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Ningún hombre, por rápido que sea capaz de rezar, puede acabar el rosario o decir diez avemarías en el tiempo que yo tardé en abrirle el pecho y el resto del cuerpo. Corté a esta persona igual que el matarife corta una oveja [...]
Confesión del asesino en serie
ANDREAS BICHEL, 1808
Ya era un placer solo oler la ropa femenina. El sentimiento de placer al estrangularlas era mucho más intenso que el que experimentaba al masturbarme.
Confesión del asesino en serie
VICENZO VERZENI, 1871
Las promesas rotas de la era del Renacimiento quedaron eclipsadas por la Ilustración del siglo XVIII, que fue definida por filósofos como Voltaire y Rousseau, quienes inspiraron nuevas ideas radicales sobre los derechos humanos naturales a la igualdad, la libertad personal, la democracia, la libertad de expresión, la liberación de la investigación científica de las «supersticiones» de la Iglesia y la búsqueda de la felicidad para las gentes de todas las clases y razas (según los imperativos coloniales y los márgenes de beneficios que dejara el comercio de esclavos de África).
Antes de 1800 había sido principalmente la Iglesia la que definía la naturaleza del mal, el vicio, la perversión y la locura. A mediados del siglo XIX comenzaron a proliferar las definiciones que daban los «curadores del alma», es decir, los psiquiatras (del griego antiguo psiqué, «alma», y iatreia, «tratamiento curativo»). En este proceso de secularización y criminalización de los monstruos, la autoridad de la Fiscalía del Estado, juntamente con la de la psiquiatría, iba a ocupar el centro del escenario a medida que los asesinatos en serie comenzaron a juzgarse en los tribunales estatales y los medios de comunicación informaban cada vez más sobre ellos.
Desde 1650 hasta aproximadamente 1815, Europa se tambaleó por las guerras dinásticas, la Revolución francesa y, más tarde, las guerras napoleónicas. Cuando tras 1815 llegó la paz, la industrialización ya venía pisando fuerte: los súbditos feudales se habían convertido en ciudadanos de cada nación y se habían trasladado del campo a las abarrotadas ciudades, mientras la gobernanza fragmentada del feudalismo local era sustituida por el Estado administrativo centralizado y sus nuevas burocracias policial y judicial.
Como secuelas de esa transformación comenzaron a reaparecer los asesinos en serie en el horizonte de los acontecimientos históricos, no como monstruos, sino como criminales pillados en las redes de este nuevo sistema de aplicación de la ley. A partir de ese momento los monstruos iban a asumir la conocida forma del asesino en serie, aunque aún no los llamásemos así.
EL NECRÓFILO EN SERIE FRANÇOIS BERTRAND,
EL «VAMPIRO DE MONTPARNASSE»: PARÍS, 1850
No fue un caso de asesinatos en serie, sino que este caso de «vampirismo» en serie, que era como se llamaba a la necrofilia en aquella época, se convirtió en un punto de inflexión en el surgimiento de la psiquiatría forense moderna y su flamante papel en la vigilancia y la justicia. El caso Bertrand movió a la acción al mundo de la criminología y dotó a la psiquiatría forense futura de un lenguaje y de un contexto conceptual que más tarde se incorporaría a las evaluaciones psiquiátricas de los asesinos en serie sexuales.
Entre julio de 1848 y marzo de 1849 los cementerios de París sufrieron unas 15 exhumaciones nocturnas de cadáveres tanto femeninos como masculinos. Los femeninos fueron sometidos a groseras mutilaciones así como, según se dijo, a necrofagia (ingestión de cuerpos en proceso de descomposición) y a actos sexuales de diversos tipos. Como vemos a menudo en las víctimas de asesinos en serie sexuales, los cuerpos femeninos estaban abiertos en canal, o «destripados» longitudinalmente por el torso y el abdomen y con los intestinos fuera. A veces también se habían extraído el corazón y el hígado, y en el juicio se aseguró que el perpetrador había mordido y masticado partes de los cadáveres putrefactos.1
En algunos casos las bocas de los cadáveres estaban «rajadas de oreja a oreja» (como en el célebre caso de la Dalia Negra en Los Ángeles, de la década de 1940), los muslos de las mujeres presentaban tajos o sus miembros aparecían totalmente despiezados.2 En su narración del caso, el historiador cultural francés Michel Foucault dijo que el perpetrador «las cortaba con su bayoneta, sacaba los intestinos y otros órganos y los esparcía alrededor, colgándolos de las cruces y de las ramas de los cipreses como grandes guirnaldas [...] había pruebas de que los cuerpos, que estaban todos, además, en avanzado estado de descomposición, habían sido profanados sexualmente».3
La prensa llamó al perpetrador «el vampiro de Montparnasse». Finalmente fue detenido: era un sargento del ejército francés llamado François Bertrand. En el tribunal militar que lo juzgó, la sala estaba llena de periodistas, médicos forenses, psiquiatras y académicos de todo el mundo. La publicación médica británica The Lancet cubrió todo el juicio y explicó a sus lectores el paradójico alias Vampiro, que provenía de la era de las brujas y los hombres lobo:
Este caso tan desagradable nos trae inmediatamente a la memoria aquella forma de aberración mental de reinado tan extenso hace alrededor de un siglo y medio en el norte de Europa conocida como vampirismo. Se recordará que los vampiros sufrían una especie de delirio nocturno que muchas veces se prolongaba hasta las horas de vigilia, durante el cual creían que determinadas personas muertas salían de sus tumbas para chupar sangre, y eso despertaba un deseo de venganza y de profanar, desgraciadamente, los sitios de enterramiento. El caso de Bertrand parece ser exactamente al revés, es decir, que aquí no vemos a los muertos levantarse para atormentar a los vivos, sino a un hombre que perturba la paz de los cementerios de la forma más horrible que se pueda imaginar.4
Después de su detención Bertrand fue examinado por el doctor Charles-Jacob Marchal de Calvi, médico y psiquiatra de enorme reputación en su época.5 En la era de la criminología darwiniana que pronto iba a ser formalizada por Cesare Lombroso, Marchal esperaba que el «vampiro» fuese un bruto simiesco de clase baja, un hombre de las cavernas «criminal nato». En cambio, se sorprendió por los rasgos delicados y «civilizados» de Bertrand y por su inteligencia.
Marchal aceptó hacerse cargo de la defensa de Bertrand, argumentando que el acusado padecía una «compulsión irresistible», que por aquellas épocas se denominaba monomanía y que se definía como una preocupación u obsesión singular y patológica en una mente que por lo demás estaba sana. El término «monomanía» es comparable a lo que hoy serían trastornos compulsivos de la conducta, neurosis, parafilias, psicopatía, sociopatía y otros trastornos de la personalidad que no se acompañan de delirios ni alucinaciones.6
Marchal aseguró que la monomanía de Bertrand era un impulso tan irresistible que disminuía temporalmente su capacidad de distinguir entre el bien y el mal, requisito básico para presentar una apelación por insania.7 Esto ocurrió solo seis años después de la apelación por insania en el caso McNaughton, que sentó precedente (véase el capítulo 5).
El razonamiento del doctor Marchal de que el «impulso irresistible» de Bertrand equivalía a una insania legal constituyó un radical alejamiento de los principios de la ley de McNaughton, como ocurriría nuevamente en 1955 y hasta 1984, cuando abogados estadounidenses utilizaron el mismo argumento en las defensas de asesinos en serie. Esos letrados afirmaron, en lo que se conoció como la defensa de la voluntad, que sus clientes asesinos en serie eran «incapaces de ajustar su conducta a las leyes» debido a una «compulsión irresistible» que era equivalente a la alteración psíquica legal.8 Durante el mandato de Reagan, el Congreso aprobó la Ley de Reforma de la Defensa por Insania, que restringió la defensa de la voluntad después de que se absolviera a John Hinckley Jr. debido a su «incapacidad de resistir» el impulso de intentar asesinar a Ronald Reagan mientras estaba obsesionado por la actriz Jodie Foster y el personaje que ella representaba en la película Taxi Driver.9
Las pruebas contra Bertrand, además de su propia confesión, eran férreas. Lo que se cuestionaba en el tribunal no era ni siquiera que el hombre padeciera un trastorno mental —eso no podía negarlo nadie—, sino la naturaleza y la forma de ese trastorno. Inmediatamente después del juicio apareció un torrente de literatura forense y psiquiátrica en la que los principales psiquiatras de Francia discutían sobre si el trastorno de Bertrand era «erótico» (sexual) o «destructor» (sádico homicida), o ambos; si era ambos, entonces ¿cuál dominaba, el erótico o el destructor? Y ¿equivalía a insania legal?10
El sentirse sexualmente atraído hacia los muertos, o necrofilia, tiene muchas dimensiones clínicas, legales y culturales. Abarca un espectro que cubre desde la inofensiva fantasía romántica hasta la compulsión homicida, desde la seudonecrofilia romántica de La bella durmiente y Crepúsculo hasta Ed Gein y Psicosis, es decir, la necrofilia de los asesinatos en serie.
En estos momentos la mayor autoridad forense en necrofilia es el doctor Anil Aggrawal, que clasifica la necrofilia en 10 estadios que van aumentando en gravedad:
1. Los jugadores de rol necrofílicos, que practican el sexo con parejas que consienten simular o representar «el muerto».
2. Los necrófilos románticos, que no soportan verse apartados de los que aman y han muerto y suelen momificar o conservar los cuerpos.
3. Los fantasiosos necrofílicos que practican el sexo en sitios cercanos a lugares donde hay muertos: un tanatorio o un cementerio.
4. Los necrófilos táctiles que se excitan al tocar o acariciar cadáveres.
5. Los necrófilos fetichistas, que recogen y coleccionan partes de cadáveres, llevándolos encima a veces en forma de amuletos o joyas; esto incluye la recogida de partes de cadáveres de enemigos (orejas, cráneos) como trofeos por soldados en la guerra (véase en el capítulo 14 la recolección de partes de japoneses muertos por soldados estadounidenses en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial).
6. Los necromutilimaniacos que se centran en mutilar y destruir cadáveres.
7. Los necrófilos oportunistas, que no necesariamente fantasean sobre practicar el sexo con cadáveres, pero lo hacen si se presenta la ocasión.
8. Los necrófilos habituales, que en ocasiones pueden practicar el sexo con personas vivas pero prefieren hacerlo con personas muertas.
9. Los homicidas necrófilos que matarán a los vivos para poder practicar el sexo con ellos muertos.
10. Los necrófilos exclusivos que únicamente pueden llevar a término un acto sexual con muertos.11
Una de las paradojas de la objetividad científica forense es que se considere menos grave a un necrófilo homicida que mata para practicar el sexo con los muertos (punto 9) que al que únicamente es capaz de practicar el sexo con los que ya están muertos (punto 10).
Lee Mellor clasifica a los necrófilos de otra manera. Los representa en una gráfica entre cuatro barras fluidas que intersectan; esas barras marcan puntos según el tiempo que el cuerpo lleva muerto (barras calientes a frías) contra el nivel hasta el cual el necrófilo conserva o mutila el cuerpo (barras de conservación a destrucción). Se trata de una escala más fluida en la dicotomía entre el tipo de asesino en serie necrófilo «hombre lobo desorganizado, destructivo y cálido» y el tipo «vampiro organizado, conservador y frío».12
No todos piensan que la necrofilia es un delito. El historiador de la psicología Dany Nobus, por ejemplo, cuestiona cómo «en la confusión del diagnóstico de necrofilia con el de necrosadismo y el de asesinato por lujuria se continúa influyendo en la opinión contemporánea sobre el tema [...] la identificación espuria de la necrofilia con el necrosadismo y el asesinato por lujuria sigue, en muchos casos, dominando tanto los relatos populares como las informaciones científicas».13
El término «necrófilo» es una creación del psiquiatra belga Joseph Guislain en 1850 en el curso del debate psiquiátrico que siguió al juicio de Bertrand. Nobus investigó el origen de la palabra y la vio impresa por primera vez en el libro de texto escrito en francés por Guislain en 1852 Leçons Orales sur les Phrénopaties, que incluye la transcripción de conferencias pronunciadas por él mismo dos años antes.14
Pese a los denodados esfuerzos de Marchal, el tribunal rechazó su apelación por motivo de insania y Bertrand fue hallado culpable de violar el artículo 360 del Código Penal de Francia: «Profanación de sepulcro o tumba», cuyo objetivo era evitar los robos de tumbas en busca de objetos valiosos y el hurto de cadáveres para venderlos a las facultades de medicina, delito menor que conllevaba una pena de entre tres meses y un año de cárcel y/o una multa de entre 16 y 200 francos. Bertrand recibió el castigo mayor: un año de privación de la libertad.15
Desmintiendo todas las informaciones sobre su suicidio en 1850, después de cumplir con la pena impuesta, Bertrand ni siquiera fue dado de baja del ejército francés. Una vez en libertad sirvió brevemente como soldado raso en un batallón de infantería ligera en Argelia, y más tarde se afincó en la ciudad portuaria de El Havre, en Normandía, donde le dieron el lucrativo cargo de contramaestre del ejército. El 21 de mayo de 1851 se casó con Euphrosine Corscelie Delaunay, modista. Parece que tuvieron hijos y permanecieron casados hasta la muerte de Bertrand (por causas que se desconocen) el 25 de febrero de 1878, a la edad de 54 años.16 No se sabe que Bertrand haya vuelto a cometer ningún otro delito.
Richard Krafft-Ebing, el psiquiatra forense y autor de Psychopathia sexualis que sería el encargado de popularizar el término de Guislain «necrofilia», así como «sadismo» y «masoquismo», era un niño de nueve años cuando tuvo lugar el juicio de Bertrand. Pero el debate psiquiátrico sobre fetiches, parafilias tales como la necrofilia, y su relación con la conducta compulsiva en serie de Bertrand tuvo un enorme impacto en la posterior obra de Krafft-Ebing y en nuestra comprensión de qué lleva a los asesinos en serie a perpetrar asesinatos acompañados de violaciones, mutilaciones y a veces necrofilia.17 Las estimaciones estadísticas de necrofilia en los casos de asesinatos en serie varían desde el 42% hasta un mínimo del 11% (capítulo 2).
