I

Si te conozco bien, que te presiento.

VÍCTOR MANUEL

Estaba sentado en la última silla, bajo la última solitaria palmera, bebiendo una cerveza y limpiando de arena un montón de conchitas. De la palapa cercana, donde un hombre con camisa verde limón lavaba vasos en una cubeta, salía la música de un bolero melcochón.

Hacía un buen rato que la había visto, adivinado acercarse. Primero desde la curva de la carretera y luego sobre la parte endurecida de la arena, la que permitía el paso de la moto porque había sido aplanada por los camiones de la constructora. La había visto y hundió la cabeza entre las conchitas, se llevó el gañote de la cerveza a la boca y ahí lo sostuvo hasta terminarla. No tenía nada en contra de su hermana, no había bronca pendiente; pero con Elisa venían cambios y él se encontraba cansado, aflojado, guango, desgalichado, bofo, amoroso de cervezas y de boleros y de ruidito arrullador de olas; con querencia de palmera solitaria, atardeceres, algunas nubes sobre el cielo que fueran gordas, bonachonas, pocas. Sin embargo aunque los ojos se escondían, los oídos no podían hacerlo y mientras ella se acercaba en la motocicleta, con el registro del ruido creciente del motor, se fue haciendo a la idea de que las vacaciones que se había tomado de sí mismo estaban por terminar.

Elisa fue disminuyendo la velocidad hasta que él levantó la vista de las conchitas y le sonrió con el ojo único y los labios. Ella manejó la moto en silencio, con el motor apagado, como planeando hasta un par de decenas de metros de él. No traía casco, lo había dejado atado al asiento trasero, encima de una mochila; pero traía un pañuelo largo y rojo al cuello. Muy de Elisa, eso de dejar el pañuelo ondeando junto con su pelo mientras la moto se deslizaba los últimos metros por la playa.

—Hermanito, vaya, vaya. Huevoneando abajo de la última palmera. Eso pensaba.

—Hay algunas nubes —dijo Héctor por decir algo.

—Pa’ mi gusto son pocas, en los últimos cien kilómetros me ha estado friendo el sol —respondió Elisa, y se acercó un poco ruda, sin delicadeza, a meterse entre los brazos de su hermano.

Héctor la abrazó fuertemente. Después de todo, Elisa podía traer algo más que su calor, su camisa sudada al sol maligno de Sinaloa, pero no importaba demasiado.

—¿Otras dos, inge? —preguntó el encargado del barcito que los contemplaba risueño.

—Otras cuatro, Marcial —dijo Héctor sobre el pelo de Elisa que sorprendentemente no olía a aquel champú de limón que su madre había prodigado, y que volvía de vez en cuando en el recuerdo con los otros olores de la infancia.

Elisa salió de entre los brazos, se quitó el pelo de la cara y se dejó caer en la silla.

—Es el mejor lugar del mundo —dijo.

—El segundo mejor lugar del mundo —respondió Héctor sentándose en una silla de metal que se hundió un poco más en la arena.

—Porque el primer mejor lugar del mundo está por encontrarse. ¿No es eso?

—No, el mejor primer lugar del mundo está como a media hora de aquí.

—Nunca lo hubiera creído, hermanito —se quedó mirando el mar y tratando de entrar en el ritmo que adivinaba en él. De tomar prestada un poco de calma. Pero Elisa no era así. Traía sus ciento cuarenta kilómetros por hora de promedio a lo largo de medio día de carretera dándole vueltas en la cabeza.

El camarero al que apodaban la Estrellita y que había heredado el bar de su tío, salió de atrás de un mostrador de madera, llegó hasta ellos con las cervezas y las dejó sobre la mesa tintineando el cristal. El calor de la tarde hurgó en los vidrios escarchados por el hielo. El mar ronroneaba. La luz comenzó a cambiar. Sin embargo, las dos nubes seguían ahí, detenidas, clavadas en el cielo.

—Bueno, cuenta, no sé nada de nada. Pero ahora sí, lo que se dice nada —dijo Elisa.

—Bueno, poca cosa. Trabajo para una cooperativa de pescadores, en Puerto Guayaba, como a dos kilómetros para arriba, hice el diseño de la red cloacal. He tenido que estudiar más que trabajar. Se me había olvidado la ingeniería, y ni me acordaba de que también servía para hacer cloacas y desagües. Paseo por la playa. Soy el Inge Solitario. Una cosa como el Llanero Solitario pero desarmado… Nada. Algo a mitad de camino entre ser ingeniero en una fábrica y detective. Más solitario que las dos cosas juntas. No matas a nadie, no robas a nadie. Trabajas con personas, te saludan en la mañana, hablas con ellos. No les debes nada. Bien, bien.

