1
En el principio era ya el Verbo.
SAN JUAN, I,1
Cuando en 1979 me topé con mi primer asesino en serie, yo no sabía que existiera tal cosa. El término asesino en serie no se conocía salvo en el mundo cerrado de los conductistas e investigadores de homicidios del FBI, que en la década de 1970 se enfrentaban, en diferentes jurisdicciones, a un repentino aumento de asesinatos sin resolver que parecían estar ligados a responsables únicos y desconocidos. Ted Bundy, que asesinó por lo menos a 36 jóvenes estudiantes universitarias en seis estados, emergió de aquella época como el prototipo de asesino en serie posmoderno. Pero en las películas, en la realidad y en la literatura de ficción, en los medios de comunicación, en la cultura popular e incluso en la psiquiatría forense, no existía un término consensuado para definir a Ted Bundy, ni para aquello con lo que yo me encontré, tal como lo tenemos ahora: el nombre asesino en serie.
Mi breve encuentro casual con uno de ellos (el primero de mis tres encuentros aleatorios con diferentes asesinos en serie antes de que fueran identificados y detenidos) tuvo lugar un domingo de diciembre por la mañana en Nueva York. Me había quedado tirado en la ciudad durante el fin de semana y necesitaba encontrar un sitio económico en el que alojarme hasta el lunes. Decidí probar un hotel al final de la calle 42 (el Lejano Oeste), en los arrabales más alejados del distrito de Times Square.
A diferencia de la versión actual edulcorada para los turistas y las familias, en la década de 1970 el barrio que rodeaba Times Square y la calle 42 (esta última apodada Forty-Deuce o la Deuce) era bastante desagradable: un multitudinario zoco de librerías de porno duro, espectáculos eróticos, cines X, cuchillerías, salones de masajes, bares de striptease, actos sexuales en vivo, tiendas de recuerdos, perritos calientes y «trabajos manuales», así como prostitutas/os de todas las edades, formas y géneros. Era la Whitechapel de Nueva York, iluminada por neón y con su propio Destripador, como estaba a punto de descubrir.
En 1979 había 40.000 prostitutas patrullando las calles y los portales de las tiendas de Nueva York,1 tantas que en un momento dado el Departamento de Policía de la ciudad tuvo que colocar barreras a lo largo de las aceras de la Octava Avenida para impedir que las chicas y sus chulos invadieran la calle y bloquearan el tráfico.
A menos que fueras con mucha prisa a la terminal de autobuses de la Autoridad Portuaria, o volvieras de ella, te encontrabas en la Deuce por uno de estos cuatro motivos: comprar, vender, ser vendido o ser detenido, si eras lo bastante tonto o descuidado. En 1979 hubo 2.092 asesinatos en Nueva York y al año siguiente 2.228. En 1990, los asesinatos alcanzaron la cifra récord de 2.605.2 Era peligroso. Solo en la manzana de la calle 42 entre la Séptima y la Octava avenidas, se denunciaba anualmente un promedio de 2.250 delitos, de los cuales entre el 30 y el 40% eran graves (homicidios, violaciones con violencia, robos).3
Mientras me acercaba al hotel aquel domingo de madrugada, apenas amanecido, pensaba que tenía una idea bastante clara de dónde podría estar metiéndome. Ya había visitado Nueva York muchas veces por mis proyectos cinematográficos y documentales, y había rodado toda suerte de cosas provocadoras. A veces me había alojado en alguno de los cuchitriles que rodean Times Square, pero esta era la primera vez que me había salido del mapa, alejándome hasta la Décima Avenida, es decir, entrando en el barrio vecino que desde la década de 1880 se había llamado la Cocina del Infierno. Hoy está lleno de restaurantes famosos, bares de moda y edificios de pisos, y el barrio mismo ostenta el nombre más exclusivo y agradable de Clinton. Pero en la década de 1970 aún se llamaba, y con motivo, Cocina del Infierno. Entre 1968 y 1986 los Westies, una banda irlandesa, mataron aquí a entre 70 y 100 personas, y las descuartizaron en las bañeras de los pequeños apartamentos que había entonces, donde hoy se alzan los restaurantes de moda.
No estaba seguro de querer pasar la noche aquí, pero el sitio estaba muy cerca del laboratorio cinematográfico al que debía ir la mañana siguiente antes de coger mi vuelo de vuelta a casa, y además era barato. Así, antes de comprometerme registrándome en este hotel de tamaño medio de cinco plantas, decidí darme un garbeo por su vestíbulo y sus pasillos, explorarlos y ver con mis propios ojos cuán malo era o qué podría estar acechándome en los pasillos.
Mientras esperaba el ascensor en el pequeño vestíbulo de entrada, pensé que se había detenido para siempre en una planta superior. Era irritante. Yo era joven e impaciente. Cuando finalmente el ascensor bajó y se abrieron sus puertas deslizantes, miré con dureza al cretino que me había tenido esperando casi una eternidad, aunque probablemente no había sido más que un minuto.
El hombre parecía… bueno, se parecía a cualquier hombre. Otro sujeto blanco de treinta y pocos. Lo único extraño era que, a pesar del frío que hacía, llevaba una capa de sudor febril en la frente. Salió del ascensor y pasó a mi lado como si yo no hubiese estado ahí: chocó conmigo, golpeándome la rodilla y la espinilla con una bolsa que parecía llevar bolas de bolera en su interior; bolas redondas, duras y pesadas. No dijo nada, ni se disculpó, ni siquiera me miró. Tenía una apariencia tan común que si me hubieran pedido que lo describiese para un retrato robot de la policía, no habría podido hacerlo. Pero como me había irritado, le eché una buena mirada para reconocerle si volvía a verle, aunque no fuese capaz de describirlo. Mi última visión de él fue desde el ascensor, cuando la puerta ya se cerraba. Me daba la espalda y caminaba tranquilamente hacia la puerta de la calle con la bolsa balanceándose a su costado.
Fue un encuentro totalmente fortuito con un monstruo que había atado, ahogado, violado, torturado y asesinado brutalmente a dos prostitutas de la calle en su habitación del hotel, les había cortado la cabeza y había metido las partes cercenadas en una bolsa. Mientras yo me acercaba al vestíbulo del hotel, él dejaba los torsos descabezados sobre charcos de sangre que ya se estaba coagulando sobre el colchón, los empapaba en combustible para encendedores y les pegaba fuego. Luego salió con su bolsa llena y con total calma cogió el ascensor para bajar mientras yo esperaba impaciente y rabiando en el vestíbulo de abajo.
Desde luego, en ese momento yo no sabía nada de todo esto.
MONSTRUM
Me llamó la atención en primer lugar porque me había hecho enfadar. De no ser así no me habría fijado en él. Hoy doy por sentado —como lo haría un perfilador— que mantenía el ascensor en su planta hasta estar seguro de que el fuego había prendido. Habría ansiado obsesivamente ese tipo de control total sobre la escena del crimen que buscan los asesinos en serie en sus fútiles intentos de sentirse realizados por lo que hacen. Para ellos todo tiene que ver con el control. Es algo intrínseco a los asesinos en serie.
Coger el ascensor para bajar fue un acto temerario, especialmente tras haber iniciado un incendio, ya que tendría por fuerza que pasar junto al mostrador de la entrada. Ese tipo de temeridad también es intrínseca a los asesinos en serie. Yo habría bajado por la escalera, pero yo no soy un asesino en serie.
Finalmente esa temeridad iba a ser la causa de su arresto. Seis meses más tarde, en mayo de 1980, volvió al motel de Nueva Jersey en el que menos de tres semanas atrás había torturado y asesinado a otra prostituta y había metido su cuerpo esposado, golpeado y mutilado bajo la cama, donde la encontró la señora de la limpieza a la mañana siguiente. Nadie del personal del motel lo había visto ni lo recordaba. Así de olvidable era. Solo cuando los empleados del motel, asustados por el asesinato anterior, oyeron los gritos de una mujer en una de las habitaciones, llamaron a la policía.
Así fue como se atrapó y se identificó a Richard Francis Cottingham, alias el Destripador de Times Square, de 33 años. Su víctima, Leslie Ann O’Dell, de 18 años, fue rescatada, sobrevivió y testificó en su juicio.
