocidades cometidas en la guerra por los nazis y los japoneses, sino también sudorosos relatos sobre caníbales de los Mares del Sur y África; situaciones de violación en harenes de Oriente Próximo y episodios de vicio y torturas durante la Guerra Fría, la guerra de Corea y la de Vietnam.8
De forma paralela a los «sudores» apareció un género de tabloides con grotescas noticias de crímenes como, por ejemplo, el National Enquirer (antes de dedicarse a los cotilleos sobre celebridades) y títulos como Midnight, Exploiter, Globe y Examiner, así como espeluznantes revistas de detectives que intercalaban escenas de bondage con horrorosas fotos de escenas de crímenes y narraciones sobre sexo, muerte y mutilación, con titulares como por ejemplo: «Me gusta ver mujeres desnudas sobre un charco de sangre»; «Lo único que la stripper llevaba encima eran 39 puñaladas»; «Mató a su madre y luego la obligó a cometer actos sexuales contra natura»; «¡Monstruos sexuales!: el último viaje al infierno de la autoestopista guarra»; «Viólame pero no me mates»; «Atada y amordazada»; «Desnuda y atada»; «La damisela atada con cinta americana»; «El hombre que soñaba con mutilar mujeres»; «Hazlo hasta que yo dispare»; «Secretos de la cámara de torturas del sádico sexual»; «Las niñas muertas no lloran»; «Vamos a violar a la chica de al lado»; «El asesino dejó la marca de sus dientes en la camarera desnuda»; «Ella está a mi disposición para cuando yo quiera»; «Dijo que yo no era lo bastante hombre para complacerla»; «¿Fue el juego sexual lo que llevó a su novio a romperle la cabeza?»; «Si la víctima de violación grita, ¡mátala!»; «La modelo desnuda era demasiado sexi para seguir viva»; «Bañaba a sus bellezas antes de descuartizarlas»; «Abusada y asesinada un lunes por la tarde»; «Vivian estaba casi muerta cuando la enterraron»; «Prostituta codiciosa + chulo enfadado = pichoncita muerta»; «¿Cuántos motivos tiene que tener un hombre para matar a una mujer?»; «Mientras su amigo lo animaba, el secuestrador y violador estrangulaba a la belleza de Las Vegas con sus propias medias»; «Calvario de torturas, sodomía y violación de las bellas estudiantes»; «Monstruosos crímenes en la carnicería humana»; «Mataba chicas a hachazos cada vez que sentía la necesidad»; «Violación dentro de un ataúd»; «Hundió el cuchillo en el cuerpo de la joven ama de casa una vez y otra vez y otra, y luego…»; «Convirtió a Carol en una antorcha humana»; «Haré fotos obscenas mientras tú mueres»; «Me hizo mirar cómo mataba mujeres muchas veces»; «La rubia muerta era trisexual»; «¡Pruébalo todo…!»; «Viólalas, tortúralas y átalas con cadenas»; «Asesinos que hacían el amor con las muertas»; «¡La desnuda fue violada después de muerta!»; «¡Nunca rechaces a un amante con pistola!»; «¡Acosador nocturno excitado destroza el cráneo de Suzanna!»; «Por donde pasaba dejaba un rastro de cadáveres despedazados y sujetadores hechos trizas: se trata de un maníaco sexual»; «Extraño baño fetichista desencadena asesinato sexual»; «¡era su deber despedazarla! Quiere que en el paraíso lo esperen chicas esclavas»; «Posa desnuda o te mataré»; «Salvaje asesino de prostitutas»; «Vio asesinadas y mutiladas a su madre y su hermana»; «¡El corazón de una belleza de 20 años clavado a una pared!; «Detectives de Maryland encuentran un alfiler clavado en el pecho de la víctima pero la auténtica sorpresa es la horrible frase escrita en la espalda de Shirley»; «Decapitada para 14 pósteres sexis»; «¡A la abuela que sollozaba no le ahorraron nada!»; «Bailarina gogó apuñalada a muerte en la ducha del motel»; «Hacía películas de horror caseras con sus víctimas: “Desnúdate y comienza a gritar… nena”»; «Sus dientes coincidían con las marcas en los pechos mutilados de ella»; «Contemplé a mi nena quemarse viva»; «Hijo retrasado deja embarazada a su madre… luego la ayuda a matar al hijo del pecado», etc., etc.
Estos cientos de revistas tenían una cosa en común: en sus cubiertas aparecía una modelo profesional posando como víctima amarrada (revistas de detectives) o una ilustración en colores chillones de una mujer atada (revistas de aventuras para hombres). En todos los casos apenas llevaba ropa encima o bien esa ropa estaba rasgada y convertida en harapos, la falda subida dejando ver los muslos o las medias, los pechos pugnando por salir de la fina tela de su vestido roto, la piel bronceada brillante por una capa fina de transpiración, las piernas abiertas muchas veces encadenadas o atadas con sogas, raspadas y con cardenales, confinada a una cámara de torturas o a un sótano, sobre el suelo, o sobre una cama, o fuera sobre la tierra; amarrada a una mesa, una silla, un anaquel o un poste de sacrificios; en una jaula o suspendida del techo de un calabozo cerca de barras o hierros de marcar ganado calentados al rojo blanco en un brasero o de un espetón que brilla sobre las llamas, o a punto de ser introducida en un caldero de agua hirviendo para servir de cena a ávidos caníbales, atada con brazos y piernas abiertos sobre una mesa quirúrgica para que dementes científicos nazis la despedacen y la estudien, con el rostro contraído de miedo y sumisión, en ocasiones mirando fuera de la cubierta de la revista hacia un atacante desconocido, hacia el lector macho, como si fuera la esclava personal del lector a la que se puede poseer por el precio que cuesta la revista.9
Todo se remonta a los calabozos genocidas de la gran caza de brujas de 1450 a 1650 y sus fantasías más sádicas.
Norm Eastman, uno de los dibujantes de cubiertas para aquellas revistas de la década de 1950, recuerda en 2003: «Muchas veces me he preguntado por qué insistían tanto con el tema de las torturas. Posiblemente eso les reportaba muchas ventas. A mí me daba hasta vergüenza dibujarlas y colorearlas, si bien estoy seguro de no haber causado ningún daño. Me parecía que era algo extraño de hacer».10
En aquellas publicaciones abiertamente misóginas se retrataba a las mujeres tan solo de dos maneras bíblicamente parafílicas: como cautivas esclavizadas y obligadas a practicar sexo contra su voluntad, o como señoras sexualmente agresivas, con los hombros desnudos y un cigarrillo colgándoles de los labios, sometidas a castigos o condenadas a muerte por su malvada sexualidad. En este mundo parafílico de los «sudores» la mujer era o una virgen sagrada profanada o una puta libertina castigada: no había más opciones.
Estas revistas no se escondían bajo los mostradores ni se vendían únicamente en sex shops ni se limitaban a alguna subcultura: eran tan comunes como el pastel de manzanas. Algunas de ellas tuvieron circulaciones mensuales de más de dos millones de ejemplares en su momento culminante y se vendían por todas partes: en quioscos de prensa, en colmados, en tiendas de caramelos, en supermercados y en las drugstores que tenían exhibidores de revistas, donde las ponían al lado de Time, Life, National Geographic, Popular Mechanics, e incluso de Ladies’ Home Journal.11 Se encontraban por dondequiera que se reunieran los hombres y sus hijos varones: en talleres, barberías, tiendas de repuestos automovilísticos, oficinas de correos, vestuarios y comedores de fábricas. En su período álgido llegó a haber más de cien revistas mensuales de aventuras y de detectives, para beneficio de todas las edades.
