V

Si me pregunta por qué es un detective privado, no podría contestarle. Es evidente que hay momentos en que desearía no serlo, tal como hay momentos en que yo preferiría ser cualquier cosa antes que escritor.

RAYMOND CHANDLER

En febrero de 1977, Isabelita Perón, ese personaje de película de vampiros, informó a través de las agencias noticiosas que estaba dispuesta a recluirse en un convento de monjas tan pronto como los militares la dejaran libre. El siniestro general Videla escapó de milagro de que le volaran el culo con una bomba por tercera vez en esos meses y el plomero mexicano Gómez Letras aprovechó que su compañero de despacho no había renovado la suscripción de Excélsior y a su nombre cerró tratos para recibir el Esto durante seis meses. Una huelga general sacudió Holanda. La estadística recogió ciento siete suicidios en el curso del mes en la ciudad de Los Ángeles. Se descubrió un fraude en la constructora de semáforos de la ciudad de México. Marisa Ferrer, actriz de cine y cabaret fue promovida por Conacine para asistir al Festival de Cine de Chihuahua. Los productores de cine de la industria privada volvieron a la carga para realizar películas de El Santo y compañía. El programa de radio con más rating fue Las horas del Cuervo en XEFS; y Belascoarán llegó a las cincuenta y una horas sin haber alcanzado el estado técnicamente conocido como «sueño profundo». Aun así, bostezando, con los ojos cargados y rojizos, y con un dolor muscular en la espalda al que no le encontraba origen, a las seis cuarenta y cinco de la mañana contempló desde la entrada de la lonchería cómo los trabajadores de Delex entraban a la empresa. Adivinó de lejos que el ingeniero Camposanto tampoco estaría muy entero, pues se había ido a dormir a las tres y media de la madrugada tras haber estado bebiendo solitario en un antro de la Zona Rosa llamado El Elefante. Vio al obrero alto y a sus dos compañeros del día anterior entrar en medio de un grupo nutrido de trabajadores, moviendo los brazos, gesticulando. Observó la llegada del Cadillac de Rodríguez Cuesta, y volvió a pensar que tras la apariencia de fuerza del gerente general se escondía un profundo temor. ¿A qué? Dejó cincuenta pesos y su teléfono a la mujer de la lonchería, que había convertido en su cuartel general, con el encargo de que si algo sucedía le hablara. Sonrió a la niña que gateaba y salió.

Las paredes habían sufrido un nuevo ataque en la noche y estaban llenas de letras rojas llamando al PARO A LAS ONCE.

No pudo evitar encontrar similitudes con la entrada festiva de las muchachas de secundaria y preparatoria en la escuela de monjas. Había en los dos ingresos a los respectivos antros un aire de reto, de fiesta. Contempló desde el interior de una dulcería la llegada de Elena. Y se quedó pensando en que debería seguirla o acompañarla desde la salida de la casa, si no, la mecánica absurda de esperarla en la puerta de la escuela sería un hobby inofensivo mientras le podían romper la cabeza en el trayecto desde su casa.

La idea de que se dejaba dominar por rituales más que por acciones eficaces lo dejó apesadumbrado y consumió el resto de la mañana en la oficina de un viejo compañero de la facultad que trabajaba en Relaciones Exteriores.

Tras haber soltado mil quinientos pesos de mordida tuvo acceso a un cofre donde descansaban en el polvo los archivos de la embajada mexicana en Costa Rica durante los años treinta.

Al final, con la sensación de que el polvo fino se había quedado en las yemas de sus dedos para siempre, tenía tres nombres y tres fotografías borrosas.

Isaías Valdez. México, DF.

Eladio Huerta Pérez. La Tolvanera, Oaxaca.

Valentín Trejo. Monterrey, Nuevo León.

Las edades correspondían, los rostros borrosos ofrecían similitud. Tomó nota de las direcciones que se daban en México y salió al pasillo donde una máquina de refrescos por dos pesos suavizó la resequedad de la garganta.

Así llegó a la oficina después de dormirse dos veces en el metro, de pie, como los caballos.

El tapicero repasaba la sección de avisos por palabra del Excélsior. Gilberto no había llegado.

—¿Algo para mí?

—Cartas nada más. Me debe la propina que le di al cartero.

—A usted le habló la señora Concha anteayer y se me había olvidado decirle que pasara a recoger unas…

—Unas fundas… Puta madre, poca chamba que hay y a usted se le olvida todo.

Héctor bajó la cabeza avergonzado.

Se dejó caer en el sillón sin molestarse en aflojar el cinturón, quitarse la pistola de la funda sobaquera o tirar la gabardina. Ya en el sillón crujiente, viejo amigo de cuero, se quitó los zapatos empujándolos con el pie contrario. Al estirarse sintió que se iba a despedazar. Arrullado por los lejanos ruidos del tránsito se fue quedando dormido.

—Órale pues —dijo una voz que venía de las sombras.

—Ándale, hermano —dijo una voz de mujer que venía de atrás de las sombras negras.

—No puedo —confesó Héctor.

—¿Un café? —sugirió Carlos.