Richard Cottingham, que al ser arrestado le dijo a la policía que «tenía problemas con las mujeres», se había criado en el seno de una familia estable, católica y de clase media alta de Nueva Jersey. La madre era ama de casa y el padre, ejecutivo de una compañía de seguros en Manhattan. El hijo, Richie, había practicado con éxito el atletismo en el instituto y por lo que parecía guardaba una buena conducta. Después de graduarse comenzó a trabajar como operador informático en las oficinas de la aseguradora Blue Cross en el centro de Manhattan. Como su padre, salía del trabajo y viajaba hasta Nueva Jersey, donde vivía con su mujer y tres hijos. Pero además de todo esto también vivía una vida secreta. Tenía dos amantes, las dos enfermeras, que no sabían nada la una de la otra, y una serie de novias casuales, señoritas de compañía favoritas y ligues ocasionales, y cada tanto, cuando sentía la necesidad de hacerlo, torturaba, violaba y mataba a alguna de ellas. Mató al menos a tres de las mujeres con las que mantenía una relación. Sin embargo, lo que prefería era contactar con ellas al azar por la calle o en bares. Al establecer un horario desde las cuatro de la tarde hasta medianoche, Cottingham cometió sus atroces y sádicos asesinatos entre cita y cita con sus amantes, sus horas de trabajo en Blue Cross y su viaje de vuelta a casa y a su familia en Lodi, Nueva Jersey.
Finalmente Cottingham fue condenado por cinco asesinatos y más recientemente (en 2010) se confesó culpable, repentinamente, de un sexto, cometido 43 años atrás. Se sospecha que es el autor de entre 30 y 50 crímenes no resueltos en Nueva York y Nueva Jersey entre 1967 y 1980. (Fotografías de las escenas de los crímenes y otras imágenes de Hijos de Caín en www. sonsofcainserialkillers.com.)
Aquella mañana, después de prácticamente chocar con él en el vestíbulo, subí y olí el fuego que ardía lentamente, capté un poco de humo y algunas chispas diminutas en el pasillo justo antes de que se disparasen las alarmas antiincendios. Se evacuó el hotel antes de que yo pudiera ver humo o llamas intensos; salí por una escalera que llevaba al aparcamiento y a la calle 42 en el momento en que llegaban los bomberos. No me quedé a curiosear en la gélida calle; me marché de inmediato a buscar alojamiento en otro sitio sin enterarme de lo ocurrido.
A la mañana siguiente, cuando llegué al laboratorio cinematográfico, eché una mirada a los periódicos que había en la recepción. Las primeras planas proclamaban el incendio y los torsos sin cabeza. Aunque me di cuenta de que el incendio se había producido en el hotel del que me fui la mañana anterior, no lo relacioné inmediatamente con el hombre del ascensor. No tenía el conocimiento que todos tenemos hoy del fenómeno de los asesinos en serie y de las cosas que hacen como para que mi mente conectase enseguida a aquel tipo, y su bolsa con «bolas de bolera», con los asesinatos de arriba. En aquella época nadie pensaba así. Fue mucho más tarde, después de que Cottingham fuera detenido y viera por primera vez su imagen en los periódicos, cuando lo tuve todo claro. ¡Era el tipo que me había tenido esperando el ascensor! Lo reconocí de inmediato. Solo que esta vez las «bolas de bolera» repentinamente adquirieron otro significado.
Una de las dos víctimas decapitadas en el cuarto del hotel, que el forense estimó que era una adolescente, no se identificó jamás y hasta el día de hoy figura como víctima anónima. Pero sí se pudo identificar a la segunda víctima un mes después del asesinato. Llevaba unas sandalias de tacón alto de la muy exclusiva marca Philippe Marco que la policía rastreó hasta una tienda en Paramus, por lo que se pensó que la víctima vivía en Nueva Jersey. Se centraron en los informes de mujeres de ese estado desaparecidas en los días próximos de la fecha de la muerte y finalmente relacionaron las radiografías de la columna vertebral y una cicatriz de cesárea con los registros hospitalarios, y se supo que pertenecían a una chica llamada Deedeh Goodarzi, señorita de compañía de clase alta que vivía en Trenton. En 1978 Deedeh había dado a luz por medio de cesárea a una niña a quien inmediatamente entregó al estado de Nueva Jersey para su adopción, 19 meses antes de su asesinato.
Al ser identificada, las fotos de las detenciones de Deedeh por prostitución se publicaron por todas partes. Indudablemente era de clase alta: en esas fotos se la veía elegante y vestida con buen gusto; tenía una mirada oscura y pensativa, labios generosos, cabello largo y negro y unos ojos almendrados muy bellos. Cuando Deedeh no volvió a casa, hubo gente en Nueva Jersey que se preocupó por ella y dio parte de su desaparición a la policía, lo que ayudó a los investigadores a centrarse en los historiales hospitalarios.
Los medios de comunicación dijeron que había nacido en Kuwait, que se crio en ese país con sus abuelos y que su padre, que había emigrado a Nueva York, se la llevó con él a los 14 años. Deedeh vivió una vida complicada en Long Island y en la ciudad de Nueva York. Abandonó la escuela y huyó de su casa a los 16 años. Acabó trabajando como señorita de compañía más o menos exclusiva en Nueva York, Florida, Nevada y California antes de establecerse en Trenton, Nueva Jersey.
Su triste historia, su rostro y sus ojos me acosaron durante décadas. Con 22 años, solo era un año más joven que yo cuando la asesinaron. Me preguntaba qué largo camino habría recorrido la chica antes de encontrarse con un asesino en serie, apenas unas horas antes de que yo me cruzase con el mismo asesino.
Me pregunté qué habría sido de la cabeza de la mujer, que chocó con mi pierna, con aquellos hermosos ojos y el largo cabello oscuro. ¿Qué hizo Cottingham con ella? Por mucho que la policía buscó las cabezas faltantes en las cercanías del hotel, e incluso envió buceadores a investigar en el cercano río Hudson, zambulléndose desde los muelles podridos, jamás las encontraron. Cottingham se las llevó a un sitio que nunca reveló.
En las décadas que transcurrieron desde entonces, en ocasiones me pregunté qué habría ocurrido con la niña que Deedeh dio en adopción, un alma diminuta en una cápsula de seguridad, puesta a salvo desesperadamente del caos de la desdichada vida de su madre, 19 meses antes de su salvaje asesinato, única huella que dejó tras de sí. Me pregunté si la niña habría sobrevivido a las fauces del sistema estatal de adopciones, a qué ruta se la había lanzado, dónde habría aterrizado y si alguna vez sabría algo sobre la identidad y el destino de su madre biológica. La imaginé dando tumbos por la vida como una resaca que flota en la estela del caos y el asesinato.
Entonces yo carecía aún del término asesino en serie para consolarme con su limpia descripción de aquello con lo que me había topado en el vestíbulo de aquel hotel. El asesinato me parecía tan sobrenaturalmente monstruoso como los relatos de Historias de la cripta que leía de niño en los cómics. Muy bien podía haberme encontrado con Drácula, con el Hombre Lobo, con el monstruo de Frankenstein o cualquier otro espíritu maligno de película.
En un mundo en el que los asesinos en serie aún no se habían nombrado, clasificado y descrito definitivamente, me quedó la sensación de haber conocido a un monstruo, en el antiguo sentido de la palabra latina original monstrum, o sea, «un presagio o una advertencia de la voluntad de los dioses».4
Aquel encuentro daría forma para siempre a la manera en que más tarde escribiría sobre asesinos en serie. En sus inútiles intentos de humanizarlos de algún modo, o de «secularizar» sus atributos monstruosos, gran parte de la literatura actual sobre ellos rechaza la idea del monstruo. Pero yo me encuentro comenzando desde el polo opuesto. Yo experimenté un monstrum, uno que no traía precisamente un presagio de la voluntad de los dioses sino de nosotros, de nosotros mismos y de nuestra sociedad. Llegué a verlos como reflejos monstruosos y contrahechos en el espejo distorsionado de la civilización humana.
Mi breve encuentro personal con un monstruo inspiró mi deseo de comprender el fenómeno del asesinato en serie y su historia social y forense. ¿Dónde y cómo aparecieron estos monstruos por primera vez? ¿De dónde vinieron y por qué en las últimas décadas del siglo XX hubo un incremento tan drástico en su número, hasta el punto en que una vez me crucé sin quererlo con uno de ellos y luego, más adelante, con otro, y aun después con un tercero? ¿Acaso había tantos asesinos en serie entre las décadas de 1970 y 1990 que tuve la oportunidad de toparme por azar con tres diferentes —en Nueva York, Moscú y Toronto—, todos por casualidad y todos antes de que se hubiera acuñado el término asesinos en serie? Durante mucho tiempo pensé que estos tres encuentros eran escalofriantes por inusuales pero, como ya veremos, no lo eran tanto.
Lo único que me diferencia a mí de usted, o de otros a los que algún asesino en serie ha rozado sin saber y sin querer, es que en mi caso llegué a saber más tarde quiénes habían sido mis asesinos en serie. La mayoría de las personas, afortunadamente, no llega a saberlo nunca.
