Era una vasta maraña de senderos sinuosos y retorcidos llamada Laberinto.
R. OCKEN
Inaccesible a la luz, infinitos rodeos y mil pérfidas veredas embrolladas y tortuosas imposibilitaban al que se aventuraba en él a dar con el camino de retorno.
M. MEUNIER
Tenía un nombre, y tenía esperanzas de que el viejo no hubiera necesitado cambiárselo en aquella época. Isaías Valdez. Con tan poca cosa penetró en el mercado y fue recorriendo puesto a puesto, guiado por una mano mágica que le iba indicando: «Vea usted a don Manuel, que él estaba por esa época…». «De doña Chole dicen que está desde que se inauguró el mercado. Don Manuel conoció a Rubén Jaramillo», él lo cuenta. Pasó de puestos de verduras a puestos de carne, habló con viejos fruteros, con el dueño de una pollería pero no había respuestas. Poco a poco fue dejando de lado la pregunta inicial que trataba de rescatar del fango de la memoria el nombre de Isaías Valdez.
—¿Amigo de Jaramillo? Uh, había bastantes, venían a verlo desde su tierra, él los recibía a todos, les daba una fruta, un pan, y platicaba con ellos caminando por el mercado… ¿Amigo de aquí, del mercado?… Tenía bastantes… sesenta y cinco años… Ah, usted dice don Eulalio, don Eulalio Zaldívar… Sí, cómo no, era muy amigo de Jaramillo, pero hablaba muy poco… Deje ver si hay una foto de todos los locatarios de esa época. A ver, aquí está Jaramillo, aquí a la derecha, casi no se lo ve, don Eulalio, siempre llevaba sombrero, y un paliacate en el cuello, como si estuviera enfermo. Tenía la voz ronca… Vendía frutas… En aquel puesto… Se fue en el 47 pero regresó. Hace como seis años se volvió a ir, ya muy viejito, no tenía familia. ¿Dirección? No, no dejó dirección…
La sombra, el fantasma, la mancha grisácea siempre en segundo plano de las fotografías. ¿Ése era Zapata? Había quedado reducido a una mancha gris mientras lo rehacían en manuales, libros de texto gratuito, placas de calle.
El cuento de hadas de don Emiliano. ¿Dónde buscar ahora?
—Vengo a que me cuentes una historia.
La muchacha lo miró. Estaban en la vieja casa de Coyoacán de la familia, en la que Elisa vivía por el momento. En un recodo del patio, gozando de la sombra, del agua de chía que había hecho la vieja sirvienta. Héctor dejó la chamarra colgando de las ramas bajas de un árbol y se arremangó la camisa. La funda sobaquera de la que salía como pájaro de mal agüero la culata de la .38 le parecía una mancha obscena en el sobaco.
Una mancha que ningún desodorante quitaba. Terminó colgando la pistola con todo y funda de otra rama.
—No voy a poder decirte nada… Por ahora —dijo la muchacha caminando hasta ponerse al otro lado del árbol.
Héctor la contempló a través de las ramas más bajas. Ella se tomó con el brazo sano del tronco.
—Nunca trataste de suicidarte, ¿verdad?
—Nunca.
Héctor tomó la funda del arma y descolgó la chamarra. Hubiera preferido el sol, el patio lleno de reflejos blancos deslumbrantes, una limonada helada, un puro de Oluta, Veracruz; una novela de Salgari. Hubiera sido una buena tarde. Hubiera preferido…
—Lo escucho —dijo el gerente en la suave oscuridad del cuarto sólo violada por la luz que caía brillante en finas rayas desbordando la persiana. Un ambiente prefabricado, hecho para destruir los ruidos de la fábrica que entraban por los resquicios del cuarto.
La fábrica estaba tensa, nuevamente los grupos de esquiroles hacían guardia ante la puerta principal, y los policías industriales escopeta en mano cuidaban la entrada. Al pasar cerca de las galerías había podido ver un paro. Se había detenido. Los trabajadores inmóviles frente a sus máquinas, como guardando minutos de silencio ante el compañero caído. Los capataces corrían de uno a otro, amenazando, intimidando, levantando reportes. El paro sólo había detenido un departamento, los departamentos vecinos continuaban laborando. A los cinco minutos exactos se reinició el trabajo. Las labores se interrumpieron entonces entre los trabajadores que recorrían la planta con montacargas.