—No puedo abrir los ojos. Lo juro.

—Traemos aquí los documentos de papá. Ándale, haz un esfuerzo.

Héctor logró abrir los ojos hasta que las sombras borrosas se perfilaron en la luz. Todo parecía haber salido de una película que ya había visto varias veces.

—¿Qué horas son?

—Las doce y media —respondió su hermana echando un vistazo al reloj.

—¿Cuánto dormiste? —preguntó Carlos,

Estaban sentados sobre el escritorio contemplándolo. A su lado una caja de zapatos de cartón.

—Una hora escasa.

Héctor trató de ponerse de pie.

—¿Hacía cuánto que no te acostabas?

—Desde anteayer en la noche que dormí un par de horas.

—Tienes un color verdoso claro.

—Gris, es medio gris —complementó Elisa.

—No saben cómo disfruto que me despierte gente de buen humor. Pásenme un refresco… Allá, tras ese mueble está el escondite.

Elisa saltó con gracia del escritorio y buscó tras el mueble la puerta secreta. Moviendo cajas de herramienta y el archivero localizó la pared falsa.

—¿Y esto qué es, la caja fuerte de la oficina?

El sabor dulzón del Orange Crush lo devolvió a la vida.

—¿Qué pasa, está muy fuerte el trabajo? —preguntó Carlos.

—¿Por qué sigues en esto? Entiendo lo que pasó primero, cuando mandaste todo al diablo… Pero por qué insistes ahora. Ya ganaste la libertad, por qué seguir haciendo de detective —preguntó Elisa.

—¿Por qué no? Es un trabajo como cualquier otro.

—Ésos son argumentos sólidos, nada de mamadas —bromeó Carlos.

—Pásame los zapatos.

Carlos se los lanzó. La bruma no acababa de despejarse, estaba instalada en algún lugar atrás de su cabeza e intermitentemente enviaba oleadas de niebla hacia sus ojos. Se frotó vehementemente la cara con las manos, se estiró y saltó al piso.

—Aaahhhhggguuujj —dijo.

—Bueno, ya podemos empezar la reunión familiar.

Entonces, sonó el teléfono.

—Es para ti —dijo Carlos pasándoselo.

—Señor Shayne —la voz de Marisa Ferrer al otro lado de la línea.

Héctor notó la tensión y no trató de corregir el orden de los apellidos.

—Acaban de secuestrar a Elena, me hablaron del colegio…

—En cinco minutos salgo para allá.

Colgó y buscó con la vista la gabardina.

—¿Qué pasa?

—Secuestraron a una muchacha. ¿Les importa dejar esto para más tarde?

—No hay cuete, comunícate conmigo cuando puedas —respondió Carlos.

El teléfono escupió de nuevo su timbrazo.

—No, el tapicero no se encuentra… ¿Un recado? Sí cómo no, déjeme anotar. Buscó con la mirada una pluma, hasta que Elisa le puso una en la mano.

—Tres metros de la número ciento diecisiete BX, de color azul y negro… señora Del Valle. Sí, cómo no, yo le dejo su nota.

—¿Quieres que te lleve a algún lado? Te ves muy dormido todavía —dijo Elisa.

—¿Traes coche?

—La moto del jardinero de la casa…

—¿Manejas un coche que alquilé…?

—¿Qué marca?

—Un Volkswagen —respondió mientras se abrochaba la gabardina.

Elisa tendió la mano esperando las llaves.

—Yo los dejo, me llevo esto —dijo Carlos tomando la caja de cartón.

—Perdóname viejo.

—No hay ningún problema.

Cuando salían sonó de nuevo el teléfono. El ignominioso ring.

Héctor dudó y regresó a contestar.

—Hubo hartos tiros al aire y hay gente peleándose en la puerta… Como usted me dijo… —se oyó la voz de la mujer de la lonchería en el aparato. Colgó. Así era entonces la cosa. Nada y de repente ¡zas! todo al mismo tiempo.

—Ahora, ¿qué pasa?

—En la fábrica, hubo tiros en la puerta o algo así.

—Voy para allá —dijo Carlos.

—Echa entonces la caja —pidió Elisa.

—En cuanto pueda me descuelgo por ahí.

—No es cosa tuya. Ni te metas. Seguro que es bronca entre empresa y sindicato… Ése no es tu problema —dijo Carlos.

—En cuanto pueda me doy una vuelta —insistió el detective.

Carlos alzó los hombros.

—Tú sabes.

—¿Qué fábrica? —preguntó Elisa.

Héctor tomó a su hermana de la mano y la arrastró al elevador.

—Todo al mismo tiempo, y a mí que se me cierran los ojos. Pinche oficio —dijo.

—Te lo estaba diciendo —respondió Elisa.

—No lo cambio por nada —respondió Héctor.

—Lo suponía —dijo Elisa ya en el elevador.

El teléfono comenzó a sonar en la oficina pero ahora sin nadie que contestase.

