Capítulo 3

 

Tráeme un café, Megan.

Ni «por favor», ni «¿te importaría?». Solo: «Tráeme».

Megan apartó la mirada de la pantalla del ordenador para dirigirla a la rubia de aspecto severo con su traje azul marino y su incongruente carmín rojo cereza y apretó los labios intentando mantener la calma.

Lindsay Harris era una ejecutiva de banca de treinta y pico de años, fría y calculadora. Cubierta por una armadura indestructible, su ambición y su carrera lo eran todo para ella. Apenas sonreía, a menos que estuviese con algún ejecutivo de mayor rango que ella, y en el departamento todos la llamaban Cara de Vinagre tras sus espaldas.

Megan había tenido mala suerte cuando se jubiló el encantador Melvin Harding y la ascendiesen a ayudante de Lindsay. Con su anterior jefe, el trabajo de Megan había sido coser y cantar, ya que por más que sus tareas no fuesen demasiado estimulantes, al menos él había sido amable y justo. Ello la había ayudado a soportar los altibajos emocionales asociados a su relación con Nick. Y si alguna vez la había pillado llorando o triste, Mervin siempre había sido la consideración y la discreción personificadas. Trabajar para Lindsay le había complicado muchísimo la vida a Megan.

Durante su internación por la rotura de su pierna, casi todos los compañeros de trabajo habían ido a visitarla, menos ella. En realidad, eso no molestó a Megan. Mal como se sentía, prefirió no tener que verle la expresión de disgusto de su jefa. No se necesitaba ser un genio para darse cuenta de que Lindsay estaba de morros porque el «accidente» de su ayudante le causaba una molestia enorme, cosa que se ocupó de decirle a Megan en cuanto esta se reincorporó al trabajo.

Megan levantó ahora la mirada hacia Lindsay, haciendo un gran esfuerzo por controlar la voz.

–Dame uno o dos minutos para acabar con este informe y enseguida te lo traigo.

–¡Cuando te dijo que me traigas un café, quiero que lo hagas inmediatamente! Ni dentro de uno o dos minutos, ni más tarde, ni mañana. ¡Ahora!

Lindsay apretaba los puños y Megan la miró, debatiéndose consigo misma mientras pensaba en la mejor forma de responder a aquel berrinche totalmente innecesario. De algo estaba segura: ¡no estaba dispuesta a consentirlo ni loca!

–Lo siento, Lindsay, pero hay que mandar este informe por fax a la oficina de Nueva York con urgencia. Tu café tendrá que esperar.

Cuando las palabras le salieron de la boca, que tenía seca como el desierto del Sahara, Megan no podía creer que las había dicho. Por la expresión de sus pálidos ojos, Lindsay tampoco. Probablemente aquella fuese la primera vez que su sumisa y trabajadora ayudante disentía de ella.

Sin hacer caso a la tensión que sentía en el estómago, Megan ordenó unos papeles en su mesa y deliberadamente se volvió a concentrar en la pantalla del ordenador.

Bárbara, una compañera de un despacho cercano, pasó y la saludó alegremente.

–¡Hola, Meg! ¿Vienes a tomar una copa a la salida? No te olvides de que es el cumpleaños de Sue. Hasta luego.

Lindsay se dio la vuelta y la taladró con la mirada.

–¡No me extraña que se haga tan poco trabajo por aquí, si estáis todas tan ocupadas organizando vuestra vida social!

–Perdón por respirar –bromeó Bárbara con descaro y siguió su camino impertérrita.

Megan se mordió los labios para no llorar y reír a la vez, porque el comportamiento de Lindsay era totalmente inverosímil. En vez de ello, comenzó a mecanografiar a toda velocidad, decidida a no permitir que su jefe se diese cuenta de que se encontraba nerviosa.

–Bien, Megan. ¡En cuanto hayas mandado el fax ese, quiero que vengas a mi despacho! No sé qué es lo que te pasa últimamente, pero tu actitud profesional deja mucho que desear! –despotricó Lindsay, se metió en su despacho y cerró de un tremendo portazo.

Megan dejó de escribir y lanzó un lento suspiro. Algo había alterado a su fría jefa, y estaba claro que, como su ayudante, ella pagaba el pato. Pero hoy, justamente, ella no estaba dispuesta a soportar nada que no tuviese que soportar. Por algún extraño motivo, se sentía rebelde como una niña.