Había escuchado una extraña discusión entre un ingeniero y un montacarguista: «Ponga esa madre en marcha, pendejo». «Póngala usted.» «A usted le pagan por ponerla, ¿qué está haciendo?». «A poco no se ha dado cuenta, pendejo, que estoy en paro».
La oficina era un remanso aparente, como si formara parte de otro decorado teatral, de otra historia, de otra secuencia de la misma telenovela.
—Vengo a hacerle unas preguntas —respondió tras el silencio.
—Usted dirá —dijo el gerente y sacó del bolsillo del chaleco una cajetilla de Philip Morris.
¿Dónde había visto más? En el mueble al lado de la cama del gordito…
—¿A qué le tiene miedo? ¿Qué teme usted del hombre que busco? ¿Qué le impide decirme su nombre? ¿Quién es?
El gerente lo miró un instante, ocultando los ojos tras el humo del cigarrillo.
—Le pago para que usted dé respuestas.
—¿Quiere las respuestas a esas preguntas?
—Quiero el nombre del asesino, y las pruebas que demuestren su afirmación.
Héctor se puso en pie.
—Usted no me gusta —dijo el gerente.
—Usted tampoco me gusta a mí —respondió Héctor y tiró su Delicado con filtro a medio fumar sobre la alfombra. Salió sin mirar hacia atrás.
—Siéntese, mi buen… —dijo Gilberto haciendo a un lado el sillón giratorio. Carlos el tapicero limpió la silla con una franela.
—¿No gusta un refresco?
—Quihúbo, me tocó la lotería y no me he enterado…
—¿Lotería?
—Viene el refresco.
—No, nomás que le hablaron para dejar unos recados y como se está…
—Ya dile —dijo Carlos ofreciéndole al detective medio Jarrito de tamarindo.
—Dicen que lo van a matar.
—¿Quién dice?
—Por teléfono.
—¿Cuántas veces?
—Dos.
—Ah, bueno, si nomás son dos —dijo el detective y tragó un largo buche de refresco.
—Hay otro recado… —tomó el periódico en que había anotado y leyó—: «Que si no había pensado que un comandante de policía también podía ser puto».
—¿Qué?
—«Que si no había pensado que un comandante de policía también podía ser puto».
—¿Quién dice?
—Quién sabe, nomás preguntaron por usted y cuando le informamos aquí su secretario y yo que ya había salido, cual acostumbra, que andaba de huevón…
—Cual acostumbra también —intervino el tapicero.
—… pues me dijo que le pasara el recado ese de «Que si no había pensado…».
Héctor buscó con la vista hasta encontrar en la cabecera del sillón el periódico que había estado leyendo hace dos días:
… el comandante Paniagua de la Policía Judicial del Estado de México, quien está a cargo de las averiguaciones…
El nexo Álvarez Cerruli y el gerente, el nexo del miedo podía ser un comandante de la Policía Judicial…
¿Ése?
En la Alameda, frente a Bellas Artes un hombre tragaba gasolina y escupía fuego. La ciudad estaba llena de mujeres indígenas vendiendo nueces. Los periódicos anunciaban la caída del gobernador de Oaxaca.
Belascoarán terminó el café con leche y salió de la cafetería. El hombre al que estaba siguiendo había dejado cuidadosamente la propina y se había levantado un par de segundos antes.
Vestía un traje claro y una corbata azul brillante, era robusto, relleno sin ser gordo, pelo muy negro. La cara dominada por una nariz bulbosa y unos lentes oscuros. Belascoarán intuía el revólver en la cintura, el revólver que obligaba al hombre a llevar el saco cerrado y tener que ponerse crema Nivea en la parte superior del muslo izquierdo de vez en cuando para evitar que le molestaran las rozaduras. El revólver a la cintura, costumbre adquirida de ver westerns en televisión, costumbre antigua de pistolero de pueblo que ostentaba el segundo miembro a la vista de todos.