Héctor la miró con su único ojo. El otro, inmóvil en la cuenca, surcado por la cicatriz, para recordar que era un adorno, no miraba nada, o miraba fijamente el mar, las gaviotas.

—No usas parche aquí —dijo Elisa.

Héctor se llevó la mano al ojo muerto, de cristal, para sentirlo ahí, y con los dedos recorrió la cicatriz.

—Es una lata, se me mete arena, me llora detrás… Para qué te cuento, son como historias para aterrar niños. De ésas de señores que se quitan en la noche la dentadura, la meten en un vaso y a mitad de una pesadilla la dentadura sale para morderles el cuello.

—Qué cosas más horribles dices.

—¿Y tú? ¿Cómo está Carlos? ¿Cómo viniste a dar por aquí?

—Tu casero allá en el DF, el Mago, me dio una dirección, me dijo que le habías pedido que te mandara libros. Lo pensé como una semana y luego agarré la moto y en dos días, zas. No era tan difícil encontrarte…

—No, pensé…

Elisa y él se miraron, ella le tomó una mano y apretó un instante, luego la retiró como si el mensaje no fuera claro; tomó una de las cervezas y la chocó con la de él, inmóvil.

Héctor hacía seis meses una semana y dos días, había matado a un hombre. Eso no importaba demasiado. Héctor no tenía respeto por la vida ajena así como así. El tipo merecía morir, pero en medio del tiroteo, una bala perdida hirió en la cabeza a un niño de ocho años. El niño no había muerto, pero sería para siempre un objeto. Héctor pensaba que la bala no la había disparado él, que había sido el otro, que tenía que haber sido el otro. Nadie lo había relacionado con el tiroteo. El muerto se había llevado al Panteón de Dolores su nombre y sus generales. Se había llevado la escena final. Pero Héctor sabía lo del niño; incluso una vez se había metido al hospital y tratado de verlo; había llegado hasta el cuarto y observado al niño, cubierto de vendas, con la mirada vacía. Esa noche salió de la ciudad sin saber dónde estaría en otras noches. Era una historia simple. Cuando no se puede uno ir de sí mismo, se va de la casa, de la ciudad, del país. Cosa de correr para que la sombra no lo alcance… Elisa se lo recordó de nuevo; le recordó la mirada vacía del niño a través de una tienda de oxígeno.

—¿Qué pues, hermanita? Vienes a cuidarme, a sacarme del retiro espiritual… Tienes miedo, piensas que a lo mejor debiste detener la moto en la playa anterior, meterte al agua. Dejarme en paz.

La mirada de Elisa se endureció. De la palapa brotó de nuevo la música. Era el bolero tocado al piano y cantado por Manzanero, que lo había acompañado los últimos meses.

—Me jode la autocompasión. La reconozco, la huelo de lejos. Me la sé de memoria. Soy experta. ¿Se te olvida que soy experta? Me paso la mitad de los días metiendo la pata, la otra mitad sintiéndome culpable de lo que hago y dándome lástima, y vuelta a empezar. ¿Se te olvida cómo soy? Me siento mal de haber venido.

—Bueno, estamos en familia —dijo Héctor, y sin mirarla le tomó la mano.

—Aquí se puede tomar el sol. Traigo libros. Traigo una foto de un novio que tuve en la primaria y al que hace veinticinco años que no veo. Traje cintas de Roy Brown. ¿Conoces a Roy Brown? Traje un manual para aprender a tocar la flauta. ¡Puta! Se me olvidó la flauta. Y no tengo prisa. Tengo una semana entera para decidir si te cuento lo que te vine a contar o no te cuento nada. ¿Cómo ves?

Héctor miró la palmera. Arriba a treinta metros, debía soplar un poco de aire, porque las palmas se movían suavemente. Luego dijo:

—¿Qué libros traes? Ya me leí la Historia de las Cruzadas de Runciman tres veces. No se puede confiar en el Mago. No me mandó ni una novela policiaca. Aquí no hay librerías… Por no haber, no hay siquiera periódicos.

Héctor no esperó la respuesta y se sumió en el aire de despreocupación con el que sabía que no engañaba a Elisa.

Ni siquiera las rutinas que había establecido en la pequeña comunidad, lograron disimular la presencia del mensaje de Elisa. Héctor pensaba alternativamente que todo estaba decidido desde que vio su moto salir de la curva. Todo lo demás era tiempo de espera, reajuste, aceptación de lo inevitable, de la llamada de regreso. Héctor también pensaba que podía ignorar la llamada de la selva, y volverse un Colmillo Blanco domesticado por la soledad. Héctor jugaba a pensar que el destino existía y no existía mientras comenzaba a pasar la semana prometida.

