Por regla general, los lectores ignoran en qué circunstancias personales el poeta escribió su poema. Si estaba enfermo en el momento de enfrentarse a la página en blanco, si acababa de pasar por un trance amargo, si escribía frente a una ventana con vistas a un bosque o a una plaza. No es improbable que al pie de los textos publicados (en la última página, si se trata de una novela) figuren una fecha y el nombre de una isla, un pueblo, una ciudad. Tales datos, lo mismo que las dedicatorias, son elementos accesorios de la lectura, carentes de utilidad para el entendimiento cabal de las obras. Nada relevante se pierde si no se les presta atención.
Hay, sin embargo, excepciones que ponen en entredicho la naturaleza autónoma del poema. No me refiero a la ayuda, a menudo indispensable, de un filólogo que mediante notas a pie de página aclare pasajes oscuros. Mal lo llevará, para descifrar algunas piezas de Luis de Góngora, quien no tenga a mano, mientras lee, un diccionario de mitología clásica, o para disfrutar de La Eneida de Virgilio quien no esté versado en latín. Así y todo, no puede por menos de achacarse a la ignorancia del lector el que en tales ocasiones el poema ya no sea un «universo autosuficiente», dicho sea esto con un concepto tomado de Octavio Paz.
Se dan casos insólitos de poemas cuyo significado no puede desvincularse de las circunstancias en que fueron escritos. O, dicho de otro modo, que no se explican enteramente sino en función de hechos privados del poeta a los que este ni siquiera alude en sus versos. Un ejemplo, de los más conocidos, es este «Voy a dormir» de la poetisa argentina, nacida en Suiza, Alfonsina Storni (1892-1938).
Los hechos que conviene tener en cuenta para que el poema no consista en una mera sucesión de frases triviales, salidas de la boca de una niña remilgada, se remontan al mes de octubre de 1938. El referido poema, un soneto sin rima, fue el último escrito por su autora. Entiéndase que lo escribió con el propósito de que fuera el último. Sus versos entrañan una despedida definitiva.
La escena doméstica ideada por la escritora esconde un trasfondo trágico. Empezaremos a comprender el poema en su verdadero y doloroso sentido tan pronto como averigüemos que se trata del codicilo de una suicida inminente. El 18 de aquel mes de octubre, Alfonsina Storni, de cuarenta y seis años, abandonó su vivienda de Buenos Aires para alojarse en una pensión de Mar del Plata. El motivo del viaje no es otro que la determinación de poner fin a sus días.
El suceso habría de inspirar décadas más tarde una popular canción compuesta por Félix Luna y Ariel Ramírez, que contribuyó a alimentar una leyenda no del todo verídica. Sabido es que Alfonsina Storni acumuló infortunios, llevó como una especie de estigma su condición de mujer, hubo de someterse a una mastectomía, padeció frecuentes rachas de depresión. No hace falta rastrear mucho en su obra para encontrar poemas que ofrecen una imagen desdramatizada, incluso amable, de la muerte. En ellos la muerte, exenta de implicaciones religiosas, es antes de nada descanso de una vida abundante en sinsabores y sufrimientos.
La precedieron en la decisión de quitarse la vida sus amigos, los escritores Leopoldo Lugones y Horacio Quiroga. Con ocasión del suicidio de este último, en 1936, Alfonsina Storni expresó en versos descarnados su deseo de una muerte similar para sí misma.
Las penalidades derivadas de un cáncer de mama, al que no alude la mencionada canción, y la conciencia de una muerte segura y dolorosa parecen haber constituido el desencadenante principal del suicidio de Alfonsina Storni. En la madrugada del 25 de octubre, la escritora se llega bajo la lluvia hasta una escollera y se arroja a las aguas frías. Por la mañana, dos obreros encuentran su cadáver en la playa. Apenas unos días antes, Alfonsina Storni había escrito su poema «Voy a dormir». Lo metió en un sobre y el 22 del referido mes lo envió por correo al periódico La Nación de Buenos Aires, donde fue publicado poco tiempo después del fallecimiento de la autora.
La comprensión de la pieza quedaría seriamente limitada si el lector no estuviese al tanto de las circunstancias en que fue compuesta. Ahora sabemos que el «Voy a dormir» del título equivale a «Voy a morir» y que todo lo que viene a continuación es desarrollo de esta metáfora inmemorial, con sus características connotaciones infantiles. De hecho, aún se les cuenta a los niños en muchas partes del mundo, para hacerles más llevadero el trance de la muerte, que el pariente recién fallecido está durmiendo.
Alfonsina Storni adopta en su poema la perspectiva de una niña que se dispone a conciliar el sueño. Es la propia escritora quien, decidido su final, regresa imaginariamente a la niñez y conversa, acaso como en tiempos lejanos, antes de cerrar los ojos para siempre, con la nodriza encargada de acostarla. Esta perspectiva candorosa frente a la tragedia cercana contribuye a cortarles el paso a los tonos patéticos. En vano buscará el lector indicios de amargura en el poema.
La nodriza simboliza, claro está, la muerte encargada de facilitar a la niña el paso de la fatigosa y deprimente vigilia al sueño eterno reparador. Los atributos del ama de cría son los de la Tierra misma: flores, rocío, hierbas..., como también están hechas de los materiales y plantas del suelo las cobijas y la propia cama en la cual la niña se dispone a dormir.
Surge abrupto, en la última estrofa, uno de los temas más recurrentes de la literatura de Alfonsina Storni, la queja de índole amorosa («la lucha con el sexo masculino», según su biógrafa Josefina Delgado), que aquí se da de forma elusiva, como desenlace de una historia que sólo podemos intuir. En realidad, es la historia incesante de amores contrariados que inspiraron una parte considerable de su poesía.
Destinado a la publicación póstuma, «Voy a dormir» no fue escrito para obtener la aprobación de un público. A mí, personalmente, me causa cierto reparo juzgar el poema por sus componentes estéticos. No descarto que de la pluma de la autora salieran textos de mayor calibre literario. Lo que singulariza a este escrito es su alto grado de verdad humana. Se aprecia en él la especial vibración que, transmitida con palabras sentidas, trasciende los méritos lingüísticos para darnos algo único procedente del núcleo sentimental de la persona, algo que levanta el texto hasta cimas sólo accesibles a los grandes poetas.
Ofrece, además, otro motivo para la emoción este poema. Conmueve constatar la fe que con él demuestra Alfonsina Storni en la palabra poética, no quebrantada ni siquiera en las difíciles horas postreras de su vida. Ni el dolor físico, ni las incontables decepciones, ni las penalidades y estrecheces que la vida deparó a esta esforzada y emotiva mujer, lograron que desfalleciera su firme apego a la poesía.
Podía haber redactado un testamento al uso, a la manera de la carta que en la pensión de Mar del Plata escribió a su hijo horas antes de morir. Prefirió hacer otra cosa que la ennoblece al tiempo que confiere a su suicidio un halo de dignidad. Pese a la angustia y los embates de la depresión, reunió la serenidad suficiente parar medir los versos y componer con lucidez un soneto, eligiendo a conciencia unas palabras libres de coraje, de resquemor, de desprecio a la vida donde tanto sufrió. No todo el mundo sabe morir con elegancia.