Si bien Cottingham nunca alcanzó la fama a la que llegaron otros asesinos en serie, fascinó a muchas personas que están inmersas en el campo del homicidio en serie. El célebre perfilador y doctor Robert Keppel, que trató con asesinos en serie muy famosos como Ted Bundy y Gary Ridgway, el asesino de Green River, considera a Cottingham el monte Everest de los asesinos sádicos. Escribe Keppel: «Años después de que hubieran encerrado a Cottingham, al tratar de descubrir qué es lo que impulsa al subtipo de los asesinos en serie sexuales, seguía preguntándome qué me intrigaba, en última instancia, de los casos de Cottingham. En parte era el alcance de la tortura sádica a la que Cottingham sometía a sus víctimas. No las mataba y después profanaba sus cuerpos: las forzaba a experimentar dolor y humillación antes de matarlas. Después sí profanaba sus cuerpos».5
Lo que más me asombra de mi breve encuentro con este asesino en serie es lo normal y olvidable que era él. Cottingham no parecía malvado ni monstruoso. No había en él nada que asustase. No tenía colmillos, ni los ojos rojos, ni el aliento asqueroso ni garras amarillentas. No miraba torcido ni parecía inquieto. No balbuceaba como un loco ni estaba salpicado de sangre (aunque acabase de decapitar a dos víctimas), ni tenía el empaque y el encanto aristocráticos de un Hannibal Lecter. Como mucho, parecía un tanto colocado y con la mirada vacía, que es como me imagino la mirada de los que han saciado su sed de sangre.
Era un individuo tan común que, cuando salí del ascensor en la planta de la que él venía, ya le había olvidado y no volví a pensar en él hasta que vi su fotografía en los periódicos.
Después de la detención de Cottingham intenté comprender mejor qué era ese hombre. El primer libro sobre crímenes auténticos que leí y que trataba de los asesinos en serie fue The Stranger Beside Me, la fundamental obra que Ann Rule publicó en 1980 sobre el notorio asesino en serie Ted Bundy, pero cuando lo leí no hallé en las páginas de este magnífico libro el término «asesino en serie».
Antes de la década de 1980 ya se habían rodado películas, y escrito artículos y libros, sobre asesinos en serie como Jack el Destripador, H. H. Holmes, Albert Fish, Ed Gein, el estrangulador de Boston, el Hijo de Sam, John Wayne Gacy y el/los estrangulador/es de Hillside, pero nadie, salvo en ocasiones los agentes de policía, llamó «asesino en serie» a ninguno de ellos y, lo que quizá es más importante, nadie los clasificó dentro de un apartado especial de asesinos. Cada uno de ellos era un caso independiente.
El libro de 1986 del antropólogo social canadiense Elliott Leyton Cazadores de humanos: el auge del asesino múltiple moderno, que en su primera edición en Estados Unidos se tituló Compulsive Killers: The Story of Modern Multiple Murder, fue probablemente el primer libro popular en describir de forma integral el fenómeno de los asesinos en serie y su historia social. Aunque en este libro sí aparece el término asesinos en serie, aún no era una expresión lo suficientemente conocida por el público para que el editor se atreviera a utilizarla en el título.6
Al escribir sobre asesinos en serie estamos manejando un péndulo que oscila de la monstruosidad a la psicología, de la mitología a la historia, de lo monstruoso/sobrenatural a lo forense/científico. Finalmente llegué a darme cuenta de que los asesinos en serie son lo que ellos deciden ser, y que esta definición cambia constantemente según la historia y la sociedad. Pero durante siglos, hasta la década de 1980, no tuvimos idea de lo que eran ni de cómo describirlos, excepto con el vocablo monstruos.
LA ACUÑACIÓN DEL TÉRMINO ASESINOS EN SERIE
Antes de que estuviéramos en condiciones de reconocer lo que es el asesinato en serie, necesitábamos contar con un término. A lo largo de la mayor parte de su historia moderna, el asesinato en serie recibió una gran cantidad de etiquetas diferentes, como, por ejemplo: «asesinato de un desconocido por otro desconocido», «matanza recreativa», «asesinato en patrón», «asesinato por emoción», «multicidio», «asesinato psicótico», «asesinato secuencial», «asesinato compulsivo», «asesinato múltiple», «asesinato sin motivo», «asesinato por lujuria», «oleada de asesinatos» y, de forma confusa, «matanza masiva», con la que aún hoy definimos una ráfaga aislada de asesinatos múltiples. No había consenso en cuanto a un término único para los asesinatos serializados o lo que los define, y nadie reunió todos aquellos perfiles de asesinos múltiples y sus características en clasificaciones o categorías con nombre.
Actualmente, asesino en serie es un término tan conocido y tan genérico como clínex, gomina o táper (de Tupperware). Pero hace treinta y cinco años nuestra percepción de esos asesinos era como nuestro recuerdo de las primeras escenas de una película de zombis, aquellas en las que todo el mundo corre durante los inicios de un Apocalipsis no-muerto mientras intenta comprender qué le está pasando a la civilización: ¿una epidemia? ¿Una toxina utilizada como arma? ¿Una mutación genética? ¿Una plaga de rabia que empuja al canibalismo? ¿Un virus del espacio exterior? ¿Algo sobrenatural? ¿Y por qué sigue extendiéndose esta plaga?
Para 1979, cuando se produjo mi primer encuentro, ya habíamos entrado en lo que más adelante daría en llamarse «epidemia de los asesinos en serie», que además iba a empeorar causando en Estados Unidos y en todo el mundo un auge sin precedentes de ese tipo de asesinatos, pero la cosa no tenía aún nombre. Después de leer A Stranger Beside Me comprendí que Cottingham era algo así como Ted Bundy, como Jack el Destripador, como el estrangulador de Boston, como John Wayne Gacy; un poco como todos los «asesinos múltiples por emoción en patrón» de las décadas de 1960 y 1970 como Edmund Kemper, Jerry Brudos, Juan Corona, el/los estrangulador/es de Hillside, Dean Corll, el Hijo de Sam y el nunca identificado asesino del Zodiaco. Sin embargo, entre los asesinos parecía haber más diferencias que similitudes. Algunos se centraban únicamente en prostitutas, otros en hombres homosexuales, otros en niños, otros exclusivamente en mujeres de edad universitaria. Algunos de ellos mutilaban a sus víctimas, otros no. Unos mataban solo con las manos, otros con cuerdas, o con medias, o cuchillos o armas de fuego. Algunos eran estacionarios, es decir, mataban en un lugar determinado; otros eran migratorios y viajaban miles de kilómetros en busca de víctimas. Algunos dejaban los cadáveres junto a la carretera, mientras que otros los enterraban en «cementerios» propios en lo profundo de un bosque. Básicamente, todos hacían lo mismo: matar a muchas personas, pero cada uno de ellos parecía hacerlo de una manera propia y particular, siguiendo un patrón. De ahí la antigua forma de denominarlos «asesinos en patrón» a modo de descripción.
Fueron las películas las que popularizaron nuestra noción de los asesinos en serie: Psicosis, Frenesí, Harry el Sucio, El estrangulador de Rillington Place, Los ojos de Laura Mars, Trastornado, Los asesinatos de Todd y El tren del terror, muchas de ellas inspiradas en casos reales. Se consideraba a los asesinos en serie unos dementes, o monstruos sin explicación como el sobrenatural e invencible Jason de la serie de películas Viernes 13, o el Michael Myers de Halloween. En realidad, las primeras entregas de Halloween y Viernes 13 se estrenaron en 1978 y 1980 respectivamente, antes de que se generalizara la denominación de «asesinos en serie».
No existía una palabra única con la que todos se refiriesen a estos monstruos depredadores o a cómo funcionaban. Y sin «la palabra», no teníamos idea de «la cosa». Así como las fuerzas del orden ya se habían dado cuenta de que se trataba de un fenómeno en aumento, el resto de la población, nosotros y los medios de comunicación, seguíamos ciegos.