EL PRIMER ASESINO EN SERIE MODERNO DE FRANCIA: «EL LOBO» O «ASESINO DE CHICAS DE SERVICIO», 1861
El 26 de mayo de 1861 alrededor de las dos de la tarde en Lyon, Francia, la tercera ciudad más poblada del país, una chica de servicio desempleada, Marie Pichon, cruzaba el transitado puente Guillotière, sobre el río Ródano. Lyon estaba en el corazón del cinturón industrial francés y tenía una numerosa clase media que empleaba a muchos trabajadores domésticos. Marie se encaminaba hacia su agencia de empleo con la esperanza de encontrar un puesto que necesitaba desesperadamente. Fue en ese puente donde se encontró con su asesino en serie y pudo sobrevivir para contarlo.
De repente un hombre que iba caminando detrás de ella se apresuró y le llamó la atención con un tironcito en el vestido. Le preguntó si ella sabría dónde había una agencia que emplease personal doméstico. Aparentaba unos 50 años, llevaba una larga barba oscura y tenía la nariz aquilina y ojos azules muy saltones. Vestía la típica camisa azul de los obreros, grandes zapatos y un sombrero gris de ala ancha. De haberse quitado el sombrero, Marie habría comprobado que su cabeza era muy rara, ancha en la base junto al cuello pero casi en forma de cono en la coronilla, y cubierta de un cabello largo y grueso. Sobre el labio superior lucía una cicatriz o tumoración prominente. Más adelante Marie dijo que en él reconoció inmediatamente a «un campesino» por la ropa y por sus modales. Sin embargo, su actitud era moderada y cortés y Marie le dijo educadamente que ella misma se dirigía a la agencia porque estaba buscando trabajo como criada y él, si quería, podía acompañarla hasta la oficina.
Qué feliz coincidencia, exclamó el hombre, encantado. Su empleadora, en la cercana ciudad de Montluel, a menos de 20 kilómetros de Lyon, lo había enviado con urgencia a la ciudad para que contratase una criada para su casa. Según Marie, el hombre le dijo:
«Tengo exactamente lo que usted necesita. Soy jardinero en un château cerca de Montluel y mi señora me ha enviado a Lyon con la orden de traerle una chica de servicio, cueste lo que cueste.»
Me enumeró las ventajas de las que disfrutaría, dijo que la tarea no sería en absoluto pesada y el salario, 250 francos además de muchos regalos en Navidad. Una hija casada de la señora la visitaba con frecuencia y siempre dejaba cinco francos para la criada sobre la repisa de la chimenea. Añadió que se me pediría que asistiera a misa con regularidad.
El aspecto, la forma de hablar y los modales del hombre me dieron una impresión tan marcada de buena fe, que acepté su oferta sin un minuto de vacilación, y entonces cogimos el tren, que iba a llegar a Montluel al caer la noche: alrededor de las siete y media.18
Al dejar la estación ferroviaria de Montluel y seguir al hombre en la penumbra por un sendero que salía de la pequeña ciudad iba a comenzar la noche de horror de Marie a manos del primer asesino en serie moderno de Francia. Unos 30 años antes de Jack el Destripador, la prensa francesa iba a llamar «el Lobo» a este asesino en serie siguiendo la larga tradición de los «asesinos en serie licántropos».
EL MUNDO FELIZ COMO NINGUNO ANTES
Marie Pichon y su atacante vivían en un mundo que había cambiado rápida y radicalmente desde los tiempos de Caperucita Roja, los hombres lobo y los cazadores de brujas. La industrialización modificó el corazón mismo de la civilización occidental. Durante unos 1.200 años la principal ocupación de la gente había sido cultivar y vender comida y procesar los recursos naturales: arar la tierra, trabajar la madera, tejer a mano el algodón y fabricar objetos de arcilla. En el mundo antiguo, la tierra cultivable era la mercancía más valiosa, la llave a la riqueza y el poder. En el mundo preindustrial, la mayoría de la gente vivía en el campo, formando comunidades a las que muchas veces estaban ligados por relaciones de parentesco o de clan. Estas comunidades se vigilaban ellas mismas por medio de la pertenencia obligatoria a comisiones de vigilancia o a sistemas de «guardias y alertas» nocturnas formadas por los mismos pobladores u otros medios no oficiales que incluían linchamientos y grupos de vigilancia.
Dos fueron las cosas que transformaron este mundo de la manera más espectacular posible: la energía de vapor y el telégrafo. Treinta años antes, el viaje de Marie entre Lyon y Montluel, separadas por 19 kilómetros, habría requerido varias horas. El trayecto en tren que realizaron ella y su atacante duró escasamente una hora. La energía de vapor no solo fabricaba cosas con más rapidez: también trasladaba a la gente y las mercancías más rápidamente, e imprimía información más rápido y en cantidades mucho mayores y la distribuía a más velocidad. También transportaba a los asesinos en serie y a sus víctimas, alejándolos no solo entre sí, sino también de posibles testigos.
El otro factor de esta velocidad transformadora fue el telégrafo, o lo que Tom Standage, al historiarlo, denomina «la internet victoriana».19 No es exagerado comparar la aparición del telégrafo en 1845 con la aparición de internet. A partir de 1845 tuvimos la posibilidad de trasladar información a una velocidad casi como la de internet: la velocidad, si más no, de una corriente eléctrica por un cable de cobre, un mensaje por vez, sin, desde luego, la banda ancha de la actual internet de fibra óptica.
El mundo comenzó a acelerarse. La gente no solo recibía más rápidamente las nuevas informaciones, sino que ahora podía actuar en consecuencia más rápido, a veces casi en tiempo real. En asuntos de gobierno, negocios, diplomacia y guerras no solo se podía dar información a mayor velocidad, sino que la logística del despliegue de recursos, tropas o municiones se vio acelerada por el telégrafo y la energía del vapor. También el público estaba comprendido en esta nueva red de información telegráfica, ya que las noticias del día se telegrafiaban a los periódicos que las imprimían durante la noche en imprentas accionadas por vapor y los lectores podían acceder a ellas la mañana siguiente.
Estos cambios también afectaron a la forma en que los asesinos en serie comenzaron a navegar por el mundo urbanizado e interconectado, en el que las «comunidades orgánicas» pequeñas, íntimas y rurales fueron sustituidas por «sociedades organizadas» mucho más grandes, anónimas y urbanizadas; donde ya nadie te identificaba por quién eras sino por lo que eras: operario de fábrica, empresario, zapatero, maestro, estudiante, policía, prostituta, vagabundo, víctima y, sí, cuando finalmente le dimos nombre, asesino en serie.
Martin Dumollard, un hombre repulsivo que se convirtió en un asesino en serie
Martin Dumollard, el asesino en serie que abordó a Marie Pichon en el puente de Lyon, ya había matado al menos a tres mujeres, y probablemente a seis o más. Era lo que hoy llamaríamos un asesino en serie «organizado», que se tomaba grandes trabajos para acechar y atraer a sus víctimas. Utilizaba su simpatía y la promesa de empleos lucrativos para hacer que las jóvenes lo acompañaran desde la ciudad ajetreada y llena de gente hasta el lugar solitario y boscoso en el que las mataba, en la campiña que rodeaba la pequeña villa de Montluel.
Dumollard nació el 21 de abril de 1810 en la cercana ciudad de Tramoyes, hijo de un refugiado revolucionario húngaro llamado Peter Demola, que había cambiado su apellido a Dumollard porque sonaba más francés. Demola era un terrateniente adinerado pero también un antimonárquico activo y en su país de origen se lo buscaba porque había conspirado para asesinar al emperador austro-húngaro. Durante las guerras napoleónicas las fuerzas austro-húngaras invadieron parte de Francia y la familia tuvo que huir a Italia. Allí el padre de Martin resultó identificado, detenido y condenado a muerte. Parece que Martin, a la sazón de cuatro años de edad, presenció la horrible muerte de su padre, por écartèlement o descuartizamiento. Se le ataron ambos brazos y ambas piernas a cuatro caballos que le arrancaron las extremidades del tronco mientras aún estaba vivo. Después de ver aquello Martin nunca volvió a ser el mismo.
Martin y su madre, ahora viuda y empobrecida, volvieron a Tramoyes donde el niño comenzó a trabajar como pastor cuidando del rebaño del hacendado local. Es probable que no haya tenido mucha infancia, pero si la tuvo, quizá su cabeza en forma de cono y la excrecencia tumoral del labio hubieran alejado de él a los otros niños. Debe de haber tenido una existencia solitaria, que es donde los niños perjudicados comienzan a forjar su ciclo de fantasías homicidas.
En 1840, a pesar de sus deformidades, Martin se las arregló para cortejar a Marianne Martinet, que había trabajado como criada para el mismo patrón que él, y se casó con ella. Marianne también debió de haber tenido sus propias disfuncionalidades, porque la pareja comenzó su vida matrimonial robando algunas ovejas a su empleador. Martin fue rápidamente detenido por robo y cumplió una sentencia de un año. Finalmente, ambos se instalaron en la cercana aldea de Dagneux, colindante con la villa de Montluel. En 1844 Martin fue detenido nuevamente por pequeños hurtos y condenado a trece meses de cárcel. Aparte de eso, Dumollard no era hombre que atrajera la atención: cuando se dio su nombre como uno de los sospechosos de los asesinatos, el alcalde de la villa no tenía ni idea de quién era.
Los Dumollard vivían en una casa y establo casi en ruinas junto a la carretera de Dagneux y eran muy poco amistosos: solo se los veía cuando vendían artículos pequeños y ropa de segunda mano en los mercados locales. Martin Dumollard era un hombre malhumorado y tenía costumbres nocturnas extrañas. Más tarde los aldeanos recordarían que cuando volvía a casa tarde por la noche le gritaba a su esposa una contraseña secreta en voz tan alta que ya todos los vecinos conocían de memoria. Pero nunca entró abiertamente en conflicto con nadie, era reservado, y su mujer también.
La primera víctima
El 28 de febrero de 1855, seis años antes del encuentro de Marie Pichon con Dumollard en el puente sobre el Ródano, unos cazadores encontraron el cuerpo desnudo de una mujer entre unos matorrales en Pizay, cerca de Tramoyes, donde había nacido Dumollard, y a unos 10 kilómetros al noroeste de donde vivía entonces, en Montluel-Dagneux. La víctima estaba cubierta de sangre recién secada y la habían matado de seis golpes en la cabeza. Sus ropas no aparecieron, con excepción de un pañuelo, un cuello, un bonete de encaje negro y un par de zapatos, que se encontraron cerca. Se dio por sentado que había sido atacada sexualmente. El cuerpo se trasladó a la iglesia de Tramoyes, donde se lo fotografió con la esperanza de poder identificar a la mujer.
Se trataba de Marie Baday, de 36 años, una criada a quien se había visto por última vez en Lyon el día anterior. Contó a conocidos suyos que un hombre le había ofrecido un trabajo bien pagado como criada si estaba en condiciones de hacerse cargo del puesto inmediatamente. El mismo día en que Marie Baday salió de Lyon con el desconocido, otra chica de servicio de Lyon, Marie Cart, había recibido la misma oferta de un hombre muy extraño, un campesino con el labio superior desfigurado, pero ella había tardado en decidirse a aceptar la oferta.
El 4 de marzo el hombre volvió a Lyon y repitió su propuesta a Marie Cart pero ella la rechazó y en cambio presentó al cortés emisario a su amiga Olympe Alubert, quien aceptó inmediatamente la generosa proposición. Ambos llegaron a Tramoyes al anochecer. El hombre llevó a Alubert al mismo bosquecillo donde se había encontrado a Marie Baday pocos días antes. Actualmente los habitantes del lugar conocen los matorrales de Pizay como Bois de la morte, «el Bosque de la muerta».20
No está claro si Olympe había oído hablar o había leído en los periódicos de Lyon acerca de la mujer recientemente encontrada muerta en el bosque, y en caso afirmativo, si sabía que aquellos eran los mismos bosques a los que el hombre la estaba llevando, pero algo sobre toda la situación puso en alerta su intuición. A medida que se acercaban al bosque, inexplicablemente sintió espanto y escapó corriendo a pedir auxilio en la primera casa que encontró. Olympe no pudo dar a la policía mucho más que la descripción física del hombre, incluyendo el labio desfigurado. Al estar a 10 kilómetros de la aldea donde vivía Dumollard, el hombre bien podía estar ya a mil kilómetros de allí. Pese a los adelantos en las comunicaciones, el cableado telegráfico no llegaba a las villas más pequeñas del campo, y en caso de haber llegado, no existía un protocolo de comunicación sistemático entre los diferentes departamentos de policía.
El 22 de septiembre de 1855, el mismo hombre recogió en Lyon a Josephte Charlety. Durante el viaje al sitio del nuevo empleo de la mujer, a ella también comenzaron a inquietarle las preguntas del hombre acerca de sus ahorros. Con la excusa de que estaba muy cansada para continuar esa noche, Charlety se detuvo en una posada y quedó en encontrarse con él a la mañana siguiente para seguir viaje. En vez de eso, lo dejó plantado y sobrevivió.
El 31 de octubre, Jeanne-Marie Bourgeois, de 22 años, fue abordada en Lyon por un hombre que respondía a la misma descripción y, también obedeciendo a una intuición, huyó durante el viaje. Para entonces la policía había detenido a un sospechoso por la muerte de Baday y ahora hacía caso omiso de los informes de «mujeres histéricas» y sus encuentros con el extraño individuo. Se citó a Bourgeois para que reconociera al detenido pero declaró que no era el hombre. Finalmente el sospechoso quedó libre.
En noviembre de 1855 Dumollard lanzó el anzuelo a Victorine Perrin en Lyon. Mientras la llevaba por una carretera se acercó un grupo de gente y Dumollard escapó llevándose las pertenencias de ella. Nuevamente hubo una denuncia ante la policía, pero en otra jurisdicción. Aunque ya para entonces las autoridades de varias jurisdicciones tenían en sus manos las denuncias de un hombre con el labio desfigurado, e incluso el público estaba al tanto de la descripción, los vecinos de la villa en que vivía Dumollard no vieron la relación (y si la vieron, vacilaron en notificar sus sospechas a la policía).
Después de su detención la policía volvió a seguir los movimientos de Dumollard entre 1855 y 1861. Supieron que rondaba a sus víctimas en Lyon con tanta frecuencia que en su hotel favorito, donde solía pasar la noche, ya lo conocían. La policía reunió informes sobre muchas jóvenes a quienes se había visto en su compañía, incluso una que él presentaba como su sobrina y que pasó una noche con él en el hotel. Nunca se conocieron ni su identidad ni su destino, pero el personal del hotel al que se llamó como testigos en el juicio a Dumollard identificó algunas de las pertenencias de la chica que se encontraron en posesión del hombre.