Sorteando a las monjas entró hasta el despacho de la directora. Había dormitado en la parte trasera del coche, sin poder acabar de entrar al sueño, con la cabeza inundada por la muchacha del brazo en cabestrillo. La imagen de la muchacha lo llevó a la imagen de otra muchacha a miles de kilómetros de allí. Elisa manejaba como cafre, pero el tránsito de mediodía no daba muchas facilidades.

Héctor recordó que el tapicero le había dicho del correo, cartas… buscó en la bolsa de la chamarra, ahí estaban. Las dejó reposar para mejor momento.

¿El recado para el tapicero? Lo había dejado en la mesa, anotado en el viejo papel de Ovaciones que servía como libreta de notas en aquella oficina. Ojalá lo encontrara.

—¿Usted quién es? —preguntó la monja rígida, de lentes de fondo de botella, toca almidonada y tiesa, como toda ella.

—Belascoarán Shayne, detective —Elisa a sus espaldas no pudo reprimir la sonrisa al oír el conocido apellido con el oficio tras él. El apellido que había oído tantas veces en las listas de la escuela, leído con la pronunciación equivocada. Hizo conciencia de que era la hermana de un detective. ¿Un detective loco?, se preguntó. Loco como todos, resolvió.

—Trabajo para la señora Ferrer —completó Héctor mostrando la credencial. La monja la tomó en las manos y la repasó como un ciego tocando un escrito en Braille, sin mirarla, mirando al detective.

—¿En dónde estaba la muchacha?

—En el patio, en clase de gimnasia.

Héctor bajó las escaleras sin escuchar los llamados de la directora.

En el patio quedaban un par de docenas de muchachas en shorts azules y blusas blancas, desperdigadas en pequeños grupos, comentando. La maestra de gimnasia, una mujer fibrosa y delgada, como vieja campeona inglesa de tenis, se adelantó hacia él. Elisa lo seguía unos metros atrás con la caja de zapatos en los brazos.

—Entraron por allí —dijo la mujer sin esperar pregunta—. Elena no estaba en la clase… Por el brazo, ¿sabe?, tomaba el sol en esa mesa, acostada en la mesa.

Un viejo escritorio arrumbado en el patio. Héctor lo miró como si fuera importante.

—Eran dos, los dos con pistolas… Tan jóvenes. De pelo negro los dos. Uno con lentes oscuros.

—El otro traía una sudadera verde —acotó una muchacha del círculo que empezaba a formarse en torno a ellos.

—La agarraron, vinieron directo a ella y la jalaron para afuera. A mí me apuntaron.

—A mí también.

—Nos apuntaban a todas.

—El de la sudadera la agarró del cuello y la hizo caminar rápido.

—¿Gritaron algo? ¿Dijeron algo? ¿Elena dijo algo?

—Gritó cuando la empujaron. Dijo que le dolía el brazo.

—¿Cómo dijo?

—Deja ahí me duele, así dijo.

—¿Estaba muy asustada?

—Bastante —contestó una muchacha.

—No, mucho no —terció otra.

Héctor las dejó hablando, y corrió hacia la puerta. Salió por el portón, y miró en la calle hacia los dos lados. Enfrente, el hombre del puesto de tamales lo contemplaba fijamente. Héctor caminó directo hacia él. Elisa como escudero fiel unos pasos atrás.

—Usted los vio —dijo Héctor. No preguntaba, afirmaba.

—No quiero pedos.

—No soy de la tira.

—No quiero pedos.

Durante cinco minutos toda la conversación transcurrió en esos términos.

Héctor preguntaba y el hombre respondía con las mismas palabras.

Al fin tendió a Héctor un papel.

—¿Qué es esto?

—Las placas de la camioneta Rambler en que viajaban esos cabrones… Yo no le di nada.

—Me lo encontré en el suelo —dijo Héctor y tiró el pequeño papel para luego recogerlo.

El viejo sonrió.

Pero, ¿cuál era el reto?, ¿en dónde estaba el endemoniado truco, el valor de su actitud?, pensaba Héctor acostado en la puerta de atrás del coche mientras su hermana lo llevaba rumbo al profundo norte. Cuando bordearon la Villa de Guadalupe y subieron por Ferrocarril Hidalgo, nuevamente se quedó dormido. Aun así la pregunta, confusamente, lo persiguió hasta el sueño. Y allí al igual que en el umbral superior, tampoco pudo ser respondida.

