Este soneto 228 (conforme a la numeración de Millé) es uno de los más célebres de Luis de Góngora (1561-1627), también uno de los poemas suyos que menor resistencia oponen a su comprensión. Data del año 1582. Es, pues, obra de juventud, aun cuando su impecable hechura induzca a pensar que sus versos fueron cincelados por un poeta con larga experiencia en el oficio. Dicen que la perfección queda fuera de la potestad humana. Admitido dicho postulado, yo me atrevería a afirmar que este poema de Góngora está a poca distancia de no ser en ningún extremo mejorable, de tal modo que bastaría añadirle una palabra o quitarle otra para que el edificio poético se viniera abajo.
Tiene Góngora justa fama de poeta difícil. Convendría matizar que poeta difícil no equivale a poeta hermético. Góngora, como sabemos, no se lo pone fácil a sus lectores. Ahora bien, frente a tanto versificador avezado a juntar palabras siguiendo un criterio exclusivamente rítmico, o que practica el menesteroso arte de tratar de decir algo por casualidad o de no decir nada mediante palabras, Góngora siempre establece una comunicación racional aunque a menudo la envuelva en una densa niebla de tropos que nada significan sino después de haber sido descifrados. Para el aficionado a la poesía, la recompensa a dicho empeño es grande, a la vez que la tarea ni tan ardua ni tan fatigosa como en tiempos pasados, pues el lector actual dispone de ediciones comentadas que ayudan a entender y por consiguiente a disfrutar hasta los más enrevesados pasajes de la poesía de Luis de Góngora.
Dámaso Alonso le encontró un padre al soneto 228 en Italia. Garcilaso de la Vega se anticipó igualmente con otro parecido. No hay estudioso de la pieza que con razón no la adscriba al tópico del carpe diem (aprovecha el día, disfruta el momento) que arranca con Horacio, prosigue en la formulación de Ausonio, Collige, virgo, rosas (recoge, doncella, las rosas, se entiende que antes que tú y ellas perdáis la lozanía), se repite en innumerables variantes y, de una forma u otra, perdurará mientras la especie humana albergue la certeza de su condición perecedera. Resulta obvio que si el mensaje es común, la sustancia poética del poema dependerá de la manera como dicho mensaje sea expresado, por tanto del tono, del léxico, de las imágenes; en suma, de la materia y el tratamiento lingüísticos.
Góngora pertenece a la especie de poetas que cifran su cometido en la creación de un lenguaje específico para la poesía. San Juan de la Cruz y Bécquer consideraron el idioma insuficiente para expresar plenamente, el primero la experiencia mística, el segundo la experiencia poética. Para ellos el poema es sólo una tentativa de aproximación. Para Góngora, no. Góngora confía en las posibilidades representativas del idioma. De ahí que no tenga empacho en jactarse de que «nuestra lengua a costa de mi trabajo haya llegado a la perfección».
Las dos primeras estrofas del soneto gongorino están consagradas a la ponderación de varias partes del cuerpo humano. Algunos analistas del poema dan por hecho que el poeta se dirige, a la manera de la lírica provenzal, a una presunta amada. Si aplicamos la lupa, comprobaremos que no hay rastros de presencia femenina en el soneto. Las cuatro partes corporales (cabello, frente, labios, cuello) son tan privativas de las mujeres como de los varones. No pretendo insinuar la posibilidad de una lectura con connotaciones homosexuales, sino extender las alusiones contenidas en el poema a todo cuerpo joven, hermoso, sano.
Ya Jorge Guillén señaló la sostenida afición de Góngora al «orbe físico», en frontal oposición a la fe religiosa que favorece la existencia espiritual y sitúa la verdadera vida en el más allá. Una segunda persona del singular sin especificación de su sexo, sin nombre ni señas particulares, figura como destinataria de los versos. Y su condición carnal queda resaltada en el inicio del primer terceto, cuando el poeta habla directamente a las partes corporales.
En ambos cuartetos, el poeta ensalza la belleza o, estirando un poco la interpretación, la vida terrenal. El brillo del cabello es tal que hace inútil el del Sol. La frente blanca mira con desdén el lilio (lirio blanco o azucena). Ojos cargados de deseo prefieren fijarse en los labios rojos a mirar un clavel en la plenitud de su color, y el cuello esbelto, pálido (signo de alcurnia, a diferencia del color moreno de las personas de extracción social baja, obligadas a trabajar a la intemperie), supera en hermosura y brillo al cristal. Nada de esto puede hallar correspondencia en la vida real de las personas. Se trata en todas las ocasiones de hipérboles ideadas con fines literarios.
La asimilación se produce en cada caso con un elemento que confiere prestigio estético. Dámaso Alonso reputa de ascendente este tipo de metáforas, por cuanto levantan los objetos a una realidad superior (perfecta, bella, agradable). El efecto de dicha operación idealizadora es poético. Una metáfora descendente funciona de manera similar, pero en sentido contrario. El poeta habría podido identificar el cuello, en virtud de su forma, con una tubería de carne. La vinculación con un elemento vulgar, feo, malsonante, origina un efecto humorístico y Góngora, como su enemigo Quevedo y como tantos otros, practicó este recurso con mucha frecuencia en sus letrillas y poemas satíricos.
La mayor fuerza del soneto 228 reside, a mi juicio, en sus tercetos. Encierran estos una exhortación al gozo urgente, seguida de una advertencia descarnada. Una y otra atañen a nuestra vida de hombres que declinan con el tiempo y un día morirán. El interés que pueda despertar el poema de Góngora no es, por tanto, meramente arqueológico. Esta no es una pieza para eruditos. Lo que se expresa en los versos finales del soneto nos interpela en una progresión de intensidad que culmina en un verso terrible, en cuyas enumeradas afirmaciones algunos admitimos una lectura de corte nihilista.
¿En qué consiste el gozo que no debemos demorar? ¿Acaso en un gozo meditativo, intelectual, religioso? ¿Se trata tan sólo de sacar provecho a los años dorados de la vida para que no nos quede más tarde la impresión de haber perdido el tiempo o para merecer la gloria póstuma? Yo no creo que ninguno de dichos gozos sea propio de cabellos, frentes, labios o cuellos. El poeta propugna sin duda un gozo físico, no sujeto a limitación moral alguna, contrario a la castidad y, por supuesto, a los principios doctrinales de la Iglesia.
El soneto 228 es uno de tantos textos de Góngora que ha suscitado en más de un lector la sospecha de que el poeta profesaba el descreimiento a pesar de haber vestido hábitos. En aquellos tiempos de la Contrarreforma, en la España de Felipe II, cuando la fe católica era obligatoria y se penaba la incredulidad con castigos horrendos, ¿es concebible un hombre de letras que se santiguara en público y echara mano en la soledad de su casa de las figuras de la mitología antigua y de un sinnúmero de figuras retóricas para decir, con prudente oscuridad, lo que dicho a las claras habría puesto su integridad física y su vida en peligro? Quien sepa, que responda. Yo me conformo con constatar que el último endecasílabo del soneto 228 presupone la nada como destino final del ser. Una idea no precisamente cristiana.