Había hecho bien las cuentas, hacía tres días que estábamos acá. Uno: cuando encontramos el lugar. Dos: cuando llegó Isa. Ese era el día tres, entonces. Si nos quedábamos más tiempo tendría que numerarla. Sería la casa cuatro, porque después de la segunda tuvimos una más que aún podía llamarse hogar.
No podíamos quedarnos en la casa dos, claro, el manco del seis hablaba mucho de moverse, tal vez porque los soldados no podían quedarse quietos, así no se ganaban las guerras. Y a mí eso me parecía muy acertado. Si no nos hubiéramos movido, tal vez no habríamos llegado acá. Si nos hubiéramos quedado en la primera casa, en la segunda o en la tercera, tal vez ni siquiera seguiríamos vivos. O a lo mejor era todo lo contrario. A lo mejor allí estaba la trampa, te obligaban a moverte porque si hallabas el lugar donde quedarte terminaba el juego, te salvabas. Basta, Zinny, estás desvariando, me dije, tenés tiempo para pensar. Sí, eso era lo que pasaba. Mamá Pura seguía en lo suyo. Jaz, a su lado, miraba las ilustraciones de un libro; Isa no había vuelto y a mí se me habían ido las ganas de empezar otra vez a ordenar lo ordenado o de hacer listas, entonces pensaba.
Esa mañana habíamos desayunado la liebre de Isa, luego los chicos se habían quedado dormidos, ¿qué hora era? Si nos habíamos salteado el almuerzo y aún no teníamos hambre, ¿así estaba contando las horas? Bien… estaba comprobado, me iba a volver loca, así que me obligué a sentarme al lado de Mamá Pura, respirar hondo y continuar con nuestra historia, que era lo único que parecía dominar el tiempo.
*
—La mañana del último día en la segunda casa no parecía distinta a las otras mañanas en que habíamos estado allí. O por lo menos yo no noté las señales, era muy pequeña. La única certeza, lo que tenía frente a mis ojos, era que Canela estaba en su cuarto, sola, y que me invitaba a entrar. Yo le había llevado una hoja en la que había combinado algunas notas musicales que, en mi cabeza, sonaban bastante bien, y quería probarlas sobre el violín de cartón, aunque tampoco ahí sonarían de verdad, claro.
»Creo que llegué a estirar el brazo, que ella tomó la hoja, que sonrió, pero lo que sucedió después volvió a cambiar todos los planes.
»Con el primer estruendo el sol entró a la casa sin ventanas, inundó la habitación e iluminó a Canela. El segundo proyectil me lanzó hacia el pasillo, me quitó el aire, me dejó ciega y sorda y muda. Y luego, otra vez, como en la primera casa, todo fue confusión, destellos, ruidos, golpes. Alguien que me arrastraba, me levantaba, me aplastaba la cara contra una manta que picaba. Yo quería quitármela de encima, rascarme la nariz, pero el cuerpo no me respondía. Mientras, el mundo entero gritaba, corría, y yo me daba por vencida, dejaba de luchar y me hundía en la manta.
Jaz me escuchaba sentada en el piso, atenta y con la espalda bien erguida. Una vez me había dado a entender que para recordar las palabras debía verlas y tocarlas, comprender su forma. Mi hermana no había nacido cuando nos fuimos de la segunda casa, pero nació con otros estruendos y a veces hasta podía predecir, por algo que sentía u olía en el aire, por el silencio o el ruido del instante anterior, el siguiente estallido.
No todos lograron salir de la segunda casa. El manco del seis no lo hizo. Tampoco la señora de la habitación tres que tenía los mellizos, ni los mellizos. Tampoco Canela con mi violín de colores. Todo eso lo supe mucho después, claro, lo fui averiguando a medida que aprendía a hacer las preguntas correctas. Porque, si no, me respondían a todo que era chica, que ya entendería, que todo estaba bien. Y yo sabía, por lo menos, que aquello no se parecía en nada a estar bien.
—A Mamá Pura no le gustan los ruidos —dijo entonces Jaz.
—No te preocupes, le taparemos las orejas si algo pasa.
—Y le diremos palabras lindas al oído —dijo mi hermana, que era lo que hacía mamá para calmarla a ella.
—Sí, haremos eso.
—También a Isa. Los hombres hacen que aguantan, pero no aguantan.
—No creo que Isa regrese, Jaz. Ese chico ya debe andar lejos.
Como respuesta Jaz señaló el hueco por el que asomaba la oscura cabellera de nuestro amigo y a mí, como un perro de Pavlov rápidamente adiestrado, se me llenó la boca de saliva. Si Isa traía un animal cada vez que venía, sería bienvenido. El gemido que me llegó a continuación confirmó la cena, aunque lamenté que no la trajera ya muerta.