Lo que fastidiaba a Belascoarán era no el ritmo violento de aquellos días, ni siquiera la inercia que se le imponía obligándolo a tomar decisiones, o más bien a que las tomaran por él los acontecimientos. Lo que le jodía era no descubrir por qué había aceptado un reto así. Qué parte de su oscura cabeza buscaba gloria en aquella carrera agotadora por las tres historias que corrían paralelas. La pregunta en el fondo era sencilla: ¿por qué lo estaba haciendo? Y por ahora sólo tenía una respuesta que explicaba por separado tres diferentes compromisos contraídos. A saber: a. Que le gustaba la forma de ser de la adolescente del brazo enyesado, que le gustaba el papel de protector silencioso que le adjudicaban los acontecimientos; b. Que pensaba que metiendo las manos en el lodo del asesinato de los ingenieros podía encontrar el pago a la deuda contraída en sus años de capataz con diploma en la general. Deuda, no con la profesión y el oficio, sino con su sumisión al ambiente, con su desprecio por los trabajadores, con sus viajes por los barrios obreros como quien cruza zonas de desastre. Regresaba el ambiente en que se había formado y deformado y necesitaba mostrarse a sí mismo que era otro. Jugaba también en ese reto el problema de desembarazar al sindicato independiente del muerto que querían colgar a sus espaldas; c. Quería ver los ojos de Emiliano Zapata de frente, quería ver si el país que el hombre había soñado era posible. Si el viejo le podía comunicar algo del ardor, de la fe que había animado su cruzada. Aunque nunca terminaba de creer la posibilidad de que estuviera vivo, el escarbar en el pasado en su busca lo acercaba a la vida.

Ésta era la teoría que más o menos clara se formaba en la cabeza de Héctor Belascoarán Shayne, de oficio detective, de treinta y un años de edad, mexicano para su fortuna y su desgracia, divorciado y sin hijos, enamorado de una mujer que estaba lejos, inquilino de un despacho cochambroso en Artículo 123 y arrendatario de un minúsculo departamento en la Roma Sur. Con una maestría en Tiempos y Movimientos en universidad gringa y un curso de detective por correspondencia en academia mexicana; lector de novelas policiacas, aficionado a la cocina china, chofer mediocre, amante de los bosques, dueño de una pistola .38; un poco rígido, un tanto tímido, levemente burlón, excesivamente autocrítico, que un día al salir de un cine había roto con el pasado y había empezado de nuevo hasta encontrarse donde ahora estaba: cruzando el Puente Negro en la parte de atrás de un Volkswagen, con la gabardina arrugada y el sueño saliendo por la boca en cada bostezo.

—Aquí sigues derecho y al llegar a la tercera cuadra das vuelta a la derecha.

—Sí patrón —respondió burlona su hermana

—Y tú, ¿qué traes en la cabeza?

Elisa sonrió por el espejo retrovisor.

—¿Necesitas o no necesitas chofer?

Héctor respondió con el silencio.

—Entonces déjate de andar de analista.

—De acuerdo, hermanita, nomás que de lejos… ¿zas?

Pasó la mano hacia el asiento delantero acariciando el cuello de su hermana. Ésta sin volver la vista hacia atrás apresó la mano entre cuello y barbilla.

Dos cuadras antes de llegar a la empresa vieron la multitud. Dos patrullas de Tlalnepantla cerraban el acceso.

Héctor bajó del coche, mostró la credencial y le abrieron hueco.

—¿Qué pasa?

—Estos güeyes no dicen nada. Acércate un poco, hasta esa lonchería.

El Volkswagen se detuvo.

Unos doscientos trabajadores formaban un grupo compacto ante la puerta. Tras las rejas de la fábrica un grupo de policías armados, y tras ellos varias decenas de trabajadores dispersos. A diez metros de la puerta otros grupos de trabajadores con palos y tubos en las manos. Un hombre calvo vestido con un traje café los azuzaba. Vio a Carlos cerca de la puerta, junto con dos de los repartidores de El Zopilote.

—¿Qué pasa?

—Nada, esos cabrones —señaló alzando la barbilla hacia el grupo de obreros armados— quieren entrar. Pero si aguantamos una hora más comienza a llegar el segundo turno y se la pelan.

—¿Pero qué pasó antes?

—Estábamos en medio del paro —respondió un obrero chaparrito, que traía una gasa sostenida con tela adhesiva en el pómulo— y un cabrón esquirol le pegó a Germán con un tubo, y ahí voy de pendejo y que me sorraja a mí también. La raza se encabrona y se lanzan a perseguirlo por toda la planta, y al salir corriendo por el patio los policías industriales hicieron tiros al aire para espantar. Y entonces llegó el gerente y me despidió a mí. Dizque por agresión. Pero ya lo tenían todo preparado, porque cuando los policías me sacaban de la planta, llegaban estos cabrones con el diputado ese del sindicato de la CTM… Son raza de la Santa Julia, yo conozco a uno, que le dicen el Chicai, vive en un billar atrás del mercado… Y entonces les falló porque la gente se vino hasta la puerta y así están las cosas… Hasta entonces llegó la policía.

La masa tras la puerta comenzó a corear: ¡Perros! ¡Perros! ¡Perros! y de ahí pasó a cantar el No nos moverán. Los grupos dispersos se concentraron. Los policías industriales avanzaron hacia la caseta y la rodearon. Los esquiroles se hicieron para atrás.

Un rumor creció a lo lejos.

—¿Quiénes son? —preguntó Héctor.

Una columna venía marchando y desbordando las dos patrullas del Estado de México puestas al bloqueo.

—Son del sindicato de una laminadora de aquí a la vuelta. Tienen hora de comida y vienen a echar una mano… Al rato esto va a estar así… —y el chaparrito hacía gestos con los brazos.

