Capítulo 1

 

Cuando comenzó a llover, Megan Brand mordisqueaba desganada un sándwich de jamón y queso en un banco de Hyde Park. Al principio le dio pereza moverse. Era casi surrealista no moverse mientras la lluvia arreciaba y le chorreaba por el pelo y el rostro, empapándola. La gente corría como ratoncitos dentro de una jaula, abriendo paraguas, cubriéndose las cabezas con abrigos para no mojarse.

Al ver que se frustraba su plan de pasar el resto de la tarde sentada allí, como si saliese de un trance, Megan se puso de pie temblando de frío y se resignó a marcharse a casa. Rompió en trocitos el sándwich y lo tiró a las ardillas grises que le habían hecho compañía mientras comía. Se enganchó el cabello color ébano tras la oreja y se dirigió a la salida del parque y a su casa tan rápido como se lo permitía la cojera.

Al entrar en Bayswater Rd. miró los cuadros que colgaban de la verja, el ritual de cada domingo desde que ella recordaba. Al detenerse a contemplar una curiosa marina que por algún motivo le llegó al corazón, sintió una fuerte oleada de añoranza.

Diez años antes, Megan había logrado entrar a una de las más importantes facultades de arte de Londres. El futuro se abría ante sus ojos, un campo desconocido y emocionante de ilimitadas posibilidades… Pero eso había sido antes de tropezarse con Nick.

Confiado, guapo y encantador, Nick no había dudado perseguir a la tímida estudiante de Bellas Artes que jamás había recibido tantas atenciones. La había conquistado con su empecinamiento y se la había llevado primero a la cama y luego al matrimonio. Más tarde, logró que ella dejase su preciada plaza en la universidad.

–Ya es hora de que te internes en el mundo real, amor mío –le dijo confiado, seguro de que a su maleable mujercita no se le ocurriría contradecirlo.

No había sido fácil renunciar a su sueño, pero en aquellos días ella actuaba creyendo que amar a alguien significaba hacer sacrificios, renunciar a las necesidades propias para que la pareja estuviese feliz. Lo curioso fue que quien renunciaba había sido siempre ella. Nick no había hecho ningún sacrificio, seguía actuando como si estuviese soltero, incluso después de casados. ¡Qué imbécil había sido!

Su presencia frente a la marina alertó a la joven con la estrella plateada en la nariz que ajustaba una lona para proteger sus pinturas de la lluvia. La artista apoyó la mano, confiada, en el brazo de Megan.

–La hice en Cornualles el invierno pasado –explicó, haciendo un gesto hacia la escena–. Un sitio que se llama Rock. Genial para hacer surf, si te gusta.

Megan sintió que se le ponían las mejillas rojas y se sentía incómoda con la inesperada atención. Se sintió cohibida, horrible, con el pelo todo mojado y la ropa empapada.

–¿Cuánto vale?

Ya había decidido que quería comprar el cuadro. Lo pondría en su habitación en el piso de Penny. Quizá pensase en visitar aquel sitio a finales del verano. Rock… parecía romántico. Megan consideraba que la costa, cualquiera que fuese, siempre estaba mejor fuera de temporada, cuando todos los turistas se habían ido y las playas quedaban más o menos vacías.

La chica mencionó una cifra que era más o menos lo que ella había pensado. Descolgó el bolso de su hombro y buscó el talonario.

–¿Un regalo para alguien, eh? –preguntó la chica, alegre.

–Para mí –sonrió brevemente Megan y se negó a sentirse culpable porque por una vez en la vida se gastaba el dinero en algo para sí misma.

 

 

Penny Hallet, que revolvía una cacerola donde cocían espaguetis, señaló con la cuchara de palo la tarjeta que había dejado sobre la encimera.

–Realmente creo que tendrías que llamarlo. Quizá sea lo que necesitas.

Megan agarró la sencilla tarjeta blanca y la examinó. Con cautela le dio la vuelta para leer lo que ponía en la parte de atrás.

–¿De dónde ha salido?