Cien pesos aquí, cien pesos por allá, vueltas y vueltas por cafés de Bucareli donde se reunían los zopilotes de la nota roja matutina, le habían dado un cuadro biográfico impreciso pero sabroso en cuanto a la definición del personaje:
Había nacido en Puebla, pero se había construido en los Altos de Jalisco. Dos juicios por asesinato pagados míseramente en la cárcel de Guadalajara de los que había salido inocente pero con las manos y el revólver manchados de sangre. Pistolero del presidente municipal en Atotonilco, comandante de la judicial en Lagos de Moreno. Había trabajado activamente en la represión de los mineros de Nueva Rosita, Coahuila, siendo segundo jefe de la Policía Judicial del estado desde el 52. Dueño de una fábrica de hielo en Guanajuato en el 60. Reaparece en el 68 en la Policía Judicial del Estado de México donde hace carrera rápida. Tres años como comandante.
El hombre camina con un paso lentón, como de buitre que acecha pareja en el baile de pueblo. Han cruzado hace un rato por la sombra de la Latino y entran en la calle Madero. Se ha detenido un par de veces, una ante una tienda de ropa de caballeros donde contempla un chaleco, la otra ante una tienda de aparatos fotográficos, donde se ha quedado mirando atentamente unos binoculares.
Se le conoce como hombre silencioso, de mano dura. Se dice que él personalmente actuó en la ruptura de las huelgas de Naucalpan a mediados del 75, y que golpeó estudiantes del Colegio de Ciencias y Humanidades en los separos. Por lo demás, lo rodea el silencio. Los ambientes supuestamente conectados no reciben rumores.
Cuando se detuvo ante una tercera vidriera, Héctor comenzó a pensar que el hombre se había dado cuenta de que lo estaban siguiendo. Se detuvo en la librería americana y se quitó la gabardina.
Un par de extraños personajes pasaron a su lado en el relevo predeterminado, uno de ellos coronaba la cabeza con una gorrita de Sherwin Williams, el otro, barbón, traía bajo el brazo un muestrario de tela para tapizar.
—Pues más le vale a la patronal pagar horas extras, porque si no, dejamos la persecución a medios chiles…
Escuchó el detective lo que Gilberto decía al pasar. Sonrió. Esperó un par de minutos y salió a la calle, el hombre de los lentes oscuros no se veía, la pareja compuesta por sus vecinos daba la vuelta por Isabel la Católica a la izquierda. Elisa tenía la moto detenida frente a él.
—¿Subes?
—Vamos. Conserva la distancia.
—¿No tiene coche?
—Lo dejó en una lateral de Juárez cuando entró al café.
Arrancaron.
Las horas no alcanzaban y empezó a odiar a la ciudad, el monstruo de doce millones de cabezas, por ello. Desde la ventana de la oficina se filtraba la noche. Si el signo de la primera parte de la historia había sido el sueño, ahora el laberinto dominaba la escena. Un laberinto que como tal, tenía una salida. Y esto era lo que hacía angustioso el punto muerto en que se habían instalado las tres historias: casi podía tocarla, olería… Y sin embargo podía ser que estuviera paseando frente a ella sin saberlo.
Pegó a la foto de Zapata una hoja de papel blanco y con un plumón escribió:
1924: Tampico.
1926: Nicaragua. Con Sandino. Capitán Zenón Enríquez.
1934: Pasaporte en Costa Rica.
1944: Trabajador Mercado 2 de Abril. Hasta 1947 Eulalio Zaldívar.
Regresa del 62 al 66. Vive en el Olivar de los Padres en esos años. Isaías Valdez.
Tras pensarlo un instante, tachó la interrogación. Prefería un espacio en blanco que un signo. Colgó un segundo papel ante la foto del cadáver. Tiró del plumón nuevamente y escribió:
Álvarez Cerruli. Muerto. Homosexual.
Un gerente: Rodríguez Cuesta. Con miedo. ¿Chantaje?
Un muerto anterior también homosexual.