Eran unos doscientos y venían tomados del brazo en filas de siete y ocho. Los esquiroles comenzaron a dispersarse. Sólo quedó un núcleo, con el hombre del traje café e incluso éstos retrocedieron unos veinte metros para no quedarse en medio de los que llegaban y los que estaban tras la puerta.

La masa tras la puerta entendió el triunfo y redoblaron los gritos. Desbordaron a los tres policías que quedaban bloqueándolos y se fueron sobre las rejas.

Allí fueron los abrazos, las porras a los de la fábrica que llegaba.

—Puuf —dijo Carlos—. Nos salvamos por pelos. Dentro de veinte minutos llega el turno de la tarde y se acabó el pastel… Ahora hay que hacerlos entrar a huevo a ustedes.

—Yo me lanzo —dijo el chaparrito.

—Recuerda, no hay despido legal, tú fuiste agredido y no respondiste… Entra y ponte frente a tu máquina —dijo un muchacho alto que había estado tras ellos.

El chaparro se acercó corriendo a la puerta y fue metido a pesar de la intervención de dos policías. Lo recibieron entre porras.

—Me voy —dijo Héctor.

—Te dije que ésta no era tu bronca —respondió Carlos.

—Me alegro de haber estado aquí.

—A ver si te vio el gerente aquí en el borlote.

—Me vale madres.

Al llegar a la oficina la encontró vacía. Contempló a Elisa desde la ventana alejarse en la moto. Fue al teléfono y buscó en las hojas del viejo Ovaciones un número y un nombre. Sargento García. Telefoneó al sargento de tránsito que por cincuenta pesos proporcionaba los registros de los automóviles y le dio el número de la camioneta Rambler verde. Esperó unos minutos en la línea.

—Robada, hace un par de semanas. ¿Quiere la dirección del dueño?

—No, para nada. Gracias.

—Le anoto la cuota, ya me debe tres.

—A fin de mes paso a liquidar… ¿En la cantina, no?

—Ahí mero —respondió el sargento y colgó.

Telefoneó a una agencia de detectives de Monterrey para que le localizaran al hombre del pasaporte en Costa Rica que había dado datos de residencia allí. Luego telefoneó a la comandancia de policía de Ixtepec donde se topó con un burócrata recalcitrante que se negó a darle dalos sobre La Tolvanera.

Héctor recordaba haber pasado alguna vez por allí, al atravesar el Istmo rumbo a Veracruz desde Oaxaca, pero no pudo saber más.

Anotó por último la tercera dirección, la correspondiente al DF en un papel y dejó una nota al vecino plomero para que averiguara en sus ratos libres si vivía el hombre en ese lugar, sin ir directamente a la casa. Anexó cincuenta pesos con un clip a la nota y la puso a un lado en el escritorio.

Luego telefoneó a la casa de Marisa Ferrer sólo para recibir una respuesta vaga, cuando la sirvienta le dijo que había salido sin dejar ningún mensaje.

Entonces, se dedicó al diario de la muchacha. Si había claves allí tenían que estar. Sólo habría que leerlas.

Antes de acometer la tarea abrió un refresco sacado de la caja fuerte clandestina. Encendió un cigarrillo y recordó que tenía hambre. Maldijo su excesiva sangre fría, su capacidad para ser ordenado en esos momentos. Odió su falta de pasión en la superficie. Y dedicó cinco minutos a pensar en que Chamarraverde y Aprietabrazo podían estar jodiendo a la muchacha. No logró más que un instante de rabia. Luego volvió a la frialdad. Terminó el refresco y acometió papeles.

Al término de un largo cuarto de hora releyó las notas que había tomado:

  1. Bustamante es mujer.
    Tardó un rato en entender que la costumbre de su época de secundaria de llamar a los amigos por el apellido era extensiva a las escuelas de mujeres. Al fin logró hacer a un lado la extraña historia original de Bustamante con novio para encontrar una Bustamante con novio.
  2. Las notas sobre la escuela mezcladas no tienen nada que ver.
    Y sin embargo era necesaria una entrevista con Gisela, Bustamante y demás compañeras de Elena.
  3. Elena tiene algo que vale más de cincuenta mil pesos, que es peligroso, de lo que no se puede deshacer y que quién sabe cómo obtuvo.
    Ésa era la maldita clave. Lo que tenía y que hacía que Es. y G. (¿Es. de Esteban?, ¿Eustolio?, ¿Esperanza?, ¿una mujer?) la presionaran.
  4. Pero todo esto tiene que ver con algo que ella sabe de su madre y que ésta no sabe que sabe. ¿Podría haber sacado lo que vale cincuenta mil pesos de ella?
    No, porque habría alguna alusión a que la madre podría darse cuenta de que algo desapareció… Lo que posee Elena es información sobre su madre. Sabe algo, no tiene algo de ella. La cosa de los cincuenta mil pesos ha sido obtenida de otro lado.
    Ahora, ¿de dónde jalar el primer hilo? Sin duda de la propia Marisa Ferrer.

Tomó el teléfono y marcó de nuevo el número de la actriz. La sirvienta volvió a dar la misma respuesta. Dejó el número de la oficina y un recado para que le telefonease.