Fue en mayo de 1981 cuando aparecieron por primera vez en los medios las expresiones asesino en serie y asesinato en patrón. En relación con Wayne Williams, sospechoso de los asesinatos de 31 niños en Atlanta entre 1979 y 1981, escribe el New York Times:
El incidente ha sacado a la luz lo que pensaban muchos oficiales de la policía y muchos científicos forenses de Atlanta: que solo algunos de los asesinatos son obra de un asesino «en serie» o «en patrón»…7
Así como el New York Times fue el primer diario de referencia de Estados Unidos, Wayne Williams fue nuestro primer «asesino en serie documentado» y es del todo posible que fueran varias las personas que propusieran el término de forma independiente. Según la escritora de libros de crímenes auténticos Ann Rule, ya fallecida, el que acuñó el término fue el detective de California Pierce Brooks.8 El también escritor de crímenes reales Michael Newton señala que el término ya lo usó el autor John Brophy en su libro de 1966 The Meaning of Murder.9 Harold Schechter y el estudioso de la mente criminal Lee Mellor descubrieron que Ernst August Ferdinand Gennat, jefe de la policía de Berlín, había empleado el término serienmörder (asesino en serie) en la década de 1930 al describir los crímenes de Peter Kürten.10
El empleo más antiguo del término asesinatos en serie en lengua inglesa y en una publicación se debe al especialista en estudios bíblicos, historiador y superviviente de un campo de concentración Robert Eisler en sus notas de una conferencia sobre sadismo y antropología que dio en la Real Sociedad de Medicina de Londres en 1948. La conferencia se publicó póstumamente en 1951 en forma de libro con una cantidad importante de notas titulado Man into Wolf: An Anthropological Interpretation of Sadism, Masochism, and Lycanthropy. Al describir el sadismo innato de los niños, Eisler dijo:
Los asesinatos en serie de la obra infantil Punch and Judy son tan divertidos porque las marionetas están hechas de madera y las cabezas suenan macizas e insensibles cuando las golpean. Sin embargo, esta diversión es ciertamente la «abreacción» inofensiva de las crueles urgencias de la infancia.11 *
Aunque es posible que lo hayan propuesto varias personas, personalmente creo que el inventor más plausible del término asesino en serie tal como lo aplicamos hoy es el agente y perfilador conductual del FBI Robert K. Ressler. Escribe Ressler en sus memorias que le pareció que la designación de «asesino de desconocidos» que se había popularizado para el asesinato en serie no era la adecuada porque no todas las víctimas de esos asesinos son desconocidas para ellos. Ressler se encontraba dando conferencias en una academia de policía británica en 1974 cuando oyó la descripción de algunos crímenes como sucedidos «en serie»: una serie de violaciones, de incendios provocados, de robos con fractura o asesinatos.
Ressler dijo que esa descripción le recordaba al término usado en la industria cinematográfica para las películas en episodios cortos que se veían los sábados por la tarde en las décadas de 1930 y 1940: «series de aventuras». Los espectadores volvían siempre al cine semana tras semana debido a que cada episodio tenía un final inconcluso, que solía denominarse «el gancho». En vez de darles un final satisfactorio, estas conclusiones parciales hacían aumentar la tensión de los espectadores. Del mismo modo, pensaba Ressler, en que después de cada asesinato los asesinos en serie experimentan una tensión que los tiene «enganchados» por el deseo de cometer otro asesinato que sea más perfecto que el anterior, uno que se acerque más a sus fantasías. En lugar de sentirse satisfechos cuando matan, los asesinos en serie se sienten empujados a repetir la matanza en forma de ciclo, en una pauta de asesinatos con gancho parecida a la de las series de aventuras. «Asesinato(s) en serie», argumentó Ressler, era un término muy apropiado para los homicidios compulsivos múltiples a los que pensaba que se estaba enfrentando.12
CLASIfiCACIÓN DE LOS ASESINOS EN SERIE
Mientras Ressler se debatía pensando en cómo llamarlos, él mismo, su colega John E. Douglas de la Unidad de Ciencias de la Conducta del FBI (la actual Unidad de Análisis de la Conducta, BAU) y la enfermera forense Ann W. Burgess entrevistaban a 29 asesinos en serie sexuales encarcelados y a siete asesinos sexuales comunes, con preguntas sobre su infancia, sus fantasías y lo que ellos consideraban que estaban haciendo. Realizadas entre finales de la década de 1970 y comienzos de la de 1980, estas entrevistas iban a generar más adelante el controvertido sistema de perfiles del FBI con su clasificación de los asesinos en serie como organizados, desorganizados y mixtos:
• Los asesinos organizados planifican meticulosamente sus crímenes, acechan pacientemente a sus víctimas, muchas veces utilizan su encanto y su astucia para atraerlas y ejercer control sobre ellas, van equipados con armas y medios de sujeción e intentan limpiar la escena del crimen para destruir las pruebas forenses. Tienden a encontrar a sus víctimas en un sitio, llevárselas y matarlas en otro y deshacerse de los cuerpos en un tercero, lo que dificulta a los investigadores el trazado correcto de una línea temporal. Son inteligentes, sociales, físicamente atractivos, casados o en una relación, con buenos empleos, se visten bien, sus pisos son limpios y están bien arreglados, conducen coches limpios y bien mantenidos, etc.
• Los asesinos en serie desorganizados no planifican los asesinatos sino que actúan según un arrebato del momento, razón por la cual emplean espontáneamente la fuerza bruta (un ataque repentino) para secuestrar y someter a sus víctimas. Carecen de las habilidades sociales necesarias para seducirlas y muy a menudo son personas solitarias o vagabundos, y no tienen empleo. Para matar a sus víctimas utilizan armas improvisadas que encuentran en el escenario; a menudo dejan los cuerpos en el mismo sitio en que encontraron a la víctima y suelen dejar escenas sucias con gran cantidad de pruebas. Sus viviendas también son sucias y desordenadas y en persona suelen ser físicamente repulsivos, conducen coches viejos y mal mantenidos, etc.
Lamentablemente para el sistema del FBI, muy pocos de los asesinos en serie caen limpiamente en una de estas dos categorías. La mayoría de ellos exhiben una mezcla de características de ambas, y por eso el FBI introdujo una tercera clasificación, la de mixtos, una combinación de las dos anteriores que tiene poco sentido.
Pese a los fallos de este sistema de organizados, desorganizados y mixtos, este primer intento de clasificar a cada uno de los asesinos en serie dentro de categorías o especies con características específicas fue un hallazgo que ayudó a los investigadores de campo. El propósito de la investigación del FBI no fue tanto desvelar los misterios de la psicología del asesino en serie como comprender de qué modo la naturaleza de una escena del crimen ayuda a identificar al perpetrador o, en la jerga del FBI, el sudes, el sujeto desconocido. Según la conocida frase de John Douglas: «Si quieres conocer al artista, contempla su obra».
Los resultados de esas entrevistas con delincuentes encarcelados se publicaron en 1988 en forma de un libro de texto titulado Sexual Homicide: Patterns and Motives, uno de los primeros estudios académico-científicos que requirió las dimensiones de un libro enfocado casi exclusivamente en los asesinos en serie sexuales, sus fantasías, su infancia, sus rasgos y su comportamiento, así como una rudimentaria guía para trazar sus perfiles.13 Sus tres autores, Ressler, Burgess y Douglas, están entre los pioneros estadounidenses en perfilación de delincuentes en serie y en análisis psicológico de las escenas de crímenes, junto con pioneros anteriores como Walter C. Langer, que en 1940 perfiló a Adolf Hitler para los servicios de inteligencia de Estados Unidos; el doctor J. Paul de River, psiquiatra perfilador del Departamento de Policía de Los Ángeles en la década de 1940; el psiquiatra de Nueva York James Brussel, que adquirió fama al perfilar al dinamitero en serie George Metesky en los años 50 y al estrangulador de Boston en la década de 1960; y, más tarde, el detective de homicidios de Los Ángeles Pierce Brooks, los agentes del FBI Howard Teten y Roy Hazelwood, el psicólogo forense de Michigan Richard Walter y el investigador de la Fiscalía General del estado de Washington, Robert Keppel.
Con la publicación de Sexual Homicide, en 1988, adquirimos un mejor conocimiento del término asesino en serie y un mapa de carreteras bastante más específico, aunque aún rudimentario, de lo que implicaba. Tres años más tarde la adaptación al cine de la novela de Thomas Harris El silencio de los corderos popularizó inmensamente al asesino en serie y al perfilador del FBI como atractivos adversarios.
AUGE DEL ASESINO EN SERIE EN LAS DÉCADAS DE 1970-1980
Si tiene usted más de cincuenta años, como yo, guardará el recuerdo de un mundo más inocente sin el fantasma de los asesinos en serie, un mundo que en principio parecía seguro e inocente pero que se transformó en un sitio recorrido por monstruos humanos similares a zombis, que mataban en serie.
Papá lo sabe todo y Las desventuras de Beaver fueron algo más que programas de televisión convencionales de finales de los años 50 y comienzos de los 60: en aquella era había una ingenuidad palpable, en especial si era usted niño. En aquella época pocos imaginaban un mundo en que el padre de Las desventuras de Beaver pudiera enterrar cadáveres en el sótano o sodomizar a Beaver mientras Mami posaba para fotos sugerentes en anuncios para atraer víctimas a casa, o que Wally, el hermano mayor, torturase al gato de la familia mientras se masturbaba leyendo revistas de aventuras para hombres o espiando por la ventana al vecino con un cuchillo en la mano.
En los inocentes años 50, el lechero, vestido de blanco impecable, te llevaba la leche hasta la puerta de casa, envasada en botellas de vidrio claro y no en botes de cartón encerado con caras de niños desaparecidos. Es verdad que en los decenios de 1950 y 1960 la gente no cerraba la puerta de casa con llave, y que, además, dejaba las ventanas abiertas.
Pero al finalizar la década de 1960, todo cambió. La virulencia del auge de los asesinatos en serie de esa época es escalofriante.