–La tomé prestada del tablón de anuncios del kiosko de periódicos –la miró Penny con cómica rebeldía–. No tenía pluma, así que no podía hacer otra cosa.

–¿Quieres decir que la robaste? –los ojos de Megan reflejaron una ligera desaprobación–. ¿Cómo conseguirá clientes quien puso el anuncio si tu le robas la tarjeta?

–¡Dios Santo, Megan! ¿Nunca te saltas las reglas? –preguntó Penny con un gesto de exasperación. Meneó la cabeza y se encogió de hombros–. Da igual. No respondas esa pregunta, ya sé la respuesta.

–Hmmm, no tiene nombre –dijo Megan, volviendo a concentrarse en la tarjeta–. Solo las iniciales: KH. Podría ser una mujer.

–Quizá –dijo Penny, dando un resoplido–. Pero apuesto a que es un hombre. De todos modos, hombre o mujer, ¿qué importa si sabe hacer su trabajo?

–Pero… volver a pintar… hace tanto tiempo… Y esto: «Permita que la pintura abra la puerta a la sanación y la paz interior». ¿Qué crees que significa?

–¿Por qué no llamas por teléfono y averiguas? Total, ¿qué puedes perder? Si quieres que las cosas cambien, tendrás que comenzar a actuar. Esto te podría venir bien, Megan. Estoy segura. Necesitas un poco de placer en tu vida otra vez y sé que te gustará volver a pintar. Además… –se apresuró a añadir Penny, detectando la breve expresión de duda que ensombreció el rostro de su amiga un instante–, odias ese tedioso empleo en el banco, trabajando para Cara de Vinagre y lo único que haces después de cenar es irte a la cama con un libro. ¡Conozco jubilados que se divierten más que tú!

–Intento resolver las cosas a mi manera, Pen –dijo Megan y sus labios generosos se pusieron tensos de ansiedad.

–¡Venga! –exclamó Penny, perdiendo la paciencia. Golpeó con la cuchara de palo el borde de la cacerola–. Te conozco. No quiero oír excusas. ¡Llevo seis meses oyendo excusas de por qué no puedes hacer esto o lo otro! ¡Por más que te resulte duro, cariño, tu ex marido está de lo más feliz con la fulana esa, maldita sea su estampa, mientras que tú sigues arrastrando la osamenta como un extra de El retorno de los muertos vivientes! Te lo digo con cariño, Meg, tienes que darte cuenta del daño que te estás haciendo. No descartes todo como inútil o sin sentido, tienes que darle una oportunidad a las cosas.

Megan lanzó una mirada a la tarjeta que tenía en la mano, contemplando las grandes letras impresas con ojos inundados en lágrimas. ¿Cómo quería Penny que tomase una decisión tan importante si hasta le costaba decidir qué desayunar cada día? El dolor, con mil distintas formas, la había perseguido durante tanto tiempo que era difícil ver la salida con claridad. Y más difícil todavía reunir suficiente energía como para ponerse en marcha. Se había devanado los sesos para encontrar algo, alguna forma de contribuir a su curación, pero se sentía como si estuviese dando contra muros de tres metros de altura.

Pero… ¿quizá esto fuese diferente? ¿Quizá el misterioso KH y su clase de pintura realmente era la respuesta a todos sus desgracias? Sí, claro. Y la paz del mundo descendería de repente al planeta mañana, a mediodía. Sorbió las lágrimas, secándose los ojos con la manga demasiado larga de su jersey color burdeos. «No te aferres a un clavo ardiendo, Megan… es un despilfarro de energía que no tienes».

Se dirigió al cubo de la basura a tirar la tarjeta. Casi le dio un soponcio cuando Penny se acercó, se la arrebató y la guardó en la seguridad del escote en «V» de su blusa de diseño.

–¡No, la tarjeta es mía! ¡Yo se la birlé a la señora Kureshi y yo decidiré cuándo quiero deshacerme de ella!

–Vale, vale, no te pongas así –dijo Megan. Reprimiendo una sonrisa, contempló a su elegante amiga volver con paso airado al fogón.