El método de Dumollard era casi siempre el mismo: cogía el tren desde su aldea hasta Lyon y se mezclaba con la multitud de viandantes, buscando a sus víctimas ideales en las calles más concurridas. Siempre eran mujeres jóvenes que buscaban empleo con desesperación. (Reconocía a las chicas sin empleo por su forma de vestir, por su juventud y por el hecho de que anduviesen por la calle en horas de trabajo.) Entablaba conversación preguntando a las chicas la dirección de una agencia de empleo, como hizo con Marie Pichon. Si, como él esperaba, su víctima era una criada sin trabajo que buscaba empleo, echaba el anzuelo.
El 17 de enero de 1859 Dumollard llevó a la criada sin empleo Julie Fargeat al campo, unos 30 kilómetros al noroeste de Montluel-Dagneux. Cuando la atacó en una zona boscosa, los gritos de la chica atrajeron a un agricultor local, Simon Mallet, que fue al rescate. Dumollard huyó con las pertenencias de Julie. Pero cuando ella denunció el ataque ante la policía, la acusaron de vagancia porque no pudo presentar ningún documento ya que todo se lo había robado Dumollard al huir. No olvidemos que en la Europa continental la función primordial de la policía, hasta no hace mucho, era suprimir las rebeliones populares y mantener el orden entre las clases trabajadoras. No estaba allí para «proteger y servir» a todos los ciudadanos, como reza su mandato actual.
El 29 de abril de 1860 Dumollard atrajo a Louise Michel a la misma zona. Ella consiguió escapar y buscó refugio en la granja de Claude Aymond. Mientras tanto Dumollard corría por un campo donde se encontró con Simon Mallet, uno de los agricultores que el año anterior habían acudido en auxilio de Julie Fargeat. Aymond y Mallet fueron juntos a ver al magistrado policial local para denunciar los ataques, pero el magistrado rechazó la idea de que un «labio hinchado» adjudicase los dos casos a un mismo delincuente. La denuncia se archivó y no se hizo circular fuera de la pequeña jurisdicción.
Este es un ejemplo clásico de «ceguera a la conexión», que hasta el día de hoy sigue siendo uno de los desafíos más importantes en la investigación de asesinatos en serie: la incapacidad de una oficina policial para reconocer características de muchos casos que apuntan a un único perpetrador. También constituyó un problema en el caso, actualmente sin resolver, del asesino en serie de Long Island (LISK, por sus siglas en inglés). Dumollard se estaba saliendo con la suya con sus ataques en serie en la década de 1860 con la misma facilidad con la que lo hizo Ted Bundy en la década de 1970, cuando la policía no efectuó la conexión entre él y una serie de asesinatos multijurisdiccionales.
Captura del «lobo francés»
Hasta entonces Dumollard había sido cuidadoso y había tenido suerte, pero cuando echó el ojo a Marie Pichon en mayo de 1861 se descuidó y la llevó hasta la estación ferroviaria de Montluel, que era la jurisdicción policial donde él vivía. Al llegar por la noche a la pequeña estación de Montluel, donde lo vieron algunos testigos que lo reconocieron, Dumollard condujo a Marie Pichon a pie en dirección a donde le dijo que la esperaba su empleo.
Más tarde Pichon le contó esto a la policía:
Cargando mi maleta sobre el hombro, me dijo que deseaba que lo siguiera, ya que ahora nos esperaba una caminata de hora y media, pero que, si tomábamos atajos, llegaríamos pronto al destino. Yo llevaba en la mano una cajita; en la otra, mi cesta y mi paraguas. Cruzamos las vías del tren y caminamos un rato por la carretera que discurre paralela a las vías, cuando el hombre de repente torció a la izquierda y me llevó por una bajada empinada a ambos lados de la cual había matorrales espesos. En un momento dado se dio la vuelta diciendo que mi maleta lo fatigaba, que la escondería en unos arbustos y volvería a por ella por la mañana con un carruaje. Luego dejamos por completo el sendero, cruzamos varios campos y llegamos a unos arbustos donde escondió la maleta diciendo que en unos minutos veríamos el château. Después de esto atravesamos otros campos y cruzamos por dos veces sitios que parecían lechos de arroyos secos y finalmente, por caminos bastante difíciles, más arrastrándonos que caminando, llegamos a la cima de una colina pequeña.
Debo mencionar algo que había llamado mi atención. Durante todo el camino mi guía parecía extremadamente atento, me decía que tuviera cuidado dónde pisaba y cuidaba de mí ante cada obstáculo. Inmediatamente después de cruzar la colina que ya mencioné, sus movimientos comenzaron a ponerme inquieta. Al pasar junto a unos viñedos intentó arrancar una estaca larga. La estaca, empero, se le resistía, y como yo venía casi pisándole los talones, no persistió en sus esfuerzos. Un poco más lejos se agachó y pareció que iba a recoger una de las piedras grandes del camino. Aunque ya estaba seriamente alarmada, logré preguntarle con toda la indiferencia de que fui capaz: «¿Qué está buscando?». Me dio una respuesta que no pude entender y enseguida repitió la maniobra. Nuevamente le pregunté qué buscaba, porque ¿acaso había perdido algo?
«Nada, nada —respondió—; no es más que una planta que quería recoger para mi jardín.» Otros movimientos raros me mantuvieron en un estado de alarma febril. Observé que varias veces se quedaba detrás de mí y, cada vez que lo hacía, movía las manos bajo la camisa como si buscase un arma. Yo estaba helada de terror. No me atrevía a salir corriendo porque sabía que iba a perseguirme, pero constantemente le urgía a caminar delante de mí, asegurándole que lo seguiría.
De esta manera llegamos a la cima de otra colina pequeña, en la que había una choza a medio construir. Había un sembradío de coles y una gran rueda de carro. Ahora mi miedo era tal que me infundió el valor necesario. Resolví no seguir y de inmediato le dije: «Veo que usted me ha guiado mal. Me detendré aquí». Apenas estas palabras habían salido de mi boca cuando se volvió bruscamente, estiró los brazos por encima de mi cabeza y dejó caer una cuerda con un nudo corredizo. En ese momento estábamos casi tocándonos. Instintivamente dejé caer todo lo que llevaba y con las dos manos agarré los brazos del hombre y lo empujé apartándolo con todas mis fuerzas. Este movimiento me salvó. La cuerda, que ya estaba sobre mi cabeza, solo atrapó mi bonete y me lo quitó. Chillé muy fuerte: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Estoy perdida!».
Estaba demasiado agitada para darme cuenta de que mi asesino no repetía el ataque. Todo lo que recuerdo es que la cuerda aún estaba en sus manos. Recogí mi caja y mi paraguas y corrí colina abajo. Al atravesar un trozo de zanja caí y me lastimé bastante, además perdí el paraguas. Pero el miedo me dio fuerzas. Oía los pesados pasos del asesino que me perseguía, y me puse de pie de nuevo en un instante, corriendo por mi vida. En ese momento la luna se levantó sobre los árboles a mi izquierda y vi el destello de una casa blanca en la planicie. Volé hacia ella, cruzando las vías y cayéndome varias veces durante la larga carrera. Pronto vi luces. Era Balan. Me detuve en la primera casa. Salió un hombre. Estaba salvada.
Esta vez, cuando la policía recibió la denuncia del incidente y la descripción del atacante, con el labio desfigurado, las nuevas llegaron rápidamente a las poblaciones de Montluel y Dagneux. El «lobo» Dumollard había atacado demasiado cerca de casa. El mismo día los cotilleos de los aldeanos e informantes hicieron que la atención de la policía recayera sobre la pareja hostil y extraña que vivía en Dagneux, y sobre el marido con sus excéntricas costumbres nocturnas y característica deformidad del labio.
La policía entró en casa de los Dumollard y encontró lo que hoy reconocemos como la típica colección de trofeos de un asesino en serie, artículos que era evidente que no pertenecían a Marianne, la esposa campesina de Dumollard. Había cosas que eran características de las chicas de servicio, cuyos empleadores querían que mostrasen «buena presencia»: vestidos de seda hechos a medida, prendas de encaje, cintas, batas, pañuelos, zapatos, joyas de bisutería. Algunos objetos tenían rastros de sangre, otros se habían lavado y retorcido. El inventario hecho por la policía recogía 1.250 objetos. Un agente comentó: «Este hombre debe de tener un osario en algún sitio».
La policía detuvo tanto a Martin Dumollard como a su mujer Marianne, ya que era evidente que ella estaba al tanto del robo de propiedad ajena. Empezaron a aparecer testigos de Montluel para informar que en diciembre de 1858 habían visto al detenido llegar a la estación del tren en compañía de otra mujer joven. Su maleta había quedado en la estación y ella nunca fue a buscarla.
La mujer de Dumollard, Marianne, confesó que, la noche en que se vio a su marido en la estación con la chica desaparecida, él «volvió a casa muy tarde y me trajo un reloj de plata y unas ropas manchadas de sangre. Me dio estas últimas a lavar y solo explicó brevemente: “He matado a una chica en el bosque de Montmain y ahora me voy a enterrarla”. Cogió su zapapico y salió. Al día siguiente quiso ir a recoger el equipaje de la chica pero yo lo disuadí de hacerlo».
Investigación y juicio de los Dumollard
El bosque de Montmain estaba situado justo pasando el límite norte de Dagneux y de la casa de los Dumollard, a quienes llevaron al lugar. Marianne no fue capaz de localizar el sitio del enterramiento y Martin se negó a hablar. Finalmente, la partida de búsqueda advirtió una irregularidad en el terreno y comenzaron a cavar ahí. Exhumaron los restos del esqueleto de una mujer con una grave fractura de cráneo. Nunca se la identificó.
Al día siguiente la búsqueda se trasladó a un bosque comunal, un poco más al norte. Esta vez Martin se mostró algo más comunicativo. Dijo que lo habían empleado dos hombres misteriosos que le pagaban para atraer a mujeres desde Lyon y dejarlas en manos de ellos en el campo. Dijo que esos hombres asesinaban a las mujeres y que a él, como pago, le regalaban sus pertenencias. Señaló un lugar en el bosque, del cual la policía recuperó el cadáver bien conservado de una mujer joven acostada de espaldas con la mano izquierda sobre el pecho y en la derecha un puñado de tierra, lo que parecía indicar que la habían enterrado viva y ella había intentado liberarse cavando con las manos pero finalmente murió sofocada por la tierra.
Dumollard dijo que sus dos misteriosos patrones también habían matado a Marie Baday, cuyo cuerpo se encontró en Pizay en 1855, y que también en otras ocasiones habían arrojado los cuerpos de hasta tres mujeres al río Ródano desde un puente. Dijo que su mujer tenía conocimiento de los asesinatos y de los enterramientos y que solía lavar la sangre de las ropas, que luego usaba ella misma o vendía en los mercadillos.
Al final, la policía relacionó a Dumollard con tres cadáveres, uno de los cuales nunca se pudo identificar satisfactoriamente, así como con el intento de asesinato de siete mujeres, entre ellas Marie Pichon. Después de haber dicho que sus supuestos patrones arrojaron tres cadáveres al río, también pasó a ser sospechoso de la muerte de varias mujeres a las que habría empujado al Ródano a principios de la década de 1850, pero los casos eran demasiado antiguos como para confirmar su conexión con él.
Marido y mujer fueron a juicio juntos en enero de 1862.
Marianne se sentó en el banquillo y testificó que en dos ocasiones su marido le trajo ropa perteneciente a chicas que decía haber matado. Declaró que había notado que algunas ropas estaban manchadas de sangre pero no le dijo nada a él. Describió la relación de ambos como «indiferente», ya que él con frecuencia pasaba la noche fuera o bien regresaba muy tarde. En una actitud típica de las mujeres cómplices de los asesinos en serie, dijo que ella se había quedado con él y no había dicho nada de sus crímenes porque le temía.
La fiscalía mostró artículos que se creía que habían pertenecido a las víctimas. Había 70 pañuelos, 57 pares de medias, 28 fulares, 38 gorros, 10 corsés, 9 vestidos y toda una multitud de otras cosas. Algunos de los artículos parecían estar manchados de sangre. (Ese mismo año el científico holandés J. Izaak Van Deen creó una prueba definitiva para distinguir las manchas de sangre de otras manchas similares causadas por óxido, pintura, esporas vegetales o tabaco de mascar, pero no estuvo disponible a tiempo para su aplicación en el juicio de Dumollard.) En el tribunal, los testigos identificaron algunos de los artículos pertenecientes a personas de su familia asesinadas por Dumollard.
En un momento dado el juez le preguntó al acusado:
—¿Recuerda usted este vestido?
—Perfectamente.
—¿Y usted, Marianne Dumollard?
—Naturalmente. Yo lo he usado.
—¿No ha usado usted también un gorro manchado con sangre?
—¡Desde luego que no! Lo habría lavado antes —replicó ella.
Durante todo el juicio Dumollard mantuvo una actitud casi de desinterés, masticando pausadamente sus bocadillos en las pausas e insistiendo en que todos los crímenes habían sido obra de sus dos misteriosos empleadores. Sobre Marie Pichon dijo que había intentado asustarla a propósito para «salvarla» de sus socios homicidas, que estaban esperando a que él se la entregara. Negó haber intentado pasarle una cuerda por el cuello y aseguró que solo se lo había rodeado con los brazos para asustarla.
Al final del juicio, que duró cuatro días, el jurado lo consideró culpable. Martin fue sentenciado a muerte mientras que su esposa era condenada a 20 años de trabajos forzados. En la plaza principal de Montluel se erigió una guillotina y después de permitírsele tomar una última comida junto a su mujer, Dumollard marchó en calma hacia su muerte, insistiendo hasta el último minuto en que sus empleadores habían asesinado a todas las víctimas. Fue ejecutado el 8 de marzo de 1862. Su cabeza se entregó a la Facultad de Medicina de Lyon donde, después de haberla estudiado en busca de anomalías frenológicas, se separó la piel del cráneo, se curó y se montó como la cabeza de un maniquí; hoy todavía puede verse en su expositor de cristal en el Museo de Ciencias Médicas y de la Salud de Rillieux-la-Pape.21
La psicopatología de Dumollard:
¿robo simple o crímenes sexuales parafílicos?
En su época el caso Dumollard fue extraordinario y hablaron de él periódicos de lugares tan lejanos como Estados Unidos y Australia. Aunque algunos de los informes periodísticos apodaban a Dumollard «el lobo francés», sus asesinatos no se caracterizaron por la mutilación y evisceración frenética de sus víctimas, como hacían los hombres lobo.
