Después supe que los tangos mentían pero era inapelablemente tarde.
MARIO BENEDETTI
—… Y cuando en lugar de correr agarramos a cadenazos al jorobado de Nuestra Señora de París… el cabrón tiraba chingadazos en serio, a matar.
—Pero Rosas, te acuerdas de Rosas, aquel chaparrito, moreno, con el pelo como pájaro loco. Él decía que era muy chingón y que cuando va caminando le sale de una pared una mano…
—¡La mano pachona!
—Se meó el culero… Se meó.
—Y luego un tal Echenique del tercero C que se baja del puente ese que se movía y que le cae encima una señora diciendo que era La Llorona, que si él era uno de sus hijos. Y el cabrón que sale corriendo. Y entonces llega y nos dice, vamos a meterle mano a la pinche vieja esa, y que nos descolgamos como diez cabrones sobre La Llorona que decía: «¡Ustedes son mis hijos! ¡Ustedes son mis hijos!». Y allí, en medio de la oscuridad que le metemos mano: ¡Y era un cabrón!
—Yo iba con unos cuates de tercero que se sentían muy chingones, y a uno de ellos que le sale de un ataúd una momia y que lo acorrala. Y el cuate decía: «Me cae que yo no hice nada». La momia le decía: «Tú fuiste a las pirámides a fregar en mi sepulcro». Y el cuate contestaba: «Me cae que yo no fui». Y nosotros ni reírnos podíamos, cagados de miedo. La casa de los monstruos se llamaba. ¿Te acuerdas? La ponían en un edificio en construcción allá en Insurgentes Norte.
—Yo nunca pasé tanto miedo desde entonces… Pero ahí volvíamos.
—Era el reto —dijo Belascoarán.
Estaban sentados en una diminuta oficina con las paredes llenas de discos. Valdivia había sacado una botella de ron e improvisó una cuba libre en vaso de papel. Héctor tomaba Ginger Ale saboreándolo.
—Y tú, ¿en qué andas? —preguntó al fin Valdivia.
—Soy detective.
—No, independiente —dijo Belascoarán. La palabra «privado» le molestaba y había encontrado el apellido ideal para el oficio.
—Tenía entendido que terminaste Ingeniería.
—Algo hubo de eso.
—Y entonces…
Y Héctor, en lugar de contarle la historia que había quedado atrás le contó el triángulo sorprendente en que se había metido. Un vértice en empresa Delex y el ingeniero muerto. El otro en los ojos fulgurantes del mito de don Emiliano vivo, el tercero en una muchacha con el brazo en cabestrillo que tenía miedo.
Valdivia se quedó pensando.
—Oí tu programa la otra noche. Me gustó. A veces siento que concilias demasiado con la gente que escucha. Como que necesitas venderles algo.
—¿A qué hora lo escuchaste?
—Como de doce a doce y media, un poco más…
—Es la hora en la que se está calentando. Luego la gente lo hace todo.
Se hizo un nuevo silencio.
—¿Quieres que te eche una mano?
—¿En qué?
—No sé —dijo el locutor—. Si estás en problemas habla. Yo te presento. Y el público puede colaborar. No tienes idea la cantidad de gente que escucha y lo ansiosa que está de colaborar en algo. La necesidad que tienen de ayudar, de ser ayudados.
—Te creo.
—Piénsalo… Te doy los seis teléfonos que tenemos. Usa cualquiera —le tendió una tarjeta.
Héctor la tomó.
—Te dejo, mano.
—Que haya suerte —se abrazaron.
Héctor quedó en el pasillo esperando.
Valdivia volteó a mirarlo. Un hombre extremadamente delgado, que empezaba a quedarse calvo, con un enorme bigote debajo de un par de ojos claros.
—Lo que quieras, viejo… Cualquier cosa. Hasta reanimaría el programa.
Camino a la Nápoles por Insurgentes, dispuesto a cubrir la guardia frente a la casa del ingeniero, Belascoarán prendió el radio.
Esta noche, encontré a un viejo amigo. Parece mentira cómo esta ciudad monstruosa en la que vivimos destruye la amistad. La traga. Me dio mucho gusto verlo. Actualmente trabaja como detective y prometió telefonearme de vez en cuando. A ver si desde Las Horas del Cuervo podíamos echarle una mano. Detective «independiente», claro está. Conque, ya están avisados.
Ahora, para abrir fuego, una canción de Cuco Sánchez que bien podría servir de himno a este programa, para iniciar una noche que promete ser larga y borrascosa. Arrieros somos.
Y recuerde los teléfonos quinientos once veintidós cuarenta y siete, quinientos once treinta y uno diecinueve, quinientos ochenta y siete ochenta y siete veintiuno, quinientos sesenta y seis cuarenta y cinco sesenta y cinco, quinientos cuarenta y cuatro treinta y uno veintisiete y quinientos sesenta y ocho ochenta y nueve cuarenta y tres. El Cuervo está aquí para servir de puente entre todos nosotros. Para movilizar los recursos desperdiciados de la ciudad, para establecer un camino solidario entre los habitantes de la noche, entre los vampiros del DF… No le dé vergüenza. Todos tenemos problemas, y hay pocas soluciones fáciles.
La melancólica y broncuda letra de Cuco Sánchez irrumpió por el estéreo:
Arrieros somos
y en el camino andamos…
Belascoarán detuvo el coche a unos cincuenta metros de la puerta del edificio y en el mismo sentido del tránsito, de manera que pudiera ponerse a la cola del coche cuando éste saliera.
Bajó a caminar. En el garaje no estaba el coche de Camposanto. Maldijo en voz baja. Tiempo perdido.
Las luces de los anuncios, hasta las del semáforo le golpeaban la retina. El cuello de la camisa tenía la consistencia de cartón mojado y los calcetines la de una pasta de macarrones que le rodeara los pies. Parecía que se acercaba la hora de rendirse temporalmente. Pero fiel a la trayectoria de seguirse la contraria, dirigió nuevamente el coche hacia el sur. Puso gasolina y orinó en el baño de la gasolinería.