Aunque a algunos Penny les pareciese una fría modelo de pasarela con su ropa de marca y sus zapatos italianos hechos a mano, para Megan era la sal de la vida, especialmente cuando estaba en vena.

–¡Y si te niegas a llamar al maldito número, Megan Brand, lo haré yo! –dijo la alta rubia, volviendo a su cacerola de hirviente pasta como una bruja a su caldero.

 

 

Al retirar el dedo del botón del timbre, a Megan la asaltó la necesidad de darse la vuelta y salir corriendo. Aunque, después de su accidente no podía correr, el deseo seguía allí. Rezó para que KH, fuera quien fuese, no resultase ser algún bicho raro. Al menos Penny tenía la dirección y el teléfono si algo pasaba.

El corazón se le estremeció en el pecho al oír los pasos que se acercaban tras la puerta negra con su llamador de bronce y supo con temor creciente que era demasiado tarde para huir. En vez de ello, dio un paso atrás, contemplando para tranquilizarse la elegante callejuela en un tranquilo rincón de Notting Hill, con sus cuidadas jardineras en las ventanas. Se dijo que el misterioso KH no podía ser un bicho raro porque solamente gente con dinero se podía permitir vivir en aquella zona de la ciudad. Pero eso no quitaba que pudiese ser un bicho raro con dinero, ¿no?

Tenía el ceño fruncido cuando se abrió la puerta y su mirada desprevenida se topó con los ojos más penetrantes que había visto en su vida. Increíblemente intensos y sensuales, eran de color avellana con manchas doradas, el tipo de ojos que hacían que una mujer fuese inmediatamente consciente de las diferencias esenciales entre un hombre y una mujer.

Como un rayo láser, aquella mirada le tocó directamente su esencia de mujer, conmoviéndola con el poder de su intimidad. Sin saber dónde esconderse, se quedó paralizada, como si sus pies se hubiesen quedado pegados al suelo.

–Hola –dijo, sin aliento, porque el pulso se le había acelerado y se sentía un poco mareada–. Soy Megan Brand, creo que tenemos una cita, si usted es KH, claro. No puso su nombre completo en la tarjeta.

Para consternación suya, él se limitó a sonreír enigmáticamente, apoyar las manos sobre sus delgadas caderas y retroceder un paso hacia las sombras para que ella entrase.

–Adelante. Te estaba esperando.

El inesperado timbre grave de su voz fue como si le diese un masaje con aceite aromático, causándole un cosquilleo de inesperado placer. Pero además de la sensual voz, su apariencia la convulsionó de arriba abajo.

Era delgado, moreno, y de aspecto peligroso, con el cabello castaño revuelto, la recia barbilla sin afeitar y angulosos pómulos. Mirarlo fue como tirar por la borda todas las reglas de conveniencia, porque Megan tuvo una reacción inesperada. Aquel hombre sugería unas dimensiones de posibilidad y emoción con las que una mujer solo se podía atrever a soñar.

–Siento llegar tarde –dijo, la ansiedad constriñéndole la garganta–, pero me costó un poco encontrar la casa. «Mentirosa. Lo que quieres decir es que te costó trabajo reunir el valor para venir».

–No te preocupes. Estás aquí y eso es lo único que importa.

–¿Es usted la persona que da las clases de pintura? –quiso cerciorarse, porque en aquel momento temía constantemente equivocarse.

–Me llamo Kyle, y tutéame, por favor –dijo él, pasándose los dedos por el pelo, que le quedó aún más desordenado. Una expresión levemente divertida se escondía en la hipnótica profundidad de sus ojos–. Ahora que ya nos hemos presentado, ¿quieres pasar?

–De acuerdo –dijo Megan, jugueteó con un botón de su chaqueta, apretó el bolso contra el pecho y esbozó una trémula sonrisa forzada.

–Estaría bien que fuese hoy –bromeó Kyle, abriendo la puerta un poco más.