Y todo esto en un país en el que todavía es tabú enseñar siquiera por una fracción de segundo un pecho o una nalga femeninos en televisión.
En un mundo sin colores, en el que la fotografía, el cine y la televisión eran en su mayoría en blanco y negro, recuerdo que a finales de la década de 1950 y comienzos de la de 1960 yo iba al supermercado local con mi madre y la esperaba junto al quiosco de las revistas con sus cubiertas de los mismos colores de los caramelos, que mostraban mujeres atadas que sufrían, y que estaban allí para quien las quisiera. «Chicas marcadas para su venta», como anunciaba un titular.
Yo tenía cinco o seis años y ninguna noción sobre el sexo, pero recuerdo que aquellas imágenes removieron algún tipo de euforia primitiva y reptiliana poderosa. Hoy lo reconozco como un deseo de dominio y posesión de mis hermanas humanas, remilgadas, mandonas y mayores que yo, desde las canguros hasta las enfermeras, desde las dependientas hasta las maestras, todas mucho más altas que yo, bajo cuya supervisión y autoridad me encontraba siempre como niño varón. Esas imágenes de las revistas, de mujeres postradas, me sumergieron en un mundo de fantasía en el que eran arrojadas a un estado de impotencia y de vulnerabilidad.
Yo fui uno de esos niños afortunados a quienes nadie dio motivos para sentirse heridos, traumatizados o enfadados, y se me crio alentándome a ser independiente y autónomo como adolescente tanto por parte de las mujeres como por los hombres que me rodeaban. Tuve suerte y una infancia sin traumas y sin episodios de maltrato. Pero ahora me pregunto: si a esa sensación poderosamente primitiva y reptiliana que he descrito se hubiera unido algún maltrato, o traumatismo, o humillación, ¿qué habría pasado y a qué sitio oscuro habría llevado yo aquellos impulsos removidos por esas imágenes constantes de haber estado enfadado con las mujeres? O si buscase desesperadamente tener el control, la revancha o incluso la redención, o, según describe la parafilia sexual John William Money, si hubiera necesitado «transformar mi tragedia o trauma en un triunfo».
¿Por qué nuestra Gran Generación y sus hijos se alimentaron de esa literatura popular sádicamente depravada después de la guerra? ¿Por qué existía siquiera esa literatura ilustrada? ¿Qué les pasó a nuestros padres y abuelos en aquella guerra? ¿Qué oscuros secretos se encontraban codificados en esta literatura, secretos que se trajeron de la Última Guerra Buena pero de los que no podían hablar abiertamente?
No fue sino hasta 50 años más tarde, a comienzos del milenio, cuando la mayor parte de la generación de la guerra comenzó a morir, que empezamos a reunir el valor para preguntar aquello impreguntable acerca de qué había significado para ellos librar una guerra primitiva, de exterminio total del enemigo. Las respuestas que nos llegaron desde diversos frentes no nos gustaron en absoluto.
«UN TSUNAMI DE LASCIVIA»: LOS SOLDADOS ESTADOUNIDENSES
Y LA VIOLACIÓN EN LA EUROPA
DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
Lo que voy a describir a continuación es un tema tan tabú, incluso hoy en día, que siento la necesidad de poner este descargo de responsabilidades como prefacio: esto no trata de lo que hicieron nuestros padres, abuelos y bisabuelos como soldados luchando en la Segunda Guerra Mundial; esto es sobre lo que ellos vieron que hacía una minoría de soldados y cómo tuvieron que vivir con ese recuerdo sin poder contárselo a nadie.
Desde los inicios de la historia la violación ha sido una característica constante de las guerras y las conquistas. Como dice el teniente coronel Dave Grossman en su magistral libro On Killing: The Psychological Cost of Learning to Kill in War and Society:
La relación entre sexo y matanza queda desagradablemente desvelada cuando penetramos en el reino de la guerra. Muchas sociedades han reconocido desde antiguo la existencia de esa región retorcida en la cual la batalla, igual que el sexo, constituye un hito de la masculinidad de los adolescentes. Sin embargo, los aspectos sexuales de las matanzas siguen estando más allá de la región en la que se piensa que ambos son rituales de masculinidad y de la zona en la que la matanza equivale al sexo y el sexo a la matanza.12
Esta relación entre sexo y matanza en la guerra se refleja en la frecuencia de las violaciones, que en sí mismas tienen menos que ver con el deseo sexual que con la agresión en un momento y un lugar en que nada es más valorado y más exigido de un soldado que una capacidad de agresión letal del tipo más primitivo.
Mientras que en las guerras de la era moderna la violación se prohibió so pena de castigo en diversos códigos militares de conducta y bajo determinadas leyes penales de algunos países, no quedó explícitamente fuera de la ley en las convenciones internacionales que regían los crímenes de guerra y las leyes y costumbres de guerra hasta 1996, y solo en 2008 las Naciones Unidas la declararon crimen de guerra constitutivo de acto de genocidio.13
Durante la Segunda Guerra Mundial acusamos a los nazis y a los japoneses de violación gratuita, y después de la guerra acusamos a nuestros antiguos aliados los rusos de toda violación que se hubiese producido «de nuestro lado» en Alemania. Los democráticos aliados occidentales —Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá y Francia— se retrataron como caballerescos libertadores que repartían tabletas de chocolate y goma de mascar. El enemigo violaba, nosotros seducíamos con regalos tales como medias de nailon y nos llevábamos a casa a ruborizadas novias de guerra. Un mito muy romántico.
Pero a comienzos del siglo actual el sociólogo criminalista J. Robert Lilly, de la Universidad del Norte de Kentucky, estudió atentamente las estadísticas de las violaciones de guerra cometidas por los soldados estadounidenses que servían en Gran Bretaña, Alemania y Francia. Para horror de todos, Lilly informó que los «libertadores» estadounidenses violaron de 14.000 a 17.000 mujeres entre 1942 y 1945 solo en esos tres países.14
El ejército movilizó a unos 16,5 millones de hombres (el 12% de la población total de Estados Unidos), la mayoría de ellos en la veintena de años de edad, y los desplegó en Europa y el Pacífico, o los dejó en casa esperando a que les dieran destino. Entraron en combate unos 990.000 jóvenes estadounidenses, entre ellos unos 100.000 delincuentes que cumplían condena a quienes se sacó directamente de las cárceles y se envió al ejército.15
Para hacernos una idea de lo importante de la cantidad de supuestas violaciones, hay que tener en cuenta que en Europa se desplegaron alrededor de 1,5 millones de hombres durante el período de cuatro años que estamos viendo. En casa, es decir, en Estados Unidos, donde quedó la mayoría de los hombres estadounidenses, ya se estaban denunciando unas 4.600 violaciones al año.16 En 2014 Estados Unidos tenía una población masculina de unos 150 millones, es decir, 100 veces la cantidad de soldados desplegados en Europa durante la guerra: hubo 84.041 denuncias de violaciones17 (aproximadamente el 15% de estas estadísticas de 2014 fueron víctimas masculinas).18 La tasas de violaciones cometidas por soldados en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, prorrateada sobre los años 1942 a 1945 y ajustada per cápita a la población actual del país (14.000–17.000 x 100/4) sería hoy el equivalente a ¡entre 350.000 y 425.000 violaciones denunciadas por año en Estados Unidos! Una tasa insólitamente alta.
Al principio ningún editor estadounidense aceptó el controvertido libro de Lilly. Estábamos en lo más alto de la guerra con Irak, pero aparte de eso, las negativas revelaciones sobre la conducta de nuestra Gran Generación durante la «última guerra buena» no constituían algo que, colectivamente, quisiéramos oír.19 El libro de Robert Lilly se publicó primero en Francia e Italia, donde los europeos disfrutaron mucho con las acusaciones. Finalmente lo publicó calladamente Macmillan en Estados Unidos en 2007 con el título de Taken by Force: Rape and American GIs in Europe.
