Las noches me parecían cada vez más largas en la casa. Cada vez más silenciosas. Me animé a encender un pequeño fuego, luego puse las manos en posición, incliné la cabeza y comencé a tocar las notas de un violín invisible. Los primeros acordes de “No surprises”, por Ara Malikian, que parecía el maestro Anton, pero de joven, claro. De todos modos, abandoné enseguida. Mi cabeza estaba muy lejos de allí.
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Aquel primer campamento se deshizo pocos días después de lo que sucedió con nuestro muro de juguete. Las familias que habían estado tan unidas mientras andaban, en busca de algo mejor que lo que habían dejado atrás, levantaban sus cosas y se alejaban sin más. No se intercambiaban números de teléfono ni direcciones en esas partidas, no fuera cosa que hubiera que hacer o devolver favores.
Salir del camino, aunque lo que siguiera fuera otra ruta, me hizo bien, volví a sentirme yo, Zinny. Volví a recordar a Samy y el violín, a ponerme triste, luego otra vez furiosa. Pero por lo menos ya no tenía a mano a otros chicos con quienes desquitarme. Y, además, papá había conseguido una casa nueva, la número tres. Por fin teníamos hacia dónde ir.
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La casa número tres era en verdad un departamento, el 2 F, pero yo siempre seguí diciendo “casa”. Fue la más grande que habitamos. Tenía dos habitaciones, un comedor y una cocina aparte y ventanas de verdad que daban a la calle. Y una increíble y nueva cantidad de reglas. No es que la casa viniera con reglas, claro, más allá de cuidarla y esas cosas. Sino que ahora te decían qué podías hacer y qué no. No podías cruzar al otro lado del muro, por ejemplo. Eso me parecía que había quedado bastante claro cuando salimos de la primera casa, pero ahora era una ley o algo así. Además había cosas que no se podían decir y opiniones que era mejor no expresar. Había un solo diario y unos tres canales de televisión que repetían las mismas noticias. Y había que tener cuidado con los libros que uno tenía. Y con Internet, si tenías la suerte de tener computadora y alguna vez lograbas volver a conectarte. Y había celulares pero no había señal… La caja en la que estábamos se iba haciendo cada vez más pequeña, sus lados se nos venían encima, nos aplastaban.
A veces pienso en la suerte que tuve. Leí libros que no se podían leer, vi películas que no se podían mirar. Aprendí a cada paso lo que no hubiera aprendido en ninguna escuela y tuve todo tipo de maestros. Porque a esa tercera casa entraron y salieron decenas de colegas de mamá y papá que me contaban alguna historia, me traían libros y películas y me daban lecciones, creo yo, por el solo placer de volver a escuchar su voz frente a una alumna atenta y curiosa. Y cuando la clase terminaba me permitían quedarme en esas reuniones de adultos en las que hablaban sobre cómo cambiar el mundo. Y opinar también, aunque no siempre.