Como Garcilaso de la Vega, que lo precedió en el tiempo, Francisco de Aldana (1537-1578) encarnó el ideal renacentista del hombre que consagra su vida a las armas y las letras. El ejercicio de las primeras acabó con él en la jornada desastrosa de Alcazarquivir, en el norte de África, donde combatió con mando sobre las tropas de infantería al servicio del rey de Portugal. Las letras han prolongado su nombre hasta nuestros días, si bien, como afirmaba Luis Cernuda y han afirmado otros, injustamente relegado a un segundo plano en la nómina de los grandes poetas españoles del Siglo de Oro. El reconocimiento de hombres célebres no le ha faltado. Sus contemporáneos lo llamaron el Divino. El mismo Miguel de Cervantes le profesó abierta admiración. Su Carta para Arias Montano bastaría para granjear a Aldana un hueco en la historia de la mejor literatura. En dicho hueco no debería faltar, a mi juicio, una selección de sus sonetos.
Siento desde antiguo debilidad por el poema que en las obras completas de Aldana (las que pudo recuperar su hermano Cosme) figura con el número LVII. ¿Por qué? Ni idea. Corre uno el riesgo de tratar de racionalizar la experiencia poética como si esta se pudiera reducir a un diagnóstico. La poesía no procede tan sólo de lo que dice el poema. La manera como repercute en nosotros, los lectores, depende, sí, de lo que puso el poeta en el poema y de cómo lo puso; pero depende asimismo de nosotros, de nuestros conocimientos y preferencias, de nuestro carácter y nuestra capacidad de captar imágenes y ritmos, y depende también, con toda seguridad, de algunos factores más de los que acaso no seamos conscientes.
El poema LVII está estructurado sobre la tradicional dualidad cuerpo/alma, tierra/cielo. Lo hace mediante una delimitación tan estricta de los campos que no puede uno por menos de evocar El entierro del conde de Orgaz. En el cuadro de El Greco, pintor contemporáneo de Aldana, también encontramos un suelo donde se escenifican el dolor y la tragedia de la existencia humana, lo que correspondería a los dos cuartetos del poema, y un ámbito superior, libre de penalidades, presidido por Dios, al que acceden las almas (las que lo merezcan), lo cual vendría expresado por el poeta en los dos tercetos.
La impresión de cercanía entre uno y otro espacio se da de forma similar tanto en el cuadro como en el soneto. Se diría que con sólo estirar un brazo los de abajo podrían tocar las nubes que sostienen a la muchedumbre de santos. El soneto de Aldana es de hechura más rigurosa. Yo al menos percibo en él la repartición simétrica, el orden estricto, propios del militar que exige a sus versos parecida disciplina que a sus soldados.
En el primer cuarteto nos encontramos con el conflicto que causa pesar al yo poético. Un hombre ansioso de serenidad se ve una y otra vez arrastrado por las sacudidas del destino. Este movimiento frenético alude a las fatigas de la vida sin dejar de corresponderse con una inquietud y un malestar interiores. Puesto que no hay en el texto alusión alguna al oficio militar, no tenemos por qué partir de la idea de que el escritor profiere una queja fundada en los incordios causados por su destino particular; aunque, conocidos algunos pormenores de la biografía del poeta, cuesta creer que su angustia no estuviese relacionada con el constante ajetreo bélico: con las marchas, las batallas, el dolor, las derrotas, la pérdida de amigos en combate, las heridas propias. A mí se me figura que la queja del poeta es principalmente la del hombre cansado que, con visión neoplatónica, busca en la vida una esperanza de la cual la muerte es condición indispensable.
Por la misma época en que fray Luis de León postula el retiro horaciano, el apartamiento a un lugar ameno, con árboles y arroyos cristalinos, y sin el mundanal ruido de los congéneres, Francisco de Aldana no ve salida a tanto mal ni a tanta desazón dentro de la mísera existencia terrenal. Mientras se tenga cuerpo no hay nada que hacer. No cabe más reposo ni vida verdadera que la gloria eterna reservada a las almas.
No es poco mérito del poeta la expresividad con que traslada a versos de no difícil comprensión estas convicciones tan arraigadas en los hombres de su tiempo. Quizá por eso me ha gustado siempre este poeta, porque su estilo cincelado con maestría no incurre en la desmesura verbal ni en el exhibicionismo de dotes técnicas de los poetas barrocos posteriores. Oigo en este dolorido soneto LVII, parco en tropos, un eco que vuelve a sonar, salvando las debidas distancias, en algunos poemas desengañados de Luis Cernuda y en otros directamente angustiosos de Blas de Otero.
Hay, en efecto, desengaño en el deseo de que el alma vuelva a su región original, de la que acaso jamás debió salir. Aquí no alienta la aspiración fervorosa del místico, sino hartazgo del ajetreo, la inquietud y los padecimientos del hombre curtido en mil y una contiendas, de donde se deduce que para él la vida temporal equivale al infierno.
Y ya puestos a mudarse al reino celestial, ¿qué mejor opción ni más entrañable entretenimiento que pasear por las nubes de la gloria, a la manera de los santos de El entierro del conde de Orgaz, acompañados del alma de un amigo? Los muertos sensibles de Quevedo los lleva Aldana a la gloria, y allí los pone a conversar y a contarse sus confidencias sin el temor de cometer los errores y pecados merecedores de castigo, sin los reveses de la fortuna, las penas derivadas de los amores contrariados, los estragos de la edad ni el horror a la muerte. En definitiva, sin la carga del cuerpo, sede e instrumento de tanto dolor y cárcel del alma, según propugnaba la idea platónica.
No sé otros lectores, pero yo aprecio en los tercetos del soneto LVII no tanto ironía como ternura y necesidad verdadera de afecto y descanso. Jorge Luis Borges soñaba el paraíso en la forma de una especie de biblioteca. La creencia musulmana imagina un edén con huríes hermosas y virginales para solaz de los bienaventurados. Se conoce que cada cual se complace en encontrar más allá de la muerte una versión perfeccionada de lo que estimó en este valle de lágrimas. Que Francisco de Aldana se imaginase en la eternidad acompañado del alma de un buen amigo me despierta una rápida y fraternal simpatía.