Megan se ruborizó y tuvo que hacer un esfuerzo para moverse. En cuanto lo hizo, sus sentidos se vieron asaltados por los hipnóticos aromas de sándalo e incienso que le dieron la extraña sensación de penetrar en un mundo diferente y misterioso, un mundo casi tan desconocido e inquietante como el hombre que iba por delante de ella con masculina gracia. Un ligero estremecimiento de exquisita anticipación le recorrió la columna.

Después de la oscuridad del hall de entrada, el salón de Kyle fue una inesperada sorpresa de luz y color con puertas que se abrían a un largo y frondoso jardín. Él no podía ser tan malo si le gustaban los jardines, pensó Megan. Algún día, cuando se recuperase, y si conseguía que Nick le pagase la parte que le correspondía de la casa, tendría un sitio propio con jardín, aunque fuese tan pequeño como un sello de correos.

–¿Por qué no te sientas?

–Oh, sí. Claro.

Desabrochándose la chaqueta de lino color crema con dedos trémulos, se sentó despacio en un sofá cubierto con una llamativa colcha marroquí en tonos terracota y amarillo. El muslo le dolía terriblemente con el esfuerzo de intentar acomodarse y se sintió torpe y desgarbada frente a aquel inquietante adonis. Mientras tanto, Kyle arrastró un enorme sillón pera amarillo y se dejó caer frente a Megan con elegancia. Se ubicó a unos centímetros de sus pies calzados con sandalias, haciendo que el corazón le diese a ella un vuelco cuando se dio cuenta de que él no tenía intención de alejarse de allí.

–Entonces… –la penetrante mirada color avellana le examinó las facciones con detenimiento, posándose durante unos desconcertantes momentos en sus labios antes de volver a los sobresaltados ojos castaños–, ¿qué tal ha sido tu día hasta hoy?

La pregunta, hecha de sopetón, la desconcertó totalmente.

–¿Qué tipo de día he tenido? –repitió.

–No era mi intención hacerte una pregunta difícil –le dijo él en broma, y el humor hizo que sus ojos brillasen más dorados que nunca.

Deseando que alguien la rescatase, Megan paseó su mirada por el frondoso jardín que la llamaba desde las puertas abiertas.

–Pues… he ido a trabajar, vuelto a casa, preparado un poco de té y me he arreglado para venir. No sé qué más decirte.

–¿Cómo fue tu día en el trabajo? ¿Te lo pasaste bien? ¿Te sentiste satisfecha?

–Es un trabajo, nada más –nerviosa, Megan intentó concentrarse–. No sé qué quieres, qué pretendes que yo…

–Da igual lo que yo pretenda –dijo Kyle, aumentando su incomodidad con la precisión infatigable de un tirador apuntando a la diana–. Lo que necesito que hagas es que seas honesta contigo misma. No pretendo que me des las respuestas que crees que quizá esté buscando. Así que te volveré a preguntar, Megan: ¿Qué tal ha sido tu día?

Megan se removió, inquieta. Estaba claro que no le resultaría fácil escaparse de la pequeña entrevista con Kyle. La tenía atrapada como a una mariposa bajo una red. Quería que ella fuese sincera. De acuerdo, lo haría lo mejor posible. El trabajo no había sido nada interesante, se había pasado el día mirando una pantalla de ordenador, como si estuviese en automático todo el tiempo. Pero no pudo expresarlo.

–Nada especial –declaró finalmente, porque no logró decir otra cosa.

–¿De veras? –le preguntó él entrecerrando los ojos. Una arruga se le marcó entre las cejas–. Goethe dijo: «Nada vale más que el día de hoy». ¿De veras crees que no hubo nada especial?

Megan deseó que la tierra la tragase.

–No lo dije de esa forma, de la forma en que parece. Mira, no sé por qué estoy aquí, no sabía qué esperar.

–Primero, necesitas tranquilizarte. Esto no es un examen que tengas que aprobar. Has venido por tu propia voluntad y puedes marcharte por tu propia voluntad. Después de que hablemos un momento, puedes decidir si crees que es lo que quieres o no –y ante su sorpresa, alargó las manos, le quitó delicadamente las sandalias y le apoyó los pies juntos en el suelo de roble.

