—Yo nunca tuve un violín, pero mi hermano mayor tenía una pandereta. Se la rompí.
La voz sonó a mi espalda, ronca y veloz, y a mí se me escapó un grito agudo que enseguida cubrí con las manos. Pero con las manos sobre la boca el que quería salírseme del cuerpo era el corazón.
—¿Por qué la rompiste? —preguntó Jaz mirando hacia algún punto detrás de mí, con la misma naturalidad con que hablaba con Mamá Pura y todos sus otros fantasmas.
Me di vuelta lentamente, preparada para el golpe, el arma, el empujón, lo que fuera que me esperara.
Pero para eso no, para eso no estaba preparada.
El chico estaba sentado sobre el piso con las piernas cruzadas y parecía pensar su respuesta con bastante dedicación. Era pequeño y flaco. Una lauchita, hubiera dicho mamá. Esqueleto con patas, hubiera dicho papá. Tenía mucho pelo negro, enredado y duro, ojos oscuros y estaba increíblemente sucio.
—Le rompí la pandereta porque yo también quería una y a mí no me habían hecho ningún regalo —dijo mirando a Jaz.
—¿Por dónde entraste de dónde venís cuántos años tenés con quién estás qué hacés acá qué está pasando afuera? —Las preguntas me brotaron desordenadas y superpuestas.
El chico se encogió de hombros y señaló un rincón al lado del piletón. Me acerqué en cuclillas y vi el agujero que hasta hacía un rato había permanecido oculto detrás de unas cajas. Cómo no lo había visto, cómo no había buscado mejor, cómo nos había puesto en esta situación, porque el niño se iría en cualquier momento, avisaría que estábamos acá, nos regresarían…
Pero era tan pequeño ese hueco… apenas podría pasar una comadreja, un conejo minúsculo, un poco de polvo.
—Tengo once —dijo él mientras yo volvía a poner en su lugar las cajas que había empujado para entrar. Lo miré y no le creí. Parecía de ocho, aunque ya no tenía voz de bebé y yo había visto otros chicos así, que no habían crecido por falta de alimentos y que aprendían a sobrevivir casi como animalitos. Como comadrejas, como conejos minúsculos.
—Bien —por fin me levanté y lo encaré, ese lugar lo había encontrado yo, era mi reino y nadie lo había invitado—, no podés quedarte, no hay comida. Tampoco podés irte así nomás, irías a avisar sobre nosotras y…
—Isa —me interrumpió.
—¿Qué?
—Me llamo Isa. Y no le voy a avisar a nadie. Solo quiero saber del violín.
—¿Qué violín?
—El de la historia.
Y enseguida buscó algo en su mochila y, cuando lo encontró, me lo ofreció. Era una galleta marinera. El gesto me enterneció y tuve que luchar contra ese instinto. No podía encariñarme. No podía quedarse con nosotras. No podía ocuparme de nadie más.
—Por la historia —dijo él.
Yo no supe si abrazarlo o pegarle. Si contenerlo o darme por ofendida. Me estaba pagando lo que consideraba que valía mi cuento.
Por mi cabeza desfilaron imágenes de noches de relatos en cada una de las casas, en el camino. Nunca había faltado quien comenzara a contar mientras los demás nos congregábamos a su alrededor, grandes y chicos, con la única intención de escuchar una historia que no fuera esta, una historia que, por un momento, nos permitiera olvidar que estábamos allí, lo que estaba pasando, lo que habíamos dejado, lo que estaba por llegar.
Acepté la galleta de Isa y seguí.