Si no tuviera tanto sueño me iría a comer, pensó sofocando el rugido de las tripas y dejándose caer en el sillón. La sensación de que la premura sería determinante le impidió quitarse los zapatos.

Nuevamente se durmió mientras miraba las tres fotos clavadas a un lado del escritorio: un cadáver, Emiliano Zapata, una muchacha con el brazo en cabestrillo.

—Se va a volver loquito.

—En mi pueblo había uno que se quedaba jetón por todos lados, hasta que en una de éstas se durmió frente a la casa de un puto y cuando despertó ya le estaban dando pa’dentro.

—Ha de dormirse aquí para no tender la cama en su casa… es bastante cochino el don Belascoarán.

Abrió el ojo como quien abre la cortina de un banco, lentamente y chirriando. Para ver frente a sí a Gilberto el plomero y Carlos el tapicero que lo contemplaban solícitos y maternales.

—Abusado que se está despertando el murciégalo…

—Vampito.

—¿Chú pasó?

Sendas tortas en la mano. Sonrientes.

Se levantó de un salto y les quitó las tortas. Una con cada mano.

—Anótenlas en la cuenta —dijo y buscó la gabardina arrugada.

—Quihúbole, pinche asalto.

—Ahí tiene usted un recado de una chamba y un trabajo extra para usted —dijo dirigiéndose respectivamente al tapicero y al plomero.

—Lo de las tortas pase, pero se le olvida cuando le toca comprar los refrescos —dijo Gilberto.

—¿Ya le pagó usted la limpieza de la escalera a la doña?

—Otra vez la burra al trigo… No ve que la inflación…

—Inflación la que le sale en la panza a su vieja cada año —terció el tapicero.

—Luego usted no se ande quejando… Si se lleva, aguante la vara —dijo Gilberto.

—Ahora sí me chingó… el pito de una mordida —respondió el tapicero.

—¿Qué hora es? —intervino Héctor.

—Se dice: qué horas son, cuando es más de una… —respondió Gilberto imperturbable.

—Las tres y cacho —dijo el tapicero.

—Uhmm —remató el plomero.

Héctor no esperó el elevador y voló por las escaleras. En cada rellano se tomó del pasamanos para evitar salir volando de hocico por delante.

Al llegar a la calle subió al coche y aceleró.

Odiaba la ciudad y la quería. Empezaba a acostumbrarse a vivir en medio de sensaciones contradictorias.

Compró cigarrillos en un puesto frente a la entrada del Cine Carrusel y observó cuidadosamente a todos los que entraban en el estreno de Chinameca, un par de rostros de viejos campesinos lo cautivaron. Sin embargo, eran muy jóvenes. Unos cincuenta años. Ningún anciano de noventa y cinco años entró al cine.

Subió de nuevo al coche y enfiló hacia el Pedregal.

Aguas 107 correspondía a una casa tiesa, como de cartón piedra, pintada de gris cremoso. Un castillo sin dragones y sin doncellas. La reja gris cuidaba que la mirada no fuera cómoda hacia el interior de un enorme jardín. Al ladrido del segundo perro, Belascoarán se preguntó si no serían ellos los verdaderos dueños de aquella ciudad dentro de la ciudad llamada Pedregal de San Ángel.

—¿Quién es? —preguntó una voz distorsionada por la electrónica desde el interfón.

—Busco a la ex esposa del ingeniero Álvarez Cerruli.

—Veré si la señora puede recibirlo. ¿Quién la busca?

—Belascoarán Shayne.

Repitió el nombre dos veces y esperó.

Al fin un jardinero le abrió la puerta y lo condujo protegiéndolo de los perros hacia el interior de la casa.

En una sala de decoración ultramoderna una mujer de unos cuarenta años muy bien soportados, lo esperaba. Vestía como ama de casa de la clase media norteamericana, de unos treinta años; falda color café claro, el pelo sostenido por una cinta, blusa de mangas largas crema.

—Tengo entendido que usted quiere hablar sobre mi ex esposo… Lo he recibido porque si no lo hago usted podría pensar que sé algo de interés. Y prefiero darle la cara a las cosas que soportar a alguien hurgando en mi vida privada. Quiero que esto quede claro. Ésta es la primera y la última vez que nos vemos señor. ¿Ahora bien, quién es y qué quiere saber de mi ex marido?

Héctor le tendió la credencial y esperó a que la mujer se la devolviera.

—Ando buscando algo en el pasado de su marido que explique su muerte. Quizá si usted me contara…

—Gaspar era un advenedizo. Se casó conmigo por dinero y prestigio. Gracias a la boda ascendió dos peldaños más en su carrera. Cometí el error y lo pagué. Ahora soy libre de nuevo.

—No hay nada en su pasado… ¿relaciones extrañas? ¿Problemas económicos? ¿Algo que venga desde lejos, de su juventud?

—Tenía la juventud de un advenedizo, de un negociante. Era un solitario, sin amigos. Con pocos conocidos. Nunca tuvo problemas financieros, pecaba de cauto. Taimado, pero de esos que suben lentamente… No hay nada que pueda servirle.

