V

Pocas veces se puede oír lo que uno quiere en el radio. Hay que prenderla y contentarse con lo que hay. Así es este negocio.

LUIS HERNÁNDEZ

—Me veo bien, ¿no? ¿Me veo bien? No. Sólo es la apariencia. Me estoy zurrando de miedo, perdone la expresión, zurrando, amigo. Hace una semana que no duermo bien, me paso el rato mirando por encima del hombro para ver si me siguen. No quiero saber nada de esto. Yo fui el abogado del señor Costa, y hasta ahí. Yo era abogado de un pendejo que tenía tres mueblerías: no sabía nada de sus negocios y no quiero saber nada. Ya cumplí haciendo que le lleguen a la cuenta bancaria de la señora Anita los billetes que deberían llegarle. Hasta ahí.

Héctor lo miró fijamente. El abogado se movía mientras hablaba, movía las manos, movía las cejas, movía los pies, se rascaba el hombro.

—No me entiende, abogado. No quiero que haga nada nuevo. No quiero que se meta en ningún problema por nosotros. Quiero sólo que me diga quién le transmitió el recado y qué decía exactamente el mensaje, exactamente, para no equivocarme.

—Ya se lo dije a la señora Anita, van a creer que a usted… —la frase quedó flotando en el despacho presidido por un diploma de la universidad de 1960, donde el actual abogado disimulaba un poco la mierda que era con una infantil sonrisa de recién graduado.

—Sólo el mensaje —dijo Héctor—. Quién y qué decía. Eso nada más y me voy caminando tranquilo por donde entré.

—¿Cuál mensaje? —respondió el abogado rascándose la barbilla.

Héctor carraspeó, hizo que una flema subiera por la tráquea y la escupió con fuerza sobre la camisa del abogado al otro lado del escritorio. El abogado se hizo hacia atrás tratando de evitar el gargajo, pero sólo logró desviarlo de su objetivo original y que cayera en el chaleco en lugar de en el centro de la corbata.

—¿¡Qué chingaos le pasa!?

—El recado. Quisiera saber, ¿quién le dio el recado, qué decía exactamente y por qué está usted cagado de miedo?

—Vinieron dos pistoleros, señor, me pusieron una pistola en la cara y me dijeron: «La Rata dice que ese dinero no es de la niña, que el señor Costa nomás lo guardaba. Dale el recado. Ponle cinco millones en su cuenta y deja quieto lo demás». Eso dijeron y ya. Yo le dije a la señora lo mismo. ¿Qué mierda quiere de mí?

—Usted ya no representa a la familia Costa, ¿verdad? Bueno, pues ponga toda la documentación en una caja y envíesela a Vallina y Asociados —dijo Héctor, y luego pasó sobre el escritorio un papelito con la dirección de la firma de contadores y se fue dejando al abogado limpiándose el chaleco con meticulosidad pero sin gana.

Después del primer encuentro, se fue reincorporando a la ciudad lentamente a lo largo de la mañana por el método habitual. La ciudad entra por los pies y los ojos y Héctor la caminaba y la miraba. Era la misma. No cabía duda. Quizá seguía deteriorándose, quebrándose, corrompiéndose, pero era la misma. Cruzó calles y parques, paseó por camellones llenos de basura, brincó bardas, entró en tiendas de abarrotes donde bebió un refresco o compró cigarrillos, comió tacos de pie, entró en una librería y salió con dos novelas policiacas de Chester Himes, la Historia de la conquista del Nilo y todas las novelas de ciencia ficción de Alfred Bester que pudo encontrar, gastó dos mil pesos en latas de conserva en un súper; vagó por Tacubaya, la Escandón, Mixcoac, hundiéndose en el gentío, alucinado por los ruidos de las tiendas de discos y el tráfico. Caminó y vio hasta que los pies comenzaron a cocinarse dentro de los calcetines y el ojo bueno comenzó a llorar. Luego se rindió y se dio por recibido al DF. No estaba muy claro si la ciudad podía considerarse un hogar, pero si algún lugar podía llamarse casa, en ése estaba.