Mientras tanto, en abril de 2006, el Ministerio del Interior británico desclasificó estadísticas de la delincuencia en tiempos de guerra, que revelaron que entre 1942 y 1945 los soldados estadounidenses en Gran Bretaña fueron condenados por 26 asesinatos, 31 homicidios, 22 intentos de asesinato y más de 400 delitos sexuales, entre ellos 126 violaciones.20 Los periódicos británicos publicaban frases tales como: «Soldados de Estados Unidos durante la guerra en una oleada de violaciones y asesinatos».21
Luego, Mary Louise Roberts, profesora de Historia de la Universidad de Wisconsin-Madison, investigó las violaciones perpetradas por los soldados estadounidenses mientras liberaban Francia, y publicó sus resultados en 2013 en What Soldiers Do: Sex and the American GI in World War II France.22 Las tropas estadounidenses violaron a tantas mujeres en Francia que las autoridades de ese país rogaron a los militares de Estados Unidos que establecieran burdeles; los mojigatos estadounidenses se negaron. (En septiembre de 1944 el general de división Charles H. Gerhardt, comandante de una división de infantería que tocó tierra en la playa Omaha, levantó un burdel, pero cinco horas después lo obligaron a cerrarlo como deferencia a los sentimientos «de los que quedaron en casa».)
Roberts afirma que las tropas estadounidenses estaban inmersas en la «cultura de la violación» antes incluso de llegar a Francia, y señala que la propaganda para el reclutamiento militar y las narraciones de la prensa hablaban de ir a la guerra como «una exótica aventura erótica». Joe Weston, de la revista Life, informó desde Francia que «la opinión generalizada a todos los niveles describía a Francia como un inmenso burdel habitado por 40 millones de hedonistas que dedicaban todo el tiempo a comer, beber, hacer el amor y, en general, a pasárselo en grande».23 Mientras tanto, en el manual de frases en francés del periódico para soldados Stars and Stripes se ponía el acento en frases para «ligar» como por ejemplo: «Eres muy bonita», y «¿Tus padres están en casa?».24
A las mujeres francesas las llamaron «las chicas del lenguaje de signos» debido a los rumores que circulaban de que se las podía seducir por medio de una simple serie de gestos con las manos. Un dicho irónico que circulaba entre los franceses en Normandía después del Día D era que «con los alemanes los hombres tenían que camuflarse, pero cuando llegaron los estadounidenses tuvimos que esconder a las mujeres». Como concluye Roberts, «Las fantasías sexuales sobre Francia sin duda impulsaron a los soldados a bajar de las barcas y luchar, pero esas fantasías también desataron un verdadero tsunami de lascivia».25
J. Robert Lilly y Mary Louise Roberts señalan otras maneras en que las estadísticas sobre violaciones en el extranjero reflejaban lo que era la sociedad de la que provenían los soldados. Los soldados estadounidenses de raza negra eran los que tenían más posibilidades de ser acusados de violación y los que recibían los castigos más severos: de 29 sentenciados a muerte por violaciones de mujeres francesas, 25 fueron soldados negros.26 A las familias de los soldados estadounidenses ejecutados por delitos durante la guerra se les dijo que habían «muerto por su conducta intencionadamente inapropiada» y se los enterró en la Parcela E del Cementerio Estadounidense de Oise-Aisne, Francia. Según la historiadora Alice Kaplan, de la Universidad de Duke, en la Parcela E hay 96 postes indicadores, de los cuales 80 pertenecen a soldados estadounidenses negros.27
A partir de aquí la cosa se pone peor. Después de consultar registros parroquiales concernientes a nacimientos ilegítimos, la historiadora Miriam Gebhardt afirma en su libro Crimes Unspoken que los aliados violaron a 860.000 mujeres durante su conquista de Alemania en 1945. En general, la mayor parte de esas violaciones se adjudicaron a los rusos en el este, pero Gebhardt atribuye 190.000 de esas violaciones a los soldados estadounidenses (y 45.000 a militares británicos y 50.000 a tropas francesas).28 Random House publicó el libro en Alemania con el título de When the Soldiers Came en 2015 y en Estados Unidos en 2017.29
En tanto que estas cifras aterradoras, que van desde 14.000 hasta posiblemente 190.000 violaciones, son proyecciones estadísticas tenues —las cifras más altas, calculadas según la idea de que las violaciones en tiempos de paz muchas veces no se denuncian y en tiempos de guerra se denuncian menos aún— incluso la cantidad más baja es tremendamente inquietante, sobre todo porque están hablando solo de las violaciones en Francia, Gran Bretaña y Alemania. No tenemos datos de otros países en los que lucharon soldados estadounidenses como África del Norte, Italia, Bélgica o el Pacífico, datos que, de tenerlos, harían que la cifra aumentase significativamente. Tampoco se incluye, aparte de las recientes estadísticas británicas, las zonas donde no hubo combates en todo el mundo y a las que se envió a soldados estadounidenses a custodiar. Por ejemplo, en 1942, en Australia, el soldado del ejército de Estados Unidos Joseph Leonski de 24 años, el estrangulador cantante, mató a tres mujeres cuyas voces eran melódicas, para «hacerme con sus voces». Si bien no violó a sus víctimas, a las tres se las encontró en poses en las que los genitales quedaban expuestos.30
A partir de la espantosa guerra de Vietnam nos hemos aferrado desesperadamente a la consoladora idea de que al menos la Segunda Guerra Mundial fue una «guerra buena» sin ambigüedades; nos aferramos a eso hoy junto con aquella nostalgia ingenua e infantil del sargento Rock del cómic Our Army at War. El historiador David M. Kennedy escribió en el New York Times que «Nuestra cultura ha embalsamado la Segunda Guerra Mundial como “la guerra buena” y no vamos a visitar el cadáver muy a menudo…». What Soldiers Do es «una bocanada de aire fresco» que nos provoca menos «ahs» que, como dice Kennedy, «por supuesto».31
Como observó el periodista e historiador Mark Kurlansky en Los Angeles Times en 2008, «la Segunda Guerra Mundial fue una de las mentiras más grandes y más minuciosamente planificadas de la historia moderna».32
Nada de esto que relato tiene la menor intención de denigrar a la inmensa mayoría de los soldados estadounidenses que sirvieron con coraje y honor durante la guerra, y que pelearon dentro de los parámetros generalmente reconocidos de las leyes y las costumbres de una guerra «civilizada» lo mejor que pudieron, si tenemos en cuenta la brutalidad y el fanatismo suicida del enemigo al que se enfrentaban.
El objetivo de esta digresión acerca de las violaciones en la Segunda Guerra Mundial es sugerir que lo que nos trajimos a casa de los campos de batalla de Europa y el Pacífico fue un fenómeno, amplificado por los combates, de lo que había estado apareciendo de forma incipiente en la psicopatología y la cultura reprimidas en Estados Unidos: el diabolus in cultura. De repente un millón de varones, la mayoría de ellos criados bajo los principios de los valores judeocristianos occidentales pero que rara vez se habían aventurado fuera de su pueblo natal, fueron catapultados a miles de kilómetros a través del mar, entre extraños, y a un mundo salvaje en guerra. Eso les hizo perder las inhibiciones de la civilización y traspasar sus reglas. Fue como una miniguerra de la Edad de Piedra pero con ametralladoras y lanzallamas, en la que se instó a nuestros soldados a comportarse como nuestros antecesores primitivos, es decir, adoptar el estado reptiliano de matar para sobrevivir. Una vez el cerebro reptiliano se hubo liberado repentinamente de las ataduras de la civilización en nombre de la «necesidad militar» estaba claro que iban a pasar todo tipo de cosas oscuras y primitivas. La guerra no es una película de Hollywood. Ni siquiera es un esterilizado documental del canal Historia.