No sabía si se debía a la embriagadora experiencia de estar con Kyle y permitir que sus sentimientos sobre la pasión estallaran en el lienzo la noche anterior, pero de algo estaba segura: de forma lenta pero segura comenzaba a despertar dentro de ella una especie de tigre dormido. Algo que no permitiría que siguiese siendo la misma Megan Brand asustada, que le hacía desear defenderse por fin.

 

 

Kyle se secaba el pelo con una toalla y, por enésima vez desde la marcha de Megan la noche anterior, contempló la pintura del lienzo. De repente, deseó no haber dejado de fumar. Hacía cinco años que no sentía aquella necesidad, pero en aquel momento necesitaba algo, lo que fuese, para contener la adrenalina que se le disparaba cada vez que miraba la pintura de Megan.

Le había dicho que pintase la pasión, y desde luego que ella lo había hecho. La había dejado sola durante dos horas, tras llevarle una taza de café. Cuando volvió al cenador más tarde aquella noche, la taza de café seguía intacta sobre la mesita cerca de la puerta. Durante dos horas Megan había pintado la pena y la rabia contenida que tenía dentro, y el resultado era una cegadora revelación de ardiente color y fuego que le llegó a Kyle al alma y le hizo preguntarse si él sería capaz alguna vez de crear algo tan poderoso. Hasta alguien sin formación artística podía ver que aquella pintura tenía algo mágico, algo difícil de imitar que la hacía especial. Todas las ardientes sensaciones y emociones estaban contenidas en aquel cuadro: el sexo, el amor, la violencia y el dolor.

Había pintado una mujer con un brillante vestido rojo que se sujetaba la cabeza con las manos, el largo cabello negro cubriéndole el rostro. Alrededor de sus pies había rosas blancas manchadas de sangre, arrancadas violentamente de sus ramas. El cielo azul pálido estaba rasgado por nubes negras y grises. Los pies de la mujer se hallaban desnudos y en uno de ellos se clavaba una espina. Al examinar la pintura con mayor detenimiento, Kyle había notado que algo dorado brillaba en el suelo, casi escondido entre las flores. Si no estaba equivocado, era una alianza de matrimonio.

–Virgen Santísima.

Su comentario fue una mezcla salvaje de rabia, admiración y respeto. No era un hombre religioso, pero la pintura de Megan le había llegado al alma. El esposo de Megan, quienquiera que fuese, merecía que se lo linchase. Si alguna vez lograba ponerle las manos encima, lo… Mejor que pensase en otra cosa. Bastante ya lo carcomía la furia cuando pensaba en él poniéndole las manos encima a Megan de aquella forma tan violenta. En realidad, de cualquier forma. La idea de que ella durmiese con semejante hombre lo sacaba de quicio.

La pintura de ella le había hablado de lo mucho que sufría, se lo había indicado de una forma en que las palabras no podían hacerlo. Conteniendo un trémulo suspiro, Kyle se puso de pie. Megan le había dicho que hacía años que no pintaba y no tenía por qué no creerla, pero estaba clarísimo que allí había un talento esperando ser descubierto. Sobrecogía el pensar en los niveles a los que ella podría llegar. Si podía demostrar una habilidad indiscutible tan rápidamente, con apenas siquiera tiempo para preparar o meditar sobre el tema, ¿qué lograría en circunstancias más adecuadas?

Bajo su tutela, o la de cualquier buen artista, ella podría llegar lejos. Afortunadamente, Kyle tenía las relaciones adecuadas para hacer que el futuro de ella fuese más que solo una posibilidad y lo haría, si ella lo dejaba.

Lo acometió una necesidad tan acuciante de volverla a ver que se le aceleró el corazón. Lanzó una impaciente mirada a su reloj subacuático de platino y vio que eran apenas las doce del mediodía. Se preguntó a qué hora saldría ella a comer. Sabía dónde trabajaba porque se lo había preguntado. Lo único que tenía que hacer era subirse a un taxi y presentarse allí. Había muchos restaurantes y bares por la zona, así que la llevaría a comer y…

¿Y qué?

 

 

–Megan Brand, qué escondido te lo tenías, ¿eh? –dijo Bárbara, apoyando su vasito de café sobre el borde de la mesa de su amiga, a rebosar de papeles.

–¿Qué pasa? –preguntó esta, levantando la vista de la pantalla y sonriendo, segura de que su amiga le tomaría el pelo sobre su enfrentamiento con Lindsay. Pero no le importaba en absoluto; se sentía tan bien que podía soportarlo.

