—¿Crees en el amor a primera vista?
—preguntó la muchacha.
—Creo en la confusión —dijo Paul
Newman desde la terraza.
—Hola —dijo Belascoarán desde el quicio de la puerta.
La muchacha acostada en la cama de colcha azul, en el cuarto aún infantil, le sonrió.
—¿Cómo hizo para asustarlos?
Héctor alzó los hombros.
—Se espantaron bastante, y me preguntaban quién es, quién es el hijo de la chingada que disparó el otro día contra la camioneta y que me pateó… Y como yo les decía que mi ángel guardián, más se encabronaban.
—¿Te hicieron daño?
—Dos o tres golpes cuando me llevaron. Y luego, puro terror sicológico… «Te vamos a violar, te vamos a encerrar con un perro rabioso, te vamos a quemar las plantas de los pies…». Puras pendejadas de ésas.
La muchacha resultaba sobremanera frágil, con el brazo enyesado sobresaliendo de la colcha, el pelo cayendo sobre la cara, la sonrisa de Margarita Gautier. La luz suave de la mañana filtrada por las cortinas azules que daba en los pies de la cama. El decorado entero trabajaba en favor de la imagen de una adolescente desvalida.
—Siéntate —dijo la muchacha.
Héctor se dejó caer en la alfombra, se estiró, quedó tendido en el suelo, buscó un cigarrillo y lo encendió; la muchacha sentándose en la cama le pasó un cenicero.
—¿Te pasa algo?
—Sólo sueño.
—¿De veras ibas a dinamitar el hotel?
Héctor asintió.
—Tienen miedo, no son profesionales —dijo la muchacha.
—¿Cómo son los profesionales?
—No sé, eficaces. Más duros. Éstos no se creían lo que decían…
Fumó en silencio, contemplando las columnas de humo que subían hacia el techo a contraluz. Podría pasarse horas así. Horas enteras mirando el humo y descansando, dejando que la suave mañana le entrara por las venas. ¿Un cafecito caliente? Un refresco.
—¿Me vas a contar lo que está pasando? —preguntó de repente.
—No, todavía no.
—¿Te animas a irte de vacaciones a un lugar donde no puedan encontrarte?
La muchacha asintió.
—Vámonos entonces.
La muchacha saltó de la cama.
—¿Voy así, o me visto?
—Tú decides.
—Cierra los ojos.
Héctor cerró los ojos. Estaba gozando el espesor de la alfombra y el sueño comenzó a invadirlo lentamente. Escuchó el trajinar de cajones, el sonido de la piel al rozar con la ropa.
—Lista, ¿no irá mamá a protestar?
—Que diga misa —respondió el detective levantándose torpemente del suelo.
El compás de espera abierto por los que buscaban la-cosa-que-valía-cin-cuenta-mil-pesos, más la seguridad que le había dado dejar a Elena embarcada con su hermana, le permitieron a Héctor sumirse en la búsqueda de Emiliano Zapata.
Dedicó un primer día a la localización de zonas donde pudiera haber cuevas utilizando un mapa de estructuras geológicas del estado de Morelos. Descartó primero las zonas de influencia netamente zapatista. Si estaba en esas regiones las comunidades lo hubieran sabido y no habrían tenido que recurrir a sus servicios. Si existía esa cueva, tenía que estar totalmente aislada del área zapatista. El problema se simplificó. Ahora bien, a pesar de que ciertas formaciones permitían la existencia de zonas rocosas, en casi cualquier lado de la geografía podía hallarse una cueva a excepción de los grandes llanos. Por ahí no iba a sacar nada, decidió tras haberle regalado cuatro horas de su tiempo a la geografía morelense. Exploró algunas ideas que se le habían ocurrido más tarde, como la perspectiva de que el Emiliano Zapata que había seguido la aventura de su vida en las filas sandinistas hubiera luego proseguido la lucha y participado en el levantamiento salvadoreño del año 32, incluso que se hubiera sumado a las Brigadas Internacionales en España. Consultó listas extraoficiales, revisó libros y fotos. En el grupo de mexicanos que había combatido en España no había ningún hombre de cincuenta y siete años con características físicas que pudieran hacer pensar en su presencia.