Repito: la inmensa mayoría de los soldados estadounidenses no cometió violaciones, pero muchos las presenciaron, o las conocieron, y se les obligó a callar al respecto. Si se aplica la estimación de 14.000 a 17.000 violaciones a los aproximadamente 1,5 millones de soldados de Estados Unidos que estuvieron en Europa, eso significa que, a grandes rasgos, cometió violaciones el 1% de los soldados. Es posible que el 99% restante presenciara cómo sus compañeros cometían el delito, o que por lo menos supieran que estaba ocurriendo —delitos perpetrados por sus «hermanos de sangre», cuyas vidas protegían mutuamente—, lo que resultó una carga que muchos tuvieron que tragar para poder regresar de la guerra de una pieza. Eso solo ya habría sido encontrarse en una situación conflictiva, vergonzosa y desmoralizadora que llevarse a casa, donde estaban sus esposas, sus madres, sus hijas e hijos. No era algo de lo que fuesen capaces de hablar.
Soldados estadounidenses en el Pacífico y fetiches necrofílicos como tótems de guerra
No fueron solo violaciones lo que los soldados presenciaron o cometieron. También hubo una cosecha de trofeos primitivos, como cabezas humanas y otras partes de cuerpos, con la que habérselas en otro escenario de guerra, el del Pacífico, donde luchábamos contra un enemigo diferente: los japoneses. La persona que actualmente es la más alta autoridad mundial en necrofilia, el doctor Anil Aggrawal, clasifica esa recogida de trofeos como «necrofilia fetichista en estadio 5» en su escala de 10 fases de la necrofilia33 (véase el capítulo 7).
Como señala John Dower en su estudio sobre cómo se libró la guerra en el Pacífico, «Los odios de la guerra engendran crímenes de guerra».34 Nosotros no hicimos gran cantidad de prisioneros japoneses en el Pacífico, y no solo porque los japoneses luchasen hasta la muerte o detonasen granadas de mano ocultas tras fingir que se rendían, o porque era difícil contenerlos en los campos de batalla de aquellas islas remotas. La del Pacífico fue una especie de guerra racial de venganza. Con frecuencia se mataba a los japoneses heridos; se pegaba un tiro a los pocos que intentaban rendirse; se reunía a los prisioneros en aeródromos y se los ametrallaba, y a veces se los arrojaba desde transportes aéreos «mientras trataban de escapar».35 La insensata matanza de prisioneros de guerra japoneses preocupaba al alto mando militar porque las tropas japonesas no sentían inclinación a rendirse. Y, desde luego, el trato aún más brutal que impusieron los japoneses a los prisioneros de guerra estadounidenses desde el mismo comienzo no aliviaba el destino de los prisioneros japoneses en manos estadounidenses.
Tal y como, según la tradición, dijo el general confederado Nathan Bedford Forrest, el demonio Forrest, que masacró a soldados negros de la Unión que se habían rendido en Fort Pillow: «Guerra significa lucha, y lucha significa matanza».
Y peor aún. En el Pacífico los soldados estadounidenses muchas veces mutilaban los cadáveres de los japoneses: les cortaban las orejas, les arrancaban los dientes e incluso les reducían los cráneos, que recogían junto con otras partes de los cuerpos para llevarse a casa. Esta conducta hubiera sido inaceptable de tratarse de un enemigo cristiano y blanco, lo que precisamente eran los alemanes, pese a sus pretensiones nazis de neopaganismo. Pero en nuestra guerra contra los japoneses, la mutilación de los muertos (y en ocasiones incluso de los heridos) era algo tan extendido que un número de la revista Life publicó con orgullo la foto de una mujer joven estadounidense sentada a una mesa sobre la que había un cráneo. El pie de foto ponía: «Una trabajadora de guerra de Arizona escribe a su novio de la Armada una nota de agradecimiento por el cráneo de un japonés que le ha enviado».36 Al presidente Roosevelt le regalaron un abrecartas cuyo mango estaba hecho con el hueso del brazo de un soldado japonés (que el presidente ordenó enterrar decentemente).37
En sus recuerdos, que se han hecho clásicos, de la lucha en el Pacífico con los marines, E. B. Sledge escribe:
Era un ritual brutal, abominable, como los que sucedieron desde la Antigüedad en los campos de batalla donde los protagonistas se profesaban un odio a muerte. Era incivilizado, como lo son todas las guerras, y se llevaba a cabo con ese salvajismo especial que ha caracterizado las luchas entre los marines y los japoneses. No era una simple caza de recuerdos ni de saqueo al enemigo muerto: era más parecido a los guerreros indios que arrancaban cabelleras.
Mientras quitaba una bayoneta con su funda a un japonés muerto, noté junto a mí a un marine. No estaba en nuestra sección de morteros pero pasaba por ahí y quiso tomar parte en el reparto del botín. Llegó junto a mí arrastrando lo que supuse que era un cadáver. Pero el japonés no estaba muerto. Lo habían herido gravemente en la espalda y no podía mover los brazos, de otro modo habría resistido hasta el último aliento.
En la boca del japonés brillaban grandes coronas de oro y su captor las quería. Colocó la punta de su Ka-Bar [un cuchillo de combate] sobre la base de un diente y golpeó el mango con la palma de la mano. Como el japonés sacudía los pies y se removía hacia todos lados, la punta del cuchillo se salió del diente y se hundió profundamente en la boca de la víctima. El marine lo maldijo y de una cuchillada le abrió las mejillas hasta ambas orejas. Puso el pie sobre la mandíbula inferior del hombre y lo volvió a intentar. De la boca del desgraciado salía gran cantidad de sangre. Emitió un sonido como de estar ahogándose y se removió como loco. Yo grité: «Remátalo y haz que deje de sufrir». La única respuesta que recibí fue una palabrota. Otro marine llegó corriendo, le metió una bala en la cabeza al soldado enemigo y acabó con su agonía. El carroñero gruñó y siguió arrancando las piezas de oro, ya sin molestias.38
Así fue la última guerra buena para papá y el abu. ¿Cómo haces para volver intacto de una experiencia como esa?
En un momento dado de sus recuerdos, Sledge describe cómo él mismo estuvo a punto de extraer un diente de oro del cadáver de un japonés, cuando otro soldado lo reprendió y le convenció de que no lo hiciera. Incluso si podemos consolarnos sabiendo que la mayoría de nuestros hombres estaban en algún punto entre Sledge y el soldado que lo reprendió, de todas maneras esto es lo que la Gran Generación tuvo que ver y soportar.
La cosecha de partes de cuerpos de japoneses como trofeos y tótems necrofílicos llegó a ser tan extensa que en enero de 1944 los jefes de Estado Mayor de Estados Unidos emitieron conjuntamente una directiva de alto nivel a todos los comandantes de operaciones en el Pacífico en la que les ordenaban tomar las medidas necesarias para que sus hombres dejaran de recoger y preservar partes de cuerpos de japoneses como trofeos para llevarlos a Estados Unidos.39 Los inspectores de aduanas de Estados Unidos recibieron la orden de confiscar tanto armas como restos humanos japoneses llevados como trofeos por soldados que regresaban a casa. De la misma manera en que hoy nos preguntan si estamos importando tabaco o alcohol, al personal que volvía del Pacífico se le preguntaba como rutina si traía consigo alguna parte de un cuerpo humano.