El boliche tenía las luces apagadas. Curioseó a través de los vidrios de la puerta delantera de vidrio grueso. No se veía nada. Revisó las dos casas de departamentos que lo flanqueaban. Dio la vuelta a la manzana. Las calles estaban solitarias. Sólo en una contraesquina tropezó con una pareja de novios que ni siquiera lo miraron. La espalda del boliche estaba cubierta por una tienda de abarrotes. Dio la vuelta nuevamente a la manzana buscando algún resquicio por dónde colarse. Probó a meterse en el estacionamiento de una casa de departamentos que flanqueaba al boliche.
Una de las cadenas que sujetaba las puertas tenía el candado prendido a un lado cerrado en torno a un eslabón. Pasó al garaje. Tras tropezar con un bote de basura y espantar a un gato, encontró una pequeña puerta verde de menos de un metro que daba hacia la pared de lo que debería ser el boliche. Corrió un pasador que chirrió y se abrió paso a una escalera de cuatro escalones que daba a un sótano de techo muy bajo. Caminó inclinado entre los desperdicios del propio boliche hasta llegar a un almacén de bolas estropeadas. Al tiento reconoció las mordidas en lo que deberían ser esferas perfectas. En la absoluta oscuridad fue tanteando las paredes.
Cuando tropezó por segunda vez con unos palos que estaban en el suelo prendió el encendedor un instante para orientarse. Al fondo, correspondiendo al opuesto del lugar donde había entrado, había otra puerta herrumbrosa. Se acercó a ella. No tenía candado, pero el pasador que corría por el exterior la mantenía cerrada.
Buscó en los bolsillos algún instrumento para empujarlo por el resquicio que dejaba la puerta a sabiendas de que no traía nada. Encendió de nuevo hasta quemarse los dedos al calentarse el metal del encendedor, pero no distinguía nada en medio de las maderas rotas, los restos de duelas, los pinos astillados y la basura en el suelo. Repitió el camino de entrada. Nuevos tropezones le hicieron desear haber buscado trabajo de cura o locutor de televisión. Salió a la calle sobándose el tobillo derecho donde se había incrustado la defensa de uno de los coches en el estacionamiento. Lo que al principio era un ejercicio se estaba convirtiendo en un penoso trabajo artesanal. En el coche encontró en la guantera un desarmador largo y delgado. Volvió de nuevo al interior del garaje. La calle atrás seguía solitaria. Recorrió la puerta, y recordó el camino entre las maderas rotas que lo conducía hacia la puerta de enfrente. Encontró la comisura y empezó a tratar de empujar el pasador con el desarmador. Al tercer intento lo hizo recorrer su eje. La puerta chirrió abriéndose a la oscuridad. Tanteando recorrió una escalera similar a la que había encontrado al otro lado. Como tenía un escalón más que no entraba en sus cálculos tropezó y se lastimó la muñeca derecha al caer. Estaba en eso cuando a lo lejos percibió una leve luz. Se deslizó hasta el suelo entornando la puerta que daba acceso al Bol.
Lentamente, intentando que los sonidos rítmicos del aire escapando de los pulmones desaparecieran, sacó la pistola. El sonido de un par de voces y los pasos que las acompañaban se fueron acortando.
—… No va a pensar nada. No sabe nada, está tanteando por aquí. Pero mientras tanto, ni se aparezcan ustedes. Sáquenla de aquí, pero ya. Le di a Gerónimo la dirección de un hotel en la calzada de Zaragoza. El gerente me conoce de hace años. Allí la guardan y esperan a que aclare el paisaje…
El nombre del hotel, di el nombre del hotel. El nombre del hotel.
—Yo mejor le daba una compostura al güey ese, lo esperaba a la salida la próxima vez que se dé una vuelta y de ahí…
Las voces y los pasos se siguieron alejando. Inclinando la cabeza Héctor trató de ver por la rendija inferior de la puerta. Sólo alcanzó a divisar la parte inferior de dos botas negras. Escuchó el motor de un coche que se alejaba. Las botas claquetearon hasta desaparecer. Trató de ubicarse. ¿Iban hacia la cocina?
Lentamente repitió el camino de regreso. Sentado en el coche trató de reconstruir. Encendió otro cigarrillo.
Cuando entró no había coches con gente en la cuadra. Había tres coches vacíos, los mismos que estaban ahora. Asomó la cabeza por la ventanilla abierta y los contó. Mientras estaba en el sótano de algún lado salió un coche con Elena adentro, el mismo que el hombre que habló con el de las botas usó para irse. Bajó del coche y caminó hasta el garage de la otra casa de departamentos que flanqueaba el Bol. De ahí podía haber salido. Pero si estaba ahí cuando él llegó en el coche, tenían que haberlo visto. De manera que mientras andaba en el sótano sacaron del Bol a la muchacha y la pusieron en el coche.
Todo sonaba muy raro, como si la lógica hubiera dejado de ser una ciencia exacta para volver al reino del albur.
¿Gerónimo se escribía con G O J?
¿Cuántos hoteles había en la calzada Zaragoza?
Empezaba a encabronarse consigo mismo. Todo sonaba demasiado fácil. La conversación había sido sorprendida en el momento oportuno. No le gustaban las soluciones sencillas. En una ciudad de doce millones de habitantes la suerte no existe. Sólo existe la mala suerte.
¿Y si todo era un cuatro, una pinchurrienta trampa para pendejos? ¿Pendejos como él?
Arrancó el coche y lo alejó un par de cuadras del Bol Florida. Estacionó frente a una casa iluminada donde se daba una fiesta. La música se deslizaba por las ventanas con la luz de las lámparas y el olor a comida.
En la cabeza le bullía una idea sorprendente: ¿Y si no hubiera habido secuestro? Las lágrimas de Marisa Ferrer le daban la impresión del agua corriendo por una llave abierta.
Había entonces tres posibilidades: o sacarle a patadas al de las botas negras algunas respuestas o visitar a la actriz para ver qué se ponía en claro o recorrer los doscientos hoteles que debía haber en la calzada Zaragoza.
Una cuarta posibilidad consistía en irse a dormir. La tentación crecía a pasos agigantados. Sin embargo, una vaga conciencia del deber y la imagen de la colegiala con el brazo en cabestrillo acabaron obligando a desechar el sueño. Restregó los ojos con las palmas de las manos abiertas y encendió un cigarrillo más. El tabaco comenzaba a darle asco. Estaba de nuevo intoxicado. Tiró el cigarrillo por la ventana y dejó que el aire le diera en la cara. Arrancó el coche, encendió la radio y dejó que el viento fresco lo despabilara.