Lindsay ni siquiera había logrado intimidarla durante su pequeña «charla» en su despacho. Sus acusaciones habían sido totalmente ridículas, infundadas y sin sentido. Y, haciendo de tripas corazón, así se lo había hecho saber Megan. La reunión había acabado con Lindsay suspirando como la mujer más incomprendida del mundo.

–Anda, vete a trabajar un poco, por favor –le había ordenado.

Una pequeña victoria, pero victoria al fin.

–Te busca un hombre que está para comérselo –dijo Bárbara, con una expresión de maliciosa admiración que hizo que Megan se ruborizase.

¿Sería Nick? Sintió náuseas al pensarlo. Pero Bárbara conocía a su ex marido, así que era imposible que fuese él. Un poco trémula mientras se recuperaba del susto, Megan se quedó mirando a Bárbara sin saber si esta bromeaba o lo decía en serio.

–¿A mí?

–A ti, sí señora –bromeó Bárbara–. Él esperaba en la recepción hablando con Lucy Draper y, naturalmente, me acerqué y le pregunté si lo podía ayudar. ¡Imagínate mi sorpresa cuando me preguntó por ti! ¡Con razón te lo quedaste calladito!

–¿Dijo– dijo quién era?

Megan se puso de pie. Solo había otro hombre al que ella «se comería», pero no podía ser él, ¿no? Se puso de pie y se alisó la falda negra, luego se pasó los dedos por el pelo, intentando componerse el cabello, que, para mediodía, se le había soltado del moño en que lo llevaba recogido en el trabajo.

–Kyle, solamente. ¿Es el nombre o el apellido? –preguntó Bárbara.

Megan casi no oyó su pregunta. Cada una de las células de su cuerpo se llenó de adrenalina al pensar en que su guapo profesor la esperaba abajo. ¿Por qué se habría presentado allí? Él no había mirado la pintura antes de que ella se marchase porque, al acabar, ella se había dado cuenta de lo tarde que era y se había marchado precipitadamente, pero seguro que ya la habría visto. Lanzó un trémulo suspiro. ¿Y si le había parecido excesiva para lo que él le había pedido? ¿Y si estaba allí para decirle que no se molestase en volver?

«¡Cálmate, Megan!», se dijo, cojeando hasta el perchero a buscar la chaqueta de su traje. La pierna le daba punzadas, como si alguien le estuviese aplicando un hierro de marcar, lo cual acentuó su renquera. Había tenido una sesión de fisioterapia a primera hora de la mañana y la idea de tener que enfrentarse a Kyle sintiéndose tan mal era una prueba de fuego. Se puso la chaqueta y luego se dio la vuelta hacia su amiga.

–¿Qué tal estoy? –le preguntó, insegura.

–Como para romperle el corazón a un hombre. Pero claro, con esa cara y es figura, no me extraña.

–Eres buena para mi ego, ¿sabes? Pero no te creo ni una palabra.

–Digo lo que veo –dijo Bárbara–. Venga, vete. No hagas esperar a tu novio.

–No es mi… –dijo Megan, incómoda. Gracias a Dios que Bárbara Palmer era un encanto, no iría por allí cotilleando. Por eso eran amigas además de compañeras– en fin, si Lindsay pregunta por mí, ¿le dices que me he ido a comer?

–De acuerdo. Hasta soy capaz de decirle que tardarás un rato.

Kyle se sorprendió al ver salir a Megan del ascensor. Con el discreto traje negro de lino, la camisola blanca por debajo y el maravilloso cabello negro recogido en una elegante coleta, tenía un aspecto elegante, moderno y sorprendentemente profesional. Cuando lo vio a él, se sonrojó, sonrió seductora y luego cojeó con lentitud hacia él. Cada esforzado paso que ella daba le recordó a él por qué se encontraba herida y volvió a sentir una rabia tremenda. Cuando ella llegó a su lado bajó la mirada hasta fijarla en los tímidos ojos castaños e instintivamente le rozó la mejilla con la punta de los dedos.

–Quería verte.

–¿De veras? Me siento como una alumna a la que el director le va a echar la bronca –dijo Megan ruborizándose.

Esperaba que no se le notase lo cohibida e insegura que se sentía, pero lo cierto era que la cabeza comenzó a darle vueltas en cuanto lo vio.

Kyle rió roncamente, un sonido cálido y dulce que la hizo pensar en un dormitorio iluminado por la luna. Se le secó la boca instantáneamente.

–¿Puedes salir a comer? –le preguntó él, tomándola de la mano–. Necesitamos hablar.

Al sentir su contacto y su perfume, Megan solo pudo pensar en su fuerte y vital presencia y el dorado brillo de aquellos maravillosos ojos color miel.