Un policía.
Clasicismo: oportunidad, motivo, mecánica, del comandante Paniagua.
A su espalda, el ingeniero noctívago levantó la voz:
—¿Qué tanto escribe, vecino?
—A ver, usted que se puede mover en el medio…
—Yo más bien me muevo como puedo…
—En el medio industrial…
—Más o menos como usted.
—¿Qué puede contrabandear un industrial que el saberlo signifique un chantaje importante?
—¿Un industrial que hace qué?
—El gerente de la Delex.
Sin conocer a fondo el mundo de Rodríguez Cuesta no podía encontrar el nexo entre lo que constituía el motivo del chantaje y el chantajista, y por lo tanto enlazar la cadena con los dos eslabones asesinados.
Rodríguez Cuesta quería el último eslabón de la cadena, el policía, porque él era el que había pasado la clave. ¿O no había sido el gerente el que había hecho la llamada poniéndolo tras la huella del comandante?
Pero no se trataba de darle un eslabón, sino de obtener la cadena completa. Había además que negociar que dejaran en paz al sindicato, y para negociar había que tener algo con qué hacerlo. Anotó bajo la lista de ideas:
La otra línea: el mundo de un gerente, ¿contrabando?
Porque, ¿qué otras cosas había? Mujeres, drogas, ¿el gerente sería otro homosexual?
De repente, se quedó pensando en que no sabía un carajo sobre los homosexuales. Que formaban parte de un mundo supuestamente tenebroso, del que sólo había oído medias palabras, que ni siquiera tenía idea de cómo hacían el amor los homosexuales, y de que lo que más cerca que había estado de ese submundo era una vez en que le había guiñado un ojo un hombre de treinta años cuando iba en camión, en secundaria. Sin embargo, era un ente respetuoso en materia sexual. Mientras no molestaran a los normales, le importaba un cacahuate que cogieran como quisieran.
¿Y quiénes eran los normales? ¿Él, que había roto sus dos meses de abstinencia, recortada por dos o tres masturbaciones y un par de eyaculaciones nocturnas, haciendo el amor con una adolescente de brazo enyesado?
Indudablemente, el horizonte de Belascoarán se ampliaba. Había aprendido en estos últimos meses, que ninguna miseria humana le era ajena.
Avanzó sobre la tercera fotografía desde la que Elena le sonreía.
Colgó un tercer papel blanco bajo ella y escribió:
Tú tienes algo que vale cincuenta mil pesos.
Se lo dijiste a los amigos del gordito que te fregaron.
Alguien intentó matarte. (No los amigos del gordito. Otros).
¿Matarte o asustarte?
Lo que tienes compromete a tu madre.
Tu madre consume heroína.
Hay un tal Burgos que me caga los huevos.
Se separó de la pared y se quedó mirando las tres fotos y los tres papeles bajo ellas como quien contempla un cuadro de Van Gogh. Los detectives de novela hubieran dicho: «¡Listo!». Y todo hubiera casado.
Pero no todo tenía que ser como parecía, más aún cuando sólo disponía de pedazos de información que apuntaban vagamente, porque si bien la madre de Elena era heroinómana, el paquete podría ser de centenarios o un archivo de microfilms de la KGB o un paquete de rarezas postales o la contraseña de una caja fuerte del Banco de México donde estaban las pruebas que comprometían a algunos banqueros en un intento de golpe de Estado en el sexenio anterior.
Y el tal Burgos podía ser muy feo y no gustarle, pero a lo mejor no pasaba de ser un pacífico productor de cine. Y el comandante Paniagua un hampón más al servicio de la ley y el orden, y así. Y después de todo ésta era la gran virtud de la vida sobre la ficción, resultaba notablemente más complicada.
Bostezó ruidosamente ante la sonrisa de su vecino.
—¿Hace sueño? Desde el otro día lo estoy viendo que anda medio jodido… Si se pasa las noches haciendo dibujitos abajo de las fotos, y los días persiguiendo asesinos, va a tronar.
—Algo hay de eso.
Caminó hasta el sillón que lo esperaba amoroso en su desvencijamiento.
