Imaginemos una situación inverosímil. La poesía ha sido abolida. Su desaparición no se ha debido a la orden caprichosa de un tirano. Simplemente, agotadas todas las combinaciones, los recursos tradicionales del lenguaje son incapaces de cumplir una función poética y ya no existen la posibilidad de una imagen nueva, ni las palabras eufónicas, ni tan siquiera unas décimas de temperatura emocional en la expresión hablada o escrita.
Entonces un hombre solitario, omitido durante décadas por los críticos, los editores y los compañeros de letras de su tiempo, se empeña en la escritura de tiras monótonas de endecasílabos sin apenas tensión ni cadencia. Los suyos son, por así decir, los primeros poemas posteriores a la poesía. Dicho hombre se me figura a mí que habría podido ser José María Fonollosa (1922-1991).
Esta fantasía desatinada sólo pretende llamar la atención sobre un autor que buscó la poesía por terrenos comúnmente considerados intransitables. En sus poemas favoreció con sostenido tesón lo seco, lo sucinto, lo directo, lo explícito. Rehuía los tropos, evitaba los adornos, se mantuvo en todo momento fiel a una especie de «no estilo». En una carta de 1962, le dice a José Luis Cano, crítico y cofundador de la revista Ínsula: «Aunque no lo parezca, me ha costado mucho llegar a esta “falta de poesía”, a este ascetismo del lenguaje».
Allí donde otros cantan, se enternecen, se rasgan el pecho o desarrollan monólogos íntimos y sentimentales, él enlaza una constatación tras otra, sin soltar un adjetivo de más, apretando las palabras en el estrecho, en el frío molde de su significación literal. Aunque sosegado, Fonollosa rara vez se expresa sin crudeza. Dejó escrito que, en el campo de la escritura, aspiraba a la máxima objetividad. Y es cierto que sus poemas dan voz a un habitante de la ciudad que pudiera ser cualquier hombre que pasa por la calle y es consciente, como afirma José Ángel Cilleruelo, su editor y principal estudioso hasta la fecha, de su fracaso existencial.
Hoy la peripecia biográfica de Fonollosa es conocida. Sería una lástima que sólo sirviera para levantar sobre ella una leyenda y crear un personaje que eclipsara la obra. Fonollosa, que buscó editores y probó suerte en concursos literarios, no aspiró a ser un poeta marginal, aún menos un poeta maldito. Es comprensible que el rechazo continuado alimentara su propensión al retiro. No es menos demostrable que sus poemas fueron escritos con el fin de que los lectores gustaran de ellos y que en cuanto surgió la posibilidad de editarlos, los editó.
De hecho, sus comienzos en el campo de la literatura fueron los propios del escritor dispuesto a hacer carrera. A los veinticinco años ya había publicado dos libros; después, durante décadas, poco y mal comprendido, tan sólo poemas sueltos. No merecería los honores de la imprenta hasta 1990, cuando por intercesión de Pere Gimferrer sacó Ciudad del hombre: Nueva York. La siguiente edición, póstuma, aparecería con una modificación en el título. El nombre de Barcelona había sustituido al de Nueva York. A este libro, cuyos poemas están encabezados por el nombre de una calle o una plaza de la ciudad natal del poeta, pertenece «Carrer de Trafalgar 3».
Todo en el poema está orientado al cumplimiento de un propósito primordialmente comunicativo. El texto no contiene lenguaje cifrado. Nada en él se expresa de forma indirecta ni como enigma. El sujeto poético formula una serie de revelaciones: me pasa esto y esto, punto. ¿Un antipoema al modo de Nicanor Parra? Lo pongo en duda. Los poemas de Fonollosa no se definen como los del chileno por oposición a una idea canónica de la poesía. No son rupturistas. No juegan al feísmo, a la disonancia o a la parodia. Buscan ser poéticos, no a pesar de la poesía, sino más allá o después de ella, sin fraude retórico y sin artimañas formales al servicio de la oscuridad y el lucimiento. Dejando a un lado sus dos libros de juventud, ninguna corriente estética de su tiempo lo rozó. El autor abrigaba el convencimiento de que algún día, superados los prejuicios de sus coetáneos, su obra sería por fin comprendida y ello le granjearía la gloria literaria.
El yo poético manifiesta el dolor que le causa estar solo. Sus expectativas en la vida no se han cumplido, tampoco la que parece más fácil de cumplir, la del amor correspondido. Todo el mundo parece poseerlo. Está en los libros, en las películas, en todas partes. También, al menos como posibilidad que espera la ocasión de realizarse, en el interior del hombre que aquí lamenta no tenerlo. Este hombre serenamente dolido ha estado algunas veces cerca del amor; pero siempre, en el instante de alargar hacia él la mano, algo como un vidrio interpuesto le impidió cogerlo. Y así, se dijera que para él el amor equivale a un objeto apetecido que, expuesto en un escaparate, queda fuera de su alcance. No pierde, sin embargo, del todo la esperanza. Él y la persona capaz de satisfacer su necesidad de amor son como aceras paralelas que quizá algún día, lejos, confluyan en un punto.
¿Cuál es la naturaleza de ese amor tan fácil y primario? No es raro que los relatos biográficos mencionen la obsesión de Fonollosa por el acto sexual, tema al parecer frecuente de sus conversaciones privadas. Y ciertamente el lector que se adentre en su obra se topará aquí y allá con la pulsión erótica expresada sin ambages. Con eso y todo, en este «Carrer de Trafalgar 3» encontramos otra cosa que, sin descartar lo anterior, presenta la experiencia amorosa como un antídoto contra la soledad. El amor es concebido como compañía, como realidad cotidiana de la convivencia que es, por así decir, lo mínimo que la vida debiera concederle al ser humano. Es, sí, carne, como siempre en este autor; pero también presencia y, en ningún caso, idea.
El sujeto lírico que usa la primera persona en el poema, ¿quién es? ¿A quién le ocurre lo que dicen los versos? En una carta de 1959, remitida desde La Habana, José María Fonollosa afirmó que él no escribía para mostrarle al mundo su yo. Me parece fuera de toda duda que su poesía muestra un yo, ya sea el suyo u otro despersonalizado que los lectores pueden calzarse a voluntad durante la lectura. Me inclino a creer que los poemas de Fonollosa son fiel reflejo del individuo que los compuso, así como de las desazones y certidumbres que albergaba. Su muerte, una mañana de octubre de 1991, concuerda con el destino gris del hombre encerrado en sus poemas. Fonollosa murió, solo y soltero, en su domicilio de Barcelona. Sobre la mesa de la cocina, quedó el último poema en el que había estado trabajando.