El poeta estadounidense Winfield Townley Scott trabajaba como editor de libros para el periódico Providence Journal de Rhode Island en enero de 1944 cuando un soldado que acababa de regresar del Pacífico se presentó en la oficina del periódico con un cráneo japonés. Scott recordaba cómo todos dejaron lo que estaban haciendo y se apresuraron a ver y tocar el horripilante trofeo de guerra. Scott debe de haber tenido un sentido de lo macabro especialmente acusado —fue uno de los primeros críticos literarios que apreció la obra del escritor de terror H. P. Lovecraft, a quien alabó en diversos ensayos y artículos—, pero ese día se sintió horrorizado por el comportamiento de sus compatriotas al reunirse alrededor de un cráneo humano para contar chistes y acumular los insultos de siempre sobre él. Este hecho inspiró a Scott el impactante poema que escribió en 1962, «The US sailor with the Japanese skull» («El marinero estadounidense con el cráneo japonés»), en el que describe con detalle la decapitación del soldado japonés muerto, la forma en que quitan la piel y el pelo, hierven, limpian, conservan, abrillantan y echan laca al cráneo japonés.40
Los cráneos japoneses como trofeos de guerra hoy se ven por todas partes de Estados Unidos porque sus poseedores han muerto y sus familiares parecen más dispuestos a deshacerse de ellos porque les dan repelús, o por ignorancia, o por ambas cosas. Ya en 1983 los expertos forenses advertían que esos cráneos terminarían apareciendo en los laboratorios forenses de todo el país «porque toda una generación estaba muriendo y estos materiales o bien se tiraban o bien se redistribuían a otros».41
Hoy día esos cráneos literalmente flotan en los lagos de Estados Unidos. Recientemente se sacó uno del lago Travis, en Texas, que había sido amarrado con mucho cuidado a una piedra con sedal de pesca en un intento de «exorcizarlo» de la posesión de alguien. Al principio la policía sospechó de un homicidio cometido por una narcosecta mexicana, hasta que los antropólogos forenses identificaron el cráneo como un trofeo de guerra procedente de Japón. Otro se encontró en un lago en Illinois: estaba pintado de color oro con aerosol y la policía temía tener entre manos un asesinato ritual sectario hasta que también se identificó como trofeo de guerra japonés. Se le siguió la pista hasta llegar al nieto adolescente de un veterano. Había encontrado el cráneo entre los trastos de la familia, lo pintó de dorado, le ató una bandana alrededor de la frente y lo tuvo en su habitación hasta que de repente le cogió miedo y lo tiró al lago.
Un artículo publicado hace poco en la revista del Instituto Estadounidense de Ciencias Forenses dice que en todos los laboratorios forenses de la nación han aparecido montones de cráneos:
Un director de pompas fúnebres recibió el cráneo de la anterior esposa de un veterano, fallecido, de la Armada de Estados Unidos; otro fue denunciado a la policía por la viuda de un veterano que lo había tenido consigo desde que luchó en la Segunda Guerra Mundial; otro se encontró entre las pertenencias de un veterano ya fallecido del Ejército de Estados Unidos, y un nieto lo entregó a la policía; el hijo de un veterano, a quien su padre, ya muerto, dijo que había enterrado un cráneo-trofeo de la Segunda Guerra Mundial en su jardín unos 40 años antes, lo notificó a la policía; los familiares de un veterano de guerra, ahora muerto, descubrieron el cráneo entre sus pertenencias y lo entregaron a las fuerzas del orden; otro descubierto por un sheriff del norte de California en un cobertizo cerrado en el curso de una redada en busca de drogas y armas; dentro de una caja de madera almacenada fuera de la casa principal cuando el pariente de un veterano recién fallecido hacía una limpieza general; se informó sobre restos encontrados en una caja en el porche delantero de un hombre, que se entregaron a la policía local; entregados por un veterano de la Armada de Estados Unidos residente en California, durante la Segunda Guerra Mundial; encontrados por caminantes al costado de un sendero en el Bosque Estatal de Pensilvania [etc., etc.].42
En Holden, Maine, los coleccionistas locales estuvieron vendiéndose entre ellos el cráneo-trofeo de una mujer japonesa adquirido originalmente en unas rebajas estatales, hasta que uno de los coleccionistas terminó por contactar a autoridades japonesas, que arreglaron la repatriación del cráneo al Japón.43
Mientras tanto, la policía de Colorado confiscó un cráneotrofeo japonés decorado que encontraron en un arcón durante una redada por drogas. El cráneo había sido patrimonio familiar desde que el bisabuelo lo llevó a casa desde Guadalcanal, donde había luchado como marine. Estaba firmado por él y por otros soldados de su unidad y la familia lo conocía por el apodo de Oscar. La familia presentó querella para que le devolvieran el cráneo pero este se devolvió al gobierno japonés para que lo enterrara, a pesar de las quejas de la familia.44
En 2010, Derrick Shaftoe de Fénix, Arizona, encontró 20 cráneos japoneses entre las pertenencias de su abuelo cuando este murió. El abuelo los había introducido de contrabando en un contenedor de objetos personales tras haber luchado con la 3.ª División de marines en el Pacífico, concretamente en Bougainville, Guam, y en Iwo Jima. Shaftoe no tenía idea de que su abuelo tuviera aquellos macabros trofeos guardados en el desván, y dijo que recordaba perfectamente cuando los encontró porque «mi mujer, que estaba en el jardín delantero, me oyó gritar desde allí».45
Estos descubrimientos ya se han vuelto tan frecuentes que existen protocolos normativos según los cuales los trofeos son repatriados y entregados al gobierno japonés.46 Los antropólogos forenses que en la década de 1980 trabajaban en la repatriación de restos de guerra japoneses en los campos de batalla de las islas Marianas notificaron lo extraordinario que resultaba que un 60% de los cuerpos no tuvieran cabeza.47
En su estudio sobre trofeos de guerra humanos (que incluye una mirada a la colección de cráneos y huesos recogidos durante la guerra civil de Estados Unidos y la guerra de Vietnam), Dark Trophies: Hunting and the Enemy Body in Modern War, Simon Harrison describe uno tras otro los casos de veteranos estadounidenses que guardaban los cráneos en sus dormitorios o en sus salas de estar, para consternación de sus esposas y sus familias, hasta tal punto que a veces terminaron divorciándose. (Harrison también cuenta el caso de un veterano de la Segunda Guerra Mundial, aún con los marines, que se llevó consigo el cráneo-trofeo japonés durante su servicio en Vietnam.) Destaca Harrison que durante la guerra civil de Estados Unidos a veces los soldados enviaban a sus prometidas trozos de huesos o de cráneos de enemigos, como posteriormente hicieron los soldados durante la Segunda Guerra Mundial y Vietnam. Esos «regalos de amor» necrofílicos se pueden relacionar antropológicamente con los cazadores-guerreros primitivos que les llevaban el producto de la caza a sus mujeres, y también cabezas como trofeos que simbolizaban la victoria en la guerra por la supervivencia. Podría ser algo más profundo aún, en nuestro cerebro triuno de las cuatro C, que se remontara a nuestro pasado caníbal, cuando los guerreros enemigos muertos no solo significaban una amenaza menos sino también el comienzo de un festín de celebración.