Megan tragó, cohibida ante su contacto inesperado.

–¿Es obligatorio quitarse los zapatos, o es voluntario también?

Kyle lanzó una carcajada sensual y los sentidos de Megan respondieron a ella explotando igual que palomitas de maíz. Un calor le subió por la columna y se extendió por sus brazos y sus piernas como densa melaza.

–Estar descalza te hace más vulnerable, más abierta a hablar sobre lo que es real.

–¿Qué es real? –dijo ella en un ronco susurro. ¿Qué le sucedía? Solo unos minutos en compañía de aquel hombre y se le habían removido emociones dentro que no sabía que tenía.

–El motivo por el que estás aquí. ¿Por qué llamaste a mi número y concertaste una cita, Megan?

–Yo no… –se ruborizó, culpable, pensando en cómo Penny había tenido que coaccionarla para que lo hiciese–. Me refiero a que mi amiga lo vio y pensó que era algo que podría interesarme. Me persuadió de que hiciese la llamada.

–Entonces, ¿fue idea de tu amiga? ¿No querías venir? –sus labios se curvaron en una sonrisita burlona y a Megan se le hizo un nudo en el estómago.

–Yo no he dicho eso.

–De acuerdo. Dejemos de lado el hecho de que no estás segura de si quieres estar aquí o no y veamos si podemos tocar algún tema real y sincero. ¿Quieres hablarme un poco sobre tu interés por el arte?

Le formuló la pregunta como si tuviese sus dudas, lo cual la hizo ponerse más a la defensiva todavía. No intentaba engañarlo en absoluto, su interés era genuino.

–Es mi pasión –dijo, y la espalda se le enderezó automáticamente–. Hace diez años conseguí que me admitieran en el Slade College of Art. Mi intención era que mi futuro fuera el arte. Desgraciadamente… las cosas no salieron como yo imaginaba que lo harían.

–¿Quieres decirme lo que pasó? –le preguntó Kyle en un tono ronco e hipnótico que le adormeció los sentidos como si fuese un vino embriagador.

–¿Qué pasó? –repitió, humedeciéndose los labios. Consciente de los dorados ojos clavados en los suyos, todo el cuerpo se le puso tenso en su esfuerzo por concentrarse–. Llevaba en la facultad seis meses cuando… cuando conocí a alguien. No era un estudiante, Nick trabajaba en un banco americano. Era diez años mayor que yo, confiado… muy seguro de sí mismo. En fin… –se encogió de hombros como si fuese un viejo disco que no valía la pena repetir–. Nos casamos. Él pensó que era una total pérdida de tiempo que yo siguiese estudiando. «¿Qué vas a hacer con una diplomatura en Bellas Artes?», me dijo. «No sirve de nada» –los oscuros ojos de Megan reflejaron un instante de dolor, pero luego, levantando la barbilla, dijo claramente–: Total, que dejé la facultad y encontré trabajo en un banco… igual que Nick. Fue como encerrarme en un ataúd. No tenía ni deseo ni ambición de hacer una carrera profesional. Y allí he estado clavada desde entonces.

–Qué desperdicio –dijo Kyle, rodeándose las rodillas con los brazos–. ¿Qué es lo que te mantiene atascada, Megan?

Durante el largo silencio que siguió, Megan fue el centro de atención de los inquietantes ojos dorados. «No me mires así», quiso decirle, «no me merezco que me mires así». Le dio la extraña sensación de que aquel hombre tenía el poder de penetrar en los secretos de su alma, y los sentimientos que la asaltaron hicieron que tuviese que tragarse las emociones para controlarse. Cohibida, se pasó los dedos por el suave cabello color ébano, el rostro ruborizado bajo la mirada masculina.

–Yo, supongo. Mis miedos.

–¿A qué?

–A no servir para nada más.