Se sentía como miembro de una secta esotérica dedicada a la preservación de los fantasmas. Quizá ése era el problema de fondo: que le gustaba aproximarse al pasado, persiguiendo un mito más como historiador o periodista que como detective. Decidió dejar de lado prejuicios y buscar a un tal Zapata, de nombre don Emiliano, como si nunca se hubieran vertido toneladas de papel sobre su nombre, como si nunca hubieran sido bautizadas avenidas ni levantado monumentos. Zapata, ese tal Zapata, era un personaje de noventa y siete años, desaparecido en 1919 al que había que encontrar sesenta años más tarde.
¿Cómo viajaba la gente que venía de Centroamérica en los años treinta?
En barco. Por Veracruz o Acapulco. En el caso de Zapata que quería conservar el incógnito hubiera preferido probablemente Veracruz, más lejos de sus zonas de origen. Probó a gestionar las listas de movimiento portuario en Veracruz en los años 34 y 35. En la Secretaría de Marina se rieron de él.
Quedaba la alternativa, si iba a ceñirse a las historias del hombre que lo había contratado, de buscar los nexos posibles con el jaramillismo.
Releyó la excelente autobiografía del caudillo agrarista asesinado. Nada se dejaba ver. No había indicaciones de una relación como ésa, que sin duda debería haber dejado marcado al heredero de Zapata. Si había existido, debería quedar en la parte que no consignaba la biografía. O en una de las etapas más secas, como la época en que Jaramillo trabajaba como administrador del mercado de la colonia Santa Julia, o en la época del segundo alzamiento que se prolongaba hasta el asesinato. Un par de ideas le cruzaron por la cabeza. Anotó en un pequeño papel que guardó en el bolsillo, y como quien cambia de saco, cruzó la frontera que lo llevaba a otra historia.
Quería hacerle a Marisa Ferrer una pregunta: ¿de dónde sacaba la heroína?, pero los titulares del periódico de la tarde con que tropezó lo hicieron cambiar nuevamente de historia, cruzar nuevamente otra frontera: AGITADORES SINDICALES ACUSADOS DEL ASESINATO DE SUBGERENTE. La guerra había estallado en la Delex.
El comandante Paniagua a cargo del sexto grupo de agentes de la policía judicial del Estado de México, realizó la detención en las horas de salida del primer turno de los presuntos asesinos: Gustavo Fuentes, Leonardo Ibáñez y Jesús Contreras. A pesar de los intentos que amigos de estos últimos hicieron para impedir la detención, el grupo de policías pudo sacarlos y conducirlos hasta la delegación donde fueron puestos a disposición del agente del ministerio público…
Y seguía comentando las características del asesinato.
Regresó a la oficina y buscó las listas de nombres de posibles sospechosos que alguna vez la compañía le había proporcionado. Era tan burdo todo que dos de los inculpados según los propios datos de la compañía no estaban incluidos en las listas, o sea que, o no estaban en la empresa ese día o no eran del turno en el que se había cometido el crimen.
Tomó el teléfono y pidió hablar con el gerente.
—Es evidente, señor Belascoarán que se trata de una tontería… Pero el comandante Paniagua insistió… Usted puede comprender… Tengo interés en que siga con su investigación. Lamento decirle que Paniagua le creará dificultades si se cruza en su camino… Ah, una última cosa. A partir de este momento, los reportes me los entrega en propia mano, sin copias en su oficina ni en ningún lado. Quiero disponer personalmente de la información y de mutuo acuerdo nos haremos cargo de las medidas que sea necesario tomar —dijo Rodríguez Cuesta.