En Washington, D. C., en el Museo Nacional de Salud y Medicina situado en los terrenos del Centro Médico del Ejército Walter Reed, en el Archivo N.º 24, se guardan cráneos humanos confiscados por los militares a soldados durante la guerra de Vietnam. Algunos están decorados con grafitis y con garabatos, entre los cuales se puede ver un signo de la paz y una pipa para marihuana. Uno de los cráneos (número de inventario 1987.3017.23) está pintado en colores fluorescentes y lleva una gruesa vela sujeta con su propia cera en la parte superior. En el cráneo hay marcas de taladro que nos indican que se usó como candelero colgante. Otro cráneo (N.º 1987.3017.09) muestra las inscripciones «Colócate y sigue vivo» y «Viet Nam que loco» (sic).48
El profesor Lawrence Miller escribió no hace mucho: «Comerse al enemigo para asimilar su fuerza y su poder, o recoger partes de su cuerpo como trofeos es característico de los guerreros victoriosos de todos los tiempos; recientemente, en septiembre de 2010, se acusó a soldados del ejército de Estados Unidos de conservar huesos de piernas y de dedos, así como dientes, de afganos muertos».49
Nuestros antepasados soldados —más de un millón, si contamos tanto a los de Europa como a los del Pacífico— se hallaron desterrados a un territorio salvaje y muy oscuro durante la Segunda Guerra Mundial, y en 1945 ese millón de hombres volvía a casa, algunos de ellos en estado de neurosis y de trauma y metidos en un obstinado silencio, incapaces de explicar lo inexplicable. Volvían a casa a criar, todos ellos, tanto metafórica como literalmente, a una nueva generación de hijos estadounidenses. De padres traumatizados que criaban hijos en casa a los «padres» de la nación en las salas de juntas de las corporaciones, en el Congreso y en la Casa Blanca, desde Eisenhower y JFK hasta George H. W. Bush, la generación de varones veteranos de la Segunda Guerra Mundial iba a dar forma a Estados Unidos y a sus hijos de Caín, y a dirigirlos, a través de su diabolus in cultura, hasta bien entrada la década de 1990.
LA HIPÓTESIS DE LA EPIDEMIA DE ASESINOS EN SERIE
INDUCIDA POR EL TRAUMA PATERNO
DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
No he encontrado en los registros a ningún veterano de la Segunda Guerra Mundial que volviera a casa convertido en asesino en serie. Es probable que la realidad de la muerte en guerra evitara cualquier «fantasía» que los veteranos pudieran haber albergado antes, cuando eran civiles. Fueron sus hijos y sus nietos los que se hicieron asesinos en serie desde la década de 1960 hasta los años 90.
Los relatos de los asesinos en serie de la «edad de oro» rara vez mencionan la vida de sus padres (cuando los había), pero en ocasiones sí tocan el tema. En su biografía del asesino en serie necrófilo Arthur Shawcross, que mató a dos niños y 12 mujeres y había nacido en 1945, Jack Olsen describe al padre, Roy Shawcross, cabo de la Primera División de marines en Guadalcanal, donde logró sobrevivir tras quedar enterrado vivo bajo toneladas de arena coralífera tras ser alcanzado por un proyectil japonés. Su compañero, que estaba a su lado, murió asfixiado. Rescatado por sus colegas marines, más adelante Roy se perdió en la jungla, estuvo lejos de su división durante cuatro meses y sobrevivió gracias a raciones japonesas abandonadas, llenas de gusanos. Ganó cuatro estrellas de batalla pero cuando volvió a casa, después de la guerra, no volvió a ser el de antes.50 Años después, su hijo Arthur iba a afirmar falsamente que se hizo asesino en serie debido a las atrocidades que perpetró en combate en Vietnam. La verdad era que Shawcross había sido destinado a un depósito de suministros y jamás presenció un combate como aquellos con los que fantaseaba.
El asesino en serie necrófilo Edmund Kemper nació en 1948 y asesinó a sus abuelos a los 15 años, explicándole luego a la policía que «quería saber qué se sentía al matar a la abuela». Quedó libre tras un breve encarcelamiento en una clínica psiquiátrica y siguió matando, decapitando y manteniendo relaciones sexuales con los cadáveres de seis colegialas, de su propia madre y de una amiga de esta. Escribe su biógrafa Margaret Cheney: «Su padre, E. E. Kemper Jr., había estado en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, en una unidad de fuerzas especiales en la que, según recordaba su hijo, había participado en misiones suicidas». Cheney cita a la madre de Kemper contándole a su hijo: «La guerra no acabó nunca. A su regreso intentó ir a la universidad según la Ley de Reajuste para Soldados pero no pudo estudiar de nuevo, discutía con los profesores como si siguiera siendo sargento y lo dejó…».51 La familia se deshizo cuando Edmund era niño.
En su estudio del asesino en serie Dennis Rader, el asesino BTK, nacido en 1945, Katherine Ramsland lo cita cuando explica, brevemente: «Mi padre, William Elvin Rader, era marine y aún estaba en el Pacífico, en la isla de Midway, cuando yo nací».52
Los asesinos en serie de la «edad de oro» Douglas Clark, Herbert Mullin, Carl Eugene Watts y Chris Wilder también tuvieron padres que prestaron servicio militar durante la Segunda Guerra Mundial. Pero en su mayor parte, no se conocen detalles de las biografías de los padres de asesinos en serie.
Derrick Shaftoe, el que encontró 20 cráneos en el desván de su abuelo, no es un asesino en serie pero ha contado recuerdos de su abuelo cuando él era niño. Dijo que al regresar de la guerra el abuelo se hizo sacerdote luterano y maestro de escuela primaria. Derrick recordaba a su abuelo como un hombre amable y callado, que casi nunca hablaba de la guerra y que era amistoso con todo el mundo.
Pero tenía un lado oscuro.
Cuando Derrick tenía 10 años le pidió a su abuelo que contase a sus compañeros del cuarto curso sus experiencias en la guerra. Recordaba: «Mi maestra le preguntó si durante la guerra echaba de menos su hogar. Así que comenzó a contarnos sobre esa época en Bougainville en que tuvo que empujar con la topadora a un centenar de japoneses muertos hasta una fosa común y luego incinerarlos por motivos sanitarios. Habló de estar sentado ahí, en la selva, leyendo las cartas de amor que le enviaba la abuela a la luz de los cadáveres que se quemaban. Aquello fue sin duda la mierda más retorcida que he oído en mi vida. Luego dijo algo sobre un lagarto gigante y la narración descarriló por completo».53
Mi hipótesis sobre un «trauma de guerra» invita a estudiantes o licenciados a recoger y analizar las narraciones militares de los padres y los abuelos de los asesinos en serie de la «edad de oro».
Sospecho que los padres veteranos que en las décadas de 1940 y 1950 criaban a hijos que más tarde se volvieron asesinos en serie no solo estaban traumatizados por la guerra mucho más de lo que nos damos cuenta, sino también por la catástrofe social de la Gran Depresión que la precedió. La depresión destruyó a toda una generación de hombres que mantenían una familia durante las décadas que siguieron. No hay duda de que algunos de los padres de asesinos en serie de la «edad de oro» nunca atravesaron el mar para combatir, ni los reclutaron como militares. Pero todos ellos vivieron los «sucios años 30», que doblegaron el orgullo y el espinazo de aquella generación de hombres y de sus familias.
No todos los veteranos regresaron de la guerra trastornados y traumatizados, pero es indudable que muchos más de los que somos capaces de reconocer volvieron alienados y dañados, y de ninguna forma podían encargarse de criar hijos sanos y productivos. Este súbito aumento de padres traumatizados por la guerra que establecieron una relación intolerablemente conflictiva con sus hijos, o bien estaban tan hundidos física y mentalmente que no podían acercarse a ellos, fue lo que provocó la aparición de jóvenes asesinos en serie. Después de la Gran Depresión, y entre el millón largo que entró en combate, la cantidad de hombres degradados fue suficiente para que los pocos más traumatizados hubieran sido los progenitores de los 2.065 asesinos en serie de la «edad de oro» entre las décadas de 1950 a 1990. Y las cifras no son exageradas.