Si te sientes idiota, hermano, no es culpa tuya. Atribúyaselo a que son las dos de la madrugada y seguro que no dormiste bien.
Aquí, Las horas del Cuervo. El primer y único programa de radio de solidaridad pura entre los perros noctívagos, vampiros, trabajadores de horas extras, estudiantes desvelados, choferes de turno nocturno, huelguistas que hacen guardia, prostitutas, ladrones sin suerte, detectives independientes, enamorados defraudados, solitarios empedernidos y otros bichos de la fauna nocturna.
Con ustedes, el Cuervo, el ave mágica de la noche eterna, dispuesto a colaborar en las cosas más extrañas. Por cierto, antes de que escuchemos un par de sambas brasileiras dedicadas al amor, un vecino de la colonia San Rafael, con domicilio en Gabino Barreda ciento diecisiete departamento trescientos uno, pide auxilio urgente. Parece que se rompió la empacadora de las llaves del baño y su casa se está inundando. A los que viven por esa colonia y en esa calle, favor de darse una vuelta con cubetas para colaborar a impedir la inundación.
Le suplicamos al señor Valdés de Gabino Barreda que nos informe cuántos llegan a echar una mano.
Y bien, para que el lamento de la samba vele por nuestro desvelo, con ustedes João Gilberto.
La música inundó el coche. Había estado dando vueltas a la manzana desde hacía cinco minutos. Dudó entre tomar la decisión que estaba aplazando o irse a la colonia San Rafael a ayudar a impedir la inundación.
El toro por los cuernos, se dijo tratando de fabricar una frase definitiva que perdió toda su solemnidad al ir acompañada por un nuevo bostezo; si la cosa seguía así terminaría con la mandíbula deformada.
Enfiló hacia la casa de la actriz. El coche pareció recorrer el camino solo, hasta depositarlo en la casa de dos pisos.
Tocó el timbre una y otra vez, hasta que la sirvienta entreabrió la puerta. Aprovechando el resquicio empujó y entró a la casa. La mujer se quedó inmóvil con una bata vieja sobre los hombros que dejaba ver un camisón blanco de algodón. Silenciosa se hizo a un lado. Belascoarán recorrió el pasillo abriendo puertas. ¿De dónde le salía el furor? ¿Por qué la sensación de que la actriz lo había engañado?
De repente pensó que Marisa Ferrer estaría en la cama con un hombre y se detuvo ante la puerta de lo que debería ser la recámara. Tocó dos veces con los nudillos. Nadie contestó. Abrió la puerta. A la luz de una lámpara de buró, Marisa Ferrer, actriz de cine y cabaret que había subido la loma por el camino duro, dormía bajo la sábana gris perla tendida boca abajo, con la espalda desnuda y los brazos caídos en una posición extraña. Belascoarán caminó hasta ella y la tocó. La mujer no reaccionó, permaneció inmóvil ante la mano que se apoyaba en la espalda.
Belascoarán giró la vista. La sirvienta contemplaba silenciosa desde la puerta sosteniendo firmemente la bata con los brazos cruzados.
—¿Ha estado antes así otras veces? —preguntó Héctor.
Ella asintió.
Buscó en la mesita de noche hasta encontrar en el cajón superior la jeringa y el sobre de polvo blanco. Los arrojó de nuevo en el cajón y lo cerró violentamente.
Recorrió el pasillo con la sirvienta siguiéndolo.
El aire de la calle le rebajó la rabia. Subió al coche decidido a romper el impasse. El radio permaneció encendido y se escuchaba un rítmico canto ritual africano.
Se detuvo ante el Bol Florida. Dudó. Después de todo una trampa tenía la virtud de poner a luz a los que la montaban. ¿Pero cuántos hoteles había sobre la calzada Zaragoza? Recordaba haber visto por lo menos una docena, y eso sin irse fijando detenidamente. Por lo menos habría cuarenta, quizá más. ¿En cuál de todos estaba la muchacha? Era una trampa demasiado complicada. Si la hubieran querido montar bien, hubieran dado el nombre del hotel. Se bajó del coche y caminó hasta la puerta del Bol.
Recorrió el camino que había explorado hacía un par de horas. ¿Era tenacidad? Esa terquedad que le impedía irse a dormir, que le empujaba un pie tras otro en medio de aquella noche sin fin.
Cuando rebasó la segunda puerta trató de ubicarse en el espacio abierto del boliche, tras haber dejado atrás el olor de humedad del sótano. A la derecha las mesas, al fondo a la izquierda la cocina, tras ella probablemente las habitaciones, una luz se filtraba tras la segunda puerta rebasada. Sacó la pistola, se pasó la mano por los ojos cargados de sueño. Pateó con rabia.
Uno de los goznes de la puerta se rompió y las astillas volaron, la puerta quedó medio caída, sólo sostenida por la bisagra inferior.
A la luz tenue de una lámpara el gordo de pelo chino de la mañana leía tendido sobre la cama una fotonovela. Las botas reposaban al lado de la cama recientemente boleadas y brillantes. Sobre la mesa de noche un par de vasos vacíos, una botella de Pepsicola a medio llenar, unas pastillas para la tos. En una silla al lado de la cama una navaja de botón y unos pantalones arrugados. Un librero con periódicos viejos amarrados con una cuerdita y dos paquetes de Philip Morris que le hicieron recordar la oficina de los gerentes de la Delex. En la pared dos fotos de Lin May y un póster del Cruz Azul.
El gordito dejó caer la revista y se arrinconó en el extremo más lejano de la cama.
—Buenas noches —dijo Héctor.
El gordito quedó callado.
Héctor repasó de nuevo el decorado del cuarto, la sordidez ajena tenía la propiedad de sacudirle la sensiblería. ¿Ahora qué carajo hacía? Todo había parecido muy claro en los primeros instantes: sacar pistola, patear puerta, entrar cuarto. De acuerdo al guión escrito de esta historia ahora había que: o sacarle la caca al gordito a patadas para que dijera el nombre del hotel de la calzada Zaragoza, o envolverlo en una conversación en la que soltara la papa.