En aquella época el descuidado asesinato en serie efectuado por ladrones y bandidos seguía siendo un delito conocido, y la recolección de prendas femeninas por Dumollard, así como la colaboración de su esposa a la hora de librarse de algunas de aquellas pertenencias, sugería a mucha gente que la motivación principal del asesino era el botín material y que, si acaso hubiera tenido lugar algún tipo de ataque sexual, este era secundario y oportunista, y no la motivación principal. Después de todo, ya había sido condenado dos veces por latrocinio y era imposible saber si había violado a las víctimas.22
Nada de esto significa que Dumollard no sintiera la fuerza patológica de sus fantasías y sus impulsos sexuales. Es posible que esas fantasías se limitaran a acosar mujeres y luego controlarlas quitándoles la ropa. No es raro que un delincuente sexual sea incapaz de eyacular e incluso de lograr una erección mientras comete el delito. Muchas veces estos criminales obtienen su satisfacción una vez que abandonan la escena del crimen y se retiran con los recuerdos robados a la intimidad y a la seguridad de su vivienda. Una vez allí reviven lo que acaban de hacer y se masturban compulsivamente, en ocasiones con objetos que les han robado a las víctimas —trofeos o «tótems», a veces incluso partes del cuerpo— que funcionan uniendo sus fantasías con la realidad de lo que acaban de perpetrar. (Actualmente suelen usarse como tótems masturbatorios las fotos o vídeos de la víctima hechos por el asesino en serie.)
La obsesiva fijación de objetivos de Dumollard, su acoso durante días a víctimas como Marie Cart, acoso al que regresaba pacientemente si no conseguía atraerla al primer intento, indican una concentración y una energía patológicas, mucho mayores que el beneficio que podía obtener vendiendo la ropa y bisuterías de una criada. Si sus asesinatos no eran otra cosa que pura avaricia material, existían muchos medios más fáciles, menos arriesgados y que exigían menos tiempo y energía. Estaba claro que a Dumollard lo impulsaba el placer patológico que obtenía de rondar a las víctimas y controlarlas. Los objetos de las chicas eran sus trofeos.
DUMOLLARD FRENTE A ALBERT DESALVO, EL ESTRANGULADOR DE BOSTON
Es posible que Dumollard tuviese problemas con su propia clase social —la de campesino y pastor, que le impuso la ejecución del padre— y con el estatus apenas más alto de las chicas de servicio. Su caso se parece mucho a otro sucedido 100 años después, el de Albert DeSalvo, el estrangulador de Boston, que violó y asesinó a 13 mujeres a comienzos de la década de 1960. El canadiense antropólogo y experto en asesinos en serie Elliott Leyton señaló que DeSalvo hablaba con frecuencia de su baja clase social.23 DeSalvo tenía la impresión de que se había «casado con alguien de clase más alta»: su mujer, Irmgard, provenía de una respetable familia de clase media; lo mismo había hecho su propia madre, que se «casó con alguien más bajo», el padre de Albert, proletario y maltratador. También los padres de Dumollard provenían de la clase media terrateniente de Austria-Hungría antes de empobrecer debido a las actividades revolucionarias y la ejecución del padre.
DeSalvo llamó por primera vez la atención de la policía no como asesino en serie sino por el incidente del «hombre de las medidas», una serie de delitos sexuales no violentos y más bien cómicos. Se hacía pasar por un cazatalentos de una agencia de modelos y les pedía a las mujeres su permiso para medirlas. Mientras simulaba que les medía el busto y las caderas con una cinta de medir, las tocaba y las acariciaba «accidentalmente». Muchas de ellas ni siquiera se dieron cuenta de que DeSalvo las tocaba; luego las mujeres comenzaron a quejarse enfadadas ante la policía, pero solo cuando se dieron cuenta de que el fotógrafo que había prometido hacerles las fotos no llegaba nunca.
Cuando lo detuvieron por su fingimiento como «hombre de las medidas», DeSalvo dijo a la policía:
He sido un chico pobre toda la vida, vengo de un hogar malo, ustedes ya saben todo eso, ¿por qué iba a engañarlos? Miren, yo no entiendo nada sobre modelos ni sobre cámaras de fotos [...] No soy una persona educada y esas chicas eran todas graduadas universitarias, ¿me entienden? Las puse en ridículo [...] Les hice hacer lo que yo quería, y aceptarme y escucharme.
Tiempo después, cuando se lo acusó de la violación y asesinato de 12 mujeres mayores y una estudiante universitaria, DeSalvo hizo este comentario acerca de sus delitos anteriores como «hombre de las medidas»:
En general me flipaban aquellas chicas que andaban por Harvard. No soy guapo ni soy educado, pero sí era capaz de engañar a esas personas de clase alta. Yo sé que a las personas que vienen de mi ambiente las miran por encima del hombro. Creen que son mejores que yo. Todas ellas fueron a la universidad y yo nunca tuve nada en la vida, pero fui más listo que ellas. Se suponía que tenía que creer que ellas eran mejores que yo porque eran universitarias [...] cuando les dije que podían ser modelos fue como decirles al mismo tiempo: sois mejores que yo, sois mejores que todos porque podéis ser modelos [...] Cualquiera con dos dedos de frente se habría dado cuenta. Nunca me pidieron una prueba.
Hubo momentos, cuando hacía aquello del hombre de las medidas, en que odiaba a esas chicas por ser tan estúpidas y tenía ganas de hacerles algo [...] algo que les diera que pensar, aunque solo fuera un instante [...] que les enseñara que yo era tan bueno como ellas, quizá mejor y más listo.
Es posible que Dumollard también haya obtenido placer psicosexual al engañar y controlar a aquellas chicas de servicio urbanas, engreídas y bien vestidas, que miraban por encima del hombro a un labio deformado y una cabeza en forma de cono.
EL FETICHE DE LA CHICA DE SERVICIO
El «complejo» de Dumollard encajaba con la flamante desconfianza y miedo de la sociedad hacia la modernidad urbana y la movilidad femenina. A medida que la industrialización creaba tiendas al por menor que necesitaban dependientes, y también puestos de contables y de administrativos que enriquecían a las nuevas clases medias, las mujeres jóvenes y solteras comenzaron a abandonar a sus familias campesinas en busca de trabajos que no fueran de maestra de niños, que era la única profesión aceptable para las mujeres solteras «decentes». Las jóvenes se fueron a vivir a las ciudades, lejos de la supervisión de la familia. Algunas encontraron empleo en fábricas, luego en tiendas y oficinas, pero la mayoría de las mujeres jóvenes y solteras se emplearon como criadas en las casas ricas de las clases media y alta que necesitaban ayuda doméstica barata.
El posible comportamiento sexual de las mujeres jóvenes e independientes a quienes nadie supervisaba en la gran ciudad pasó a ser «el problema de las chicas».24 Durante siglos, las únicas mujeres que salían sin supervisión a los espacios públicos habían sido las vagabundas indigentes y las prostitutas. Ahora se veía mujeres jóvenes y solteras por todas partes. En las ciudades del siglo XIX surgieron las pensiones para trabajadoras solteras, donde se las acompañaba y se las vigilaba estrechamente, y llegaron a ser algo común. De la misma forma en que hasta hace muy poco a las azafatas aéreas y a las enfermeras se les suponía una promiscuidad mítica, todas las trabajadoras jóvenes, solteras e independientes se consideraban «sexualmente sospechosas», en especial las chicas de servicio en las que se centró la pornografía del siglo XIX; pongo, por ejemplo, la obra My Secret Life, escrita por un tal «Walter», tan explícita que no se pudo publicar en Estados Unidos hasta 1966 ni en Gran Bretaña hasta 1995.25 (En el capítulo 10 hay más información sobre la pornografía de mediados de la era victoriana.)
Es más: la mayoría de los empleadores adinerados querían que las chicas a su servicio vistieran bien, se perfumaran y se adornaran. Las dimensiones fetichistas de los vestidos de las chicas de servicio, desde uniformes hasta vestidos normales pero elegantes, constituían una enorme atracción para los parafílicos fetichistas. (Todavía sigue siendo popular en las tiendas que venden lencería provocativa y en las de disfraces la vestimenta de «doncella francesa sexy», a la que, en las fiestas de Halloween, se le añade un par de medias de malla.) Había por ahí tantas chicas de servicio que Dumollard podía pescarlas sin mayor esfuerzo en uno solo de los puentes del centro de Lyon. Era incluso más fácil llevárselas que a las prostitutas; después de todo, ¿qué prostituta aceptaría irse con un paleto de campo como Dumollard para que en un bosque oscuro a 20 kilómetros de allí le hiciera una jugarreta? Pero una chica de servicio… Era la perfecta Caperucita Roja, preparada para seguir al que creía que era un emisario, sirviente como ella, de un posible empleador rico.
Que las chicas de servicio habían sido relegadas a la categoría de «menos muertas» por la sociedad europea era evidente en la prensa francesa, especialmente en el periódico conservador Le Figaro, que publicaba chistes relacionados con el caso Dumollard, la mayoría de ellos pésimos juegos de palabras sexuales con el término francés para «criada», que es bonne, y que también significa «buena».26
Así como no resulta inconcebible que Dumollard asesinara a sus víctimas literalmente «por la ropa que llevaban» —ya que para algunas, en aquella época, la ropa era lo único de valor que poseían (aún hoy en día no es raro que se cometa un asesinato para robar un iPhone o un par de zapatillas Nike)—, el tótem fetichista que constituía para él la ropa de sus víctimas menos muertas y el hecho de conservar las prendas en su casa indica que sin duda Dumollard sufría de una compulsión psicopatológica fetichista, y no de ansia de dinero.
Martin Dumollard mismo, como campesino, quedó relegado a la categoría de los menos muertos. Cuando en 1862 el pintor Jean-François Millet exhibió su célebre pintura de un agricultor en el campo titulada Hombre con azadón, muchas personas dieron por sentado que se trataba de un retrato de Dumollard. En 1863 el crítico y ensayista francés Paul de Saint-Victor, inspirado en el caso Dumollard, escribió sobre la pintura: «Imaginad un monstruo sin frente, de ojos apagados y con la sonrisa de un idiota, plantado en medio del campo como un espantapájaros. Ninguna huella de inteligencia humaniza a este bruto en reposo. ¿Ha estado trabajando o asesinando? ¿Excava la tierra o cava una tumba?».27
Andreas Bichel, el matarife de chicas: Alemania, 1808
El caso Dumollard, en 1861, fue algo excepcional y totalmente nuevo en Francia, pero no constituyó ninguna novedad en el resto del territorio europeo. Un caso muy similar de asesinatos por el fetiche de los vestidos femeninos ya había tenido lugar en Baviera, Alemania. Exactamente como Dumollard, Andreas Bichel ponía en su mira a chicas de servicio con la intención evidente de robarles la ropa, y se informó que se había visto a su mujer llevando y también vendiendo algunas prendas de las víctimas. Y también igual que sucedió con Dumollard, en su época hubo la percepción de que los asesinatos cometidos por Bichel estaban motivados principalmente por el dinero, con matices sexuales y fetichistas como razones oportunistas y secundarias.
Pero a diferencia del caso Dumollard, el caso Bichel fue reconsiderado varias veces en el curso del siglo, y remodelado y repensado hasta que pasó de considerarse robo en serie a mutilación fetichista y matanza sexual en serie: es un ejemplo excelente de cómo construimos nuestro concepto de lo que son los asesinos en serie redefiniendo lo que antaño creíamos. Se nos dice que no se puede cambiar el pasado pero cualquier historiador sabe que el pasado es infinitamente modificable. Cuanto más investigamos y aprendemos sobre el pasado, más cambia para nosotros.
Andreas Bichel, de 48 años al ser detenido, era un tipo muy conocido en la pequeña villa de Regendorf. Como Dumollard (y como muchos asesinos en serie), tenía un historial de hurtos menores: en este caso, algunas verduras del huerto del vecino y un intento de quedarse con un poco de heno del granero de su empleador. Por lo demás, Bichel nunca había atraído una atención negativa sobre sí. Estaba casado y mantenía su casita. Cuando lo despidieron por el intento de robar heno, él y su mujer pusieron una tienda de confección de ropa y también venta de ropa de segunda mano. (Antes del auge de la fabricación industrial, la mayor parte de la ropa lista para usar y de los zapatos que se vendía en las tiendas era de segunda mano.)
A Bichel se lo consideraba un personaje algo raro, una especie de embaucador que se ocupaba, desde su tienda de ropa, de todo tipo de pequeños trabajos dirigidos a las mujeres, entre ellos una agencia de empleo para empleadas domésticas y un servicio de adivinación del futuro que les prometía a las muchachas solteras echar una ojeada a sus futuros maridos (la «bola de cristal» era una lente de aumento común que Bichel había colocado en un marco de madera).
En octubre de 1806 una joven campesina, Barbara Reisinger, dijo a sus padres que tenía una cita con Bichel en su tienda para hablar sobre sus posibilidades de trabajar como criada. Cuando Barbara llegó a la tienda estaba la mujer de Bichel, pero tenía que irse inmediatamente por un trabajo en otro pueblo. Cuando regresó a casa se encontró con la tienda llena de agua. Bichel le dijo que se le había derramado un cubo lleno. Entre tanto, Barbara Reisinger no había regresado a su casa.
Cuando el padre de la chica llegó en busca de ella, Bichel le dijo que había encontrado un empleo en Núremberg, que estaba cerca. Pocas semanas después envió un mensaje a los padres de la chica diciéndoles que Barbara se había casado con un embajador y le había pedido a él, Bichel, que recogiese sus vestidos y ropa más finos y se los enviase a ella. Al no hacer los padres lo que se les pedía, Bichel volvió a casa de ellos para reprenderlos por no haber satisfecho los deseos de su hija. Avergonzados, la madre empacó los mejores trajes de Barbara y el padre ayudó a Bichel a transportarlos hasta la tienda. En un mundo sin telégrafo ni teléfono y con un altísimo porcentaje de analfabetismo, a los sencillos padres de Barbara ni se les ocurrió pensar que era extraño que su hija no les hubiese enviado una carta para comunicarles su buena suerte y su matrimonio.