¿Qué había querido decir con eso de que Paniagua le crearía problemas?
Por más que se moviera no podría detener los engranajes. Un dolor de cabeza espeso y violento le hizo cerrar los ojos. Decidió irse a dormir. Las cosas se aclararían sobre el camino, y ésta iba a ser una larga noche si todo caminaba de acuerdo a los planes confusamente esbozados en su cabeza.
Salía de la oficina cuando sonó el teléfono.
—Se me escapó, me di la vuelta para pagar en la caja y zas…
—Déjalo, hermana. No es culpa tuya.
Optó por el metro dejando el coche en la entrada de la oficina.
El dolor de cabeza le hacía caminar lentamente, y lo persiguió con tenacidad hasta que puso la llave en la cerradura de la puerta. Caminó hasta el baño y abrió las dos llaves. Hundió la cabeza en el agua que corría. Dejó la chamarra en el suelo, se fue quitando la camisa y sacudiendo el pelo rumbo a la cama, y se sintió encabronado cuando la descubrió ocupada.
—Me sospeché después de verte esta mañana que terminarías durmiendo antes de la noche —dijo la muchacha con el brazo enyesado, oculta bajo la suave penumbra y las sábanas.
El cuarto seguía tan desarreglado como en todos los últimos días: ropa por el suelo, libros tirados, periódicos viejos desplegados por todos lados, platos sucios, vasos semivacíos en los lugares más insospechados. Héctor contempló la zona de desastre y se quedó pensando en que por más que recogía, todo estaba igual, y podía jurar que algo había recogido la última vez que pasó por allí. Al menos, los ceniceros estaban limpios y el cuarto no apestaba a tabaco.
—Suelo dormir en la oficina cuando ya no doy para más —explicó y se llenó de rabia por estar dando explicaciones que nadie le había pedido.
—Espero que no le moleste el atrevimiento.
—Molestar… —y dejó la respuesta inconclusa.
—¿Crees en el amor a primera vista? —preguntó la muchacha.
Sus ropas se unían a las demás tiradas por el resto del cuarto. Luego estaba desnuda.
—Creo en la confusión —respondió citando a Paul Newman, según una vieja película que había visto en televisión hacía un par de meses.
—¿Quién es ella? —preguntó la muchacha señalando la foto tomada un año atrás donde la muchacha de la cola de caballo lo seguía por San Juan de Letrán.
—Una mujer.
—Se ve… ¿Una mujer nada más?
—Una mujer de la que estoy enamorado, o algo así —declaró sintiéndose derrotado.
Posibilidad uno: me acuesto con ella y al carajo. Que crezca el dolor de cabeza en justo castigo.
Posibilidad dos: no me acuesto con ella sino que me dedico a interrogarla hasta enterarme de qué demonios huye y qué esconde que vale cincuenta mil pesos.
Posibilidad tres: extiendo una manta y me duermo en el suelo.
Optó, evidentemente por la tres. La muchacha lo miró desconsolada. Lentamente salió de la cama. Tenía unas bellas piernas y unos pechos pequeños y puntiagudos. El brazo enyesado le daba un aspecto de muchacho que el vello púbico al aire desvanecía inmediatamente. El pelo le caía a un lado de la cara.
—¿No te gusto?
—Todo es muy complicado… Si me haces un hueco en la cama y me dejas dormir, cuando me despierte trato de explicarlo.
La muchacha obediente se hizo a un lado.
Y porque cuesta mucho trabajo abandonar una cama llena de mujer. Y porque no habían pasado en balde aquellos meses de soledad y abstinencia, y un poco porque el sueño lo fue empujando hacia unos brazos abiertos que esperaban… Un mucho porque la muchacha le resultaba simpática y vital. Un poco por todo eso y por cosas que nunca sabría explicarse, el caso es que se descubrió a sí mismo seis horas más tarde haciéndole el amor mientras trataba de no tropezar con el brazo enyesado.