Estaba guapísimo, con sus pantalones de cuero negro, del mismo color que el jersey de cachemira. Por encima, llevaba una cazadora color canela. El conjunto transmitía misterio y viril excitación, atrayendo las miradas de todas las mujeres del recinto.

Megan soltó su mano. Apartó la mirada y la dirigió a cualquier lado con tal de no enfrentarse a sus ojos.

–¿De qué me quieres hablar? –le dijo finalmente, mirándolo con ansiedad–. Será importante si te has molestado en venir hasta aquí. No es… no es nada malo, ¿no?

–No, Megan. No pienses siempre en lo peor, puede convertirse en un hábito.

–Ya te has puesto en plan terapeuta –sonrió ella, porque el solo hecho de verlo la hacía sentirse bien. Como si él se interesase por ella.

–Quería hablarte de tu pintura. La que hiciste anoche.

La forma en que lo dijo dejó bien claro que no era nada personal. Una profunda desilusión reemplazó el anterior entusiasmo de Megan, pero hizo lo posible por esconderla.

–¿No te gustó? –casi automáticamente, cayó en la trampa de buscar su reconocimiento. Le dio rabia repetir lo que hacía durante toda su relación con Nick Brand.

–Vuelves a hacer lo mismo –la reprendió Kyle con expresión seria–. Da igual que me guste o no. Te dije que pintases lo que sentías sobre la pasión. Lo hiciste. Fue una revelación, y lo digo muy en serio. Busquemos un sitio donde comer, ¿de acuerdo? Así podremos hablar.

La tomó del codo y la guió fuera de la anodina torre de cristal que albergaba las oficinas del banco, completamente seguro de que, al igual que él, la apasionada joven que lo acompañaba no pertenecía a aquel monótono ambiente.

 

 

–Tienes nata en el mentón –dijo Kyle, pero antes de que ella pudiese reaccionar, alargó la mano por encima de la íntima mesita iluminada con una vela y le limpió cuidadosamente la mancha con la punta de la servilleta.

–Si hay alguna forma elegante de comer espaguetis carbonara, me temo que no la sé –dijo Megan, esbozando una leve sonrisa de autocensura y deseando por enésima vez desde que habían entrado en el encantador restaurante italiano en una calle apartada del Soho que se le calmasen los latidos del corazón.

Elegante o no, pensó Kyle, que se excitaba por momentos, era muy erótico verla comer. Le había costado un esfuerzo sobrehumano reprimir el impulso de limpiarle la nata con la punta de la lengua; el problema era que no podría contentarse con solo el mentón…

–Lo estás haciendo perfecto –le dijo, tomando un trago de chianti color rubí–. ¿Cuánto llevas trabajando en el banco?

–Diez años.

–Es mucho tiempo haciendo algo que no te gusta.

–Demasiado –con la mirada baja, Megan dejó el tenedor en el borde del plato y se alisó el cabello. Aquella mañana, después de la innecesaria confrontación con su jefa, había visto lo mucho que le desagradaba su trabajo,

–¿Por qué te quedas?

–¿Aparte del temor de no ser lo bastante buena para otra cosa? Porque necesito ganarme el sustento, por supuesto.

–Podrías hacerlo con algo que te gustase. ¿Lo has pensado alguna vez?

–Por supuesto que lo he pensado –dijo ella, con los ojos más oscuros todavía–, pero antes no tenía demasiadas opciones –se interrumpió, jugueteando con el pie de la copa de vino. No quería hablar de Nick ni de su desastroso matrimonio con él y se dio cuenta de que la conversación se dirigía allí. Levantó la vista.

–Eres una mujer hermosa e inteligente –dijo él, con el ceño fruncido–. Podrías hacer lo que quisieras si te lo propusieras.

–Dicho por ti parece tan fácil…

–Lo es –se encogió de hombros Kyle–. Todo se reduce a opciones.

–¡Sí claro… podría correr la maratón de Londres si quisiese! –dijo Megan.

Apartó la vista, horrorizada ante su arrebato. Estaba claro que Kyle solo quería ayudarla. Pero el rostro tranquilo e implacable de él ni se inmutó.

–Todo tipo de gente corre la maratón, hasta gente minusválida –le dijo.

–¿Entonces, crees que soy minusválida? –ardientes lágrimas le escocieron los ojos y bajo la mesa arrugó la servilleta que tenía en el regazo.