En cualquier caso, tampoco había una «policía» a la que presentar una denuncia por persona desaparecida. La familia que pensara que había algo sospechoso tenía que reunir pruebas por su cuenta y presentarlas ante un magistrado para obtener una orden judicial, todo ello a sus propias expensas. Era algo que superaba la comprensión y los medios del campesino típico. Cuando el padre se enteró de que Bichel había estado vendiendo las ropas de su hija se enfrentó al tendero, que lo negó todo y además lo amenazó. Y allí terminó todo, hasta que la familia de otra chica desaparecida no se conformó tan fácilmente.
El 15 de febrero de 1808 Katherina Seidel dijo a sus hermanas que iba a la tienda de Bichel para que le leyera la buena fortuna. Dijo que Bichel le había asegurado que para que el cristal mágico surtiera efecto era necesario que ella se cambiase de ropa tres veces en el curso de la sesión de adivinación, y que además la ropa debía ser la más fina que la chica tuviese. Katherina Seidel nunca regresó de su cita con el tendero.
Cuando las hermanas fueron a la tienda a preguntar por ella, Bichel les dijo que se había marchado en compañía de un hombre desconocido. Las hermanas habían oído rumores sobre la desaparición de Barbara Reisinger; en realidad, después de Barbara, Bichel se había acercado a varias mujeres para invitarlas a llevar ropa de recambio para una sesión de adivinación del futuro, pero ellas tuvieron intuición y no se fiaron. Pocos meses más tarde una de las hermanas de Katherina vio, en otra tienda, a un sastre que cosía lo que reconoció como la tela de un vestido que había pertenecido a su hermana. Cuando preguntó por la tela, el sastre le dijo que estaba trabajando en un encargo de Andreas Bichel.
La familia Seidel tenía más educación y más medios económicos que los Reisinger y presentó una denuncia formal al magistrado. El 20 de mayo de 1808 los gendarmes bávaros llegaron a casa de Bichel llevando órdenes de detención y de búsqueda tanto para Andreas como para su esposa. Al detener a Bichel, los gendarmes advirtieron que intentaba deshacerse de un pañuelo que tenía en su poder. Un gendarme se lo quitó y lo mostró a una de las hermanas, quien lo identificó como propiedad de Katherina.
Al interrogarlo Bichel afirmó que había comprado el pañuelo en un mercadillo y que había invitado a Katherina a la tienda cuando un hombre joven, cuya identidad no conocía, entró y le pidió que le presentase a la chica. Aseguró que Katherina se había marchado con el desconocido y que él había oído decir que ahora vivía en otra ciudad y la habían visto llevar «vestidos franceses». Cuando se le preguntó por el «cristal mágico» Bichel negó que él adivinase la suerte y dijo que era otro hombre el que había realizado sesiones de adivinación en su tienda el año anterior.
La inspección de la tienda reveló varios arcones con ropas femeninas, entre las que las familias Reisinger y Seidel identificaron algunas como pertenecientes a las desaparecidas. Se comprobó que la mujer de Bichel había vendido algunas de las prendas, pero ella negó conocer su procedencia. Otra investigación dio con varias chicas a las que se había invitado a sesiones con el «cristal mágico» llevando sus tres mejores vestidos, pero en el último minuto cambiaron de parecer. Ahora la policía ya tenía una idea bastante clara de lo que tenía entre manos, pero ¿cómo demostrarlo sin cuerpos y sin una gota de sangre?
Uno de los gendarmes bávaros había llevado a su perro y notó que el animal oliscaba e intentaba cavar junto a un cobertizo detrás de la casa de Bichel. El 22 de mayo comenzaron a cavar alrededor del cobertizo. Bajo una pila de heno y basura en un rincón desenterraron lo que parecían huesos humanos. Al cavar más profundo encontraron la parte inferior de un torso humano y las piernas envueltas en tiras de algodón. De otro rincón desenterraron la parte superior de un torso sin cabeza, así como la cabeza, ya descompuesta. Más tarde estos restos se identificaron como pertenecientes a la chica de servicio Barbara Reisinger. El segundo cadáver se encontró cerca del primero, también partido en dos. Este segundo cuerpo se identificó como el de Katherina Seidel gracias a un par de pendientes que aún llevaba puestos.
Los médicos que examinaron los cuerpos quedaron intrigados por el hecho de que los dos torsos superiores estaban abiertos longitudinalmente por pecho y tórax con un cuchillo que había penetrado con ayuda de un martillo, a la manera de un escoplo. Los brazos seguían unidos a los torsos pero los pies estaban cortados por los tobillos. El cuerpo de Reisinger estaba demasiado descompuesto para que los médicos pudieran determinar la causa de la muerte, pero el de Katherina Seidel estaba en mejores condiciones y reveló un traumatismo menor en la cabeza y una herida de cuchillo en el cuello, entre otros daños. Los médicos afirmaron que no había motivos para suponer que Katherina…
… estuviese muerta ni siquiera mortalmente herida antes de que la abrieran. Es posible que quedase atontada por un golpe en la cabeza, pero este no pudo haber sido mortal, como tampoco la herida de cuchillo en el cuello fue suficiente para causarle la muerte [...] la muerte le sobrevino al abrirla y dividir su cuerpo.28
Al presentarle estas pruebas cuando lo llevaron de vuelta a los barracones de la policía, Bichel se ofreció a contar «la verdad». Primero pergeñó una bobada de cómo Katherina fue asesinada por extraños en casa de él; después, tras pedir que no lo castigasen por ello, confesó que en el acaloramiento de una discusión con la chica le dio en la cabeza con un leño pero nunca había sido su intención matarla. Bichel amontonó capa sobre capa de mentiras. Y cuando se le preguntó por el segundo cadáver, negó obstinadamente saber nada sobre él.
De haber sucedido esto dos años antes Bichel habría sido sometido a tortura. Pero Baviera se había unido al Imperio napoleónico e introducido las leyes y procedimientos ilustrados que trajo consigo Napoleón, entre ellos, la abolición de la tortura, el 7 de julio de 1806.
La técnica que se adoptó para reemplazar la tortura fue la de llevar al sospechoso a la escena del crimen, y de ser posible interrogarlo en presencia del cadáver. La policía estaba convencida de que esta técnica no fallaba nunca, especialmente en el caso de asesinos de niños. (Esta técnica seguía vigente en 1957, cuando llevaron a Ed Gein a ver el cuerpo mutilado de su víctima para obligarlo a confesar. Dio resultado.)29
Bichel fue inmune a la técnica: enfrentado a la visión de dos cuerpos desmembrados, siguió negando saber nada del segundo de ellos. Pero dos días después transigió y aceptó haber matado a Barbara Reisinger, y declaró que su esposa era totalmente inocente. Se la dejó en libertad, lo cual quizá sea una de las claves de la confesión de Bichel.
Bichel afirmó que Barbara Reisinger había entrado en su tienda en septiembre de 1806 con la intención de encontrar un empleo de criada. Mientras conversaban, a él le «vino» el impulso de asesinarla para quedarse con el vestido que llevaba.
Le ofreció mostrarle una visión de su futuro marido a través de un «cristal mágico», y la chica aceptó. Bichel le puso delante una tabla a la que había enganchado una lupa común, y le advirtió que no la tocase por ningún motivo. Le explicó que para asegurarse de que no lo hiciera llevada por la emoción de ver el rostro de su futuro marido en el vidrio y querer acercarse a él, tenía que cubrirle los ojos y atarle las manos detrás de la espalda antes de comenzar la sesión. La ingenua aceptó de buen grado. Bichel confesó que entonces la mató de una puñalada en la garganta y que la chica «cayó de inmediato» dando un suspiro. Repentinamente a él le abrumó el deseo de ver el interior del cuerpo, así que la abrió desde el pecho hasta el esternón, exponiendo sus órganos internos. Después cortó el cuerpo en trozos, con el fin de esconderlo con mayor facilidad, y enterró los trozos en el cobertizo. Desparramó arena y cenizas por toda la tienda para absorber las enormes cantidades de sangre, y lo lavó todo con agua.
Bichel confesó que durante el año posterior a la muerte de Barbara intentó atraer a otras chicas a su trampa pero fracasó hasta que se encontró con Katherina Seidel.
El día del asesinato mandé llamar a Katherina, y cuando ella llegó, le dije: «Como estamos los dos solos te dejaré mirar en mi espejo mágico. Pero antes debes ir a tu casa y buscar tus mejores vestidos para poder cambiarte varias veces». Cuando estuvo de regreso vestida con sus ropas habituales de trabajo, y llevando las otras en el delantal, yo enrollé una servilleta blanca alrededor de una tabla y traje un anteojo, ambas cosas que puse sobre la mesa prohibiéndole que tocara nada. Luego le até las manos por detrás con un poco de cordón de empaquetar, el mismo que había usado antes con Barbara Reisinger, y le até un pañuelo sobre los ojos. La acuchillé en la garganta con un cuchillo que ya tenía preparado. Me acometió el deseo de ver cómo estaba hecha por dentro y cogí una cuña, que puse sobre su esternón, y la golpeé con un martillo de zapatero. Así le abrí el pecho y corté las partes carnosas del cuerpo con un cuchillo. Comencé a partirla en dos inmediatamente después de apuñalarla; y ningún hombre, por rápido que rezara, podría haber dicho un rosario o recitado diez salves en el tiempo que me tomó abrirle el pecho y el resto del cuerpo. Corté a esta persona como un carnicero despieza una oveja, cortando el cadáver con un hacha en porciones que iban a caber en el pozo que ya había cavado para ella en la colina. Todo el tiempo estaba tan ansioso que temblaba, y bien podía haber cortado un trocito y haberlo comido. Cuando Seidel recibió la primera puñalada gritó, luchó y suspiró seis o siete veces. Como la corté inmediatamente después de apuñalarla, es muy posible que aún estuviera viva cuando comencé a abrirla. Enterré los fragmentos del cuerpo después de haber cerrado muy bien las puertas. Lavé dos veces la ropa y la bata de Seidel y las escondí de mi mujer de la misma forma en que una gata esconde a sus cachorros, llevándolos de aquí para allá. Las otras prendas con sangre las metí en la estufa y las quemé.
El único motivo que tuve para asesinar a Reisinger y a Seidel fue que deseaba su ropa. Debo confesar que no las quería a ellas: pero fue exactamente como si tuviese a alguien a mi lado y me dijese: «Haz esto y compra maíz», y me susurraba que así conseguiría algo sin riesgo de que me descubrieran.30
En febrero de 1809 Bichel fue sentenciado a muerte por medio de «romperlo en la rueda desde los pies hacia arriba, sin el primer golpe de misericordia, y que después su cuerpo quede expuesto en la rueda». Era una sentencia cruel y bárbara, y gracias a la ilustrada influencia de Napoleón en Baviera se conmutó y se reemplazó por la decapitación: no fue un acto de misericordia hacia Bichel sino «por consideración a la dignidad moral del Estado, que de ninguna manera debe competir en crueldad con un asesino».31
«LA ESTRATEGIA DE LA SERIALIZACIÓN»: TRANSFORMAR
A BICHEL EN UN DESTRIPADOR ASESINO EN SERIE FETICHISTA
Se llegó a conocer a Andreas Bichel como el Mädchenschlächter («matarife de chicas») bávaro. En el caso de Dumollard, el debate psiquiátrico sobre los motivos se había centrado en la pregunta de si dichos motivos eran sexuales o materiales, o ambos; en el caso Bertrand, sobre si eran «eróticos» o «destructores». Pero en el juicio de Andreas Bichel, 50 años antes, esas preguntas no surgieron de inmediato.
El caso de Bichel se describió por primera vez en un libro sobre casos forenses excepcionales publicado en 1811 por Anselm Ritter, barón de Feuerbach, un juez bávaro.32 Feuerbach describe a Bichel como un individuo débil y tímido que rabia en secreto contra los que considera que le han ofendido pero es demasiado cobarde para expresarlo en voz alta. Se lo retrata sometiéndose al orden social porque su carácter «afeminado» lo hace débil y le impide actuar abiertamente contra la sociedad que desprecia secretamente y por la que se siente insultado. Quizá este sea un temprano intento de describir una psicopatía. Escribe Feuerbach: «Si estas características de crueldad, hostilidad, avaricia y pusilanimidad se encuentran juntas en una mente primitiva, falta de educación y formación, incluso una inteligencia limitada como las que obligan a fijar la vista estúpidamente en un punto, entonces la persona ha llegado a un estado en el que es posible cometer crímenes como los cometidos por Bichel».
Centrándose en las mentiras obcecadas de Bichel y su determinación por confesar no más que lo que sus crímenes han mostrado, Feuerbach afirmó que Bichel era un ejemplo del hombre caído, que sucumbió al crimen por pura debilidad. Feuerbach vio la cobardía de Bichel, unida a la codicia, como causas de su criminalidad. Su motivo fue la ganancia material, mientras que su psicopatología pusilánime le permitió conseguir su objetivo por medio del asesinato al tiempo que mantenía su identidad civil respetable (la máscara de la cordura) ante sus vecinos y su comunidad. En cuanto a la disección patológica de la cavidad pectoral de sus víctimas, Feuerbach casi no menciona el punto: lo descarta como actos oportunistas secundarios y que carecen de importancia en cuanto a la naturaleza del crimen en sí.33
Después de su condena Bichel quedó olvidado y se desvaneció de la memoria general. Cuando se hizo público el caso Dumollard, en 1861, la prensa no halló ningún paralelismo con Bichel, pese a las circunstancias notablemente parecidas: asesinatos múltiples de chicas de servicio, según se dijo para quedarse con sus ropas.
Pero Bichel reapareció súbitamente en los registros en 1886, dos años antes que Jack el Destripador, en las páginas del libro Psychopathia sexualis de Richard Krafft-Ebing. Este autor incluye a Bichel, junto con estudios de otros casos de asesinatos sexuales, pero rechaza y abrevia la conclusión de Feuerbach y del tribunal de que el motivo de los asesinatos fue la codicia. Recientemente el historiador Peter Becker acusó a Krafft-Ebing de construir la falsa idea de una psicopatología sexual serializada a través de lo que Becker llama «la estrategia de la serialización». Al describir a Krafft-Ebing, que fue catedrático de psiquiatría de la Universidad de Viena, como «autor», Becker está atribuyéndole poca erudición y ciencia defectuosa:
Con citas abreviadas y en serie de distintas fuentes, autores como Krafft-Ebing intentaron superar el problema de la complejidad de los motivos que desembocaron en los crímenes. Una de las soluciones a ese problema fue la monótona repetición de las descripciones de asesinatos, lujuria y taras hereditarias. El estilo de la narrativa daba la impresión de que esos casos revelaban una fuerza impulsora que solo permanecía oculta a las miradas poco entrenadas y que ejercía su influencia en todo momento y en todos los sitios.34
Es indudable que en el libro de Krafft-Ebing el caso se menciona como «el ejemplo más horrible y uno de los que muestran con más agudeza la conexión entre la lujuria y el deseo de matar [...] La lujuria potenciada como crueldad, la lujuria asesina que se prolonga en la antropofagia [el canibalismo]».35
Al describir el caso en latín —puellas stupratas necavit et dissecuit («chicas violadas, asesinadas y disecadas [cortadas]»)—, Krafft-Ebing no ofrece más detalles que un breve párrafo en el que cita a Bichel:
Le abrí el pecho y con un cuchillo fui cortando las partes carnosas del cuerpo. Luego dispuse el cuerpo igual que el carnicero acomoda la ternera, y la macheteé con un hacha en trocitos que cupieran en el agujero que había cavado en la montaña para enterrarla. Debo decir que mientras abría el cuerpo me puse tan ansioso que temblaba y muy bien pude haber separado un trozo y haberlo comido.
