Jorge Teillier nació en Lautaro, Chile, en 1935. El consumo excesivo de alcohol, que le destruyó el hígado, acabó con su vida en 1996. En su caso, la mención al alcoholismo no debe interpretarse como un simple pormenor biográfico. Teillier fue un hombre que centró sus mayores empeños en asumir y soportar la menor cantidad posible de realidad presente.

El tiempo, decía, es nuestro mayor enemigo. Quien dice el tiempo, con la paulatina consunción que nos impone, dice el mundo en su versión actual que disminuye sin tregua las posibilidades de dicha y armonía interior del hombre adulto; el mundo, por tanto, equivalente a lo contrario del paraíso, con sus ciudades ruidosas, sus gentes egoístas y hostiles, sus formas esclavizadoras de trabajo, sus sistemas opresores de gobierno.

Teillier empleó diversos recursos para librarse del peso de la realidad. La bebida fue sin duda uno de ellos, pero no el único. A menudo buscó evasión en el retiro a la soledad del campo; también ejerciendo la poesía más allá incluso de la tarea práctica de escribirla. Esto último presupone una firme convicción en la existencia de una manera poética de pasar la vida, manera que va dejando por el camino una estela de poemas y, al final, una obra; pero cuyo impulso primordial se dirige a la obtención para el hombre de un estado de gracia o, en todo caso, de un estado de ánimo positivo.

A mí me da la impresión de que Jorge Teillier apenas se afanó en la tentativa de escribir el gran poema. Nunca ocultó la honda aversión que sentía por lo que él llamaba la teoría literaria. Los aspectos por así decir técnicos del texto apenas estimulaban su acción creativa. Dejó escrito: «El mensaje no lo da la forma. La palabra, para mí, debiera desaparecer como cuando tú estás solo y enfrentas un paisaje». Ni contaba sílabas, ni rehuía cacofonías, ni cerraba el paso a palabra alguna de escaso prestigio literario. Su desdén del refinamiento sitúa sus escritos en los bordes de la antipoesía, sólo que el suyo no es un arte que necesite de otro previo, de carácter opuesto, bendecido por la tradición y los cánones, frente al cual o contra el cual definirse.

El poema así concebido no consiste, pues, en un conjunto de palabras unidas con destreza lingüística y gusto estético, como tampoco en una parodia de la poesía de altos vuelos, sino antes de nada en un espacio de creación destinado a contener la utopía personal del hombre que se expresa. Es la morada del ser, según decía el filósofo Heidegger, a quien Jorge Teillier citaba con frecuencia. El poema no constituye entonces un fin en sí mismo, una construcción trabajada con talento y esmero para que dé un buen resultado literario, sino una vía de acceso al ámbito mental donde el poeta custodia los mitos.

En ello consiste, a ojos de Jorge Teillier, su principal misión como poeta. Dicho ejercicio no sirve para alcanzar el poder político o para ayudar a otros a conseguirlo, y no faltaron ciertamente en su época compañeros de letras que se lo recriminaran. Transcurridas las décadas, los postulados de Teillier siguen diciéndonos cosas interesantes y atractivas, mientras que la propaganda en verso de aquellos otros se quedó, quizá para siempre, seca de significado.

A fin de cuentas, se puede intentar el logro de la poesía por muchas y diferentes razones, todas ellas legítimas. Jorge Teillier lo hacía preferentemente para ejercitarse en la imaginación mítica y dar forma a un mundo propio a cuyo acceso sus lectores están invitados. Un buen ejemplo de expresión de su particular universo poético es la pieza «Edad de oro», incluida en su libro titulado El cielo cae con las hojas, de 1957. En ella encontramos los dos pilares temáticos que sostienen una parte esencial de la poesía de este escritor. Me refiero a la vida en la aldea y a la infancia, una y otra consustanciales al mito del paraíso perdido.

El poema comienza con una predicción de felicidad. Hay en el rotundo aserto un aire de inocencia infantil. No hace falta escarbar mucho en la peripecia vital del poeta y en sus obras para percatarse de que mantenía un hilo de comunicación constante con el niño que fue. No se trata tan sólo de recuperar la infancia por medio de una evocación escrita y acaso paliar así la nostalgia asociada a un periodo ya transcurrido de la vida, considerado preferible al de la edad adulta. El anuncio augura un futuro que ya sucedió, pero cuya venturosa repetición implica la muerte. Así pues, lo que para otros puede significar la gloria eterna supone para el yo del poema el regreso, ya sin término temporal, a la edad del niño y del adolescente que tuvo sus primeras experiencias amorosas.

Esta ensoñación supone una fuente habitual de poesía para Jorge Teillier. No es cosa nueva que a fin de alcanzar la felicidad haya uno de morirse. La fe religiosa opera con este tipo de recompensas. Lo singular en el poema de Teillier es la circunstancia de que uno tenga que perder la vida, librarse por consiguiente de su sombra y su nombre, para ganar algo que ya tuvo cuando vivía. Por efecto de esta mitificación, la infancia se transforma en paraíso. Ser feliz equivale a ser niño eternamente.

En «Edad de oro», la infancia del poeta se concreta en una yuxtaposición de secuencias. No hay un vínculo narrativo entre ellas. Son imágenes sueltas que congregan personas, objetos y espacios asociados con algún episodio observado o vivido de niño por Jorge Teillier en su aldea natal de la región chilena de la Araucanía. Esta recreación poética del lugar de origen recibe el nombre de poesía de los lares o poesía lárica, concepción contraria al vanguardismo que Teillier encontró expuesta en una carta privada de Rainer Maria Rilke y adoptó para su propia obra.

Lo que por fortuna faltará a la reiteración póstuma de los mejores días de la vida es el tiempo destructor. Y así, a salvo de la caducidad, el consuelo materno ante el temor durará para siempre, la amada jamás perderá su juventud, nada impedirá que el padre encuentre por fin aquella navaja perdida en el patio o será irrelevante la duración de los sonidos de la caja de música. Habrá reunión de seres queridos que se harán el ánimo de no haber muerto y repetirán momentos de su pasada existencia ante la mirada aburrida, carente de vitalidad, de quienes, por no haber existido nunca, lo ignoran todo de la vida. «Yo converso mucho con los muertos», confesó Jorge Teillier en una entrevista. He ahí otra buena razón para escribir poemas.