—Pensé que los ángeles guardianes eran asexuados.
—Yo pensé que las adolescentes de colegio de monjas guardaban la virginidad en una cajita…
—Pero en el Monte de Piedad, ése es el secreto. Te desconcertaría saber que en la clase de sor María, la única virgen debe de ser ella, y eso porque es lesbiana.
El dolor de cabeza había desaparecido y quedaba sólo una suave resaca.
El cuarto se había quedado totalmente oscuro. Héctor trató de descifrar la hora calculando sus movimientos pasados, pero se dio cuenta de que en la memoria noches y días se empastaban, las horas de sueño aparecían a lo largo de la última semana como accidentes, interrupciones momentáneas de una carrera sin fin.
Se vistió de cara a la muchacha, para dejar claro que no se avergonzaba de nada. Fue encontrando la ropa alrededor de la cama, donde había ido quedando al ser arrojada del campo de batalla.
—¿Podrás salir de aquí y llegar hasta la casa de mi hermana?
—¿No puedo quedarme aquí?
—Si dejaste tu casa era para ganar seguridad, aquí no ganas nada.
—De acuerdo, préstame para el camión y en diez minutos me voy.
Lentamente descendió de la cama, se fue vistiendo con torpeza, moviendo con dificultad el brazo enyesado. Al fin, le pidió a Héctor que le abrochara la chamarra de mezclilla con la manga abierta que remataba el atuendo.
Héctor le acarició una mejilla, la muchacha besó la mano.
—Estoy dispuesta a contarte una historia…
—Mañana en la mañana desayunamos juntos en la casa de Elisa. Allí.
—Te espero.
Las dos palabras quedaron flotando en el aire. Héctor esperó a que la muchacha llegara a la calle y la siguió con la vista desde la ventana.
Cuando la vio enfilar hacia Insurgentes salió caminando. Tenía una cita con alguien que no lo estaba esperando.
Dígame Camposanto, ¿de qué tiene miedo Rodríguez Cuesta?
Tenía la sensación de haberse metido en una casa de muñecas por equivocación, en un sueño equivocado, y ya no poder abandonarlo. Todas las cosas tenían un lugar inmersas en una meticulosidad maniática. Todas las cosas tenían un aire infantil. Era la casa que hubiera puesto una niña ordenada si hubiera tenido la posibilidad y el dinero para hacerlo. Un gato siamés rondaba por la sala.
Camposanto, en bata gris y con una copa de coñac en la mano, comenzó a sentirse incómodo. Hasta ese momento la conversación había transcurrido entre fórmulas de cortesía más o menos generales. Como el tren de Chapultepec dando la vuelta alrededor del zoológico.
—¿Por qué me eligió a mí? Podía haber hablado con Haro, o con el contador.
—Porque usted es homosexual, al igual que Álvarez Cerruli, al igual que el ingeniero Osorio Barba, muerto dos meses antes en otra empresa en la zona de Santa Clara… No hay ánimo de ofender en mis palabras, ingeniero… ¿O me equivoco?
—Es cierto —dijo. Se había mordido el labio al escuchar en seco la palabra homosexual.
—Y es por eso que pienso que hay alguna conexión entre este hecho y los asesinatos… Pero no es eso lo que quiero preguntarle todavía. Antes quiero saber de qué tiene miedo el gerente.
—¿Eso cree usted, que tiene miedo?
—Quiero una respuesta, no un intercambio de preguntas.
—Probablemente tenga miedo del escándalo.
—No, no es eso. No me necesita a mí. La policía le resolvía el caso sin intermediarios. Me quiere para algo que la policía no iba a hacer, para descubrir un culpable que él conoce y al que le tiene miedo.
Los ojos de Camposanto revelaron la sorpresa. Había dado en el clavo.
—Le agradezco lo que ha hecho por mí —dijo Héctor poniéndose en pie.