Sin embargo, en su confesión Bichel había asegurado que su primer asesinato fue resultado de «un impulso repentino» de matar a Barbara Reisinger «por el vestido que llevaba»: no para robarle el vestido sino, literalmente, por el vestido que llevaba. Fue un crimen tan fetichista como iban a serlo los de Dumollard. Dijo Bichel: «El único motivo que tuve para matar a Reisinger y Seidel fue que deseaba sus ropas». Sus diversas afirmaciones de que sus víctimas ya no necesitaban sus ropas porque ahora llevaban vestidos «de estilo francés» son extrañamente elaboradas y repetitivas y revelan una preocupación por la vestimenta y el estilo femeninos, lo cual vuelve a apuntar a una especie de obsesión patológica.
Son muchos los asesinos en serie a los que la indumentaria de la víctima ha impulsado a causarle daño, o que guardaban prendas como fetiches que obligaban a sus víctimas a vestir. Evidentemente, esa ropa fetiche homicida no solo tiene la forma que imponía la moda de la época, sino también las asociaciones que conlleva la moda, el significado de que se la imbuye y el modo en que ese significado está marcado, sexualizado y retratado en los medios culturales de que se disponía. En algún sitio, una tesis doctoral sobre la historia y la evolución de la moda fetiche homicida espera que alguien la escriba.
Para Krafft-Ebing, que fue fundamental en la identificación de fetiches —la sexualización de objetos inanimados—, los motivos patológicos de los asesinatos de Bichel estaban claros como el agua. Atarles las manos detrás de la espalda, vendarles los ojos, mutilarlas y desmembrarlas: se trataba de asesinatos en serie con «firma». El desmembramiento de los cuerpos era totalmente innecesario para esconderlas, puesto que las enterraba en su propio patio en lugar de transportar las partes del cuerpo a sitios distantes. El desmembramiento y el enterramiento no tenían el propósito de esconder, sino de controlar y finalmente poseer a las víctimas más allá de su muerte. Las ropas que guardó Bichel, igual que en el caso de Dumollard, se convirtieron en los tótems fetichistas de ese control y esa posesión. Es por eso por lo que en ambos casos se encontraron entre las posesiones de los asesinos tantos artículos escogidos que no se vendieron, como habrían hecho si el motivo hubiese sido el beneficio económico.
La «raza de los Bichel»
El caso Bichel volvería a levantar la cabeza durante los asesinatos de Jack el Destripador, en 1888. Después de su primer asesinato «canónico», el de Mary Ann Nichols el 31 de agosto, antes de que lo apodasen Jack el Destripador, el periódico londinense Pall Mall Gazette habló de una «raza de los Bichel» y se refirió a la psicopatología sexual del asesinato.
EL CRIMEN DE WHITECHAPEL TIENE UN PRECEDENTE
Debido a su excepcional atrocidad y a su aparente sinsentido, se ha sugerido que el crimen de Whitechapel tiene que ser necesariamente la obra de un maníaco. La absoluta pobreza de la mujer se opone a la suposición de que el motivo del asesino pueda ser la codicia; también se descartan los celos; no hay nada que demuestre que la mujer tenía enemigos, e, incluso suponiendo que exista un motivo, ningún malhechor en su sano juicio habría mutilado deliberadamente a la víctima por pura maldad después de degollarla.
Hace unos 80 años tuvo lugar en Baviera un asombroso caso que muestra muchos parecidos con el de Whitechapel. En 1806, en el pueblo de Regensdorf, vivía un jornalero llamado Andreas Bichel [...] Su motivo, confesado por él mismo, fue apropiarse de las ropas de las chicas, cosa que, también según él mismo, no necesitaba y de la que solo podría deshacerse con gran dificultad [...]
Lamentablemente no hay razones para creer que la raza de los Bichel se ha extinguido. Es probable que el maleante que cometió el crimen de Whitechapel tenga mucho en común con él. Solo un hombre asombrosamente estúpido, devorado por la codicia, arriesgaría el cuello por un botín tan insignificante como el que se puede obtener de una meretriz; nadie más que un absoluto cobarde le robaría a una mujer que está distraída y le cortaría la garganta, y por último, nadie excepto una criatura sedienta de sangre y despojada de todo sentido de la misericordia podría, después de matarla, mutilar su cuerpo.36
En el artículo de Pall Mall Gazette no hay referencias a Psychopathia sexualis de Krafft-Ebing, publicado en 1886, porque la traducción al inglés de dicho libro no aparecería hasta 1892. Pero ya en 1888, en vísperas de Jack el Destripador, días antes de que el asesino de Whitechapel se volviese legendario como el arquetipo de asesino en serie moderno, la idea del asesinato con mutilación sexual por lujuria era conocida incluso por lectores de periódicos, con o sin Krafft-Ebing.37
Obviamente, Dumollard y Bichel no fueron los únicos asesinos en serie de la era previa a Jack el Destripador. Solo son la punta de un iceberg muy grande. A ambos lados del Atlántico los casos de crímenes sexuales patológicos, incluso los asesinatos en serie, no paraban de crecer.
Lo que sigue, en orden cronológico, son bosquejos de los asesinos en serie «olvidados» más prominentes del mundo occidental antes de que Jack el Destripador hiciera su entrada en el escenario.
Giorgio Orsolano, la hiena de San Giorgio o el salchichero caníbal: Italia, 1835
Giorgio Orsolano nació en 1803 en el pequeño pueblo de San Giorgio Canavese, cerca de Turín, en el norte de Italia. Al morir su padre, la madre lo dio a su tío, un sacerdote, para que lo criase y educase. Parece ser que el tío fue incapaz de gobernar al díscolo Orsolano y se lo devolvió a su madre, quien básicamente se desentendió de él. De adolescente cometió varios pequeños hurtos, incluso de velas de la iglesia.
En junio de 1823, a los 20 años, fue detenido por intentar violar a Teresa Pignocco, de dieciséis, a quien tendió una emboscada mientras la chica orinaba en el bosque. Los gritos de la víctima atrajeron a la escena a la madre de la chica, lo que obligó a Orsolano a huir, pero en aquel pueblo pequeño se lo identificó fácilmente. (Una versión más reciente de este caso en la Wikipedia italiana cita los informes originales del tribunal y asegura que Orsolano mantuvo a Pignocco prisionera en su propia casa durante seis días.)38 El 15 de diciembre de 1823 Orsolano fue sentenciado a ocho años de cárcel por intento de violación y por varios cargos de hurto. Resultó ser un preso modelo y aprendió un oficio en la farmacia de la cárcel.
El 13 de diciembre de 1831, tras cumplir la totalidad de la sentencia, Orsolano fue puesto en libertad con un certificado de buena conducta y volvió a su pueblo, donde se empleó en una farmacia y luego arrendó un local en el que trató de gestionar un asador, que fracasó. Durante este tiempo comenzó a salir con su prima segunda Domenica Nigra, una viuda de 24 años propietaria de una vinatería.39 Al fracasar su negocio, Orsolano se fue a vivir con ella y la pareja añadió a la tienda de vinos de Domenica una tienda de sastrería y ropa y una fábrica de salchichas.
El 24 de junio de 1832, aproximadamente seis meses después de salir de la cárcel —Orsolano habría cumplido 30 años, lo que se acerca mucho al promedio de 28, cuando un asesino en serie comienza a matar—, una niña de nueve años, Caterina Givogre, desapareció del pueblo. Ninguna partida de búsqueda logró dar con ella.
El 14 de febrero de 1833 desapareció Caterina Scavarda, de 10 años. Una vez más, ninguna de las numerosas partidas de búsqueda la halló. Aunque es muy raro que los lobos ataquen a los seres humanos, se pensó que ambas chicas habían sido atacadas y llevadas por lobos en un año de hambruna. A pesar de sus antecedentes, nadie sospechó de Giorgio Orsolano, que parecía haber sentado cabeza bajo la forma de un respetable comerciante. El 7 de julio del mismo año Orsolano y Domenica fueron padres de una niña, Margherita, y en abril de 1834 se casaron.
El 3 de marzo de 1835 fue día de mercado en San Giorgio, y también el último día del carnaval y comienzo de la cuaresma. La villa era un caos de visitantes, gente de fiesta y mercaderes. Francesca Tonso, de 14 años, bajó desde el pueblo cercano de Montalenghe para vender huevos en la plaza del mercado. Nunca volvió a su casa. Los padres fueron a la villa a buscarla. Quizá Orsolano y la niña habían pasado inadvertidos en medio de la multitud que celebraba el carnaval, pero algunos testigos recordaron que Orsolano se había detenido a comprar huevos a la chica en el mercado y que a ella se la había visto por última vez acompañando al hombre a la tienda, donde iba a pagarle los huevos. Pero cuando los padres de la chica llamaron a su tienda, Orsolano los echó con malas maneras.
Los desesperados padres pusieron una denuncia ante un magistrado, y este interrogó a Orsolano, quien dijo que después de pagarle la chica se fue y que quizá la habían robado cuando volvía a casa, lo cual era una posibilidad. Las pruebas no justificaban una inspección de la casa de Orsolano. Mientras tanto, este huyó a casa de su tío, donde pidió prestado dinero y se preparó para convertirse en fugitivo. Los registros de lo que ocurrió después son confusos, pero parece que algunos ciudadanos que sospechaban entraron en la tienda de Orsolano y buscaron por su cuenta: descubrieron un par de zuecos, una cofia de niña y un trozo de tela, que los padres identificaron como perteneciente a su hija desaparecida. Una búsqueda más profunda de la tienda reveló un aparador con manchas de sangre fresca que alguien había intentado lavar. También se encontró un saco húmedo y se pensó que habría transportado a la chica en él.
En el pueblo comenzaron a oírse los gritos de la gente exigiendo el linchamiento del «hombre lobo», y se llevó a Orsolano a los barracones de la policía por su propia seguridad y para interrogarlo otra vez. El hombre negó vehementemente haber matado a la niña y dijo que la sangre fresca era de una cabra que había matado esa mañana. Uno de los gendarmes que lo interrogaban comenzó a representar el papel de «policía bueno» e invitó al sospechoso a vino y brandy, a la vez que le sugería que confesase y alegase insania. Con la lengua más suelta gracias al alcohol, ahora Orsolano confesó que había atraído a la chica hasta la tienda, la había violado y desmembrado y luego llevado los trozos de su cuerpo en la bolsa hasta la orilla del río que pasaba por un bosque. Los gendarmes localizaron los restos.
También confesó Orsolano que había llevado a su tienda a las otras dos chicas, las violó, las desmembró y esparció los trozos de los cuerpos en el bosque para que se los comieran los animales. No se encontró ni rastro de esos trozos. A Orsolano se le acusó de tres violaciones y asesinatos y su juicio se fijó con muchas prisas para el 10 de marzo de 1835, una semana después del último asesinato. Fue sentenciado a morir en la horca y una semana más tarde se le ejecutó en la plaza pública de San Giorgio Canavese ante una multitud de 10.000 personas que acudieron a presenciar la muerte del «monstruo». Muchos se vieron desilusionados al comprobar que en lugar de un hombre lobo gigantesco y salvaje aparecía este hombrecillo pálido y diminuto (medía 1,63 m) de apariencia cortés y calmada.
Después de la ejecución, el cuerpo de Orsolano se llevó a la Universidad de Turín donde tres cirujanos le hicieron la autopsia en busca de anomalías que pudieran explicar su comportamiento. Aparte de unos testículos más grandes que el promedio, no encontraron ninguna anormalidad anatómica. Un molde de yeso que se tomó de su cabeza y un dibujo a lápiz de esta están en exposición en el Museo de Anatomía Humana Luigi Rolando de la Universidad de Turín.40
En el Piamonte las ruedas de la justicia se mueven con rapidez: catorce días desde el asesinato al juicio y a la ejecución. Pero la fama, los rumores y las leyendas que surgieron con respecto al que probablemente sea el primer asesino en serie moderno de Italia tardaron algo más en madurar en un mundo que oscilaba entre los mitos antiguos y la historia moderna. Comenzaron a circular rumores de que Orsolano había admitido devorar partes de las chicas que asesinó. Poco a poco esos rumores fueron expandiéndose hasta llegar a decir que el hombre había picado la carne de las chicas y la había convertido en salchichas que vendía en su tienda. En el dialecto local se empezó a llamar a Orsolano la «jena [hiena] de San Giorgio», y la villa toda se convirtió en los mangiacristiani, o sea, los comedores de cristianos, o caníbales.