Héctor se sentía incapaz de ambas cosas. Por eso, permaneció callado.
Estuvieron un par de minutos así. Trató de buscar opciones al callejón sin salida en que se encontraba. Si lo amarraba y luego esperaba que se soltase y lo seguía. Si hablaba por teléfono. Si interceptaba el teléfono. Al llegar a esa perspectiva se sonrió. ¿Y cómo mierdas se interceptaba un teléfono en este país?
El gordito respondió a la sonrisa con otra sonrisa.
—¿De qué te ríes, güey? —preguntó Héctor sintiéndose cada vez más incómodo.
—Nomás —respondió el gordito.
Pasaron otros dos minutos de silencio. El gordito se revolvió al fin nervioso en la cama.
En vista de que no se le ocurría nada sólido, Héctor saltó sobre la cama. Las patas se hundieron ante el peso del detective, que dando un elegante salto para atrás volvió al lugar en el que estaba. El gordito aterrorizado había rodado al suelo.
Héctor le dio la espalda y salió del cuarto.
La guía telefónica por calles le entregó la exorbitante cantidad de ciento diecisiete hoteles y moteles sobre la calzada Zaragoza. Sentía ganas de llorar. Ordenó la ropa que había que mandar a lavar, arrojó trastes sucios al lavadero, tiró la ceniza al bote de la basura, lavó los ceniceros, abrió las ventanas y se dejó caer vestido en la cama. «Vaya vida de mierda», se dijo y a pesar del sueño que lo perseguía ferozmente, no pudo dormir. A las cinco de la madrugada saltó de la cama, metió la cara bajo la llave de agua fría y permaneció así un rato. Una profunda sensación de derrota lo dominaba.
La Tolvanera, decía el letrero solitario batido por el viento a un margen de la carretera. Guardó la novela que había venido leyendo en el bolsillo de la gabardina y caminó hacia las calles solitarias del pueblo. Había viajado quince horas combinando el sueño con el descanso que le producían las planicies rotas y erosionadas que encontró después de Huajuapan de León.
El pueblo parecía muerto. Cuatro calles polvorientas y solitarias. Entró a una lonchería, La Rosita, «PEPSI COLA ES MEJOR», para escapar del viento que lo empujaba. La sombra profunda lo obligó a esperar un instante antes de poder distinguir al viejo tras el mostrador.
—¿Me podría decir dónde vive don Eladio Huerta?
—Ya no vive.
—¿Dejó familia?
—Era solo.
—¿Hace mucho que murió?
—Tres años. Si sigue la calzada como a cien metros está el panteón.
Belascoarán obedeció solícito. A la salida del pueblo había una refaccionaria en la que dos hombres trabajaban peleando contra la tierra que levantaba el viento en el motor de un camión de redilas.
—Buen día.
—Buenos días —respondieron a coro. Ésa era una de las cosas que más apreciaba de los pueblos. La gente aún saludaba.
Tras la refaccionaria un cementerio de automóviles. Tras ellos, el llano abierto, roto tan sólo por el panteón. Cincuenta tumbas desperdigadas, con las cruces carcomidas y la hierba seca.
ELADIO HUERTA 1882-1973.
Bajo el nombre la foto amarillenta de un anciano.
Y bien, el camino estaba cerrado. Ya no quedaba escapatoria; había que ponerse de nuevo frente a la ciudad. Volver a pasar la noche ante la casa de un ingeniero, recorrer ciento diecisiete hoteles buscando a una muchacha. Había sido una huida hacia ninguna parte.
Volvió a la carretera y pasó un par de horas combatiendo con el viento brutal que cruzaba el Istmo del Pacífico al Atlántico, barriendo la tierra y los árboles. Un camión de segunda lo recogió y prosiguió renqueante camino hacia Oaxaca.
El camión de Oaxaca llegó a las dos y diez de la madrugada a la ciudad de México y de él un magullado detective descendió dejando atrás las treinta y chico horas de viaje continuo. Subió al coche que había dejado estacionado frente a la terminal y cruzó Insurgentes en medio de la noche. El radio, su fiel compañero le transmitió unos mensajes.
Si está esperando, no espere más… Si ya dejó de confiar en que el que espera llegue, hace bien. Considérese dueño absoluto de las horas que le quedan enfrente. Deje de llorar ante el espejo, prepárese un café bien cargado y sonría. No haga preguntas.
La noche, esa compañera fiel lo acompaña…
Surgió del estéreo un disco de Peter, Paul and Mary que le recordaba sus semanas a la espera de la fiesta del sábado en la tarde.
Se detuvo ante el Bol Florida y buscó algo con la vista. Lo encontró en un edificio en construcción a veinte metros de allí: pedacería de ladrillos y cascajo. Casi cayéndose transportó frente al boliche diez kilos de proyectiles de variados tamaños y bajo la luz mercurial comenzó a lanzarlos en rápida sucesión contra las vidrieras. Los vidrios saltaban destrozados. En medio del fragor del combate descubrió que se estaba divirtiendo. Contempló el destrozo de las vidrieras, lanzó los últimos ladrillos contra las líneas de boliche y subió al coche. Se alejó de allí antes de que las luces de las casas vecinas comenzaran a encenderse.
—Se rio de mí. Y yo como pendeja. Me mandas a cada cosa, hermanito…
Elisa devoraba los espaguetis con estilo, de eso no cabía duda.
—Me dijo: «¿Usted piensa que dos meses después de muerto le quedan huellas en el fundillo de sus malos pasos por la vida?». Y vuelta a reírse el pendejo.
Héctor no pudo menos de sonreír.
—¿Y qué hiciste?
—Le menté la madre y me fui… Además qué pinche lugar más siniestro es el servicio forense ese… Ay nanita. Tienen los muertos como las cervezas en un camión.
—Bueno, se agradece la molestia.
Elisa continuó batallando con los espaguetis. Héctor sin hambre la veía comer. Estaban en un restaurante de la Zona Rosa, con las mesas sobre la banqueta, en una tarde de sol espléndido, reconfortante.
—Hay más, hay más… —dijo Elisa sonriente.