–¿Sabes que el miedo son solo falsas evidencias que parecen reales? No es que no valgas para nada más, sino que solamente imaginas que no vales. Es una ilusión, no un hecho. ¿Qué otras vías has explorado que apoyen tu creencia de que no podrías valer para nada más? Dices que amas el arte. ¿Eres buena? ¿Qué sabes hacer? ¿Pintar? ¿Dibujar? ¿Diseñar?

La cabeza le dio vueltas a ella con el bombardeo de preguntas, pero aunque se sintió como una lombriz retorciéndose en el extremo de un anzuelo, le dio la sensación de que él quería llegar a la raíz de algo.

–Sé dibujar… y pintar… un poco.

–¿Un poco? –su sonrisa fue amable–. Ya veo que te cuesta mucho hacerte publicidad, ¿no?

Megan no dijo nada.

–Tiene que haberte dolido una barbaridad abandonar tu plaza en la universidad, tirar por la borda tu sueño –prosiguió Kyle midiendo sus palabras, como si esperase que ella completase lo que faltaba.

Megan inspiró y luego soltó el aire lentamente.

–Sí –reconoció, con los ojos redondos y oscuros–. Nick pensaba que ser un estudiante no era algo serio, sino una excusa para no trabajar. Dijo que yo necesitaba «ir al mundo real».

–¿Y ahora?

–¿Ahora?

–¿Cuál es su elevada opinión ahora? –estaba claro que Kyle no se mordía la lengua.

–Supongo que será igual. Es bastante rígido en su forma de pensar. Da igual, porque ya no estamos casados. Me dejó por una de mis mejores amigas, lo que demuestra lo buena que soy juzgando el carácter de la gente –acabó, con tono despectivo.

Cuando Claire la traicionó con Nick, había pensado que el dolor la mataría. ¿Cómo iba a saber entonces que después de aquel llegaría un dolor aún peor?

Movió los dedos de los pies contra el suelo de madera y lo miró, incómoda, esperando alguna señal que le indicase lo que sucedería ahora.

–¿Pintas? –preguntó, incapaz de soportar el silencio y luego pensó que era estúpido preguntárselo a alguien que ofrecía sus servicios como profesor de pintura.

–Sí –dijo él, estirando las largas piernas. Los pantalones crujieron un poco con el súbito movimiento. Se lo veía relajado consigo mismo y con ella–. Al igual que tú, es mi pasión.

–¿Eres bueno? –se ruborizó ella al hacerle la pregunta, pero se tranquilizó cuando él esbozó una amplia sonrisa que le iluminó el rostro entero.

Aquel hombre vital, absolutamente vibrante.

–Me las apaño. Es decir, puedo vivir de ello.

Kyle eludió el tema con su habitual destreza. No ayudaría en nada a la preciosidad que se sentaba frente a él enterarse de que él había logrado cierto nivel de fama en el mundo del arte, y desde luego que no sería él quien se lo diría. Podría resultar intimidante para alguien con tan baja autoestima, hasta podía quitarle las ganas de volver. No quería que aquello sucediese, porque sabía que podría ayudarla. Aquella actividad que iniciaba le había hecho tomar una senda totalmente distinta de la vida loca y sibarita que llevaba hasta hacía poco tiempo. Con ella estaba seguro de lograr un nivel de satisfacción que hasta aquel momento no había conseguido.

–Soy muy afortunado al respecto. Pero no estás aquí para hablar de mí.

Dio un salto con la agilidad de una pantera y por primera vez Megan se dio cuenta de que él también estaba descalzo. Largos, delgados y bronceados como sus manos, sus pies tenían los dedos perfectamente rectos y eran increíblemente sexy. Había algo definitivamente excitante en el contraste entre el cuero del pantalón y la morena piel desnuda.

–¿Qué te parece si busco algo para beber? ¿Qué quieres? Creo que tengo casi de todo.

–Un café estaría bien –respondió ella–. Con leche y sin azúcar.

Al verse librada inesperadamente de la tela de araña, Megan lanzó un trémulo suspiro. Su mirada se posó en un llamativo retrato de un guapísimo indio americano con su tocado de plumas y los ojos casi del mismo color avellana de los del hombre que había ido a ver. Un cosquilleo de placer le subió a Megan por la columna al ver las reproducciones en la pared.

