En años que la opinión general sitúa aún dentro de los márgenes de la juventud, Jaime Gil de Biedma (1929-1990) redactó una serie de textos confidenciales, que más adelante, reunidos en un libro, daría a la imprenta con el título de Diario del artista seriamente enfermo. Luego hemos sabido que eran extractos de una obra confesional mayor. En uno de los pasajes, el escritor lamenta haber cumplido veintisiete años. No es tristeza lo que siente, según declara, sino fastidio, por entender que el tiempo lo ha empujado, lo está empujando, hacia un terreno hostil, esto es, hacia una fase de la vida de la que no espera gran cosa, de tal modo que incluso antes de conocerla ya le causa desagrado.

Apenas se puede entender la poesía de Gil de Biedma si no se tiene en cuenta la profunda aversión que el poeta profesó por el paso del tiempo y sus consecuencias. El lector encontrará numerosas alusiones al respecto en sus poemas. Para quien los escribió, la vida es genuina y, por tanto, digna de ser vivida y celebrada, durante la niñez y mientras dure la plenitud física. El resto consiste en una paulatina corrosión cuya evidencia resulta obscena, para expresarlo con la particular crudeza de Gil de Biedma.

Es fácilmente deducible que si él juzgaba intolerable cumplir veintisiete años, las edades posteriores se le debían de antojar cercanas al espanto. De hecho, sus poemas más desolados no los inspira tanto la certeza de la muerte como la cruel tragedia de envejecer. En el tránsito entre algo bueno que se está acabando y algo malo que se anuncia, entre la fiesta de anoche y la resaca de la mañana, entre la juventud perdida y la decadencia en marcha, se centra una parte sustancial de la poesía de Jaime Gil de Biedma.

Dicha poesía se ocupa principalmente del hombre que la escribe. Se constituye así en reflejo directo de su experiencia personal, lo cual no significa que el poeta figure en sus poemas como sujeto anecdótico. El poeta no habla de sí mismo a la manera de quien deja testimonio escrito de los principales sucesos de su vida. Nadie podría redactar la biografía de Gil de Biedma a partir de sus poemas y, sin embargo, esos mismos poemas son inseparables de la sustancia vital del poeta. Este acude al poema a ponerse en claro como quien se mira en un espejo, incluso a ajustarse las cuentas y, en todo caso, a juzgarse sin benevolencia.

Otros poetas se olvidan por un momento de sí mismos, cantan las maravillas o los horrores del mundo, vuelta la mirada al exterior de su persona. Gil de Biedma no se pierde nunca de vista en el poema; tampoco, por consiguiente, cesa de fijar su atención en aquello que le es más próximo, ya sean los amigos, la vocación literaria, los lugares frecuentados y, en fin, la diversidad de elementos que forman parte de su existencia cotidiana.

En ocasiones, el poeta ya está presente en el título del poema: «Contra Jaime Gil de Biedma», «Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma». No es raro que se dirija improperios, ni que menosprecie sus costumbres o se muestre como un pobre diablo adicto al placer de los cuerpos, ebrio, inmoral, desdichado, pero siempre firme en el propósito de ponerse a buen recaudo en el refugio poético y cumplir de este modo aquel deseo por él formulado en una nota adjunta a Las personas del verbo, reunión de su obra poética completa que no llega a las doscientas páginas: «Yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema». Lo cual constituye un recurso, aunque ilusorio, para perpetuarse, protegiéndose con ayuda de la palabra de los estragos de la edad.

La última sección del libro lleva por título Poemas póstumos. En ella se incluye el poema «No volveré a ser joven». Por los días en que Gil de Biedma lo escribe, apenas le faltan dos años para cumplir los cuarenta. Rebasada dicha edad y con excepción de unas cuantas piezas esporádicas, el poeta da por cancelada su actividad poética. Mermados el vigor y la lozanía, perdidas por el camino tantas ilusiones, son años en los que la vida ya no es lo que fue ni acaso lo que debiera. Años de vida sin incentivos, de vejez prematura, de muerte anticipada; de ahí el calificativo de póstumos asignado a sus últimos poemas, por más que quien los escribiera aún habría de vivir por espacio de dos décadas.

Esta suerte de suicidio poético coincide más o menos en el tiempo con el suicidio real de su amigo y confidente literario Gabriel Ferrater (1922-1972), hombre polifacético con quien Gil de Biedma mantuvo durante largos años una intensa comunicación intelectual. Ambos compartían un profundo pesimismo vital y un similar aborrecimiento de la vejez. En su día, Gabriel Ferrater anunció a sus amigos que no consentiría en vivir más allá de los cincuenta años. En coherencia con tal designio, poco antes de cumplir dicha edad se quitó la vida.

Un aire asimismo de conclusión y hasta de veredicto presenta el poema «No volveré a ser joven». En el curso de una entrevista filmada que puede verse en internet, Gil de Biedma declara que se trata de una de sus piezas predilectas. Acto seguido la recita de memoria, con sobriedad en el gesto y en la voz que concuerda con la del texto, uno de los de mayor gravedad entre los suyos. En él no se halla el menor atisbo de las bromas coloquiales ni de los trazos irónicos a que el poeta era por demás propenso. Todo en los versos de «No volveré a ser joven» es sentencia adversa de un hombre metido en años y desengaños, que experimenta, no sin amargura, su personal crisis de madurez.

Y, sin embargo, la circunstancia de que el poeta envejecido que ya no escribe contemplara con aprobación su antiguo poema cuestiona hasta cierto punto lo que en él se afirma. De hecho, este poema se sigue leyendo, lo cantó Miguel Poveda y, como otros de Gil de Biedma, resistentes al paso del tiempo, ocupa un lugar de honor en la memoria de no pocas personas sensibles a la poesía, lo que equivale, mal que le pesara al autor y dicho sea esto no sin una punta de cordial ironía, a haber dejado huella y haberse marchado entre aplausos.

Algo bello, complejo, provechoso, es posible que legue a los demás quienquiera que haya vivido. A mí no me parece de poca monta que la herencia consista en un puñado de poemas excelentes. Este en concreto, con su remate elegíaco, no es desde luego el más idóneo para quien necesite algún tipo de consuelo, no digamos para quien busque a todo trance salvación y juventud y vida eternas. No obstante, ninguna de estas desmesuradas expectativas resta valor al compromiso del hombre sincero para expresar su verdad por muy desagradable que esta sea. Que uno envejezca y muera está en la naturaleza de la vida misma, lo que en modo alguno priva a nadie de dotar a la suya de otros argumentos que no sean los estrictamente previstos por la condición perecedera del ser; por ejemplo, poner en palabras profundas, de calidad estética superior, su desazón, su pena, sus sinsabores.

Creo recordar que yo era apenas un adolescente cuando leí por vez primera el poema de Jaime Gil de Biedma. Puede que me gustase; dudo que llegara a entenderlo en su estricto sentido trágico ni que me produjera el estremecimiento que hoy me produce, por cuanto también yo, como el poeta, como tantos congéneres, empecé a entender más tarde que la vida, etc.