• Según la Base de Datos sobre Asesinos en Serie de la Universidad de Radford (FGCU, Florida Golf Coast University), de los 2.236 asesinos en serie registrados en Estados Unidos entre 1900 y 2000, el 82% (1.840) hizo su aparición entre 1970 y 2000.14
• Un estudio de 431 casos de asesinatos en serie en Estados Unidos entre 1800 y 2004 descubrió que el 65% (234 casos) se dio entre 1970 y 2004.15
• En el período de 25 años entre 1970 y 1995 la cantidad de asesinos en serie en activo se multiplicó por diez en comparación con los años transcurridos entre 1800 y 1969.16
Este auge de los asesinos en serie de los últimos 35 años superó exponencialmente la tasa de crecimiento de la población de Estados Unidos. Hacia 1980 parecía tanto una plaga que los Centros de Control de Enfermedades (CDC, Centers for Disease Control) de Atlanta comenzaron a indagar el fenómeno de los asesinatos en serie y el Congreso organizó sesiones sobre el problema17 (para más datos sobre la «epidemia de asesinatos en serie», véase el capítulo 13).
Pensemos en la frecuencia con que aparece el término asesinos en serie en el New York Times. En la década siguiente a ser empleado por primera vez, el término apareció 253 veces en el diario; en los diez años posteriores apareció 2.514 veces.18
A finales de la década de 1990, los asesinatos en serie se habían convertido en la fuente más importante de entretenimiento obsesivo, no solo de los pocos que los practicaban sino de los millones de consumidores que los miraban en las películas y la televisión, y los lectores que leían sobre ellos. Había tarjetas comerciales con asesinos en serie, calendarios y clubes de fans, así como coleccionistas de recuerdos sobre este tema. A finales de la década, los asesinos en serie formaban parte de la cultura popular estadounidense, a la misma escala que los dinosaurios, los vaqueros, el béisbol y los zombis.
ENCUENTROS EN LA TERCERA FASE CON ASESINOS EN SERIE
Siete años después de mi breve encuentro con Cottingham en Nueva York, comencé a trabajar para la cadena CNN. En sus primeros días con Ted Turner, la CNN había contratado a gran parte del personal y los técnicos provenientes de televisiones locales de Atlanta, donde estaban los cuarteles generales de la Turner Broadcasting. Casi todos aquellos con los que trabajé tenían alguna historia que contar sobre sus encuentros en la tercera fase con Wayne Williams, el asesino de Atlanta, que había conseguido trabajo como cámara freelance en las noticias de la televisión local. Al escuchar estos relatos me sentí menos solo en mi breve encuentro con Cottingham en 1979.
Y en octubre de 1990 me encontré por azar con mi segundo asesino en serie.
Mientras rodaba un documental en Moscú, en una zona llena de tiendas de campaña de gente que protestaba, se me acercó para una entrevista el tristemente célebre asesino en serie Andréi Chikatilo, alias el Destripador Rojo o Ciudadano X. Esto tuvo lugar pocas semanas antes de que regresara a su residencia en Ucrania para matar a su quincuagésima tercera víctima y fuera detenido. Había estado matando, mutilando y en ocasiones comiéndose a mujeres, adolescentes y niños pequeños de ambos sexos, y cuando lo cogieron sus 53 víctimas lo catapultaron al primer puesto de la lista de los asesinos en serie más prolíficos de todos los tiempos. (Actualmente ocupa el sexto puesto.)19
A diferencia de mi torpe y silencioso encuentro con el más oscuro Cottingham 11 años antes, en este se produjo una conversación que duró varios minutos (hablo ruso), durante los cuales Chikatilo trató de convencerme para que lo entrevistase. No deseaba hablar de crímenes sino de una absurda historia sobre cómo criminales organizados de su ciudad estaban construyendo urinarios públicos cerca de su casa y de cómo él había ido a Moscú para entregar su queja en persona al presidente Mijaíl Gorbachov.
Su relato me pareció estúpido (especialmente comparado con las quejas de otros ciudadanos rusos que ocupaban aquellas tiendas) y no quise desperdiciar nuestra valiosa cinta magnética en una entrevista con él, de manera que lo rechacé (en 1990 las cintas para grabadora profesional eran muy caras, y en Rusia, difíciles de conseguir). Como sucedió con Cottingham, bastante más tarde descubrí que me había encontrado con mi segundo monstruo de la selva. Mis encuentros casuales con dos asesinos en serie, mis dos asesinos en serie, ya me parecían una cosa rara. Los asesinos en serie no abundan. Y si bien cualquier cosa puede ocurrir una vez, como que te alcance un rayo, encontrar por casualidad a dos asesinos en serie ya era raro. Pero al mismo tiempo eso me hizo pensar que quizá hubiera otros con los que me había encontrado sin darme cuenta: quizá había tres —e incluso más— y esta idea fue la que me impulsó a escribir mi primer libro sobre ellos en 2004.
Y, por cierto, gracias a que en 2005 el FBI redefinió el asesinato en serie y pasó de por lo menos tres muertes a dos, tuve claro que en realidad me había cruzado con tres asesinos en serie en lo que llevaba de vida. Conocí al tercero a comienzos de la década de 1980, cuando estaba a punto de convertirse en un asesino en serie, entre su primera y su segunda muertes.
Yo trabajaba infiltrado en el Ku Klux Klan para rodar un documental. Gary «Mick» MacFarlane era un oficial de seguridad de la madriguera local del KKK y ya había asesinado a una víctima. En el juicio se lo declaró no culpable por causa de insania. Pasó algún tiempo en una institución psiquiátrica y se le dio el alta pocos años más tarde cuando los psiquiatras lo consideraron curado. MacFarlane encontró trabajo en una empresa de seguridad como adiestrador de perros y se afilió al Ku Klux Klan. Al poco tiempo de conocerlo, leí en los periódicos que había asesinado a una segunda persona. En la década de 1980 eso no lo convertía en asesino en serie, pero una vez que el FBI bajó la definición de tres a dos víctimas, pasó a ser retroactivamente mi tercer asesino en serie. Pensé: ¿qué locura es esta, encontrarme con tres asesinos en serie sin desearlo ni buscarlo?
Pero mis múltiples «encuentros en la tercera fase» no tendrían que haberme impresionado tanto. Para cuando me topé con el primero de mis asesinos en serie, en 1979, la esposa de un presidente de Estados Unidos se había encontrado con el suyo, cuando John Wayne Gacy, alias el Payaso Pogo, en su calidad de director del Desfile del Día de la Constitución Polaca, agasajó al presidente Jimmy Carter y a su mujer, Rosalynn, en mayo de 1978. La Casa Blanca hizo pública una foto de la primera dama posando al lado de Gacy.20 Para vergüenza de la Casa Blanca, seis meses después la policía encontró 26 cadáveres pudriéndose en la cámara subterránea de la casa de Gacy y unos cuantos más por otros sitios.
Más o menos en la misma época, el vicepresidente de Carter, Walter Mondale, se encontraba con su asesino en serie, el adolescente Jeffrey Dahmer, quien solicitó y obtuvo una visita con el vicepresidente para sí mismo y algunos compañeros de estudios en el curso de un viaje escolar a Washington D. C. (no consiguió que los recibiera el propio presidente Carter).21
Y en 1977 el gobernador de California Jerry Brown no solo se encontraba con su asesina en serie sino que bailaba con ella y hasta la abrazaba. Era Dorothea Puente, la casera de la casa de la muerte, que enterró a algunos de sus nueve ancianos asesinados bajo las rosas de su jardín de Sacramento, California, en la casa para huéspedes que regentaba, y que compraba entradas para cenas políticas de recaudación de fondos. En una de esas cenas conoció al gobernador y bailó con él.22
Si había asesinos en serie que visitaban los estudios de televisión, que acompañaban a las primeras damas en sus visitas a la Casa Blanca y que bailaban con gobernadores, entonces mis propios encuentros con ellos parecían muy poca cosa. Por lo visto todo el mundo andaba topándose con asesinos en serie.
Se dice que Rodney Alcala, a quien se hallaría culpable de la muerte de siete mujeres y sospechoso de las de otras 130, tomó en 1970 lecciones de cine con Roman Polanski, quien a su vez el año anterior se libró por los pelos de un encuentro con los seguidores de la secta de Charles Manson —secta que también suele considerarse de asesinos en serie— cuando esta asesinó a la mujer de Polanski, Sharon Tate, que estaba embarazada.23 (La noche de los asesinatos también estaban invitados el actor Steve McQueen y el escritor Jerzy Kosinski, pero ninguno de los dos se presentó.)