Es cierto, la gran virtud de la vida era su complejidad.
—Me despierta cuando se vaya.
—Me voy a las cinco y media, en cuanto termine esta porquería —dijo el ingeniero que contemplaba unos mapas de cloacas que más bien parecían dibujos de Paul Klee. Encendió su puro fino, estrecho, y echó el humo hacia el techo.
—Antes de que llegara llamaron por teléfono diciendo que iban a matarlo.
—¿Usted qué les dijo? —preguntó Belascoarán haciéndose una almohada con el saco y poniendo la pistola entre su cuerpo y el respaldo.
—Que de lengua me echaba un taco.
—¿Y qué le dijeron?
—Que a ver si no me daban en la madre a mí también por hocicón.
—Ya ve, para qué se mete.
Héctor se quitó los zapatos. El ingeniero Villarreal caminó hasta la ventana y la abrió. El bochorno del cuarto se disipó con una corriente de aire frío. Dejó caer la ceniza hacia la calle. Héctor imaginó la mota de ceniza descendiendo los cuatro pisos.
—A veces se aburre uno de los pinches mapitas, vecino —dijo el inge sacando de la chamarra un revólver de cuando su papá mataba pumas en Chihuahua y poniéndolo bajo el restirador.
—¿Trae seguro? Luego se dispara y me van a echar a mí la culpa Gilberto y Carlos —dijo Belascoarán sonriente.
—El que trae seguro es usted…
—Algo se aprende en un año de andar en esto… A dejar de correr cuando empiezan las amenazas.
—¿Nunca ha pensado en que a lo mejor se lo truenan, Belascoarán?
—Algunas veces.
—¿Y entonces, por qué no cambia de chamba?
—Creo que porque me gusta… Me gusta —respondió el detective cerrando los ojos.
El acceso a la fábrica estaba bloqueado otra vez por patrullas del Estado de México. Los trabajadores de otras empresas se mantenían en las entradas sin acabar de decidirse entre irse hacia la bronca o entrar a tomar su lugar en la cadena.
Bajó del Volkswagen y cuando un policía trató de detenerlo mostró la credencial. En cada patrulla había un par de policías con casco y ametralladoras. La electricidad había cargado la mañana gris y polvorienta. Escuchó el relinchar de los caballos. En la puerta de la fábrica estaban las banderas rojinegras, frente a ellas cerca de quinientos trabajadores con palos y piedras, en filas irregulares. A unos veinte metros un escuadrón de la policía montada flanqueado por tres patrullas con agentes armados de ametralladoras. Los montados traían los sables desenvainados. Tras las patrullas el gerente sentado en su coche y en torno suyo pululando algunos ingenieros. Distinguió a Camposanto sentado en su coche, con la puerta abierta. Pasó de largo y se dirigió hacia Rodríguez Cuesta.
—No es momento para hablar de nuestras cosas, venga mañana —dijo el gerente cuando estaba a un par de metros.
Héctor pasó a su lado y cruzó la fila de los hombres de a caballo.
Un caballo estaba cagando, otro golpeaba los cascos en el suelo levantando una pequeña polvareda. No miró hacia las caras de los policías.
Temeroso de romper el encanto que le abría camino avanzó, pero el encanto fue roto cuando un sargento le puso el sable de plano en el pecho.
—¿Adónde va?
—Voy a pasar —respondió Héctor.
—¿Es periodista?
—Sí.
—Entonces, mejor hágase a un lado —dijo y empujó con el sable.
Héctor retrocedió. Caminó hasta la lonchería que se encontraba en tierra de nadie. Poco a poco se comenzó a levantar un rumor sordo entre la gente: FUERA POLICÍA, FUERA POLICÍA, FUERA POLICÍA; LIBERTAD DETENIDOS que fue creciendo. Un caballo relinchó.
—¿Tú eres el detective?
Héctor asintió, un muchacho de unos veinte años, con uniforme de la empresa estaba a su lado mirando.
—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó a su vez.
—Si hay madrazos tengo que avisar al abogado de nosotros —respondió el muchacho que apretaba su puño derecho con la mano izquierda como quien exprime una naranja.