El estudio Sexual Homicide, llevado a cabo por el FBI sobre los asesinos en serie de la «edad de oro» surgidos de aquella generación de hijos, reveló que solo el 57% de los asesinos tenía padre y madre al nacer, y en el 47% de los casos el padre abandonó el hogar antes de que ellos cumpliesen 12 años. En el 66% de los casos el progenitor dominante era la madre, y el 72% de los asesinos sexuales condenados notificó una relación negativa con el padre o con la figura masculina que lo reemplazaba. Ese mismo estudio indicaba también que el 50% de los delincuentes tenía padre y/o madre con antecedentes delictivos y el 53% provenía de familias con historiales psiquiátricos.54
Mi propia hipótesis es que fue toda una generación de hombres rotos la que crio o más bien abandonó a una generación disfuncional de chicos que más tarde iban a constituir una epidemia de asesinos en serie: los hijos de Caín.
MATAR COMO CULTURA
La cultura popular que emergió en las postrimerías de la Gran Depresión y de la guerra también desempeñó su parte. En realidad, no es exagerado decir que entre la década de 1940 y la de 1970, gran parte del entretenimiento popular se basó en el secuestro, el control, la tortura y la violación de mujeres. Eso también inspiró, o como diría el FBI facilitó, el surgimiento de toda una generación de asesinos en serie que estaban a punto de salir del cascarón, y de las fantasías que no los dejaban dormir por la noche.
A inicios de la década de 1950, los hijos enfermos de padres enfermos, junto con algunos de los hombres que no fueron a la guerra, sino que se quedaron en casa y fantasearon sobre ella, comenzaron a agitarse por los cambios químicos de la pubertad. Tocaban sus cuchillos y sus cuerdas anudadas mientras pasaban las páginas, pegajosas de semen, de las revistas baratas compradas en la tienda, en las que contemplaban a miles de mujeres atadas y postradas, sometidas a violaciones y torturas de fantasía. En esta ecología cultural de señales visuales y de canalización masturbatoria de sus airadas fantasías de venganza, esos chicos permanecían en un estado de compulsión mimética, vibrando como un diapasón, en armonía con el mundo de caos y desorden que comenzó a descender sobre ellos a mediados de la década de 1960. Se cuestionaron todos los valores y todas las autoridades tan celosamente guardadas, se sorprendió a presidentes mintiendo y la corrección y la decencia desaparecieron. Las fronteras entre lo sagrado y lo profano, entre el amor y la lascivia, entre el bien y el mal, acabaron derribadas y pisoteadas en un caos social totalmente hedonista, una tormenta perfecta de locura reprimida que infectó una herida aún abierta y sangrante, una fiebre en la que esas incipientes fantasías oscuras se hacían realidad cada vez más en los calabozos secretos de las aventuras baratas que ellos mismos construían. Y como estas revistas misóginas sobre violaciones y torturas se vendían junto a Casas y jardines y a Trenes de juguete, el mensaje era: el deseo de torturar y violar es tan normal como el deseo de cultivar un jardín o coleccionar trenes de juguete.
Diabolus in cultura
Después de la guerra, los psiquiatras comenzaron a notificar como cosa de todos los días las características de los asesinos en serie y su obsesión con los nazis, con las atrocidades de los campos de concentración y las fotos de los cuerpos desnudos y esqueléticos que sus padres soldados habían encontrado cuando entraron a liberar los campos de la muerte.55
Cuando detuvieron a William Heirens, el asesino del pintalabios —el primero de los asesinos en serie de la «edad de oro»—, que llevaba un ejemplar robado de Psychopathia sexualis, la policía también encontró un álbum de fotos de oficiales nazis. Ian Brady, que junto a su pareja Myra Hindley violó y asesinó a cinco víctimas, de edades entre 10 y 17 años, entre 1963 y 1965, tenía una fijación con los relatos y las imágenes de los crímenes cometidos por los nazis. El ladrón de tumbas necrofílico Ed «Psycho» Gein asesinó al menos a dos mujeres entre 1954 y 1957 e hizo muebles con huesos y piel humanos, entre ellos una silla tapizada con la piel de un pecho femenino, del cual era bien visible el pezón. También solía rodar sobre la hierba las noches de luna llena, desnudo y cubierto por un «traje de piel femenina» que incluía los pechos. Después confesó que había sacado esas ideas de imágenes de las atrocidades nazis y japonesas y de narraciones sobre el Pacífico, así como también de historias de canibalismo y reducción de cabezas que describían las revistas baratas de aventuras y de detectives. (La revista Life publicó una serie de fotos del miserable interior de la casa de Gein, en la que se veían pilas sobre pilas de ese tipo de revistas.)56
Un solitario niño de mamá de 30 años, el técnico de televisión y fotógrafo aficionado Harvey Glatman, estaba obsesionado con las revistas de detectives en las que las cubiertas mostraban mujeres atadas. A los 18 años ya lo habían encarcelado por secuestrar y violar a una mujer, por lo que aprendió a no dejar testigos vivos. En 1957, en Los Ángeles, comenzó a contactar a modelos a través de sus agencias o anuncios clasificados, fingiendo ser fotógrafo de las revistas de detectives. Tiempo después Glatman confesó a la policía lo que ocurrió cuando logró atraer a Judith Ann Dull, de 19 años, al piso que usaba como «estudio fotográfico» para lo que dijo que iba a ser un trabajo con modelo. «Le dije que quería hacer fotos que fueran adecuadas para ilustrar relatos de misterio o de revistas de detectives de ese tipo, y que para ello tendría que atarle las manos y los pies y ponerle una mordaza en la boca, y ella estuvo de acuerdo, así que le até manos y pies, le puse una mordaza e hice una buena cantidad de fotos.»
Una vez atada y sujeta en una pose que a él le parecía como las de las cubiertas de las revistas, Glatman «fue a por ello» y la violó y la asesinó, fotografiando todo el proceso y creando así su propia serie de imágenes de revistas de detectives hechas a medida para satisfacer su obsesión.57 De esta misma manera Glatman fotografió, violó y asesinó a otras tres mujeres; la cuarta pudo escapar y acudió a la policía. También se sospecha que fue autor de otro homicidio cometido antes en Colorado: la identidad de la víctima solo pudo conocerse en 2009 gracias a las pruebas de ADN.58 Glatman es uno de los primeros entre los numerosos asesinos en serie que más tarde grabaron sus asesinatos en forma de películas, cintas de audio o cintas de vídeo para poder verlas una y otra vez.
Entre 1957 y 1959, el músico de jazz Melvin «Bestia Sexual» Rees, admirador de Nietzsche y consumidor de píldoras, salió de su cabaña del bosque hecha con bloques de cemento, embebido en imágenes de pornografía sádica, para obligar a los coches a salirse de las carreteras de Virginia y Maryland y llevarse a las pasajeras, a quienes violaba, torturaba y mataba. Acabó así con nueve víctimas. En una ocasión, después de secuestrar a una madre y a su hija y de violarlas y matarlas, escribió en su diario: «Ahora la hija y la madre son totalmente mías».59
John Joubert, el ladrón de chicos de Nebraska, que asesinó a tres chicos entre 1982 y 1983, dijo que cuando tenía 12 o 13 años miraba revistas de detectives en un colmado de su pueblo y se excitaba ante las imágenes de mujeres atadas en la cubierta. Comenzó a comprar esas revistas y a masturbarse con las imágenes, superponiendo muchas veces, en su imaginación, imágenes de chicos atados en lugar de mujeres. Aunque es un factor facilitador, ni las revistas de detectives ni las pornográficas transforman a la gente, por sí solas, en asesinos en serie. Joubert dijo que cuando tenía seis o siete años, es decir, por lo menos seis años antes de ver por primera vez aquellas revistas, fantaseó con estrangular y comerse a su cuidadora adolescente. No fue capaz de recordar si aquellas imágenes hicieron que se masturbara o si fue la masturbación la que le aportó las fantasías.60
En sus recientes entrevistas con la psicóloga forense Katherine Ramsland, Dennis Rader, el asesino BTK, le describió su obsesión de adolescente con las imágenes de mujeres atadas. Dijo: «Enseguida me hice adicto a ellas y siempre andaba buscando modelos “atadas” que estuvieran en apuros».