Los asesinos en serie incluso aparecían en la televisión. El mismo Rodney Alcala participó en el programa The Dating Game en 1978 (y ganó), mientras que el asesino en serie Edward Wayne Edwards, que mató al menos a cinco víctimas, apareció en dos programas-concurso: To Tell the Truth y What’s My Line?, incluso cuando ya era un delincuente condenado.24 (Más recientemente, el asesino en serie y necrófilo británico Stephen Port, el asesino de Grindr, apareció en Celebrity MasterChef UK y cocinó albondiguillas en las mismas fechas en que violaba y asesinaba por lo menos a cuatro hombres.)25
Para entonces los asesinos en serie ya se cruzaban por casualidad con otros asesinos en serie. El infame seguidor de una secta satánica de Chicago Robin Gecht, relacionado más adelante con la violación, mutilación, canibalismo y asesinato en grupo de 17 mujeres, consiguió empleo como peón de John Wayne Gacy, sin que ninguno de los dos supiera nada de los asesinatos en serie del otro.
Adolph James «Jimmy» Rode, alias Cesar Barone, se jactó de haber sido aleccionado personalmente por Ted Bundy cuando compartió brevemente calabozo con él en Florida. A Barone se le asignó la tarea de repartir las bandejas de comida y más tarde dijo que Bundy le había dicho al oído lo fácil que es matar mujeres y ocultar las pruebas.26 Algún tiempo después Barone violó y mató a cuatro mujeres.
Y después... ¡El no va más! El caso de un asesino en serie que asesinó a otro asesino en serie: Wayne Henley disparó a Dean Corll o Candy Man* en 1973, después de que ambos hubieran torturado, violado y asesinado a 28 hombres adolescentes en Houston, Texas. Corll amenazó con hacer de Henley su víctima número 29, pero Henley fue más rápido y se encargó de Corll a lo Dexter.
Parecía una auténtica plaga de zombis, ahora que asesinos en serie mordían y contagiaban a otros asesinos en serie e incluso se volvían los unos contra los otros.
A finales de la década de 1990 todo el mundo estaba familiarizado con el término asesino en serie, y mucha gente ya se había encontrado con alguno, aunque fuera por casualidad y muy brevemente. Además de Polanski, se dice que otros famosos también vivieron esta experiencia. Sean Penn, condenado a sesenta días de prisión por conducción temeraria en 1987, intercambió notas con Richard Ramírez, el Acosador Nocturno».27 La cantante estrella de Blondie, Debbie Harry, se subió al coche de Ted Bundy a comienzos de los años 70 mientras hacía autoestop, y se bajó del coche cuando comenzó a sospechar de su comportamiento.28 Algunos famosos incluso fueron víctimas de asesinos en serie. En 1978, Larry Flynt, el extravagante editor de la revista Hustler, recibió un disparo, que lo dejó paralizado de por vida, de Joseph Paul Franklin, asesino en serie de la variedad «misionero», que había matado al menos a ocho personas y posiblemente a 22 por odio racial y obsesión con las parejas interraciales. (Flynt había escrito en su revista sobre sexo interracial.) El diseñador de moda italiano Gianni Versace fue asesinado en la escalinata de entrada a su casa en Miami Beach por el asesino en serie en oleada Andrew Cunanan, en 1997. En 2001, el actor Ashton Kutcher descubrió el cadáver de su novia, muerta por el presunto asesino en serie el destripador de Hollywood, que está a la espera de juicio por tres asesinatos cometidos entre 1993 y 2005 y es sospechoso de otros siete.29 El coronel de la Fuerza Aérea y asesino en serie Russell Williams pilotaba el equivalente canadiense del Air Force One (el avión presidencial), en el que volaron no solo el primer ministro sino también otros dignatarios, entre ellos la reina Isabel II; y mientras tanto grababa en vídeo la violación y el asesinato de dos mujeres, una de ellas una cabo de la Fuerza Aérea que estaba bajo su mando, además de perpetrar cientos de robos fetichistas de ropa interior femenina.30
Desde que se publicó Serial Killers: The Method and Madness of Monsters, he recibido docenas de cartas en las que la gente recuerda narraciones sobre asesinos en serie por los que fueron recogidos en la carretera mientras hacían autoestop, o que conocieron en el colegio o en el trabajo, o que vivían en la casa de al lado, etc. La mayoría de esos relatos son plausibles y en muchas ocasiones resisten la verificación de fechas y lugares. Si tenían suerte, sus encuentros con esas personas no entrañaban daño alguno. Algunos de ellos incluso tenían historias positivas que contar, como la de un antiguo marine, tirador experto, que tuvo un encuentro sexual con el asesino en serie gay Randy Kraft, el asesino de la libreta o asesino de la autovía, en California. A Kraft se lo condenó por drogar, sodomizar y asesinar a 16 jóvenes, algunos de ellos marines, y se lo consideró sospechoso de otros 67 asesinatos. En la carta que me envió, el antiguo marine decía que Kraft le había dado un motivo para vivir y que lo había «salvado». En 2013 publicó su relato y escribió: «Me hizo sentir especial de la forma más irresistible. Durante una noche increíblemente hermosa en California estuve muy enamorado de él. Y ni antes ni después he conocido ningún otro hombre que me afectara de esa manera».31
En cierto modo tiene sentido. Todos nos cruzamos con decenas de personas al día, y lo mismo les pasa a los asesinos en serie. Estos no matan a la mayoría de las personas con las que se cruzan. De manera que hay miles de seres que, sabiéndolo o sin saberlo, han tenido encuentros personales con estos monstruos. Solo unos cuantos tienen mala suerte.
A pesar de esto, esa cantidad de desafortunados aumentó drásticamente en los decenios de 1970 y 1980, cuando los cadáveres comenzaron a amontonarse en parcelas abandonadas, entre arbustos y en los bosques, en cementerios secretos, en cunetas de carreteras, en vertederos, en alcantarillas, flotando en ríos y pantanos, enterrados en jardines y en sótanos o envueltos en bolsas de plástico y archivados en desvanes, o reproducidos en fotos y en cintas de vídeo que se coleccionaban como trofeos. Comencé a preguntarme con cuántos asesinos en serie era posible compartir la cola del McDonald’s, sentarse en el autobús, aparcar a su lado en el centro comercial, o simplemente pasar junto a él andando por la calle.
Incluso uno de mis lectores resultó ser un famoso asesino en serie. Dennis Rader, el asesino BTK,* tenía en su poder mi primer libro junto con otro de una colega, la profesora de psicología forense y escritora Katherine Ramsland, en el momento de ser identificado y detenido.32 Hasta el día de hoy me provoca escalofríos pensar en el «apoyo profesional» de este asesino.
Hacia finales de la década de 1990, aun si uno no se hubiera topado personalmente con un asesino en serie, todo el mundo estaba de acuerdo en lo que eran: varones blancos que habían matado por motivos sexuales en al menos tres ocasiones diferentes, con períodos de descanso entre ellas. Pero hacia 2010 las cosas ya habían cambiado. El perfilador ya no podía asegurar que el sudes fuese un varón blanco. Los estudios demostraban ahora que entre el 50 y el 60% de los asesinos en serie era afroamericano,33 solo que rara vez salía en las portadas de los periódicos. Estos delincuentes tienden a matar a gente de su propia raza, y los asesinos en serie se dedican principalmente a las prostitutas y a personas marginalizadas, exactamente el tipo de víctimas que merece menos interés y menos atención por parte de los medios. El asesinato de 11 mujeres pertenecientes a una minoría empobrecida, obra de Anthony Sowell, el estrangulador de Cleveland, entre 2007 y 2008, solo llegó a las noticias porque el hombre guardó los cadáveres en su propia casa a pesar de las quejas de los vecinos por el olor a podrido. Lonnie Franklin Jr., alias Grim Sleeper (el Nefasto Durmiente), es sospechoso de cientos de asesinatos de mujeres marginadas de California, muchos de los cuales no fueron denunciados y a los que no se prestó atención durante tres décadas, hasta que finalmente se lo condenó en 2016 por 11 asesinatos. A Lorenzo Gilyard, el estrangulador de Kansas City, se lo relacionó con los asesinatos de 13 mujeres y se lo condenó por seis de ellos. A la mayoría de las asesinadas se les encontró toallas de papel metidas en la boca; fueron violadas y estranguladas y les faltaban los zapatos. Pese a estas altísimas cifras, los nombres de estos asesinos en serie afroamericanos son menos famosos que los de blancos como Ted Bundy o John Wayne Gacy.