—¿Cómo le hago para pasar? —preguntó el detective.
—Se puede entrar por los baldíos de allá atrás… Pero mejor ni te metas, ésta no es bronca tuya…
—El comité dijo… Alguien dijo que eras cuate, pero que hasta no saber bien.
Héctor se quedó mirando.
—¿Y qué va a pasar aquí?
—Va a llegar raza de las colonias y de las escuelas del Poli. A lo mejor la policía se retira, están esperando órdenes de alguien, será del gobernador del Estado de México. Tú, mejor vete.
Pero algo lo mantenía amarrado a la puerta de la lonchería, algo le impedía salir de allí a seguir persiguiendo al asesino, o a los que atemorizaban a una muchacha de brazo enyesado, o a buscar la sombra de Emiliano.
—¿Y por qué es la huelga?
—Para que nos reconozcan que los independientes somos el sindicato titular y para que suelten a los detenidos… Para que ya no entren más esquiroles a trabajar.
Un par de uniformados de a pie cruzaron las líneas de la policía montada y se acercaron a las primeras líneas de huelguistas. En torno a ellos se armó la bola. Luego se oyeron gritos, porras, la gente aplaudía. Los montados en fila ordenada comenzaron a retirarse, el coche del gerente dio un violento arrancón en reversa.
—¿Qué pasa? —preguntó Héctor.
—Se van… Por ahora no la rompieron… Van a negociar… Deja ver.
El muchacho se desprendió de la lonchería… Héctor entró a tomarse un refresco. Tenía la boca seca, como otras veces, como casi siempre en estos últimos días. La oscuridad violenta en el interior del changarro le dio paz a los ojos enrojecidos. Afuera una mañana sucia de luz sin sol. Se sentó y la señora le puso enfrente un Jarrito rojo.
—Le hablé, pero nadie contestó.
—Gracias —respondió el detective y le pasó un billete de veinte pesos.
—¿Qué pasó detective? Usted traía fusca… ¿de qué lado se iba a poner? —dijo el obrero gordito que entraba con un grupo de amigos a festejar. Pasó a su lado y se sentó en la mesa cercana.
Héctor se quedó pensando una respuesta, pero no la encontró.
Y bien, Paniagua, el comandante Federico Paniagua, para ser más exactos tenía horarios irregulares. También tenía una casa en Lechería, con una mujer cincuentona y gorda que cocinaba muy bien (esto había quedado muy claro después de un par de horas oliendo sus guisos), dos hijos ya mayores, uno de los cuales era dueño de una refaccionaria. También tenía un cuarto de hotel viejo, con puertas de madera pintadas de verde que daban a un patio con fuente. Allí se llamaba Ernesto Fuentes y era viajante de comercio.
Tenía un tercer cobijo. Un departamento en un edificio moderno en la colonia Irrigación, a la vuelta del Club Mundet. Allí nadie daba razón de su existencia. En el piso de abajo había una compañía de seguros para automóviles y en los dos departamentos arriba del suyo vivían un inglés ex canciller de su país en Guadalajara, anciano jubilado y solterón, y una pareja de recién casados que estaban de luna de miel. No había portero, tan sólo una mujer que hacía la limpieza de escaleras cada dos días y un cobrador que llegaba cada mes.
Pasaba una o dos veces por la comandancia en Tlalnepantla, y se daba cinco o seis vueltas a Toluca todas las semanas.
Cuando estaba trabajando lo acompañaban dos hombres, un chofer, siempre el mismo, y un segundo personaje que cambiaba según el carro que usaba el jefe.
Si tuviera una agencia con dieciséis empleados, pondría una guardia ante la casa de la colonia Irrigación y alguien entraría a hospedarse en el Hotel de Donceles. A falta de pan, buenos son tacos, dijo y decidió dedicar la noche a una de las dos cosas. Mientras tanto, salió del norte de la ciudad y entre brumas recorrió veinte kilómetros hasta la casa de Marisa Ferrer, sólo para enfrentar a una sirvienta silenciosa que le cerró la puerta en la cara.