Gustavo Adolfo Domínguez Bastida (1836-1870) era su nombre civil. En nuestra memoria cultural perdura como Gustavo Adolfo Bécquer. Nació en Sevilla, contrajo la tuberculosis, murió a los treinta y cuatro años. La posteridad le ha concedido la fortuna literaria que no obtuvo en vida. Yo recuerdo su efigie estampada en los antiguos billetes de cien pesetas y una surtida muestra de sus célebres Rimas en las páginas de mis libros escolares. A los colegiales de entonces nos hacían aprenderlas y recitarlas de corrido en el aula. Tanta familiaridad con ellas acaso nos exponga en la edad adulta al riesgo de considerarlas sabidas para siempre, disuadiéndonos de releerlas y de buscar en sus versos, cuando mejor los podemos entender, la compleja poesía que contienen.
Se da en los textos más logrados de Bécquer una venturosa conjunción de los componentes básicos del poema, aglutinados por la sustancia sin la cual el prodigio poético no se consuma por muy bien que uno escriba, por mucha experiencia de la vida que atesore o por muy culto y sensible que sea. Esto se dice pronto, pero ¿qué componentes son esos? Presiento que resultaría poco clarificador reducirlos a un número exacto. Así y todo, hay tres que, por encima de escuelas y tendencias, determinan cualquier tentativa poética.
El primero es la escritura o, si se prefiere, la técnica. Además de un gran talento para la fluencia rítmica, Bécquer tuvo el acierto de expresar incidentes y pormenores de su intimidad con sencillez ajena a los usos rimbombantes de la época, lo que confiere a su voz calidad de cercanía humana. El segundo componente es la emoción fundida con el lenguaje, que en el caso de este poeta es de naturaleza principalmente lírica. Y el tercero consiste en la variedad de asuntos, visiones, ideas, que constituyen el universo intelectual del poeta.
Ahora bien, ni siquiera el escritor con talento para ejercitarse en todas las posibles facetas de la creación literaria tiene asegurado el logro de la excelencia si carece de una sustancia que amalgame los referidos componentes en una obra. Muchos la han nombrado; ninguno ha conseguido definirla hasta la fecha. Me refiero a aquello que, por no poder adquirirse con solo la perseverancia y el esfuerzo, se tiene o no se tiene: una personalidad creativa especial, una gracia propia, un encanto quizá innato que convierte cuanto toca en fruto valioso de la creación, y a quien lo posee, en genio. Federico García Lorca le asignó el nombre de duende.
Ha habido grandes escritores que cincelaron el soneto impecable, o defendieron nobles causas sociales, o experimentaron con intensidad el amor, la locura, la tristeza. Y, sin embargo, debido a la falta de aquella última pero decisiva cualidad les fue vedada cierta suerte de plenitud en la expresión humana que llamamos poesía.
Curiosamente, Bécquer, provisto de dicha cualidad, juzgó que los poemas son incapaces de albergar en grado suficiente la experiencia poética, al modo de los místicos, que también consideraban inefable la suya. Así lo ilustra la Rima I. En ella el poeta revela la existencia de un himno de dimensiones extraordinarias. Dicho himno, símbolo de una vivencia superior, es asimismo extraño, por tanto de no fácil, por no decir imposible, comprensión. El poeta da a entender que su efecto es beneficioso para el afortunado que al entrar en contacto con él vive un paroxismo de júbilo, anunciador de nueva luz y nueva vida.
¿Dónde, en qué espacio o esfera, suena esta música tan portentosa? El verso segundo lo aclara. Suena en una dimensión interior del poeta. Suena en su alma y, más concretamente, en la noche de dicha alma, tal vez en lo que después de Freud hemos dado en llamar subconsciente, aquella región de la psique, escenario de sueños y visiones, que no se gobierna conforme a las leyes de la razón. En dicha realidad, apenas iluminable por el intelecto, sitúa Bécquer la experiencia poética.
La disyunción del espíritu y la materia produce un desgarro en el ser del poeta, que se sabe partido en dos territorios entre los cuales sólo puede establecer una precaria, insuficiente, insatisfactoria comunicación. Cada uno de ellos se lleva una parte esencial de su persona. Jorge Guillén lo explicó en un ensayo certero dedicado a Bécquer: «Con el espíritu van los sentimientos, los sueños, las intuiciones. Sobre la materia se edifican la máquina racional, el aparato del lenguaje lógico, el artilugio del arte».
El poeta quisiera a toda costa atraer hacia los dominios de la palabra y, en consecuencia, compartir con los demás, singularmente con la persona amada, aquella sublime experiencia interior suya de naturaleza espiritual que es previa al poema. Lo intenta una y otra vez; pero en todos los casos el idioma, el rebelde y mezquino idioma, se lo estorba. Encastilladas en sus imprecisiones y defectos, las palabras se resisten a cumplir la voluntad del poeta. O bien, habituadas a la transmisión de las trivialidades de cada día, se muestran incapaces de dar voz al espíritu.
Por mucho que el poeta afine su instrumento, a su poema no llegan sino cadencias que se pierden en la oscuridad, apenas fragmentos borrosos de sus sueños y visiones. Aspira entonces a un lenguaje no de palabras, sino de «suspiros y risas, colores y notas», capaz, como postulaba el poeta alemán Novalis, de erigirse en la fiel representación del alma. Un lenguaje no racional que permitiera una inmediatez, incluso una equivalencia, entre el himno que suena allá dentro del poeta y el himno trasladado a la página. Concebida de este modo, la poesía es una vivencia íntima que sólo puede aflorar disminuida al poema.
En el caso de Bécquer, el problema se agrava debido a que en el poeta se juntan, indisociables, la experiencia poética y la amorosa. También el amor, como la poesía, rescata al hombre de su realidad vulgar y lo eleva a una realidad superior donde la vida conoce sus goces mayores. Pero entonces, si en nuestro mundo corpóreo no se da plenamente la primera, ¿cómo se va a dar la segunda, que, además, implica la presencia y acuerdo de la persona amada?
Tal parece haber sido el drama angustioso de este hombre sensible a quien los estudiosos de la literatura colgaron el rótulo de romántico. Sus restos mortales reposan en el Panteón de Sevillanos Ilustres. Y uno no puede menos de preguntarse qué pensaría si supiese que cada año acuden numerosos visitantes, la mayor parte de ellos jóvenes, a depositar junto a su tumba cartas, versos y mensajes. Quizá sonriese, halagado y sorprendido, al comprobar que en sus Rimas, según el juicio de incontables lectores, quedó atrapada más poesía de lo que él supuso, y que no han sido pocos, desde sus días a los nuestros, los que al leerlas acertaron a saber el mismo o parecido himno gigante y extraño.