Hacia 2000, casi uno de cada seis asesinos en serie era mujer y el 53% de ellas mató al menos a un niño o a otra mujer, y desde la década de 1980 más asesinas en serie preferían escoger a sus víctimas entre desconocidos, lo que ponía en entredicho el estereotipo de la viuda negra, que mata únicamente a sus maridos o amantes.34 Conocidas como «las asesinas silenciosas», muchas veces ni siquiera se reconoce a las mujeres como asesinas en serie. Genene Jones, por ejemplo, una enfermera texana sospechosa de matar a 60 bebés a su cargo, fue juzgada por la muerte de solamente dos y se le dio una sentencia que le permitiría obtener la libertad en 2017. En un intento desesperado por evitar su puesta en libertad en mayo de 2017, las autoridades la acusaron de otros infanticidios que se remontaban a 1977-1982. También se sabe que las asesinas en serie tienden a formar pareja sentimental con asesinos en serie, como Karla Homolka, de Canadá, que se unió a su marido, Paul Bernardo, en las violaciones con asesinato de tres chicas adolescentes, entre ellas su propia hermana, o Charlene Adell (Williams) Gallego, que también se asoció a su marido, Gerald, para violar y torturar a 10 víctimas. Lo interesante es que después de su detención y de testificar contra sus maridos, ambas mujeres obtuvieron sentencias relativamente blandas, y hoy están en libertad. Describo detalladamente estos tres casos en Female Serial Killers: How and Why Women Become Monsters (2007). Véase también Paul Bernardo and Karla Homolka: The Ken and Barbie Killers (2016), donde se relata la vida de Karla Homolka al salir de la cárcel.
Acabábamos de creernos que lo sabíamos todo sobre los asesinos en serie cuando tuvimos que volver a empezar desde cero.
REDEFINICIÓN DE LOS ASESINOS EN SERIE
Se han propuesto muchas definiciones de los asesinos en serie, entre ellas:
• Cuando alguien mata por lo menos a tres personas en un período de más de 30 días (R. Holmes y S. Holmes).35
• Al menos dos asesinatos compulsivos incitados por alguna fantasía y cometidos en fechas diferentes y sitios diferentes, donde no existe relación entre el perpetrador y la víctima y tampoco hay una ganancia material, y donde las víctimas poseen características comunes (Steven A. Egger).36
• Cuando un individuo, solo o acompañado de otro, comete dos o más homicidios separados por un período de tiempo durante el cual descansa (Vernon Geberth).37
• El asesinato premeditado de tres o más víctimas cometido a lo largo del tiempo, en un contexto civil, y en el que la actividad asesina ha sido elegida por el delincuente (B. T. Keeney y K. Heide).38
• Cuando alguien comete al menos 10 homicidios a lo largo del tiempo. Los homicidios son violentos y brutales pero también siguen un ritual: para el asesino en serie tienen un significado propio (Helen Morrison).39
• Cuando alguien mata a dos o más víctimas con un período de descanso entre los homicidios (Deborah Schurman-Kauflin).40
Antes de 2005, la definición tradicional de asesinato en serie era la que introdujo el FBI en la década de 1980: tres víctimas en momentos aparte, con períodos de descanso entre víctimas. Aún se sigue citando, erróneamente, como la definición actual. Finalmente el FBI se dio cuenta de que la definición de las tres víctimas presentaba muchos problemas tanto estadísticos como conceptuales. Excluía a los asesinos que tienen una psicopatología homicida evidente e identificable pero se les coge después del primer o el segundo asesinatos, antes de que puedan cometer el preceptivo tercero. Tampoco tomaba en cuenta a los delincuentes en serie contra quienes se alzaban dos condenas, lo cual excluía por una formalidad técnica a asesinos celebérrimos e históricos como Albert Fish, Ed Gein, Albert DeSalvo y Wayne Williams, todos los cuales fueron condenados por solamente uno o dos homicidios a pesar de fuertes sospechas de que había muchas más víctimas. Es habitual que la mayor parte de los relatos de condenas de asesinos en serie incluyan una cantidad adicional de «sospechas» de asesinatos. Una vez que un asesino en serie recibe su condena en una jurisdicción, las otras jurisdicciones no se molestan en llevar a cabo el costoso esfuerzo de extraditarlos y juzgarlos.
Los expertos también han debatido si los asesinos en serie se definen por los componentes de fantasía sexual inherente a sus crímenes. Hemos hablado sobre si los perpetradores son siempre varones. ¿Las víctimas siempre son desconocidas, y en ese caso los sicarios, los pandilleros, los genocidas de guerra y los terroristas deben considerarse asesinos en serie, puesto que matan a extraños en incidentes separados entre sí por períodos de descanso? ¿O acaso un asesino en serie necesita escoger a su víctima, y en qué consiste esa elección? ¿El asesinato en serie es un síntoma secundario de trastornos de la conducta como una psicopatía o una sociopatía, o es una parafilia (perversión sexual) adictiva en sí misma llamada erotofonofilia? (Más adelante hablo más extensamente sobre las parafilias y la erotofonofilia.) Muchas de estas discusiones siguen vigentes en congresos y en las páginas de la literatura académica forense.
En el curso de un congreso de expertos celebrado en 2005, el San Antonio Serial Murder Symposium, patrocinado por la Unidad de Análisis de la Conducta (BAU) del Centro Nacional para el Análisis de Delitos Violentos (NCAVC, por sus siglas en inglés) del FBI, este finalmente propuso una nueva definición de asesinato en serie: «la muerte intencionada e ilegal de dos o más víctimas por parte del/de los mismo/s delincuente/s en episodios aparte» por cualquier motivo, incluyendo «ira, emoción, ventaja económica y búsqueda de notoriedad».41
En otras palabras, las mujeres, los genocidas, los asesinatos a sueldo y entre pandillas, los asesinos en serie del tipo misionero —como, por ejemplo, los que escogen como diana a médicos abortistas o parejas interraciales— e incluso los terroristas quedan cubiertos por el nuevo y amplio paraguas del FBI por lo que se refiere a la definición actual de asesino en serie: cualquiera que mate a dos o más personas en incidentes separados.
Hoy en día la mayor parte de los expertos concuerdan con esta definición del asesinato de dos o más víctimas por cualquier motivo en ocasiones separadas con un período de descanso entre ellas.42 Sin embargo, todavía se discute sobre a qué exactamente se le llama «período de descanso» y su extensión mínima.43 Tomemos, por ejemplo, a Andrew Cunanan, que asesinó a Gianni Versace después de haber matado a varias víctimas a lo largo de varias semanas; o a Paul John Knowles, que mató a 18 personas en cuatro meses de frenesí en 1974; o a Christopher Wilder, que mató a ocho mujeres en un recorrido de locura de seis semanas a través del país; o a los francotiradores del cinturón de ronda de Washington, que acabaron con 17 personas en un período de nueve semanas. Ninguno de estos asesinos volvió a su vida diaria en un «período de descanso»: siguieron en la carretera matando a diestro y siniestro durante semanas e incluso meses. ¿Son una especie aparte de «asesinos en serie por oleada»? ¿O lo que hicieron es un incidente único que abarca un período más prolongado?
Parecería que la nueva definición abre el libro de los asesinos del pasado a fin de incluir a los que matan por beneficios, a los que matan a sus pacientes médicos, a los que matan debido al síndrome de Munchausen por poderes, a las viudas negras, a los criminales de guerra, a los genocidas, a los terroristas y a los asesinos a sueldo, todos los cuales muchas veces han sufrido psicopatologías conductuales y trastornos similares a los de los asesinos en serie sexuales «tradicionales», y también «períodos de descanso» entre sus hazañas. Así, según esta nueva definición, vamos a tener más asesinos en serie en el pasado, estadísticamente, de lo que pensamos, y nos toparemos con muchos más en el futuro. Esta definición distorsiona y confunde el cuadro estadístico.
En aras de la sencillez, en este libro no nos detendremos en las diferentes categorías de asesinos en serie que no entran dentro de la clásica concepción de los asesinos impulsados por sus fantasías sexuales, como por ejemplo:
• asesinos en serie hedonistas de la comodidad, que matan exclusivamente por ganancias materiales, por un precio o por beneficio, o como sicarios del crimen organizado o del narcotráfico;
• asesinos en serie hedonistas de la emoción, que buscan diversión o publicidad, o reafirmar su «fuerza vital» o su sentido del poder y del control;
• asesinos en serie misioneros, que matan por venganza, o por motivos racistas, religiosos o ideológicos, categoría en la que podemos colocar a los genocidas de guerra y a los terroristas, así como a los asesinos de médicos abortistas, de parejas interraciales, de inmigrantes, de indigentes, e incluso algunas categorías de asesinos que se centran en prostitutas en el afán de «limpiar» la sociedad; y los asesinos en serie custodios, o «misericordiosos ángeles de la muerte», como enfermeros y cuidadores de enfermos terminales, de ancianos o de bebés a quienes «ahorran sufrimientos»;
• asesinos en serie visionarios, insanos en el sentido legal del término, que sufren delirios o visiones alucinatorias producto de su enfermedad mental y que no tienen conciencia de sus actos (esta categoría es muy infrecuente);
• asesinos en serie debido al síndrome de Munchausen por poderes, que buscan la compasión y la atención provocados por la muerte de gente a su alrededor. Con frecuencia, pero no siempre, son mujeres y suelen ser madres o cuidadoras que matan a los niños a quienes están cuidando, y enfermeras (también enfermeros) que matan a sus pacientes para parecer más heroicas y atraer la atención de sus colegas, de otros pacientes y de las familias.
