Comenzaba a anochecer y se me ocurrió que contar historias tal vez sirviera para postergar la cena. Aunque en verdad estaba esperando que Isa se fuera (lo cual también era motivo de preocupación) o se quedara dormido y así no tener que compartir la comida con él.
—El único profesor de violín que encontró papá y que podían pagar era un hombre tan viejo, tan encorvado, tan perdido detrás de su cabello largo, su barba larga, su boina negra, y olía tan a… a pasto muerto, a carne seca, a algo que sigue estando en mi nariz pero que no puedo explicar, que a Samy y a mí primero nos dio mucho miedo y no queríamos saber nada con acercarnos a él, y luego nos dio mucha risa.
»El maestro se llamaba Anton y pronto le inventamos un pasado de director de orquesta los fines de semana y de vagabundo que tocaba en las calles de lunes a viernes. Pero él terminó ganándonos con la música. Cuando lo oías tocar te olvidabas de la edad, del cuerpo torcido, y solo deseabas que no terminara nunca.
»Recuerdo que antes de la primera clase papá me había explicado que la música que aprenderíamos sería muy distinta de la música que escuchábamos a diario, que el maestro Anton nos enseñaría los clásicos y que había que darse tiempo para entender y asimilar esas melodías. Creo que temía que Samy y yo nos aburriéramos antes de haber empezado siquiera. Por eso, cuando Anton nos mostró en su teléfono celular videos de chicas apenas más grandes que nosotras tocando una música que parecía abrirte el pecho, buscar un rincón allí y anidar, para luego hacerte vibrar y reír y llorar, todo junto, a mí se me voló la cabeza. Y quise aprender a tocar hasta los clásicos porque entendí que había un orden, un método para lograr, un día, tocar la música que amabas, aunque aún no sabía muy bien cuál era.
»Anton nos enseñó cómo pararnos, cómo sostener el arco y cómo tocar las cuerdas al aire para que sonaran sol, re, la, mi. Pronto todo mi mundo fue el violín y el mundo de Samy fue… el arco. Pasé horas tocando las cuerdas con los dedos porque Samy era la dueña absoluta de su espada de fantasía. A veces lamentaba que el alumno de mamá no se hubiera olvidado una guitarra, por ejemplo, o una flauta traversa. Aunque en verdad lamentaba tener que compartir con Samy.
»Pero cómo iba a dejar de tocar, si aquello ya era parte de mí. El maestro Anton lo sabía, incluso lo había espiado cuando hablaba con papá y mamá sobre mi precocidad, sobre mi talento innato, sobre mi disciplina, y lo amé. A Anton. Porque él sabía.
—Le pagaban por enseñarte —me sermoneó Isa—, si no aprendías nada no lo iban a llamar más.
—No, no es así. Tantas veces, cuando sos niña, sos invisible para los demás. No te toman en cuenta. Pero Anton me veía.
Isa se encogió de hombros, tal vez consideraba que no valía la pena discutir con una chica.
—Una tarde me enojé tanto por tener que rogar por el arco, por no tener el violín a mi disposición cuando quería, porque yo de verdad deseaba practicar, por la falta de responsabilidad, ignorancia artística y desinterés cultural de mi prima, sí, todo eso sentí a mis seis, que hice lo que cualquiera haría en mi situación: escondí el instrumento.
—Yo lo hubiera roto —insistió Isa.
—Entre mi casa y la de mis tíos había un minúsculo cobertizo en el que se guardaban herramientas, ese fue el lugar que elegí. Detrás de unas maderas hice una especie de nido con una bolsa de arpillera y ahí lo apoyé, con cuidado. Porque una cosa era esconderlo y otra maltratarlo. Más tarde diría que lo tenía Samy, que se lo había llevado y todos la culparían por perder algo tan valioso. Yo lo encontraría luego de una larga y penosa búsqueda, sería la heroína de la historia y, claro, el violín y su arco serían desde ese momento solo míos.
—Solo tuyos —dijo Jaz, mirándome fijo porque era la única que conocía esa parte de la historia. Se la había contado una noche en que los ruidos que nos llegaban eran tan inquietantes, tan inmensos, que lo único que se me ocurrió para taparlos fue ponerle voz a lo que nunca había contado. Desde entonces ella volvía a pedirme que le contara lo mismo. Yo sabía que a los niños les gusta escuchar el mismo relato una y otra vez. Sin embargo a veces pensaba que Jaz no terminaba de comprender que esto que le contaba era real, que había sucedido—. Pero no lo encontraste.
—No. No lo encontré.