Descubrió que Elisa gozaba con los discos de Aznavour y pasó tardes empachado del meloso mensaje romántico, viendo crecer la yerba y un árbol de tabachines lilas. Caminó por el pueblo, bebió cervezas, habló con Elisa de un viaje a Acapulco que ambos recordaban de la niñez. Se observó frecuentemente en el espejo del baño.

El síntoma definitivo fue su abandono de las cervezas para regresar a las Pepsis y los Lemon Crush. La abstemia estaba ligada a la seriedad del retorno; la cerveza era un lujo de la soledad. Así, un viernes, sabiendo que todavía le quedaban cuatro días de plazo, trató de rendirse.

—Sale pues, hermanita, cuenta —dijo y se sentó en el suelo ante Elisa, que estaba leyendo un libro de poemas de Luis Rogelio Nogueras en un sofá.

Elisa alzó la vista del libro y sonrió.

—Te quedan cuatro días, ¿qué prisa?

—No te hagas la loca, sabes que cuando dijiste que me dabas una semana, en ese mismo instante, había perdido yo.

—No quiero sentirme culpable, ¿me he visto bien? ¿Te presioné?

—Cada uno sus culpas, yo las mías por haberme venido a enterrar aquí, tú las tuyas por haber venido a desenterrarme.

—Cuatro días más hermanito, ahora es curiosidad.

—Dentro de cuatro días voy a aceptar cualquier cosa. Ahora todavía puedo defenderme de tus locuras.

—Es tan absurdo que, mejor en un par de días. ¿O quieres que me quede sin vacaciones?

—Mañana en la tarde; ni tú ni yo. Y sea lo que sea, acepte o no lo que propones, nos quedamos un día más aquí.

—Sale pues —dijo Elisa y cínicamente se hundió de nuevo en el poema interrumpido.

La reunión se produjo en la playa. Elisa se había ido en la moto, y Héctor la alcanzó paseando. Tal como estaba pactado, atardecía. Un sol de tarjeta postal iba siendo consumido por el horizonte, las olas golpeaban la arena con un ruidito melódico, Elisa traía un bikini blanco y Héctor pudo ver, cuando ella salía del agua, las huellas de una operación de apendicitis. Héctor miró el cuerpo de Elisa, brillante por el agua, recortado en el sol, y le gustó. Hundió la cara en la arena para huir del incesto y se encontró con la idea del incesto. La tomó entre los dedos y la fue disolviendo poco a poco en la arena con la que jugueteaba. Había una brisa suave, justo la necesaria para no desmentir a los vendedores de paraísos, que insistían que era así: palmeras, soles rojizos hundiéndose en el agua, una suave brisa para aligerar la piel del calor del día que se iba.

Elisa se puso encima del bikini un vestido de toalla amarillo canario y le dio un beso en el pelo a su hermano. Héctor levantó la cabeza y devolvió la sonrisa.

Héctor Belascoarán Shayne tenía dos apellidos exóticos, una carrera de ingeniero amparada por un diploma de la Universidad Nacional, un ojo menos que otros, treinta y cinco años, una ex esposa, una ex amante, dos hermanos, un traje de mezclilla que más que de detective parecía de antropólogo social en trabajo de campo, una pistola .38 guardada en un cajón en su oficina de la ciudad de México, una leve cojera producto de un tiro en la pierna derecha, un título de detective privado producto de un curso tomado por correspondencia; una marcada predilección por los refrescos embotellados, las lociones de limón, la ensalada de cangrejo, algunas novelas de Hemingway (las primeras y la última) y la música de bossa nova. Sus héroes favoritos eran Justin Playfair, Miguel Strogoff, John Reed, Buenaventura Durruti, Capablanca y El Zorro. Sabía que no podía ir muy lejos con un panteón de héroes como ése. Dormía menos de seis horas diarias, le gustaba el suave ruido que hacen las ideas al ordenarse, y llevaba los últimos cinco años soportando el peso desigual de un cansancio sin motivo que le hacía recordar épocas de pasiones pendejas, amores tontos, rutinas que entonces parecían excitantes. No tenía un alto concepto de sí mismo, pero sabía y respetaba su terquedad.

Todo esto podría explicar, si no fuera porque las explicaciones suelen ser innecesarias, por qué siguió jugando con la arena hasta hacer un agujero de regular tamaño, y allí enterró al muerto de hacía seis meses y al niño herido.

Elisa esperó hasta que la arena estuvo totalmente lisa y luego se llevó a Héctor para la casa y se preparó para desplegar su historia, mientras caminaba por la playa sin dejar que el ronroneo del mar los adormilara.