Héctor esperó en silencio. Algo faltaba en el cuadro. Algo que no acababa de gustarle. La mujer se puso en pie y a Héctor no le quedó otra que imitarla, lo condujo lentamente a la salida.

—Lamento no haberle servido de mucho.

—Más lo lamento yo. Disculpe por la pérdida de tiempo.

Héctor comenzó a caminar por el jardín. La mujer se quedó en la entrada de la casa.

—Oiga, detective.

Héctor giró la cabeza.

—Quizá pueda servirle saber que era homosexual —dijo la mujer a unos metros de él.

Nuevamente enfrente del Cine Insurgentes rumió la última información. Compró un cuarto de kilo de carnitas y tortillas y manufacturando los tacos se entretuvo mirando al público que entraba. Nada nuevo.

Subió al coche y enfiló hacia la colonia Florida. Tenía mal aliento, le dolía el cuello por dormir en el sillón y el tránsito bloqueaba Insurgentes a la altura del Hotel de México. Estaba esperando que alguien se subiera al coche para hacerle una encuesta. Eso permitiría responder que no sabía por qué se había convertido en detective.

La sirvienta le abrió la puerta y cedió el paso sin hacer preguntas.

Marisa Ferrer lo esperaba en la sala.

—¿Sabe algo?

—No. Estuve hablando con algunos amigos de la Procuraduría, pero no saben por dónde empezar —no había llorado pero estaba tensa. Como un gallo de pelea a punto de saltar.

—Tengo una pregunta que hacerle. Una pregunta fundamental para encontrar a su hija. Escuche con cuidado y piense antes de contestar. ¿Le ha ocultado algo a Elena que ella pueda haber descubierto últimamente?

La mujer dudó un instante.

—La existencia de mis amantes…

—¿Hubo muchos?

—Eso es cosa mía.

La tensión crecía entre ambos.

—¿Está segura que no hay algo más?

—No lo creo.

—¿Venían por aquí amigos de su hija?

—Tenía un novio hace unos meses, un muchacho que se llama Arturo. Fuera de él y de algunas amigas de la escuela…

—¿Esteban?

Se quedó pensando.

—Ningún Esteban que recuerde.

—¿A dónde solía salir su hija?

—Como todas, supongo… Al cine, a comer hamburguesas a las cafeterías que están sobre Insurgentes… Iba mucho al boliche hasta que rompió con Arturo, luego parece que le agarró gusto y siguió yendo sola.

—¿El señor Burgos con el que me encontré aquí el otro día…?

—No le gusta, ¿verdad?

Héctor negó con la cabeza.

—Lo lamento. Es un viejo amigo de la familia.

—¿Nada más?

La mujer no respondió. Se quedó tomando la costura del cojín entre los dedos, jugueteando con ella. Comenzó a llorar.

Héctor salió del cuarto y siguió hasta la puerta, sin detenerse. No le gustaba nada. Le molestaba haber tardado tanto en preguntarse dónde podía Elena haber conocido a Es. y G. (Parecía una marca de whisky escocesa.)

Ellos habían llegado después de la cosa de los cincuenta mil pesos, habían llegado a petición de Elena, para ayudarla a desembarazarse de ella.

¿Por qué llevaban la caja de refrescos en el coche?

Regresó al cuarto. La mujer ya no lloraba, miraba fijamente hacia el frente.

—¿A qué boliche?

—El Bol Florida, a unas cuadras de aquí.

Decidió prescindir de la tercera función del cine, el hombre era muy viejo para ir a esas horas. La noche estaba templada, acogedora. Incluso creyó escuchar el aletear de un pájaro. Se quedó recostado sobre el coche, fumando. Caminó hasta el teléfono de la esquina, lentamente.

—Comunícame con Elisa… ¿hermana…? ¿Te puedo pedir un favor muy raro? ¿Puedes buscar al encargado del servicio forense y preguntarle si un señor ingeniero Osorio Barba que fue asesinado hace un par de meses era homosexual…? Tú pregúntale, el que hizo la autopsia puede saberlo… Suéltales una lana y luego me pasas la cuenta.

Colgó. Ahora había que hacer saltar la liebre en algún lado. Recorrió los drive-in de Insurgentes. Habían tenido su época jugosa cuando se convirtieron en los centros de reunión de los adolescentes de la juventud dorada, donde se discutía de coches y se probaban las adaptaciones. Incluso tuvieron su momento en que fueron meta y línea de arranque de múltiples competencias de «arrancadas»; ahora desfallecían convertidos en eco de su pasado y en merenderos de clase media. Muchos adolescentes que manejaban coche por primera vez, parvadas de quinceañeras solitarias y coquetas; meseros aburridos. No había huellas de Chamarraverde o de Aprietabrazo. Al tercero no lo recordaba bien, lo intuía rechoncho, con el pelo chino, pero no podía fijar su imagen. Durante la pelea sólo lo había seguido con el rabillo del ojo.

Se descolgó a la Narvarte, hasta Luz Saviñón. Una casa apacible, de clase media. Un camión de mudanzas recogía muebles en la puerta.

