Corría el año 1977 cuando empezó a editarse en San Sebastián Kantil, Revista de Literatura. Tras el verano, tuve la fortuna de incorporarme a su reducido círculo de colaboradores. Todas las semanas llegaba a la redacción, por correo ordinario, una cantidad considerable de textos inéditos. Del copioso material se hacía una selección de acuerdo con un estricto criterio de calidad y en cada número de la revista se publicaban algunas piezas enviadas del modo antedicho.

Así ocurrió con el poema «Habitación 306», de cuyo autor, Francisco Javier Irazoki, yo no había oído hablar hasta entonces. El poema apareció en el número 5 de Kantil, correspondiente al mes de noviembre de 1977. Una nota al pie de página precisaba que el autor tenía entonces veintidós años (en realidad, veintitrés, debido acaso al tiempo transcurrido entre el envío del poema y su publicación) y residía en el pueblo navarro de Lesaka. Eso era todo: un nombre, unos pocos datos personales y... un poema de una temperatura humana inusual. Andando el tiempo, «Habitación 306» formaría parte de Árgoma (1980), el primer libro de poemas de Irazoki.

Saltaba a la vista que la pieza consistía en algo bien distinto de un mero ejercicio de escritura literaria. Sus palabras, sus imágenes, su expresividad violenta, no parecían dictadas por la voluntad de un muchacho empeñado como tantos otros en hacer carrera de poeta. Aquel poema rezumaba dolor, mucho dolor.

El texto me pegó fuerte. Sentí en consecuencia el impulso y aun puede que la necesidad de conocer en persona a quien lo había escrito. Pronto entablamos correspondencia epistolar, con ocasión de la cual comenzó a fraguarse entre ambos una estrecha amistad que el transcurso de las décadas no ha hecho sino fortalecer. Pronto tuve asimismo noticia más detallada del triste suceso que había dado lugar al poema «Habitación 306».

No obstante, el poema contiene revelaciones que aclaran e incluso hacen explícitos los puntos esenciales de su naturaleza elegíaca, sin que el lector precise de información adicional. Para empezar, el título hace referencia a la habitación numerada de un centro hospitalario. Allí, en la vida real, se consumó el fallecimiento de la persona a quien el poeta dirige la palabra. La dedicatoria menciona el nombre de dicha persona. La fecha consignada tras el último verso especifica cuándo falleció.

Hay más. Algunas alusiones repartidas entre los versos aportan igualmente pistas relativas al luctuoso acontecimiento. El cual puede resumirse de la siguiente manera: en la primavera de 1977, Nica Irazoki, hermana del poeta, perdió la vida en un hospital de Pamplona a consecuencia de una hidatidosis. Tenía, como se dice en el poema, veinticinco años en el momento de expirar.

No sólo los lazos afectivos unían a los dos hermanos. Nica significó mucho en la formación intelectual de Irazoki. Fue ella quien, en el caserío familiar, donde sus moradores se comunicaban en euskera, enseñó la lengua española a su hermano antes que este se iniciara en la educación escolar. También, más adelante, quien le proporcionó libros y consejos que con el tiempo habrían de ayudarlo a encauzar su vocación poética. La muerte de Nica agravó la orfandad del incipiente escritor, cuyo padre, un modesto campesino, había muerto algunos años atrás.

El poema «Habitación 306» es un lamento escrito, no desde la perspectiva de la evocación, sino desde la proximidad temporal con el suceso desencadenante del duelo del poeta. Fija por así decir un presente continuo que trata de negar la muerte de la hermana. Hasta medio poema, la difunta todavía es parte, aunque pasiva, del diálogo. Aún está ahí, aún está cerca, dentro de la habitación donde en algún momento de la noche tomó aire por última vez, donde aún conserva las facciones que tuvo en vida.

Y es esa presencia final del ser querido, trasladada al espacio de la poesía, lo que el poeta, con el denuedo propio del hombre joven, quisiera prolongar a toda costa. El poeta se rebela contra lo irreparable. Se sirve para ello del único recurso de que dispone: las palabras. De pronto un verso se quiebra con la facilidad con que también se quiebra una vida en la flor de la edad. Y entonces el poeta, en medio de su poema partido en dos, inmóvil, abatido, constata la inutilidad de su empeño desesperado. Comprende que después de todo se ha quedado de esta parte de la noche, de la parte de aquellos para los cuales habrá un nuevo amanecer. Una puerta con un número, una puerta que ya nunca se abrirá, lo separa para siempre de la noche definitiva de su hermana. A solas con su dolor, su impotencia, su desconcierto, el poeta asume el hecho irreversible, aunque no lo acata, y reemplaza su conversación ilusoria por un dolorido soliloquio.

Vemos que el poema no se articula al modo de un discurso que siguiera el orden lógico de las ideas. Dispensado de ataduras racionales, los sucesivos impulsos de la emoción dan lugar a una serie de imágenes a manera de instantáneas. Con ellas, el poeta da forma verbal a su dolor, dolor que entraña también queja y rebelión y protesta contra las fuerzas despiadadas de la adversidad.

Que el poema de Francisco Javier Irazoki encierra un noble gesto de amor fraternal admite pocas discusiones. Releídos sus versos después de largos años, compruebo que el tiempo ha tenido la deferencia de dispensarlos de su acción corrosiva, tal vez porque las cosas hechas con verdad humana resultan por lo común más perdurables que las impostadas. Dicho esto, el poema me inspira una interpretación que rebasa los límites del infortunio privado.

No seré yo quien postule que con versos mejor o peor compuestos o con fórmulas mágicas sea posible persuadir a la naturaleza a que dé marcha atrás en sus designios. Todavía no se ha inventado el poema capaz de resucitar a los difuntos.

Y, sin embargo, el arte de la palabra, cuando acierta, muestra la singular, la consoladora facultad de oponer resistencia al destino irrevocable del ser humano, como prueba la circunstancia de que, sobrepasadas tres décadas del fallecimiento de Nica Irazoki, seguimos hablando de ella, trayéndola de nuevo a la vida en nuestra lectura y nuestra conversación en virtud de algo capaz de impedir que su muerte comportara una desaparición completa. Ese algo es la poesía que dignifica la corta vida de aquella muchacha, confiriéndole un sentido póstumo: el de haber nacido, entre otras posibles razones, para suscitar un poema conmovedor. Es así como podemos concluir que el disparo de la canción con que el poeta, en su congoja, reclama el regreso de la hermana fallecida, da en el blanco, evitando que la muerte, en contra de su costumbre, se quedara con todo.