—¿Más de qué? —Héctor escuchaba con la mitad de los sentidos. Los restantes los tenía depositados en los muslos de una muchacha negra sentada dos mesas más allá. En eso y en aquel sol genial que le estaba calentando los huesos.
—En vista de que no aparecías seguí yo sola —dijo y se engulló otra monstruosa ración de espagueti.
—¿Comen mucha comida italiana en Canadá?
—Mucha —dijo Elisa con la boca llena.
—¿Y les gusta? —dijo Héctor por decir algo.
—Bassstahnthe —respondió su hermana.
La muchacha negra cruzó una mirada con Héctor y regresó la vista hacia el menú que tenía extendido ante los ojos.
—¿Qué decías de que seguiste tú sola? —dijo el detective volviendo a la realidad.
Elisa limpió el plato con un pedazo de pan y dejó que el mesero se lo sustituyera por una ración doble de calamares en su tinta con arroz.
—Carajo, qué hambre hacía…
—¿Qué encontraste?
—Un hombre solitario el tal Osorio Barba, sin vida familiar. Arribista, gris mediocre, con fama de profesionista experimentado. En el edificio donde vivía nadie pudo decir más de tres frases sobre él. Hasta que llegué al portero.
Arremetió contra los calamares. Sin duda estaba gozando el ritmo de la conversación. Era una mujer delgada, que había heredado las pecas y el cabello rojizo del lado irlandés de la familia, de hombros anchos y fuertes. Vapuleada por un matrimonio temprano con un periodista canadiense que resultó alcohólico y paranoide. Roto el contacto con México y su generación durante cuatro años, apenas empezaba a poner los pies sobre el suelo. Compartía con Héctor el gusto por las situaciones inesperadas, el placer de las noches de desvelo.
Tocaba pasablemente la guitarra, y escribía algunos poemas que no enseñaba a nadie. Soy un tren en vía muerta, decía de sí misma.
—¿Están buenos?
—Buenísimos… Buenisísimos… ¿Quieres?
Héctor negó con la cabeza, para luego, tardíamente como siempre, arrepentirse. Metió su tenedor en plato ajeno y sacó un calamar enorme.
—El portero me vendió en cien pesos una caja de papeles que había dejado el muerto en su departamento… Pura basura, lo único interesante fue una nota en medio de un fólder de pedidos para la fábrica con tres direcciones, tres nombres.
—¿Y entonces?
—Fui a las tres direcciones, observé de lejos a los tres dueños de los nombres… Son muchachos de veinte a veinticinco años los tres, de clase media, dos estudian, el tercero es contador en un Banco de Comercio. Me corto las pestañas si no son maricones.
—Dame los nombres.
—Dame los cien pesos que me costaron.
Héctor sacó el billete de la bolsa.
—Ay, por favor, no seas mamón, era broma… Te pasas de solemne.
Héctor sonrió.
—¿Te lleva a algún lado esto?
—Creo que no, sólo confirma que parece que hay algún desmadre de homosexuales detrás de los ingenieros muertos.
—Te imaginas lo que podría hacer Alarma! con esto: ¡Gerentes putos en la zona de Santa Clara!
El mesero se acercó a la mesa.
—¿Desea algo más?
—Pastel de fresa.
Se había subido de la tienda de jugos de abajo un licuado de mamey y lo estaba sorbiendo lentamente. Contemplaba por la ventana los edificios de las oficinas de enfrente, grises, con los vidrios sucios ocultando las razones sociales. Algunas luces comenzaron a encenderse.
Tomó el directorio telefónico y buscó el Bol Florida. Lentamente marcó los siete números.
—Bueno, ¿Bol Florida?
Dejó pasar un instante.
—Óyeme gordito, me anda cruzando por la cabeza la idea de quemar un hotel en la calzada Zaragoza y ponerle tres cartuchos de dinamita a tu pinche changarro.
En el auricular se escuchaba lejano el sonido de las bolas golpeando contra los pinos.
—Por cierto, diles a tus cuates que hoy en la noche escuchen XEFS.
Colgó.
—¿Qué trae, vecino?
—¿Qué pasó, don Gilberto?
—De cuándo acá nos llevamos de don, y toda la cosa… Le traigo informes de la chamba que me dejó el otro día, pero como no lo vi.
—Escupa usted.
—El viejito que vivía en el Olivar de los Padres era un ruquito muy callado, que se las pasaba solitario todo el tiempo. Hacía reatas y las vendía. A veces iban a verlo los chavos del equipo de fútbol de la colonia y platicaba con ellos. Recibía una pensión de veteranos de la Revolución, de los que pelearon con Zapata. Tenía fama de broncudo, porque cuando llegaron los granaderos hace diez años a sacar a los paracaidistas, sacó una carabina de la casa y se les puso al pedo. En 1970 se fue de allí. No dejó dirección. Hace muchos años se había ido también pero regresó. Ahora la casa está vacía, la usan de depósito de material de construcción los paracaidistas.
Esperó la reacción al informe. Héctor escuchó en silencio, dibujando flores en el periódico viejo que les servía como agenda.
—Sin más entonces, ahí lo dejo con sus penas, que me cayó entre manos un arreglo muy sabroso.
—¿Qué le va a arreglar a quién?
—Eso es secreto profesional, mi buen. ¿Le enciendo la luz?
Héctor negó con la cabeza.
Se acercó al montón de cartas que había sobre la mesa y las reunió con las que llevaba desde hacía días en el bolsillo.
Tras el escritorio un vapuleado sillón giratorio lo esperaba. Se dejó caer en él y subió los pies sobre la mesa. En la creciente penumbra aún se podían ver nítidamente las tres fotos colgadas en la pared.
Don Emiliano, el cadáver caído sobre el escritorio y la muchacha del brazo en cabestrillo ¿Quién perseguía a quién? La noche iba cayendo en la ciudad, a plomo.
Se puso en pie y volvió sobre la lista de hoteles que había en la calzada Zaragoza. Ahora era un problema de paciencia.
Marcó el primer número.
—Comunícame con el gerente de inmediato… Dígales a sus amigos que tiene de plazo hasta las doce de la noche para soltar a la muchacha, si no, volaré el hotel…
Colgó.
