Sería poco razonable y nada salubre que, para despejar dudas sobre la calidad de un vino, el catador hubiera de beberse la barrica entera. A nuestras papilas gustativas, aunque no estén en la boca de un enólogo, les basta un sorbo para comunicarnos si merece la pena beber más del líquido que hemos probado. Algo similar, con literatura en vez de con vino, me aconteció hace unos años tras conocer una breve muestra del genio poético de Isabel Bono (Málaga, 1964), de quien hasta entonces no había oído hablar. Lo que golpeó con fuerza mi atención fue que en aquel puñado de palabras se manifestaba una personalidad creativa inusual. Huelga decir que al punto me tomó el deseo ferviente de saborear hasta la última gota de la barrica.
Hay poetas que consuman la poesía mediante el esfuerzo de la escritura. Eslabonan imágenes con buen criterio, cuentan sílabas, desarrollan un discurso articulado, tienen sentido del ritmo, se nota que conocen la tradición literaria. A la esmerada labor de escritorio, sustentada en una vasta cultura, le debemos poemas extraordinarios. Pero la poesía no es una cumbre a la que sólo se llegue por una ladera. Isabel Bono tiene su rumbo propio, que no es principalmente el del oficio aprendido a fuerza de dedicación, sino el de una mitología íntima, un universo personal de objetos, fantasías y vivencias que ella va sacando a la luz de forma fragmentaria.
Es la suya una poesía surgida de un determinado dinamismo de la conciencia. De ahí su aire monologal y espontáneo. No es tanto una poesía que se proponga una reflexión sobre los sucesos del mundo como un vertido incesante de experiencia interior. El resultado son poemas o textos con aspecto de poemas, pero también fotografías, imágenes oníricas, frases sueltas, epigramas, entradas de blog; en fin, un conjunto de actividades que dan idea del enorme poder creativo de la autora.
Me cuesta imaginar a Isabel Bono empleando sus horas en la escritura de sonetos o tratando de comprimir eso que he llamado mitología íntima en artefactos de literatura convencional. Sus obras no son tentativas de modular un lenguaje poético. Ese lenguaje ya acude hecho al movimiento de la mano. Se dijera que la poesía precede en el caso de Isabel Bono a la obra. La poesía está dentro de la mujer que traza en la página, con música propia, con singular laconismo y sin letras mayúsculas ni apenas signos de puntuación, unas líneas similares a versos, como desprendidas de un incesante diario imaginativo.
El paisaje interior de la poeta es todo lo contrario de idílico. Algo está amenazando su equilibrio a cada instante; algo se ha roto en él y supura. Traten de lo que traten los poemas de Isabel Bono, la herida persiste nunca del todo explícita. Y aun se diría que no es la poeta la que expresa su herida, sino esta la que expresa a la poeta. Conjeturas aparte, hay como un núcleo de dolor, un problema grave, un elemento perturbador, alrededor de los cuales, sin exclamaciones, sin notas patéticas, giran las piezas literarias de esta escritora, confiriéndoles una hondura particular.
Lo comprobamos en esta composición tan característica de Isabel Bono, titulada «echo de menos ser inmortal». Forma parte de un libro, Me muero, inédito en el momento en que redacto estas líneas. No está, pues, descartado que la autora modifique algún día el poema o incluso decida eliminarlo. Como en tantos otros suyos, no nos topamos con una sola línea que se resista a nuestra comprensión. No se puede afirmar lo mismo del conjunto, aunque estamos, eso sí, lejos de hallarnos en presencia de un texto hermético. Es sorprendente que una suma de claridades produzca sombra.
El título del poema sugiere la existencia de una época en que el sujeto poético era inmune a la muerte o estaba libre de su acoso por la sencilla razón de que no concebía ni la muerte ni la paulatina decadencia que a ella conduce. Algo, que era bueno y en la actualidad se añora, terminó para siempre. ¿La edad de la salud y de la lozanía, la de los juegos y las ilusiones? Lo que resulta obvio es que aquello que llegó a su término era una fuente de acción («se acabó la prisa»), de belleza («esa música que movía ciertas estrellas») y de alegría, acaso de felicidad («las ganas de correr hacia los charcos»). La conciencia de esta pérdida definitiva traza un antes y un después, y este después establece el campo desesperanzado del poema. No hay lamento, sino constatación de una certidumbre. En adelante ya no será posible ignorar que la vida se rige conforme a las leyes inexorables de la caducidad.
La cama sin hacer y la huella de un pie (¿de quién?) sobre las baldosas nos sitúan en el ámbito doméstico, pero sólo hasta cierto punto. No es infrecuente en los poemas de Isabel Bono que la casa, como la mente, albergue la totalidad del mundo exterior y que este, con el firmamento incluido, se comporte de acuerdo con los deseos, poéticos o no, de la autora. Nótese la sutilidad con que se dibujan en el poema, mediante la enumeración de unos cuantos elementos, la situación desfavorable en que ha quedado la persona que ahora se sabe mortal: las hojas secas, el hogar vacío, las horas consagradas en balde al sueño, la ausencia de pájaros y frutos. Ningún rasgo de truculencia enturbia el poema. No hay en él grito, solemnidad retórica ni el tradicional aditivo de la queja amarga. La repetición de la frase «todo se gasta», insinuación del reloj que marca sin sobresaltos la cuenta atrás, nos da de sobra la herida interior de la poeta sin necesidad de un gesto trágico.
En busca de confirmación a mi lectura, pedí a la autora por correo electrónico que me revelase por favor el origen del poema. Ella recordaba con exactitud el momento en que lo había gestado, impelida por un episodio de su vida privada que le había ocasionado una súbita rasgadura en la conciencia. Quizá sería más preciso decir un despertar doloroso, lo que confiere naturaleza simbólica a «la cama sin hacer» donde ahora sabemos que el sujeto poético vivió como en un sueño plácido su infancia y juventud, sin descartar el sentido de la cama como escenario de la pasión sexual. «Aramburu, ya no brillo», me escribió Isabel Bono en su mensaje. No puedo por menos de leer el poema «echo de menos ser inmortal» como una elegía a los mejores años de la vida, ya definitivamente perdidos, ya para siempre gastados.