Si bien todas estas categorías satisfacen la definición actual del asesino en serie, no siempre son lo que popularmente imaginamos que es un asesino en serie: un hombre que mata para llevar a cabo una fantasía sexual. Estas otras tipologías son menos frecuentes que el asesino sexual «promedio» y comprende diferentes psicopatologías. Aunque me suscribo a la definición de «dos o más víctimas por cualquier motivo en incidentes separados», en este libro pretendo centrarme más en la historia de los asesinos en serie «tradicionales» a los que impulsa una fantasía sexual, y la mayoría hombres (aunque ocasionalmente este tipo de asesinos en serie han tenido cómplices mujeres).
EL NUEVO TÉRMINO: LA EROTOFONOFILIA EN SERIE
Así como la tipología de asesino organizado/desorganizado del FBI es útil desde el punto de vista de la investigación, no lo es en el campo clínico-forense-psiquiátrico para comprender por qué los asesinos en serie hacen lo que hacen. A veces la literatura forense actual usa una tipología de perfiles de violadores que clasifica a los asesinos en serie dentro de los siguientes cuatro motivos:
• reafirmación de su poder (asesino en serie «caballeroso» con baja autoestima): el delincuente busca que la víctima le confirme su propia virilidad y su potencia como amante, y en su fantasía él le está dando placer. La violación está planificada, no así el asesinato, que tiene lugar cuando la reacción real de la víctima hace trizas la fantasía del delincuente de haberla hecho disfrutar de la violación; entonces el criminal o bien la mata fríamente por vergüenza, o lo hace en un repentino ataque de rabia y desilusión;
• seguro de su poder (asesino en serie que se cree con derechos): la confirmación del poder masculino sobre una víctima, mujer u hombre, en que la violación está planificada, no así el asesinato, que tiene lugar cuando el delincuente pierde el control sobre la cantidad de violencia y de fuerza que necesita para controlar a la víctima;
• ira vengativa (asesino en serie que desplaza su ira hacia la venganza): tanto la violación como el asesinato están planificados. Muchas veces el asesinato incluye «matar demasiado», es decir, que el perpetrador ejerce una violencia mayor que la necesaria para matar a la víctima, que suele ser mujer. El motivo principal del asesino es su necesidad de vengarse o desquitarse de una mujer que de alguna manera lo ha ofendido, o de su sustituta. A menudo la rabia la inspira una mujer que ha tenido poder sobre él en el pasado o lo tiene en el presente: su madre, su esposa, su novia, una profesora o una jefa;
• excitación sexual por ira (asesino en serie sádico): tanto la violación como el asesinato han sido planificados. El motivo principal es la necesidad sádica de infligir dolor e inspirar terror sobre la víctima, hombre o mujer, con lo que el perpetrador logra gratificación sexual. El crimen se caracteriza por una tortura prolongada con mutilación de la víctima, por lo general antes de la muerte pero a veces después. El asesinato en sí es de baja prioridad para el criminal, que se centra en el proceso que conduce hasta él.
Algunos expertos han recuperado un término arcaico —«asesinato por lujuria» o «asesinato hedonista por lujuria», que en lenguaje académico es erotofonofilia— para distinguir a estos asesinos de todos los tipos de asesinos en serie no sexuales.
El término erotofonofilia (o asesinato por lujuria) deriva del nombre del dios griego del amor, Eros, y de la palabra phonia (derramamiento de sangre o asesinato). Se define como «el asesinato sádico y brutal, que incluye la mutilación de partes del cuerpo, especialmente los genitales»,44 o «crueldad, tortura u otros actos de naturaleza sexual que en última instancia culminan en la muerte de la víctima, e incluye todos aquellos actos de homicidio que habitualmente se llaman sadismo sexual [...] Esta definición, más ampliamente inclusiva, de tortura sexualizada, comprende a víctimas conscientes, inconscientes, vivas o muertas».45
Debido a su base de disfunciones psicopatológicas predominantemente masculinas, esta definición de erotofonofilia en serie excluye casi totalmente de la clasificación a las asesinas mujeres, salvo en aquellos casos, relativamente raros, en que las mujeres actúan voluntariamente como cómplices de sádicos erotofonófilos hombres (síndrome de Bonnie y Clyde o hibristofilia).
La mayoría de nosotros es capaz de captar la psicología del asesinato por beneficio, por venganza o por motivos ideológicos, e incluso por fantasías provocadas por una enfermedad mental. Sin embargo, es mucho más difícil intentar comprender los asesinatos en serie que incluyen actos de violación, tortura, mutilación, canibalismo o necrofilia (practicar sexo con un cadáver), que en muchos casos perpetran personas que parecen ser integrantes de nuestra sociedad sanos y funcionales, como el simpático vecino que tiene tres niños, o el compañero de trabajo que nos inspira confianza, o el individuo que llama a nuestra puerta para entregarnos un paquete.
UN NUEVO RELATO SOBRE EL MUNDO DE LOS MONSTRUOS
Este libro ofrece una macrohistoria nueva y actualizada del asesinato en serie sexual y su investigación, ampliando así la historia moderna que describí en Serial Killers: The Method and Madness of Monsters, que comenzaba aproximadamente con Jack el Destripador en la década de 1880. Aquí comenzaremos desde el principio, en la Edad de Piedra, de hace un millón de años, y llegaremos a Jack el Destripador más o menos a la mitad. Esta es una historia nueva sobre los monstruos, desde entonces hasta ahora.
Desde que apareció mi primer libro en 2004 se ha llevado a cabo una enorme cantidad de investigaciones acerca de la psicopatología y la bioquímica de los asesinos en serie. Muchas de las nuevas teorías emergentes sobre por qué hay asesinos en serie son plausibles y convincentes, pero al mismo tiempo contradictorias y es inevitable que también sean poco concluyentes. Esta gran cantidad de nuevas investigaciones nos ha revelado lo poco que comprendemos el homicidio en serie y cuánto trabajo queda aún por hacer antes de que captemos en su totalidad cómo se engendran estos monstruos.
No soy perfilador ni psiquiatra forense ni clínico: soy historiador e investigador. Mi objetivo no es emitir un análisis comparativo de las muchas docenas de teorías sobre los asesinos en serie, sino mantenerme a distancia y tratar de entender el asesinato en serie desde la perspectiva narrativa-lineal del historiador, y tratar de enmarcarlo en un contexto histórico, social y antropológico a largo plazo. En los últimos 20 años han aparecido disciplinas y descubrimientos antropológicos totalmente nuevos que nos proporcionan conocimientos sorprendentes sobre la naturaleza y el comportamiento de los seres humanos, y esto incluye nuestra tendencia al asesinato en serie, tanto en calidad de espectadores como de perpetradores. Intento comprender cómo encaja el asesinato en serie en el arco de la historia humana remontándome a la prehistoria, porque he llegado a la firme conclusión de que allí está la clave para comprender el comportamiento del asesino en serie en su esencia y no meramente como otra categoría de criminal.
Cada caso de asesinato en serie tiene su momento y su lugar, una historia y una geografía, y todo eso lleva al fatídico instante en que un asesino en serie y una víctima se cruzan en un terreno escogido de manera independiente pero sincrónica. El asesino se desenvuelve en una trayectoria que atraviesa tiempo y espacio, historia y geografía, pero esa trayectoria está circunscrita por una base oculta de fantasías oscuras y extrañas adicciones sexuales, que en algunos casos comienzan a desarrollarse a los cinco años de edad. Estas fantasías y conductas no surgen del aire, sino que se forman dentro de una densa ecología cultural, histórica y social, un diálogo cultural de rabia y locura que es fluido y cambiante y muchas veces está definido por el momento y el lugar: un proceso que puede describirse como diabolus in cultura (véase el capítulo 14).
Puesto que la naturaleza del asesinato en serie viene determinada por parámetros históricos, míticos y culturales, dentro de los que se incluyen los preceptos religiosos y morales, este libro se centra básicamente en los asesinos en serie de la sociedad occidental. En otras civilizaciones y culturas, el asesinato en serie puede adquirir formas diferentes. Por ejemplo, actualmente la policía sudafricana lucha contra los llamados sangomas muti, asesinos en serie rituales que reúnen trozos de cuerpos de niños para sus prácticas medicinales mágicas, mientras la policía de México (que se puede considerar una mezcla de las culturas indígenas y occidental) se enfrenta al fenómeno de asesinatos rituales practicados por bandas o sectas ligadas al narcotráfico. Y en Shanghái, China, se han visto asesinatos en serie cometidos por obreros migrantes de clases marginales.46 La dinámica histórica, económica y social del asesinato en serie fuera del mundo occidental y cristiano sigue esperando que se la estudie y se la explore.