Iba a tomar un buen montón de horas recorrer la lista entera. Y todo bajo el supuesto de que el hotel estaba en la calzada, y no cerca de la calzada.
Hora y media más tarde estaba rondando las setenta y cinco llamadas, todas con el mismo resultado. A la amenaza, preguntas: ¿Quién habla? ¿Quién es? Mentadas de madre o respuestas en broma. Podía haber sido el primero al que habló, podría ser el último. Prosiguió fiel al programa. La boca se le había secado.
—Comuníqueme de inmediato con el gerente… con el encargado… entonces… ¿Bueno?… Dígales a sus amigos que tienen hasta las doce de la noche de hoy para soltar a la muchacha, si no, volaré el hotel en mil pedazos. No me ando con mamadas.
Colgó.
—Y ahora, ¿por qué va a volar un hotel, vecino? ¿Y por qué está con las luces apagadas? —preguntó el ingeniero en cloacas que iniciaba su turno de trabajo.
—Comuníqueme con el gerente… ¿bueno…? Dígales a sus cuates que tienen hasta las doce de la noche de hoy para soltar a la muchacha, si no, vuelo ese pinche hotel en mil pedazos… Lo hago cagada —remató enfáticamente.
Tachó el Hotel del Peregrino de la lista. Hotel del Monte seguía.
—Ataques de locura que me dan.
—Ya está ronco, ¿lleva mucho en esto?
—Un par de horas.
—Déjeme, yo le sigo… ¿Qué tengo que decir?
Héctor le explicó las palabras claves, y le cedió el teléfono señalándole el lugar de la lista donde se encontraba. Dejó al Gallo en el teléfono y se fue al escondite secreto en busca de un refresco. El último. Carajo, por andarse burlando del plomero se le había olvidado comprar. Lo iban a poner como camote sus vecinos.
—Comunícame con el gerente, pero ya, es asunto grave —dijo el ingeniero en el teléfono—… Óyeme cabrón, diles a tus cuates que tienen hasta las doce de la noche para soltar a la muchacha, si no, vuelo tu puto hotel en cachitos… La dinamita está esperando.
Colgó.
—¿Eh, qué tal me salió?
—Pocamadre. Déjele, yo le sigo.
—No, yo le sigo un rato, ya me gustó.
Héctor se dejó caer en el sillón.
—Nomás que ya no veo una pura chingada con las luces de los anuncios. ¿Qué, hay que hacerlo a oscuras o de jodida podemos prender las veladoras?
—Disculpe, vecino, es que me dolía la cabeza.
Encendió la luz y volvió a dejarse caer en el sillón.
—Comuníqueme con el gerente… Óigame reverendo hijo de la chingada, tienen usted y sus amigos hasta las doce de la noche para soltar a la muchacha… Dígaselos ya. Si no, vuelo ese hotel en pedazos.
Se veía francamente radiante.
Héctor echó mano de la correspondencia. Empezó por un telegrama.
DIRECCIÓN PROPORCIONADA CORRESPONDE CASA DEMOLIDA HACE DIECISÉIS AÑOS. DUEÑO MUERTO ACCIDENTE DE TRÁNSITO. AGENCIA GARZA HERNÁNDEZ. MONTERREY.
Bueno, con esto se acababa la historia de los pasaportes expedidos en San José de Costa Rica.
—… Su pinche hotel en mil pedazos.
Una nota de registrado que amparaba un paquete de libros enviados desde Guadalajara. La guardó.
Una carta de la Academia Mexicana de Investigación Criminal, donde lo invitaba a dar un curso sobre el tema que más le interesase. La tiró a la basura.
Una carta de la Asociación de Karate y Artes Marciales Kai Feng, con ilustrativos folletos sobre cursos y costos.
Una carta de la señora Sáenz de Mier diciéndole a Gilberto que no tenía decoro profesional, que la regadera escupía agua color café y el baño al jalar la cadena producía un remolino con burbujas y pompas de jabón.
La guardó como una reliquia. Lo único que faltaba es que cuando alguien meara se oyera La Marsellesa.
—… Le voy a dejar el hotel en escombros con un par de cartuchos de dinamita. Ja, ja, ja, —remató el ingeniero Villarreal que estaba logrando notables mejoras en el texto original.
Dos cartas con folletos, una de una juguetería y otra de una exposición.
Una oferta de la colección completa de El Séptimo Círculo, dos mil pesos, doscientos quince ejemplares.
Bien barata, pensó.
—¿Bueno? Quiero hablar con el gerente…
Al final del paquete, como esperando que los asuntos menores se fueran a la basura, un par de cartas con matasellos y timbres extraños. Dudó entre abrirlas o mandarlas de nuevo al bolsillo a reposar mientras la tormenta en la que estaban inmiscuidos ciento diecisiete hoteles se definiera claramente.
Sus dudas hoy tenían más que ver con la adolescente del brazo en cabestrillo que con la muchacha de la cola de caballo distante y tan cercana. Pero lo decidió el pensar que bien cabía su desastrosa vida amorosa en el laberinto de las tres historias. Caray, bonito título para una novela policiaca: El laberinto de las tres historias, por Héctor Belascoarán Shayne.
Encendió un cigarrillo.
—Estamos dispuestos a destruir su hotel hasta la última piedra. Tengo en mis manos los cartuchos de dinamita…
Bonita historia policiaca si no estuviera uno tan dentro de ella, tan comprometido no con los resultados, ni con los contratadores, sino con el papel que se había aceptado en el reparto.
La primera decía:
Supongo que tus cartas persiguen al ferrocarril y a los autobuses en que viajo. No quiero que te quede la impresión de que huyo de ellas. Todo se resume en que la velocidad de la carrera ha aumentado, y entonces viajo más rápido que la luz que regresa de México. ¿No te gustaría cambiar de hotel todos los días? Afortunadamente el dinero se está acabando y no tengo ni la más mínima intención de pedirle a mi padre ni un centavo. De manera que llegará un momento en que tenga que decidir entre gastar los dólares de reserva que funcionan como la frazada de lino y por tanto cerrar el camino del regreso e iniciar carrera como lumpen mexicana en Europa; o dar por terminada la huida y volver a México.
Entre los dólares de reserva guardo diez extras para mandar un telegrama avisando.
¿Cómo estás, amor?