Orsolano pasó a formar parte del folclore, el hombre del saco, cuya historia se contaba a los niños para asustarlos. Según la leyenda, Orsolano ofrecía trozos o muestras de sus salchichas para atraer a los niños a su tienda, y se le descubrió cuando un cliente encontró un dedo infantil en su salami. A comienzos del siglo XX La hiena de San Giorgio era una obrilla de teatro de marionetas muy popular en la región del Piamonte; Mussolini la prohibió en la década de 1930, pero revivió como obra teatral en los años 80. Recientemente el caso ha sido redescubierto por los medios italianos y por la cultura popular como el del «primer asesino en serie» de Italia.41
Manuel Blanco Romasanta, el hombre lobo de Allariz: España, 1852
Manuel Blanco Romasanta asesinó a 14 personas en Galicia. Había nacido en 1809 y hasta la edad de seis años fue criado como niña.42 Este es un tema recurrente en la infancia de los asesinos en serie. Por ejemplo, la madre del asesino en serie estadounidense Henry Lee Lucas lo mandó a la escuela el primer día de clases vestido como una niña, con vestido y el largo cabello rizado. Lucas terminó matando a su madre. Al asesino en serie Ottis Toole, que fue compañero de Lucas en una oleada de asesinatos, también su madre lo vistió de niña. Carroll Edward «Eddie» Cole, que mató a 15 personas, vestía como «la niñita de mamá», con faldas de volantes y enaguas, y su madre le obligaba a servir bebidas a los visitantes. John Wayne Gacy era obligado a llevar la ropa interior de su madre como humillación y castigo. De muchos otros asesinos en serie, como Doil Lane, Charles Albright y Charles Manson (si se acepta como asesino en serie por poderes: un asesino en serie que formó una secta), se sabe que se les obligó a vestirse de chicas durante la niñez.43
Aparentemente a Romasanta lo acosaban en la escuela y se sintió más humillado aún de adulto, cuando llegó a su altura máxima de solo 1,50 m. Terminó casándose y trabajando como sastre. (Al leer sobre estos casos anteriores al siglo XX tenemos la impresión de que entre los asesinos en serie de aquella época había tantos sastres como transportistas de larga distancia hoy en día.) Romasanta también trabajó eventualmente como guía y como comerciante (y quizá también como contrabandista) en las montañas que delimitan la frontera, el actual Parque Nacional Peneda-Gerês.
En 1844 Romasanta huyó de su casa al ser acusado de haber matado a un alguacil que intentaba cobrarle una deuda a la fuerza. Instalado en un pueblo pequeño bajo un nombre falso, trabajó como cordelero, cocinero y tejedor de hilo. Al trabajar sobre todo con mujeres, los pueblerinos lo consideraban afeminado. Romasanta continuó haciendo de guía de montaña y en algún momento comenzó a matar a las mujeres y los niños a los que guiaba. Se le vio vendiendo objetos pequeños que habían pertenecido a los muertos. Romasanta fue detenido y acusado de nueve asesinatos en 1853 pero él confesó 13, sin incluir al alguacil. Las familias de las víctimas lo acusaron de ser un sacamantecas, que era un tradicional hombre del saco, en España, que captura niños, los mata y les extrae la grasa para fabricar jabón. (Este tema se repite en los casos de asesinos en serie en España en el siglo XIX.)
En el juicio declaró que su tío lo había iniciado en la licantropía, lo que le valió el apodo del Hombre Lobo de Allariz. El tribunal desechó inmediatamente sus afirmaciones de licantropía sobrenatural, pero los psiquiatras replicaron que era posible que Romasanta sufriese de licantropía clínica. El debate entre la comunidad psiquiátrica era de sobras conocido: ¿Romasanta estaba mentalmente enfermo o la licantropía clínica era fingida? Finalmente, las conclusiones del tribunal fueron las siguientes: «Su inclinación al vicio es voluntaria y no forzada. El individuo no es insano ni débil mental ni monomaníaco, y estas [enfermedades] no se contraen mientras se está encarcelado. Por el contrario, resulta ser un pervertido, un criminal cumplido capaz de todo, frío y reservado y sin bondad, siendo que [actúa] por su libre voluntad, con libertad y conocimiento».44
Romasanta fue condenado a morir por garrote, pero la reina Isabel II conmutó esta sentencia por la de prisión perpetua. Se supone que Romasanta murió en la cárcel el 14 de diciembre de 1863.45
Louis-Joseph Philippe, el terror de París: Francia, 1866
El 8 de enero de 1866, tarde por la noche, Marcel Maloiseau, de 73 años, regresó al edificio en el que estaba su apartamento. Como tenía por costumbre, se detuvo en la segunda planta para desear las buenas noches a Marie Bodeux, una prostituta con la que había entablado amistad. (Irónicamente, el piso de la mujer estaba justo encima del departamento de policía.) La puerta estaba entreabierta y cuando Maloiseau introdujo la cabeza pudo ver, a la vacilante luz de una vela, a un hombre parado frente a un espejo ajustándose la corbata. Sin querer molestar a su amiga en sus asuntos, Maloiseau se retiró al rellano a esperar que el hombre se marchase. Como el hombre no salía, Maloiseau volvió a entrar y entonces el hombre se retiró deprisa, murmurando buenas noches. Maloiseau encontró a Marie Bodeux muerta en el suelo, empapada en sangre y con la garganta cortada tan profundamente que casi estaba decapitada. Su amigo dio la alarma y la policía entró en el apartamento, pero ya era demasiado tarde para atrapar al hombre.46
La escena era bien conocida por los policías parisinos. Durante los últimos cinco años ocho mujeres, la mayoría de ellas prostitutas, y dos de sus hijos habían sido asesinados de la misma forma que Marie Bodeux: primero estrangulados hasta quedar inconscientes y luego las gargantas cortadas casi hasta la decapitación. Luego el asesino se lavaba en un fregadero o jofaina y exploraba el apartamento de las víctimas en busca de objetos de valor. En los informes no queda claro si las víctimas habían sido violadas. La policía contaba incluso con una descripción física del asesino, proporcionada por diversos testigos, entre ellos una mujer que escapó con vida al ataque. Algunos lo describen como de aspecto normal salvo por un tatuaje que ponía: «Nacido bajo una mala…» y a continuación una estrella.47
Tres días más tarde, el 11 de enero, la señora Midy, pintora, oyó un golpe en la puerta. Cuando la abrió reconoció inmediatamente a Louis-Joseph Philippe, de treinta y cinco años, que recientemente había hecho algunos trabajos en su piso. Philippe preguntaba por una herramienta que, decía, había olvidado allí. Cuando ella le dijo que no había encontrado ninguna herramienta en el piso, él extrajo de su chaqueta una funda de almohada y le preguntó si era de ella. Perpleja por las preguntas de Philippe, la señora Midy le dio la espalda. Fue entonces cuando él saltó sobre ella de repente, le pasó la funda por la cabeza y se la introdujo en la boca, haciendo fuerza con los dedos mientras intentaba estrangularla con la otra mano.
Midy comenzó a luchar y a gritar, lo mordió y logró liberarse. Por suerte para ella un vecino oyó los ruidos y los gritos y llegó hasta su puerta. Philippe salió tranquilamente, rozando al vecino al pasar y diciendo: «La señora Midy ha enfermado repentinamente; voy a buscar al médico; no creo que sea nada grave». Alcanzó a llegar a la calle, cuando los vecinos se le acercaron y lo retuvieron. Entre su ropa se encontró un gran cuchillo, y una inspección policial de su piso descubrió varios artículos manchados de sangre y que pertenecían a algunas de sus víctimas, entre ellas Marie Bodeux.
Louis-Joseph Philippe nació en 1831 en Velleminfroy, al este de Francia, cerca de la frontera suiza. Ingresó en el ejército francés pero al parecer fue castigado y expulsado por mal comportamiento y ebriedad. Entonces se instaló en París. Los testigos dirían más tarde que Louis-Joseph era buen trabajador pero tenía un problema con la bebida. La camarera de una vinatería dijo que una vez le confió: «Me gustan mucho las mujeres y yo las arreglo a mi gusto. Primero las estrangulo, después les corto la garganta. Si esperas un poco ya oirás hablar de mí».48
Philippe comenzó a asesinar casi inmediatamente después de llegar a París y se cree que entre 1861 y 1866 cometió 11 asesinatos. Sus delitos se caracterizaban porque primero estrangulaba a sus víctimas y luego les cortaba la garganta con tanta profundidad que casi las decapitaba, un método muy similar al que emplearía más tarde Jack el Destripador. Aunque fue sospechoso de 10 asesinatos, la policía solo encontró pruebas de cuatro de ellos: Julie Robert, una prostituta de 26 años; Flore Mage, de 32, y su hijo de cuatro años, y Marie-Victorine Bodeux. Fue sentenciado a muerte el 28 de junio de 1866 y guillotinado en julio.
Eusebius Pieydagnelle, el asesino de la sangre: Francia, 1870
En 1870 en Vignevieille, Francia, Eusebius Pieydagnelle, un joven de 24 años, antiguo aprendiz de carnicero y administrativo notarial, se entregó a las autoridades y confesó haber matado a seis personas. Según las pruebas presentadas ante el tribunal, Eusebius provenía de una «familia sumamente respetable» y había recibido una buena educación. Vivía en la acera opuesta a una tienda de carnicería, y dijo que «el olor de la sangre fresca, de la apetitosa carne, de los trozos cubiertos de sangre… todo eso me fascinaba y comencé a envidiar al ayudante del carnicero porque podía trabajar en el bloque de madera, con las mangas enrolladas y las manos ensangrentadas». Contra la oposición de sus padres, Eusebius consiguió hacerse emplear por el carnicero y estaba fuera de sí de alegría ante la oportunidad de matar animales todo el día. Afirmó estar obsesionado por la sangre, y solo verla y olerla le provocaba un orgasmo.
Finalmente su padre sacó a Eusebius de la carnicería y lo puso como aprendiz en una notaría. Esto causó tal depresión al joven que comenzó a matar. Su primera víctima fue una chica de 15 años en cuya habitación se coló mientras ella dormía. Así describió el asesinato:
Mientras contemplaba a aquella preciosa criatura mi primer pensamiento fue que me gustaría besarla. Me agaché [...] pero me detuve: un beso robado no sirve para nada. Pero no me atrevía a despertarla. Miré su hermoso cuello y en ese mismo momento me dio en los ojos el brillo de la hoja de un cuchillo de cocina que la chica tenía al lado. Algo me atraía irresistiblemente hacia ese cuchillo.
Mató cinco o seis veces más y aseguró que cada vez que acuchillaba a sus víctimas experimentaba un orgasmo. Su última víctima, antes de entregarse a la policía, fue el carnicero.
Vincenzo Verzeni, el vampiro de Bérgamo: Italia, 1871
En el norte de Italia, cerca de Bérgamo, en diciembre de 1870, una niña de 14 años, Giovanna Motta, salió con rumbo al pueblo de al lado pero nunca regresó. La encontraron en un sendero rural, con el abdomen abierto y los intestinos y los genitales abandonados cerca de la escena del crimen. La habían asfixiado introduciéndole tierra en la boca y también parecía haber sido estrangulada. En los alrededores, bajo un montón de paja, se encontraron restos de su vestimenta y un trozo de una de sus pantorrillas.
En agosto de 1871 un hombre encontró en un campo a su mujer de 28 años, Elisabetta Pagnoncelli, que no había regresado a casa. Había sido estrangulada y los intestinos le asomaban por un profundo corte en el abdomen. Al día siguiente Maria Previtali, de 17 años, denunció que su primo Vincenzo Verzeni, de 22, la había arrastrado hasta un campo y había intentado estrangularla. Cuando él se detuvo para comprobar que no viniese nadie, ella consiguió, hablándole, que la dejara ir. Verzeni fue detenido y confesó:
Sentía un deleite inexplicable al estrangular mujeres, y mientras lo hacía experimentaba erecciones y verdadero placer sexual. Me daba placer el mero olor de la ropa femenina. El placer que sentía mientras las estrangulaba era mucho más intenso que el que sentía mientras me masturbaba. Me causó verdadero deleite beber la sangre de Motta. También me daba mucho placer quitar las horquillas del cabello de mis víctimas. Me quedé con la ropa y los intestinos por el placer que me daba tocarlos y olerlos. Finalmente mi madre sospechó de mí porque vio las manchas de semen en mi camisa después de cada asesinato o cada intento. No estoy loco, pero en el momento de estrangularlas no veía nada más. Después de cometer esos actos me sentía satisfecho y bien. Jamás se me ocurrió tocarlas o mirarles los genitales ni nada de eso. Me satisfacía agarrar a las mujeres por el cuello y chuparles la sangre. Hasta el día de hoy no sé cómo está hecha una mujer. Durante el estrangulamiento y después me apretaba yo contra todo el cuerpo de la mujer sin pensar más en una parte que en otra.49
Vincenzo admitía que experimentaba placer sexual cada vez que asfixiaba a una mujer. Anteriormente había experimentado ese placer con solo apretarles el cuello, sin llegar a matarlas, pero en los casos de las dos asesinadas tardó tanto en satisfacerse sexualmente que ambas murieron. Chupó la sangre de las víctimas y se llevó a casa un trozo de la pantorrilla de Motta para asarlo y comérselo, pero luego lo escondió bajo un montón de paja por miedo a que su madre sospechara de él. Verzeni declaró que a los 12 años descubrió que obtenía placer sexual de retorcer el cuello a las gallinas. En los cuatro años anteriores a los asesinatos intentó estrangular a otras tres mujeres, entre ellas su antigua ama de leche, mientras la mujer estaba enferma en la cama.
En el siglo XIX, una influyente escuela de criminología encabezada por Cesare Lombroso sostuvo que los rasgos físicos revelaban el carácter criminal innato, y por lo tanto se prestó especial atención a la fisonomía de Verzeni.
Su evaluación clínica concluyó lo siguiente:
Parece probable que Verzeni haya tenido malos antecesores: dos tíos suyos son cretinos, un tercero es microcefálico, lampiño y tiene un solo testículo atrófico [...] La familia de Verzeni es prejuiciosa y de pocas luces. Él mismo tiene una inteligencia normal; sabe cómo defenderse bien; trata de construir una coartada y de desviar las sospechas hacia otros. No hay nada en su pasado que apunte a una enfermedad mental, pero tiene un carácter raro. Es callado e inclinado a la soledad. En la cárcel se muestra cínico. Se masturba y hace todo lo posible por mirar a mujeres.
La descripción de este asesino en serie sexual del siglo XIX es notablemente parecida a la de los asesinos de hoy. Verzeni tenía una inteligencia media y no mostraba signos de enfermedad mental, pero era «raro e inclinado a la soledad». Vincenzo Verzeni fue condenado a cadena perpetua en 1872 y murió en la cárcel en 1918.
Carlino (Callisto) Grandi, el asesino de niños: Italia, 1875
Carlino (Callisto) Grandi era un carpintero y carretero de 26 años en Val d’Arno Incisa, un pequeño pueblo cerca de Florencia. Nació con alopecia congénita, una cabeza demasiado grande con relación al cuerpo, pies y manos de tamaño exagerado y seis dedos en uno de los pies. Se le atribuyó la inteligencia de un niño de siete años. Era «el tonto del pueblo», y fue objeto de acoso y de burlas durante toda su vida. No obstante, se mantenía solo reparando carretas y ruedas en una tienda en el centro del pueblo.