—¿La sirvienta?

—Uhmm, hace días que se regresó al pueblo, el patrón la liquidó.

—¿El patrón?

—El hermano del ingeniero… Yo trabajo con él, en la fábrica de colchones…

—¿Me permite husmear por ahí? —Héctor mostró la credencial.

—Pásele, pero ya casi recogimos todo.

Recorrió la casa abandonada. Parecía que hubiera pasado un tifón. Los muebles en el suelo, todo empacado sin cariño, con eficacia en algunos casos, con prisa simplemente en la mayoría.

Buscó en la recámara alguna caja. No encontró nada fuera del colchón alineado contra la pared, la cama y un clóset desmontados, dos cuadros en el suelo.

Agradeció al encargado de la mudanza el permiso y salió. Eran más de las diez de la noche. Se metió al coche y sacó la pequeña libreta de notas en la

que había estado trabajando. Trató de ordenar las ideas sólo para verse envuelto en un torbellino de nombres y datos.

¿A qué jodida hora se reunían las tres historias?, se preguntó un poco bromeando y otro poco esperando respuesta.

Estaba el famoso Burgos. ¿Qué sabía de él? Nada, excepto que no le gustaba la cara… Eso lo unía a otros miles de mexicanos cuyas caras no le gustaban tampoco a Héctor.

Tenía el boliche y los cascos de refresco, ambas cosas se conectaban y daban una posible respuesta a la pregunta: ¿Dónde encontró Elena a Es. y G.? También daban una respuesta, un primer hilo para resolver el rapto.

Estaba Marisa Ferrer llorando. Imagen nada convincente. Y que algo ocultaba.

Pero estaba también un ingeniero homosexual ya enterrado, y un ingeniero llamado Camposanto que podía invitar a una fiesta, según el obrero gordito de la lonchería.

Y estaba también el malestar del gerente general, inexplicable, desconcertante. Y el lío sindical en pleno ascenso.

También estaba un cadáver llamado Osorio Barba, predecesor de Álvarez Cerruli en la muerte. ¿También en lo maricón?

Estaba una muchacha apellidada Bustamante. Un ex novio llamado Arturo.

La ex mujer del ingeniero muerto, una sirvienta que se había ido al pueblo, un abogado apellidado Duelas, un líder sindical alto de pelo negro, un charro de la CTM con traje café.

Y estaban los tres hombres que recogieron pasaporte en San José de Costa Rica en 1934.

Por si esto fuera poco, había además una caja de cartón con los papeles del viejo Belascoarán y un montón de cartas en el bolsillo que no había podido leer.

Tenía que comprar los refrescos para la oficina, llevar la ropa de su casa a lavar. Seguir viviendo.

Había empezado la enumeración en broma, y al final se sintió profundamente abrumado. En orden de prioridades debería empezar por el boliche, pero optó por lo menos importante y al fin le cruzó por la cabeza la voz del Cuervo Valdivia en la estación de radio.

El Núcleo Radio Mil desde donde emitía la XEFS está en Insurgentes dentro de la misma colonia Florida. Tras andar deambulando por pasillos y estudios encontró la cabina donde de once de la noche a cinco y media de la madrugada minutos más o menos, transmitía el Cuervo todos los días. No había llegado todavía, y sacudiendo la pereza, decidió dejar de darle vueltas al asunto y lanzarse hacia el Bol Florida.

¿Tenía miedo?

Había tenido miedo muchas veces en su vida, era una sensación que reconocía. Miedo físico a la agresión muy pocas, la mayoría de las veces miedo a la soledad, a las responsabilidades, al error. Pero esto era diferente. Era quizá la combinación del miedo con la modorra. Después de todo, un estado ideal para entrar en combate, se dijo.

El ruido de las bolas rodando, de los pinos cayendo: el rumor lo golpeó como la cresta de una ola en la cara. Buscó con la mirada las dos caras que quería encontrar. Mesa a mesa, en los grupos tras los jugadores, en la cocina de puerta giratoria, en la oficina, en la mesa de recepción donde manejaban el automático, hacían las cuentas, entregaban los zapatos y las hojas de anotación.

Nada. Se dirigió a paso lento hacia el mostrador.

¿Qué iba a preguntar?

Optó por el camino directo.

—Ando buscando a una muchacha que se llama Elena —dijo mirando fijamente al hombre de la recepción, gordo, sonriente, fornido.

—No la conozco.

—La ando buscando porque alguien la secuestró.

—Órale pues —dijo el gordo sonriendo.

—Me gustaría revisar sus instalaciones.

—Ah, pues mucho pinche gusto. Nomás que no se va a poder.

—Entonces, ni modo —dijo Héctor y sin insistir le dio la espalda al gordo y caminó lentamente hacia la puerta.

Al llegar a la salida volteó y se quedó intercambiando miradas con el gordo de la caja que lo contempló calmadamente. Después de un rato el gordo levantó la mano y le hizo un gesto obsceno, Héctor le pintó un violín y salió a la noche.

Tenía sueño, mucho sueño.