¿Igual de solitario, con cara de perro triste? Últimamente te veo. El psiquiatrómono que me trataba en México diría que es un síntoma de paranoia. Pero ayer estabas en el Transbordador del Bósforo, y hace una semana en un bar de una aldea de pastores en Albania, y el otro día en una página de la sección deportiva del France Soir. Lo puedo jurar. Tus dobles, tus álter ego están haciendo trastadas por Europa.
Probablemente andan a la caza de estranguladores locales, o simplemente se dedican a vigilar mis permanentes e inevitables malos pasos.
¿Solución se escribe con S O C?
Te ama, te huye, te espera cada noche en la cama vacía y en el sueño.
YO
—… Porque si no lo hacen ese hotel va a volar por los aires dinamitado. Así de gruesa está la cosa. Conque dése prisa —dijo el Gallo en el teléfono.
La carta estaba acompañada por una foto de la muchacha de la cola de caballo en un barco, acodada sobre la barandilla, viendo el mar a lo lejos, con una media sonrisa iluminando la cara. El pelo moviéndose por la brisa, una falda escocesa, calcetines y una blusa transparente.
La segunda carta estaba fechada tres días después.
He ido dejando huellas por todos lados, sería una sospechosa brutísima. En todos los hoteles dejo referencias para que me manden tus cartas a París. Pero ahora quiero saber, necesito saber.
Quiero en papel un motivo sólido para volver. El 27 estaré en el Hotel Heliópolis de Atenas. Dímelo.
Te amo… porque cuanto más lejos, más lejos. Ésa es la clave, la distancia no me da una falsa cercanía, la distancia me da una enorme lejanía, así como debe ser.
Dame pistas de tus locuras, quiero compartirlas. A pesar de mis frivolidades he estado descubriendo que también por aquí se está gestando la gran hoguera en la que seremos todos danzarines o mártires. La vida sigue.
Quiero una foto tuya de carácter, no he podido convencer a los taxistas, a los dueños de los restaurantes, a los amigos que me voy haciendo y deshaciendo, de que estoy enamorada de un ser tangible, les pareces una abstracción folclórica (perdóname viejo, ésa es la imagen que desatan en el viejo mundo las palabras: «detective mexicano»).
YO
—Se acabaron, vecino… ¿Ahora qué sigue? —dijo el Gallo colgando el teléfono y tachando el último hotel de la lista.
—La vida sigue —dijo el detective asumiendo su lugar en el mundo que se prolongaba de las cartas y bebiéndose de un solo trago, porque tenía sed y ganas de celebrar, medio refresco—. Le agradezco la molestia, vecino.
—Ya sabe, encarguitos de éstos, cuando quiera. Ya me estaba divirtiendo —dijo el Gallo.
—¿Va a pasar la noche por acá?
—Toda.
—Le pido entonces un favor. En caso de que llamen dejando algún recado me lo transmite a la XEFS, al Cuervo Valdivia a estos teléfonos, anote…
Le pasó la tarjeta.
Tomó el teléfono y marcó.
—La señora Ferrer.
—Un momentito. ¿De parte de quién?
—Belascoarán Shayne.
Un breve silencio.
—¿Sabe algo de Elena?
—Dentro de poco sabremos… espero. En caso de que llegue puede telefonearme a este número —dio el número de la oficina—, y dejar el recado al ingeniero Villarreal. Calculo que podrá estar hacia la una por la casa.
—¿Está usted seguro?
—No, no estoy seguro… Es un albur que me estoy jugando.
—Supe que había estado el otro día de visita…
—Pasé por allí… —dijo Héctor y colgó.
Marcó el número de la estación de radio y le pidió al Cuervo que actuara de enlace. El Cuervo se mostró divertido. Aceptó además transmitir un críptico mensaje que Héctor dictó por teléfono.
—Vecino, ¿es serio lo de la dinamitada?
—¿Por qué pregunta?
—Porque podría conseguirle unos cartuchos de dinamita… En una de las obras en que trabajo dejaron olvidado material que usaban en las voladuras… No mucho, dos o tres.
—¿Sabe cómo usarlos?
—Ajá.
—Le agradecería que me los regalara y me explicara el manejo.
—Sólo una condición.
—De acuerdo sin oírla.
—Me tiene que decir para qué y yo estar de acuerdo.
—Me parece justísimo. Diviértase —se colgó en los hombros la gabardina y salió.
La calle estaba fresca tras la breve lluvia que había caído. Héctor pasó al lado de los espectadores de la última función del Metropolitan, subió al coche y se dirigió a Insurgentes, rumbo a la casa del ingeniero Camposanto. En materia de terquedad estaba volviéndose una estrella.
Prendió el radio.
… en esa colección de poesía vietnamita de la que les hablaba, encontré unas líneas de un hombre. De repente sentí que me las había escrito a mí. Aquí las tengo. El poeta se llama Luu Trong Lu y dice:
«¿Hablas por el radio?, ¿trabajas? Siempre volveremos a encontrarnos en lo más recio de la pelea».
¿No están de acuerdo conmigo en que cuentan una bella idea?
Y ahora, dejemos de lado las historias personales y démosle alimento espiritual a los enamorados de amor grave, a los solitarios de la noche cuyo corazón supura… Una dosis de bolero melodramático para que se burlen un poco de sí mismos. José Feliciano y Nosotros.
Parecía que Valdivia se había ido al baño y estaba estreñido porque el hombre del tornamesa conectó el primer bolero con un segundo y luego un tercero. Faltaban veinte minutos para las doce cuando Héctor rebasó la glorieta del metro Insurgentes. El olor de los tacos al carbón estuvo a punto de separarlo de su destino, pero soportó la tentación.
Y ahora, un mensaje personal, con destino a unos jóvenes que están encerrados en un hotel de la calzada Zaragoza:
Se encuentran ustedes en peligro, más les vale soltar lo que tienen allí y no les pertenece. No se vale guardar cosas contra su voluntad. En caso contrario se avecinan graves problemas…
Pasando a otro tema me es muy grato informarles que mañana soplará viento del este, lo cual es válido para Xochimilco, el Lago de Chapultepec y el Nuevo Lago. No habrá marejadas.
Y entró de lleno una melodía ritual africana.