Degas y Matisse, Da Vinci y Millais, algunos de sus artistas favoritos también. Estaba claro que Kyle era muy ecléctico en sus gustos pero prefería la sencillez. El hermoso suelo de madera de roble estaba desnudo, exceptuando un kilim en los mismos tonos terracota, marrón y amarillo del sofá donde se hallaba sentada. El efecto era seductoramente acogedor y la había llevado a revelar secretos difíciles de contar.

Oyó que Kyle hacía ruido en lo que supuso sería la cocina y aspiró profundamente, cerrando los ojos.

Un profundo cansancio la invadió y quizá se quedó traspuesta durante un segundo o dos, porque, de repente, sintió un toque en la rodilla y abrió los ojos para encontrarse en un mar de oro. El excitante aroma de una colonia masculina le llegó a la nariz y un súbito y furioso anhelo la recorrió en una oleada, dejándola casi temblando.

–Tu café –le dio una taza amarilla con una mirada mesurada, casi distante y luego se volvió a sentar en el sillón pera con elegancia.

–Gracias –dijo ella y bebió el humeante brebaje agradecida, lanzándole miradas furtivas de vez en cuando.

–¿Qué te ha causado la cojera?

A Megan casi se le volcó el contenido de la taza en el regazo. Nunca nadie le preguntaba directamente sobre su cojera y no estaba acostumbrada a semejante franqueza.

Analizando sus reacciones, el juego de sobresaltadas emociones que cruzaron por el hermoso rostro femenino de delicados huesos, Kyle tomó aire suavemente y esperó con paciencia su respuesta.

–Tu– tuve un accidente.

–¿Hace poco?

–Hace… hace unos dieciocho meses.

–¿Qué pasó? –se inclinó adelante, distrayéndola un instante con la sensual fuerza de su mandíbula y el músculo que se movía un poco en su mejilla lisa y morena.

–Me caí.

–¿Cómo?

–Me parece que haces demasiadas preguntas.

–Lo que buscamos es la sinceridad aquí, Megan, ¿recuerdas? –le dijo suavemente–. Sé que puede ser doloroso, pero a veces es más doloroso todavía guardarse los secretos que compartirlos con alguien que podría ayudar.

–Serías un buen interrogador, ¿sabes? –la necesidad de retribuirlo con un poco de su medicina la tomó por sorpresa, pero la verdad era que estaba defendiendo su vida allí, aunque él no lo supiese. Le dio la extraña sensación de que él lo sabía.

–Sí, ya lo sé. Como un perro con un hueso. No es una de mis cualidades más entrañables, pero dándose por vencido no se llega a ningún sitio en la vida. Venga, Megan, me da igual lo que tengamos que esperar –miró el reloj para enfatizar sus palabras–. No tengo otros planes para esta noche y preferiría quedarme aquí charlando contigo, no se me ocurre nada que me interese más en este momento.

Fue una confesión tremenda para Megan: significaba que no iba a sacarle el anzuelo todavía.

–No vas a soltar el hueso, ¿verdad? –le dijo con voz ronca y ahogada, mirándolo a los ojos por fin. Algo similar a la ternura en los ojos masculinos la sobresaltó. No era algo que viese demasiado seguido, bien sabía Dios, pero era capaz de reconocerla.

–No tienes por qué hablar de nada que no quieras, Megan. Lo que me digas es puramente voluntario y, que quede constancia que no saldrá de entre estas cuatro paredes. Te doy mi palabra.

Estaba claro que le decía la verdad. Transpiraba integridad por cada poro de su cuerpo. Irradiaba una profunda sinceridad y callada fuerza, haciendo que ella se entregase. Su secreto estaría a salvo con él.