Rader dijo que fantaseaba con atacar a mujeres: «Se convirtió en una obligación y una fantasía dignas de la True Detective Horror Magazine. Su dormitorio parecía estar en el centro y hacia el este. Mi plan era atarla a la cama, ya sea medio desnuda o del todo. Luego iba a estrangularla o ahogarla. Sus manos estarían atadas por delante y sujetas al cuello, igual que una modelo de la True Detective Magazine que yo había visto. Solía fantasear con las mujeres de las cubiertas, con los ojos aterrorizados, las manos atadas cerca del cuello y un hombre con un cuchillo amenazador sobre ellas».
Rader continuó: «Dejé de comprar revistas de detectives cuando dejaron de poner mujeres atadas en las cubiertas. Aún leía libros sobre asesinos en serie si tenían algo que ver con el estilo que a mí me iba. Siempre recorto las fotos de los anuncios de sitios como Dillard’s y J. C. Penney’s».61
De modo que algunos asesinos en serie se sienten tan inspirados por los catálogos de ropa de J. C. Penney como por la imaginería y la literatura sádicas.
O por la Biblia.
En 1959 el asesino alemán por lujuria Heinrich Pommerenke cometió cuatro asesinatos con mutilación después de ver la película Los diez mandamientos. John Haigh, el asesino del baño de ácido, se crio en una secta ultracristiana conocida como los Hermanos de Plymouth, y aunque sufría pesadillas religiosas, le encantaba citar y discutir pasajes de las Escrituras entre asesinato y asesinato. Un asesino en serie de Glasgow, conocido como «John el de la Biblia», solía citar las Escrituras mientras mataba mujeres que escogía en las salas de baile. En 1911, un asesino en serie sin identificar, que mató a toda una familia de cinco personas en Texas, dejó en la escena del crimen una nota en que citaba el Salmo 9:13: «Porque vengando la sangre de sus siervos, ha hecho ver que se acuerda de ellos: no ha echado en olvido el clamor de los pobres».
Mientras violaba y estrangulaba a sus víctimas masculinas, se dice que John Wayne Gacy recitaba el Salmo 23:4: «… Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque Tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento…».
Albert Fish, que describió su asesinato caníbal de Grace Budd como un acto de «santa comunión», citaba con frecuencia a Jeremías 19:9:
Y daré a comer a los padres las carnes de sus hijos y las carnes de sus hijas, y al amigo la carne de su amigo durante el asedio y apuros a que los reducirán sus enemigos, que quieren acabar con ellos.
El asesino en serie necrófilo Earle Nelson, criado como pentecostal, citaba versículos de una Biblia muy manoseada que llevaba consigo mientras mataba a 22 de sus caseras y las violaba después de muertas. El pasaje favorito de Nelson era del Libro del Apocalipsis:
Y me arrebató en espíritu al desierto. Y vi a una mujer sentada sobre una bestia bermeja, llena de nombres de blasfemia, que tenía siete cabezas y diez cuernos. Y la mujer estaba vestida de púrpura, y de escarlata, y adornada de oro, y de piedras preciosas, y de perlas, teniendo en su mano una taza de oro, llena de abominación, y de la inmundicia de sus fornicaciones. Y enfrente tenía escrito este nombre: Misterio. Babilonia la grande, madre de las deshonestidades y abominaciones de la tierra. Y vi a esta mujer embriagada con la sangre de los santos, y con la sangre de los mártires de Jesús.62
La literatura misógina, los mitos y los panfletos e ilustraciones religiosas ya existían mucho antes de que en 1486 Heinrich Kramer diera a conocer su Malleus maleficarum, donde acusaba a las mujeres de tener tratos sexuales con el diablo. Ni las revistas baratas solas, ni la guerra sola, ni la pornografía ni la Biblia solas crearon la epidemia de asesinos en serie. Los «sudores» solo reflejaron cosas que ya eran reales en la sociedad. La proliferación de imágenes sensacionalistas de mujeres atadas y victimizadas comenzaron a apropiarse de las cubiertas de las revistas populares de detectives en Estados Unidos ya en las décadas de 1920 y 1930, poco después de que las mujeres obtuvieran el derecho a votar, penetraran en el terreno masculino de las fábricas durante la Primera Guerra Mundial y celebraran fiestas codo con codo en los bares y tabernas.
El miedo misógino a la movilidad independiente y no supervisada de las mujeres fue el mismo miedo y la misma ira que se reflejaba en el cuento de Caperucita Roja, en la pornografía victoriana sobre violaciones justo antes de la aparición de Jack el Destripador y en la fijación en aumento con las chicas de servicio jóvenes y solteras y con las prostitutas en el siglo XIX que se describe en capítulos anteriores. Combínese la Gran Depresión, que destruyó cientos de miles de familias, los horrores de la guerra más sangrienta de la historia, el temor, durante la Guerra Fría, a la aniquilación por armas nucleares de la década de 1950, la destrucción de florecientes comunidades minoritarias con las «renovaciones» urbanas, la quiebra de los viejos y tradicionales valores patriarcales en los años 60, la primera derrota de Estados Unidos en una guerra (Vietnam) y una masa en aumento de la clase desposeída de los «menos muertos», a la que era posible victimizar, y surgirán ciertos niños que «se transformarán» de zombis infectados en asesinos en serie a medida que se acerquen al final de su veintena de edad, entre 1970 y 1990.
Aunque desde luego esas revistas y aquellas imágenes no «hicieron» a los asesinos en serie, sin duda reflejaron un imperativo cultural colectivo de misoginia que estandarizó las fantasías de secuestro, violación, tortura y asesinato de mujeres. La enorme y amplia disponibilidad de esas revistas fue la piedra de toque de una oscura subcultura de fantasía reptiliana, los cimientos de una ecología del asesinato en serie. Estos tótems facilitaron y dieron forma a las fantasías de una minoría muy pequeña (algunos miles) de hombres peligrosamente enfermos que se sintieron empujados a hacerlas realidad obedeciendo a las presiones de fuerzas históricas y sociales disruptivas y traumáticas, unidas a sus experiencias personales.
La ruina económica de la década de 1930 y la guerra total librada en los años 40 dejó inutilizada a toda una generación de padres mientras, juntas, sembraban las semillas de la cultura de la violación en unas populares revistas de detectives que preconizaban una agresión patológica, revanchista y extraordinariamente misógina que llegó a infectar a nuestra sociedad de maneras muy reales: el diabolus in cultura detrás de la epidemia de asesinos en serie.
Como lo resumió el asesino en serie necrófilo Edmund Kemper: «Soy estadounidense y maté a estadounidenses. Soy un ser humano y maté a seres humanos; y lo hice dentro de mi sociedad».
O parafraseando la famosa cita del payaso Pogo: hemos conocido al asesino en serie y es nosotros.