Los chicos del lugar solían entrar a la tienda a provocarlo y burlarse de él. Al parecer Grandi intentaba congraciarse con ellos y a veces les daba golosinas o pequeños juguetes de madera, pero no obtenía el respeto que esperaba. En los dos años siguientes asesinó a cuatro chicos del pueblo de edades entre cuatro y nueve años, atrayéndolos uno a uno a la tienda, donde ya había cavado tumbas en el blando suelo de tierra. A algunos los golpeó en la cabeza con un pesado madero y a los otros los estranguló hasta dejarlos inconscientes y luego los enterró vivos. No había pruebas de que los hubiera atacado sexualmente.
El 29 de agosto de 1875 lo pillaron en el momento en que intentaba asesinar a un niño de nueve años. El mismo día se desenterraron los cuerpos de los cuatro niños muertos, en tumbas poco profundas, y se llevaron detenido a Grandi.
Este confesó que había matado a los niños como venganza por el interminable acoso que sufría debido a sus diversas discapacidades físicas y mentales. Los psiquiatras forenses italianos dictaminaron que se le debía declarar insano. Los medios de comunicación del país pidieron que se formase una sociedad nacional para la prevención de la crueldad hacia las personas con discapacidades mentales y físicas, proclamando que no solo los animales de cuatro patas merecen dignidad, sino los de dos también.50
Durante el juicio Grandi se mostró muchas veces incoherentemente ampuloso y paranoide, aseguraba tener 80 años de edad y ser pintor y telegrafista. Durante su estancia en la cárcel, y a pesar de sus aparentes dificultades para aprender, escribió obras teatrales y novelas basadas en su propio caso. El tribunal rechazó las alegaciones de insania y Grandi fue condenado por asesinato y sentenciado a prisión perpetua. Afortunadamente para él, la Toscana había abolido la pena de muerte en 1786. (El resto de Italia le seguiría en 1889. Salvo durante el período fascista, bajo el gobierno de Mussolini, Italia no ha vuelto a tener pena de muerte.) Los psiquiatras forenses italianos protestaron por la decisión de condenar a Grandi por criminal, y la naturaleza de la insania criminal pasó a ser tema de agitadas discusiones. L’ammazzabambini («el asesino de niños») fue liberado al cumplir 20 años de cárcel y confinado a un instituto psiquiátrico, donde murió en 1911.51
Juan Díaz de Garayo, el Sacamantecas: España, 1879
Juan Díaz de Garayo cometió seis asesinatos, en su mayoría de prostitutas. Había nacido el 17 de octubre de 1821 en una familia campesina cerca de Salvatierra, en el País Vasco. Trabajó como peón agrícola, pastor y minero de carbón. En 1850 se casó con una viuda propietaria de tierras y tuvo cinco hijos, dos de los cuales murieron jóvenes, como era habitual en aquella época. Aparentemente fue un matrimonio feliz, pero la esposa murió en 1863. El segundo matrimonio de Díaz de Garayo fue menos feliz, ya que existían conflictos entre la nueva esposa y los hijos. La mujer murió de viruela en 1870 y se cree que Díaz de Garayo cometió su primer asesinato inmediatamente después.
En la tarde del 2 de abril de 1870 solicitó los servicios de una prostituta en la ciudad de Vitoria y la llevó fuera de las puertas de la ciudad, donde tuvieron relaciones junto a un arroyo. El precio acordado había sido de cinco reales, pero el hombre solo ofreció tres a la mujer. Cuando ella protestó, él la arrojó al suelo y le apretó la garganta hasta que perdió la consciencia. Entonces la arrastró hasta el arroyo y le mantuvo la cabeza sumergida bajo el agua hasta ahogarla. Después puso el cadáver de cara al cielo, lo desnudó y al parecer lo contempló y hasta lo acarició. Antes de marcharse la cubrió con su propia ropa. Unas criadas que recogían flores la encontraron a la mañana siguiente.
En 1871 Díaz de Garayo se casó por tercera vez con una mujer alcohólica con la que es posible que mantuviera una relación incluso más tempestuosa que con la anterior. Permaneció casado con ella durante cinco años.
El 12 de marzo de 1871 Díaz se cruzó con una indigente que pedía limosna por la calle. Él le ofreció cinco reales a cambio de sexo. Como ese día la mujer no había comido nada, él le adelantó un real para que comprase pan y un vaso de vino, y ella aceptó encontrarse con él más tarde, fuera de la ciudad. Después del sexo, el hombre intentó (según su propia confesión) darle dinero de menos y durante la discusión que esto provocó, la estranguló. El cuerpo se descubrió al día siguiente.
El 21 de agosto de 1872 Díaz de Garayo pasó de las prostitutas a la siguiente categoría de víctima «menos muerta»: una criada. En la carretera que sale de la ciudad se encontró con una chica de 13 años que se dirigía a Vitoria por un encargo. Él la recogió, la sacó de la carretera y la llevó hasta una zanja, estrangulándola hasta hacerle perder el sentido. Luego la violó y después la volvió a estrangular, esta vez hasta la muerte. Dejó el cuerpo oculto en la zanja y regresó a Vitoria hacia las dos de la tarde. Descubrieron a la chica al día siguiente, pero una vez más no hubo testigos ni sospechosos.
Ocho días más tarde Díaz de Garayo contrató a una prostituta de 29 años para encontrarse con ella fuera de la ciudad al oscurecer. Le dijo que caminase bastante delante de él para que nadie los viera juntos. Una vez llegaron al sitio acordado tuvieron relaciones, y nuevamente él la provocó por el método de intentar pagarle menos. Cuando ella reclamó, él la estranguló. Pensó que la había matado pero ella hizo un movimiento; entonces él le quitó una aguja larga y aguda que ella llevaba en el cabello y se la clavó hasta el corazón. Descubrieron el cuerpo junto a un arroyo. Un soldado que pasaba por allí fue retenido en custodia hasta que pudo aclarar su situación, y después ya no hubo más sospechosos que llamasen la atención. Lo que sí había ahora era una ciudad presa del pánico, en la que muchas mujeres se negaban a salir solas, tanto de noche como de día, pero cuando cesaron los asesinatos las cosas terminaron por calmarse. Y desde luego, a diferencia de lo que pasa actualmente, no había ningún departamento de policía ni investigadores que tratasen de resolver el problema.
En agosto de 1873 Díaz de Garayo intentó estrangular a otra prostituta pero los gritos de ella atrajeron a la gente al lugar. Él huyó antes de que nadie lo identificase.
En junio de 1874 trató de estrangular a una indigente enferma en la carretera que salía de la ciudad; nuevamente los gritos de la mujer atrajeron la atención y nuevamente Díaz escapó. Pero la indigente lo identificó: dijo que el hombre estaba borracho y la atacó sin motivo. Pero nadie se molestó en poner una denuncia por el ataque a una mendiga sin hogar y «menos muerta».
Luego, inexplicablemente, los ataques cesaron durante cuatro años.
En 1876 murió de repente la esposa alcohólica de Díaz de Garayo por causas no determinadas. Apenas un mes después se casó con su cuarta y última esposa, Juana Ibisate, una viuda de cierta edad. Cuando lo detuvieron se le preguntó al hombre acerca de la muerte de su tercera esposa pero él insistió en que no la había matado: no tenía por qué mentir después de haber confesado todos sus otros asesinatos.
El 1 de noviembre de 1878 Díaz de Garayo atacó a una molinera en su cocina mientras la mujer guisaba. Intentó estrangularla pero la musculosa mujer lo dominó a él y lo obligó a huir. Ella lo identificó y puso una denuncia a los agentes de policía. Al hombre lo sentenciaron a dos meses en la cárcel. Ya tenía 57 años y no estaba para los trotes de continuar con su carrera de asesino en serie.
El 25 de agosto de 1879 atacó a una mendiga en la calle, pero ella le hizo frente, lo golpeó y después salió corriendo y gritando hacia Vitoria. Díaz de Garayo le pidió a su mujer que negociara un arreglo con la mendiga y se fue de la ciudad hasta que el asunto se enfriara. La mendiga aceptó 80 reales a cambio de no denunciarlo ante la policía.
El 7 de septiembre, al recibir información de que ya podía regresar a casa sin peligro, Díaz de Garayo se puso en camino hacia Vitoria y fue cuando se encontró con María Dolores Cortázar, una criada de 25 años que iba en su misma dirección con una canasta con comida. Él la acompañó conversando y en el trayecto se cruzaron con un trabajador postal. Cuando estuvo seguro de que nadie iba a interrumpirlos, empujó repentinamente a la mujer fuera de la carretera, se hizo con el fular de ella, se lo ató apretadamente alrededor del cuello y le exigió relaciones sexuales. Cuando ella se resistió la amenazó con un cuchillo, y como ella continuara resistiéndose la apuñaló varias veces en el pecho y después la violó. Creyéndola aún viva, la apuñaló mortalmente en el vientre y el estómago. Díaz escondió el cuerpo de la chica y la canasta y en lugar de volver a Vitoria se fue a las montañas.
A estas alturas Díaz de Garayo ya comenzaba a manifestar esa violencia frenética y autodestructiva en la que se embarcan algunos asesinos en serie. Quizá el ejemplo más dramático del colapso de un asesino en serie sea Ted Bundy. Mientras era juzgado en Colorado por haber asesinado con frialdad y alevosía a una multitud de mujeres, logró escapar y recorrer buena parte del país hasta llegar a Florida, donde perdió totalmente el control. En Tallahassee entró en el edificio de la sororidad estudiantil Chi Omega, lleno de estudiantes que dormían, y en no más de 15 minutos mató, violó, mordió, masticó, golpeó, estranguló y mutiló a dos chicas y atacó a dos más que sobrevivieron con dificultad a las graves heridas recibidas. Cuando salía de la ciudad atacó a una quinta víctima a ocho manzanas de distancia, dejándola gravemente herida. Para escapar de los medios de comunicación nacionales y del público enfurecido por los asesinatos de Chi Omega, Bundy condujo como loco un vehículo robado hasta Lake City, donde secuestró a una niña de 12 años de la escuela que llevaba a cabo un encargo para su profesora. Violó y asesinó a la niña y dejó el cuerpo en una pocilga a 56 kilómetros de distancia. Estas masacres alarmantes y llenas de rabia llevaron a la detención de Bundy pocos días después. Este tipo de desintegración de la personalidad puede ocurrir cuando un asesino en serie o bien comienza a hacerse consciente de su propia locura, o bien siente la desilusión y la depresión que aparecen cuando los crímenes no están a la altura de su fantasía. Es una forma de agotamiento del asesino en serie, y cuando la experimentan algunos se rinden, otros se suicidan, otros se retiran y no vuelven a matar nunca más, y otros entran en modo kamikaze y actúan en consecuencia.
Como Bundy, Díaz de Garayo ya comenzaba a claudicar y dudaba en regresar a Vitoria desde las montañas. Esa noche terminó durmiendo debajo de un puente. Por la mañana entró en un pueblo y desayunó en una posada antes de volver a las montañas. En una cumbre cercana se encontró con una campesina de 52 años, Manuela Audicana, que regresaba del mercado con una canasta con comida. Díaz entabló conversación con ella y le dijo que andaba buscando una yegua perdida. Cuando repentinamente comenzó a llover, ambos se refugiaron bajo un árbol, que fue cuando Díaz propuso a la mujer practicar el sexo. Cuando ella intentó huir él se le impuso por la fuerza y la estranguló con su propio delantal hasta que la mujer perdió el sentido. Le quitó la ropa y trató de forzarla pero se dio cuenta de que era incapaz de cometer el acto. Rabioso, apuñaló a la mujer en el corazón, le abrió el abdomen y extrajo los intestinos y un riñón. Después se limpió las manos en el delantal de la víctima, arrojó sobre el cuerpo las ropas que le había quitado y se comió la comida que había en la canasta. Esa noche también durmió bajo el puente. Por la mañana se limpió, arrojó el cuchillo al río y se dirigió a Vitoria, a su casa. Acababa de llegar a ella cuando supo que esa misma mañana se habían encontrado los cuerpos de dos mujeres asesinadas en el campo. Después de cambiarse de ropa, Díaz volvió a huir.
Esto ya era demasiado como para que las autoridades siguieran mirando hacia otro lado. El magistrado local abrió una investigación y envió agentes en busca de testigos y de pruebas. El trabajador postal describió al hombre que había visto con una de las mujeres y la policía se enteró del ataque a la mendiga en agosto y rápidamente llegó a la conclusión de que las dos habían sido víctimas del mismo hombre que había estado en la cárcel dos meses por el ataque a la molinera. Se emitió una orden de busca y captura para Juan Díaz de Garayo, y dos semanas después se lo detuvo. Durante los 12 días que duró su interrogatorio, al principio negó todas las acusaciones, pero la policía recurrió a su religiosidad y lo convenció de que una confesión le acarrearía el perdón divino. Díaz terminó confesando todos sus crímenes y dio descripciones detalladas de los seis asesinatos y los cuatro intentos. Al parecer no hubo juicio, ya que se declaró culpable de los asesinatos. El 11 de noviembre fue sentenciado a muerte por los dos últimos asesinatos.
Díaz apeló su sentencia sobre la base de insania. Los psiquiatras de la defensa dijeron que el hombre era «imbécil» y había cometido los crímenes bajo la influencia de una «locura parcial» o «monomanía intermitente entre largos intervalos de lucidez». Los psiquiatras de la acusación afirmaron que Díaz de Garayo estaba lúcido y se daba perfecta cuenta de lo que hacía, y por lo tanto estaba legalmente sano. Se rechazó su apelación y murió en el garrote el 11 de mayo de 1881.
Un relato popular que circulaba antes de la detención de Díaz afirmaba que los asesinatos eran obra de un sacamantecas que mataba mujeres y niños para hacer jabón con la grasa de los cuerpos. El acusado dijo que él mismo había oído esa versión y que el destripamiento de su última víctima fue un intento calculado de aventar el rumor para alejar de sí las sospechas, pero que el motivo real de los asesinatos era su impulso sexual. Es muy posible que sencillamente no fuera capaz de detenerse en su escalada de brutalidad.
Hubo varios asesinos en serie en España a quienes se llamó sacamantecas pero Díaz de Garayo fue el que se convirtió en él.
Todos estos casos en Francia, Alemania, Italia y España sucedieron antes de los asesinatos de Jack el Destripador (1888) y algunos de ellos muestran la misma firma y la misma psicopatología. También en Estados Unidos hubo una serie de asesinatos que siguieron esta misma pauta pre-Destripador, como veremos a continuación.