–Nick y yo tuvimos una pelea un día –dijo Megan, sin mencionar que había sido poco tiempo después de que lo encontrase en cama con Claire porque aquella era una herida demasiado dolorosa todavía–. Había estado bebiendo. Gritaba y yo estaba tan disgustada que no le pude responder. Cometí el error de dejarlo con la palabra en la boca, lo cual lo enfadó más todavía. Odiaba que no se le hiciese caso. Desgraciadamente, estábamos en las escaleras y cuando me empujó, caí de cabeza hasta el piso de abajo. Me rompí una pierna de mala manera. No– no fue un accidente, me empujó a propósito.

Con la garganta agarrotada de dolor, Megan recordó la furia y el odio reflejados en los ojos de Nick cuando la empujó, furioso porque ella lo había encontrado con Claire, gritándole que no tenía derecho a estar disgustada cuando era culpa suya. Culpa suya.

Inspirando trémulamente al revivir el terrible recuerdo, Megan le dirigió una mirada a Kyle y logró esbozar una sonrisa temblorosa.

–En fin –prosiguió–, me han hecho dos operaciones hasta ahora. Desgraciadamente, los huesos no soldaron bien. Quizá tengan que hacerme más en el futuro, y eso me ha causado una cojera. Sé que no es el fin del mundo, que la gente se recupera de cosas mucho peores, pero la verdad es que preferiría no tenerla. La mayoría de la gente es demasiado cortés para preguntarme directamente cómo me lo hice.

–Ese es el problema conmigo, ¿sabes? –dijo Kyle con la boca seca. El aire tenso entre los dos por la excitación que los dominaba a los dos se aclaró súbitamente ante la traumática revelación de Megan. Dejó la taza en el suelo–. No soy ni cortés ni tengo miedo. Más de una vez eso me ha causado problemas, es verdad, pero, en general, prefiero enfrentarme a mis miedos y elaborarlos. En cuanto a la cortesía… agradar a los demás es una trampa, así que más allá de las convenciones normales, no tiene sentido. Pero, yo soy así. Lamento oír lo que te sucedió, Megan. Mucho más de lo que pueda expresarte con palabras. Es una cosa horrorosa que un hombre haga algo así a una mujer, un ultraje. ¿Cómo lo llevas? ¿Has hablado con alguien después de lo que sucedió?

–¿Terapia, te refieres? No –dijo Megan, negando lentamente con la cabeza, el corazón oprimido por la pena–. No quise hablar con nadie . Me sentía … demasiado avergonzada.

–¿Avergonzada? –con los ojos alerta, Kyle no apartó su mirada de la de ella ni un segundo.

–Sentí que era culpa mía.

Incluso ahora, podía oír en su mente a Nick lanzándole todos aquellos insultos que siempre culminaban con que ella era una frígida que lo inducía a tener aventuras porque era una inútil en la cama y no quería «experimentar». No quiso confesarle aquello también a Kyle, ya sentía que le había dicho demasiado.

–Cariño, permíteme que te diga algo: nadie se merece que lo empujen por las escaleras y le causen una lesión. Por más que te lo repitas, no fue tu culpa. Me da la impresión de que era tu marido el que tenía el problema, no tú.

–Ex marido, gracias a Dios.

–Tienes razón –dijo Kyle, sonriendo

Su sonrisa era como miel y chocolate, como un arco iris después de la tormenta, caminar por la playa fuera de temporada o escuchar música clásica a todo volumen… todas las cosas favoritas de Megan juntas.

–¿Y? ¿No tendríamos que estar hablando de arte, o algo por el estilo? –preguntó, moviéndose incómoda en el asiento porque solo mirar a aquel hombre hacía que le hablase de cosas demasiado íntimas.

–No hay reglas que cumplir con respecto a nada, Megan –dijo él, encogiéndose de hombros, inexplicablemente divertido por su sugerencia–. Podemos hablar de lo que quieras.

–Yo– yo quiero pintar de veras –tragó, intentando calmar el súbito ardor de su garganta–, quiero pintar. ¿Me puedes ayudar? –le pidió, esperanzada.

Kyle contempló a la preciosa morena, a sus ojos llenos de esperanza y pensó: «Ya mismo, ángel. Te lo prometo».