–Usé la palabra para ilustrar el tema, nada más –dijo él con calma–, quiero decir que la gente es quien se pone sus propios límites. Lo que importa es lo que piensas de ti mismo, no lo que los demás piensan de ti. Sigues en un trabajo que odias porque te has convencido de que no tienes otra opción. Si es por eso, podrías también encerrarte en una caja y tirar la llave a la basura.

Lo que él decía tenía sentido, Megan sabía que sí. Pero lo que no estaba tan claro era cómo haría para cambiar tan fácilmente. Su matrimonio con Nick le había robado toda su autoestima. Le llevaría tiempo recuperarla. Tiempo, paciencia y probablemente mucho trabajo.

¡Dios, estaba harta de trabajar! Lo que realmente quería era descansar. No, lo que realmente quería era el tiempo y el sitio para hacer realidad su sueño de convertirse en una pintora. Todo lo demás perdía su importancia al lado de aquello.

–Tu pintura me dejó alucinado.

Los pensamientos de Megan se detuvieron abruptamente.

–No tenía ni idea de lo que eras capaz –prosiguió él–. Conozco artistas, profesionales, que darían su mano derecha con tal de crear arte como lo que tú hiciste anoche. Un talento como ese es un don. Lo sé. Llevo lo bastante en el mundo del arte para reconocerlo cuando lo veo. Si tienes todo eso dentro, Megan, te debes a ti misma sacarlo –no hablaba solamente de la perfecta ejecución del cuadro en sí, sino que se refería más al poder de su mensaje.

Megan, dos manchas rojas en las mejillas, lo miró como si él le acabase de explicar el sentido del universo.

–¿Crees que quizá pueda, quiero decir que a lo mejor pueda hacer algo en el futuro?

–Creo que decididamente podrías tener un futuro en el mundo del arte –dijo Kyle.

Nuevamente deseó poder fumar. Se dio cuenta de que ello se debía a la excitación de estar en compañía de aquella mujer y desear mucho más que solo hablar. Una mujer que tenía tanta pasión dentro sería una magnífica amante para un hombre que compartiese esa pasión. Sintió el calor de la excitación en las ingles. Si no tenía cuidado, le resultaría terriblemente difícil ponerse de pie sin llamar la atención. El turbador efecto de su suave perfume floral lo estaba volviendo loco de deseo. Si ella hubiese sido otra mujer, no habría dudado en demostrarle que la deseaba, pero Megan Brand era especial. Además, Kyle deseaba ayudarla a tener éxito como artista y forzar una relación personal quizá no fuese tan buena idea en aquellos momentos.

–No sabes lo mucho que significa para mí que me digas que podría tener un futuro en la pintura. Es como un sueño hecho realidad. Tendré que trabajar duro y eso, pero ahora que sé que hay un atisbo de esperanza, no cejaré. ¿Crees… ejem… podrías… querrías ayudarme? Desde luego que te pagaría, no es necesario decirlo…

Se quedó con la mirada fija en el mantel, embargada por la súbita vergüenza de atreverse a pedirle ayuda a un hombre como él. Seguro que tendría cosas mucho más importantes que hacer con su tiempo que dedicarse a ayudar a expresarse a una pintora en ciernes, especialmente a alguien tan traumatizado como ella.

–¿Crees realmente que querría que me pagases? –dijo Kyle, apretando la mandíbula–. Si te ayudase, no lo haría por dinero, lo haría porque reconozco un don de Dios cuando lo veo y todo el mundo se merece la oportunidad de brillar en esta vida. Lo haría porque me daría placer además de una inmensa satisfacción. Si eso queda claro, estaría dispuesto a brindarte mi tiempo y mis conocimientos. ¿Queda eso claro, señorita Brand?

Megan se vio invadida por alegría y miedo a la vez, así como el temor de haberlo ofendido al ofrecerle dinero por sus servicios.

–Yo– ejem, entonces… Gracias, acepto la oferta… Kyle.

La ardiente mirada de Kyle la recorrió con una expresión tan intensa que le produjo un nudo en el estómago, como si él la hubiese tocado.

–Espero que descubras que la recompensa vale la pena –murmuró Kyle, sin poder evitar pensar que estaba a punto de arrojarla a los leones.

Se llevó la copa a los labios y saboreó la rica y seca explosión de sabor que le inundó la boca, sabiendo sin reservas que si el destino de Megan era lograr el éxito como artista, lo haría con o sin su ayuda. Pero, pensándolo bien, si debía tener un mentor, no le cabía ninguna duda que preferiría serlo él en vez de que lo fuese alguien más.