La calle de Camposanto estaba ocupada por un grupo de borrachos que jugaban al futbol. Noche de sábado, descubrió Héctor. El automóvil del ingeniero se cruzó con el suyo cuando se disponía a estacionarse. La situación lo tomó por sorpresa.
Cuando logró darle la vuelta en u al coche, Camposanto le llevaba una cuadra de ventaja. Mantuvo la ligera diferencia durante una tanda de danzones, dos blues y una ración de canciones de montañas suizas, tocadas a petición de los trabajadores de una fábrica de relojes que laboraban tercer turno y que se estaban muriendo de sueño. En el ínterin el Cuervo informó de la necesidad de colaborar en la destrucción de una plaga de ratas en una vecindad de la Guerrero, transmitió quejas contra la casa del estudiante de Chiapas en cuyas fiestas el ruido desbordaba el vecindario, pidió alguien que supiera inyectar para una ancianita diabética, leyó fragmentos del libro de Philip Agee sobre la CIA, advirtió de las adulteraciones que se hacían en la fábrica de caramelos La Imperial y al fin pasó el mensaje esperado:
Y ahora una sección de avisos personales: Germán: dice Lauro que la reunión de mañana del Colegio de Ciencias se pospuso.
Amigo detective: avisó la mujer en cuestión que Elena había llegado a su casa sana y salva; que te esperaban.
Maruja: que si ya no vas a volver a la casa que al menos te tomes la molestia de llevarte tu mugrero, Julio Bañuelos.
Cambio timbres de países africanos por sellos triangulares de cualquier nación. Alvarado, apartado postal dos mil trescientos cincuenta y cuatro, Delegación de Correos número veinte…
Cuando Camposanto salió del Viaducto para entrar en la calzada Zaragoza, Héctor masticaba el filtro del último cigarrillo. ¿A dónde iba el cabrón éste? Cuando al fin el coche se detuvo en un hotel de mala muerte llamado Géminis 4, Héctor esperó a que el hombre desapareciera en el interior del edificio y recorrió paseando los estacionamientos cercanos buscando la camioneta Rambler. Encontró una taquería abierta donde se vendían cigarrillos y mantuvo una guardia estéril en el interior del coche hasta las seis de la mañana.
Empezaba a sentirse muy encabronado con aquel ingeniero que no dormía.
Lo siguió camino a la fábrica en medio del tráfico cerrado de la mañana.
La ciudad escupía a sus huestes a las avenidas. La ciudad no perdonaba las horas de sueño maldormidas, el frío que estaba haciendo, la falta de calor en el cuerpo; la ciudad no perdonaba los malos humores, los desayunos a la carrera, la acidez, la halitosis, el hastío.
La ciudad lanzaba a sus hombres a la guerra cada mañana. A unos con el poder en la mano, a otros simplemente con la bendición rastrera de la vida cotidiana.
La ciudad era una reverenda porquería.
Cuando comprobó que Camposanto se dirigía a la fábrica, se detuvo en una oficina de correos y escribió apoyándose en un mostrador la carta que desde el día anterior traía en la cabeza.
Te espero. Empeñado en una triple cacería donde se entrecruzan un subgerente maricón vuelto cadáver, una adolescente que tiene un brazo roto y un cadáver enterrado por las estatuas ecuestres que amenaza salirse de la tumba.
YO
La puso en el correo llena de timbres contra la tuberculosis y de estampillas de entrega inmediata. Incluyó en el último momento en el sobre una foto que le había tomado el tapicero con una Instamatic de la portera en la que se veían en primer plano sus pies descansando en el sillón, y tras ellos la estampa del caos de oficina, coronada por el perchero de donde pendía la funda sobaquera del revólver con la .38 adentro y la gabardina fláccida colgando de otro brazo. «Toda una obra de arte», escribió en la parte trasera.
Llevó el coche al interior del estacionamiento de la empresa Delex y lo dejó frente al carro que había estado siguiendo toda la noche. En la confusa cabeza de un dormido detective así se establecía más claramente el reto.
Hizo antesala diez minutos ante la oficina del gerente contemplando las nalgas de una secretaria (la que el otro día había mostrado piernas abundantemente en un intento por obtener fólders de un archivero alto) con fría y desapasionada, casi científica actitud. Llegó a calcular el área de nalgas en centímetros cuadrados; aceptó un café con donas y escuchó dos chistes sobre el ex presidente del país que ni siquiera en el descanso era perdonado.
El aire estaba enrarecido en la oficina de Rodríguez Cuesta, y mientras éste, después de señalarle el sillón de enfrente, firmaba unos papeles, Belascoarán percibió una extraña sensación. La de que también eran viles mortales, la de que la muerte violenta también perforaba las bardas de piedra a prueba de intrusos de la burguesía. La de que después de todo, su impunidad tenía límites, y no solamente históricos.
—Tiene usted la palabra —dijo el hombre fuerte de la Delex levantando la vista.
—Tengo interés en saber qué es lo que quiere usted que yo descubra. Desde el otro día sentí tentación de preguntárselo.
—No pensará que lo suplante en su trabajo, señor Belascoarán —respondió un sonriente Rodríguez Cuesta.
—Digámoslo de otra manera: ¿qué es lo que le provoca miedo a su empresa además de los conflictos que están teniendo con el sindicato?
—No entiendo su pregunta. O quizá no quiera darle una respuesta… Estoy seguro de que no le interesan las generalidades sobre nuestra apreciación de la situación económica del país.
—En lo más mínimo —respondió Héctor levantándose.
—Le suplico que mantenga en un estricto plano profesional sus relaciones con nuestros adversarios del sindicato.
—Me gustaría recibir el anticipo del que el otro día hablamos —respondió Héctor haciendo caso omiso de la indicación del gerente.
—Pase usted a ver al señor Guzmán Bravo.
Con un cheque por quince mil pesos en el bolsillo que el curso de la mañana había de convertir en efectivo, Héctor dejó la Delex, sintiendo que tras de sí dejaba un montón de preguntas sin respuesta. El vaho de la ciudad lo recibió cariñosamente, ignorando los ojos enrojecidos por el sueño que generaban sorprendentes tics nerviosos, de una variedad e intensidad antes desconocida.