Sólo cambia el paisaje.
COMANDANTE DOVAL
Puso en tus manos una foto y dejó suficiente tiempo para que la contemplaras. Era un militar de mirar prepotente y altivo, pasados los cuarenta años. Peinado hacia atrás con brillantina. Ojos de mirar profundo, cejas suaves. Orejas sinuosas, nariz irregular. Cara cuadrada, papada que remataba el cuello abotonado. Los galones, las insignias en las solapas.
—Tenía en aquel entonces cuarenta y seis años. Se llamaba Lisardo Doval Bravo y era comandante de la Guardia Civil —dijo la voz del radiotécnico. Una voz cambiada, más amarga, más vibrante.
Héctor encendió un cigarrillo y permaneció en silencio.
—Nosotros acabábamos de perder la revolución. Era en el año 34. La Alianza Obrera se había puesto en armas para detener al fascismo y habíamos conquistado Asturias. Ésta es otra historia. El caso es que fuimos derrotados. Y no nos perdonaron los dieciséis días que los tuvimos en los sótanos. Después de la derrota salieron de las madrigueras. El ejército había jugado su papel y ahora traían a un «experto».
Te tendió un papel. Leíste:
«Nacido en 1888 de padre militar. Profesional de la Guardia Civil. Participa en la represión de la Huelga General del 17 en Asturias. Es enviado a petición del gobierno de Costa Rica en 1922 para crear la Guardia Civil en ese país. En 1926 se hace cargo de la segunda compañía de la Guardia Civil en el corazón de la Cuenca Minera Asturiana. Permanece en ese cargo hasta el fin de la dictadura de Primo de Rivera.
»Enviado a África en 1931 con la llegada de la República. Las damas jóvenes de la burguesía local envían una petición al ministerio para que “la conjura masónica” no aleje de nuestra tierra a tan gallardo capitán. Recaba fama y ascenso al encargarse de la represión en Marruecos. En noviembre de 1934 regresa a Asturias con el grado de comandante. Le han dado una doble misión: descubrir el paradero de los dirigentes socialistas y anarcosindicalistas prófugos y recobrar los millones expropiados por los revolucionarios en el Banco de España de Oviedo».
—A estas dos tareas añadió una tercera —dijo el radiotécnico—. Se encargó de dirigir personalmente la tortura contra los revolucionarios detenidos, el resquebrajamiento de la resistencia moral de los que habíamos caído. Tomó un ex convento, el de las Adoratrices en Oviedo y pronto lo llamaron «El Orfeón», porque un gramófono a todo volumen noche y día ocultaba los gritos de los torturados. Las celdas se llenaron de sangre, apaleados con la cara rota por los culatazos, golpeados noche y día, sacados a los patios para ser fusilados en simulacros con balas de salva. Un mes duró su mando absoluto sobre cientos de nosotros. Llegamos a conocer hasta el ruido de sus botas en los pasillos del convento. El día 8 de diciembre, las autoridades le retiraron el nombramiento: han trascendido las historias de sus torturas más de lo necesario. Se va a Marruecos nuevamente. Sus palabras al despedirse: «Asturias, Marruecos, bah, es lo mismo. Sólo cambia el paisaje». Durante la Guerra Civil es procesado por el franquismo por cobardía ante el enemigo y condenado a muerte. Amnistiado sale de España. Sé que está en Venezuela. Tiene hoy ochenta y siete años.
Hizo una pausa. Héctor contempló nuevamente la fotografía.
—Quiero saber dónde está y qué hace, cómo vive. ¿No siente en las noches los aullidos de los torturados?
—¿Para qué? —preguntó Héctor.
—Aún no lo sé. Pero necesito volver a verlo. Mirarlo de frente. ¿Acepta usted la tarea?
—No lo sé. Ha esperado usted cuarenta y un años, bien puede esperar unos días.
—Esperaré.