A esa altura no sabía a quién intentaba tranquilizar con mi voz, si a Jaz o a mí. Quedarme en silencio y sin saber qué hacer no era mi estado ideal. Hasta ahora habíamos tenido un objetivo: movernos, llegar. Pero estando quietas todo el movimiento parecía suceder solo en mi cabeza. Y eso me abrumaba.
Me paré en medio del cuarto y miré alrededor. No traíamos nada cuando llegamos, pero algo nos llevaríamos al irnos. ¿Qué? Necesitaba hacer nuevas listas. La comida y el agua que quedaban, claro. Los diarios nos habían servido para higienizarnos y para inventar pañales, pero ahora la mayoría estaban humedecidos. Los libros eran pesados, ocupaban lugar. Los documentos… tal vez alguno sirviera. Y nos llevaríamos algunos objetos, sí, podríamos cambiarlos por algo que nos sirviera. Busqué entonces una manta que nadie estaba usando e improvisé un atado. Y luego empecé a juntar algunas cosas cuidándome bien de darle la espalda a Mamá Pura, para que no viera que le estaba robando. En ese momento se abrió el agujero de Isa, había aprendido a distinguir el ruido que hacía al entrar, y solté todo, un poco por la sorpresa y otro por vergüenza. Y luego recordé que la comadreja traería a alguien y un dolor caliente, como una descarga eléctrica, me atravesó el pecho.
Me di vuelta despacio, sin ningún apuro por ver lo que me esperaba. Y allí estaban: paradas muy pegadas a la pared, como listas para escapar si las circunstancias lo ameritaban, no una sino dos niñas parecidas a Isa pero más altas, empapadas, con la mugre corriendo por sus caras y las mismas señales que portábamos todos: que habían hecho un largo camino, que estaban solas, que no tenían a dónde ir. ¡Dos!
Las niñas habían clavado sus miradas en Mamá Pura y en Jaz, yo no parecía tener mucho interés para ellas. La que parecía más grande, de… ¿trece años?, se acercó al grupo, alzó a Bebé y hundió su nariz en la cabeza del niño. Sin siquiera saber si eran familia, de pronto sentí la necesidad de decirle que lo manteníamos limpio y alimentado, pero me contuve. No me correspondía a mí dar explicaciones. Así que simplemente le saqué a Bebé de los brazos para que entendiera que allí mandaba yo. Que aquella casa y todo lo que incluía eran mi conquista.
—¿Son tus hermanas? —pregunté a Isa, que no me respondió, y luego, para compensar la rudeza de mi bienvenida, alcancé a cada niña media lata de frutas. Qué otra cosa podía hacer.
Nos quedamos todos en silencio mientras ellas comían, hasta que Jaz se acercó a la menor y permaneció a su lado, quietecita, que era el modo en que ella daba las bienvenidas. Entonces Isa las señaló, primero a la mayor y luego a la más pequeña, y dijo:
—Ella es Maira y ella es Amé. Quieren escuchar tu historia, ya les conté algunas partes.
*
Pero yo no volví a contar. Estaba enojada y quería hacer algo grande con mi silencio, que se transformara en una presencia, en un acto de resistencia a toda esa realidad que se me descontrolaba.
Me alejé todo lo que podía alejarme en esa única habitación, lo que significó volver a mi sillón, a la historia de Isa sobre la mesa, a algo que pusiera mi cabeza en otro lugar. Pero sospechaba que lo único que sabía hacer a esa altura era contar. Para los demás y también para mí. Tal vez por eso me encontré de pronto inventándoles vidas a las niñas, sabía que no me contarían las propias y yo no pensaba preguntar.
Fue fácil encontrar un documento con el nombre de María, las mismas letras, otra combinación, y la fotografía de una hermosa niña de diez años que, limpia y bien vestida como estaba, bien podía ser la Maira que tenía adelante. Mi Maira leía poesía, claro, se había llevado de la biblioteca libros de Alfonsina Storni y de Wislawa Szymborska. El padre había sido bombero, un héroe que aparecía en la portada de uno de los diarios y que había fallecido en cumplimiento del deber. A Maira la criaba su abuela porque la madre nunca se había recuperado de la tristeza.
Tenía dos hermanos pequeños, Mario y Miguel, todos nombres con M, como el padre, y además de leer poesía, la escribía. Su poema “La rosa”, título muy poco original pero ella era una niña, no se le podía pedir más, había ganado un concurso escolar. A Maira le guardé, de entre los objetos del museo, una antigua flauta que su padre había salvado de algún incendio.
Con Amé la cosa fue más complicada. Podía llamarse Amelia o Amapola, pero solo encontré una Amira de catorce años, que no daba. Así que decidí que Amé era su segundo nombre y la rebauticé Briana, que era un nombre que me gustaba mucho y se parecía a Brisa.
Amé era una futura gimnasta, aún no decidía si prefería ejercicios de suelo, barras o viga, pero le faltaban años para elegir, nadie la apuraba. Era hija de madre soltera, una política que aparecía seguido en los diarios, luchando por los derechos de las mujeres y que, justamente por no callar nunca, había estado presa. Briana Amé había sido cuidada por muchas otras mujeres cuando eso sucedió, nunca le había faltado hogar ni abrazo. Hasta ahora, claro.
*
Cuando terminé de separar papeles, diarios, objetos, hasta un mapa, me sentí infinitamente estúpida e infantil por permitirme el juego, si es que merecía siquiera ese nombre. Pero lo había hecho siempre… desde Anton, desde Mamá Pura… Le inventaba historias a la gente que conocía tal vez porque la realidad era tan… inalterable. Pero nadie vivía en un cuento.
Volví a mirar una vez más lo que había sobre la mesa y de un solo gesto tiré todo al piso.
Esa había sido la última vez.