Volvía al lugar de las preguntas y las respuestas, al lugar donde todo había empezado enfrentado a los tres legajos de papel, y donde al menos una historia comenzaba a producir claridad.
Volvía a enfrentarse a las tres fotografías que habían iniciado el compromiso, que habían dado origen a la búsqueda. Héctor estaba allí desde hacía media hora, cuando había llegado con una caja de refrescos a las espaldas que rápidamente ocultó en la «caja fuerte» y se sumió de cabeza en la libreta de apuntes. Releyó sus notas:
El gerente de una planta, con intereses en muchas más y gran poder económico (precisar cuánto y dónde), contrata un detective para descubrir el asesinato de un ingeniero homosexual (segundo de una serie).
En público lo que le interesa es culpar al sindicato.
Pero quiere tener pruebas contra el verdadero culpable.
Culpable al que le tiene miedo y conoce (suposiciones jaladas de la intuición).
¿Para qué quería las pruebas? ¿Curiosidad simplemente? No. La curiosidad no vale el salario de un detective y el compartir la información con él.
Quería las pruebas para presionar en algún sentido al culpable. Esto refuerza la idea de que lo conoce.
¿A quién y por qué teme Rodríguez Cuesta?
Una respuesta conducía a la otra… Ése es el asesino.
Ahora bien, ¿por qué asesinar a dos ingenieros homosexuales? ¿O el primer crimen estaba desconectado del segundo?
¿Qué podía obligar a X a matar a un ingeniero homosexual?
¿Sería X también homosexual? ¿Estaría en los mismos líos?
¿Sería Álvarez Cerruli el enlace que había llevado a X hasta Rodríguez Cuesta o a la inversa? Era un camino que podría ser recorrido en ambos sentidos.
Ahora bien, ¿qué nexos unían a X con R.C.?
Complicidad, chantaje.
Ahora, había que encontrar a X.
Caray, qué peliculesco. Decidió ponerle WW al asesino en lugar de X; eso aumentaba el exotismo.
Sin embargo, había una sabrosa coherencia en todo el montaje.
—¿Un café, vecino? —preguntó el ingeniero que estaba clavado en sus papeles llenos de extraños y cabalísticos signos a ojo de Héctor.
—Paso, prefiero un refresco…
—Le traje lo que habíamos quedado… Ahí, en la «caja fuerte».
Héctor contempló los tres cartuchos de dinamita. Llevaban mechas cortas, de un trenzado hilo rojizo.
—Son mechas de veinte segundos, las puede encender con cigarrillo. Si los entierra o coloca rodeados de algún material aumenta la fuerza destructiva. En espacio abierto la onda explosiva es mortal o casi en un radio de ocho metros… Sería buena idea que no les tuviera mucha fe, pueden darle un susto.
Héctor asintió. Contemplaba la dinamita con enorme respeto.
—Procedamos —dijo Elisa, y comenzó a desatar el cordón que mantenía la caja de zapatos cerrada.
Se habían citado en un restaurante que en la parte trasera conservaba unos viejos reservados, mesas encuadradas en paneles de roble blanco, meseros viejos y silenciosos.
—Espérate un segundo, Elisa.
—¿Qué, no lo abro?
—Estaba pensando en que el viejo nos va meter en un lío, y no sé de dónde voy a estirar el tiempo para más… —dijo Héctor.
—No nos cuesta ningún trabajo saber qué demonios quería de nosotros —dijo Carlos.
—Sea.
Elisa terminó de desatar el cordón y abrió la caja. Había adentro un cuaderno de pastas grises atado con un par de ligas, un mapa náutico doblado en dieciséis partes y una pequeña carpeta que contenía documentos; al fondo un sobre blanco, sin datos en el exterior. Elisa depositó las cuatro cosas sobre la mesa ordenadamente, en una hilera.
—Supongo que habrá que empezar por la carta.