Con el reencuentro, se evaporó la nostalgia por la última palmera al final de la playa… Estaba listo.

Al llegar al despacho se quitó los zapatos y se tendió en el sillón desvencijado. Pareciera como si Carlos el tapicero hubiera decidido que no valía la pena invertir trabajo en el mueble lila y lo dejaba para que pasaran los días y se fuera convirtiendo en una ruina divertida a la que las tripas y los resortes le brotarían por los lugares más insospechados.

Cuando Héctor encendió el primer cigarrillo, comenzó a llover. La lluvia sacudió la ventana y puso fondo a sus ronroneos.

¿A qué darle tanta vuelta? El dinero era turbio, era dinero negro y la Rata tenía interés en él.

Sin mucha vuelta de hoja, seguro que la misma Rata había estado detrás de los asesinatos de la familia Costa, para que no le movieran de lugar los billetes, amasados indudablemente sin sudor y con mordida, transa, negocio puerco, favor y corrupción, sangre sin duda. Los billetes eran de la Rata, dentro del código mexicano, le pertenecían, a él o a cualquiera de sus múltiples empleadores sumido en las cloacas del poder… ¿Para qué meterse entonces? Proteger a Anita y sacarla del lío, alejarla de la historia, poner kilómetros entre ella y la podredumbre… Por primera vez en mucho tiempo, la curiosidad no le mordía, no lo obligaba a empujar hacia adelante. No había tampoco la dosis de venganza en nombre de los muertos, de los vivos, o de la imagen de lo que debería ser este país, como tantas veces había existido en otras historias. A lo más la apetencia de hacer pedazos a los tres violadores de Anita, meros ejecutores de voluntades ajenas, piececitas puercas de una maquinaria puerca. Podía empujar, dar la lata, meterse en el asunto para descubrir fraudes, negocios sucios, billetes abundantes y en el camino dejar un buen pedazo de piel, o toda la piel y los huesos; encontrarse con que de cazador había pasado raídamente a convertirse en víctima señalada por el dedo. ¿Era eso lo que quería? Sabía que cuando llegara al final, si llegaba, se iba a encontrar con una pared que impediría la justicia. Encontraría un muro de situaciones creadas, compromisos, escritorios, fuerza, costumbres, complicidades que abarcaban desde la última esquina del mundo del hampa hasta los cielos del poder, trenzados sutilmente a lo largo del tiempo. Carlos, su hermano podría decirle lo mismo que él se estaba diciendo, pero si lo dijera Carlos, él tendría otras respuestas, u otra ausencia de respuestas y una inercia que lo empujaría hasta el final, y entonces, Carlos le diría que no era el final, que sólo le había sacado un poco de tierra debajo de las uñas al poder… Estaba cansado. No se podía empezar una guerra con tanta sabiduría de derrota, y aun así, Héctor decidió que no tenía ningún otro lugar a dónde ir, ningún negocio, calor de hogar o rutina a qué acogerse, y se fue descalzo hasta el teléfono, tratando de que las virutas y la basura en el suelo del despacho no se le clavaran en los pies, para conseguirle su par de guardaespaldas a la Anita y hacer otro par de llamadas que lo metieran en una historia que sin querer iba a hacer suya.

—¿Qué te parecen tus nanas? —le preguntó a la muchacha hundida en la cama mientras abría la puerta para que el Ángel II y el Horrores entraran al cuarto. Estaban un poco cascados, las cicatrices en el rostro hacían obvio que los dos luchadores habían tenido mejores tiempos; incluso su paso torpe, la dejadez de sus movimientos, hablaban claramente de que no había ring que los aceptara. Pero aun así, los rostros duros, los cuerpos que imponían por la mole, los músculos que se mostraban a través de las chamarras, las manos descomunales, imponían.

—Anita, te presento al Ángel II y al Horrores, dos amigos míos. El Ángel fue campeón de peso completo en el 62 por seis meses…

—Cinco, señorita.

—… Y el Horrores le ganó una pelea estelar a Blue Demon con una quebradora.

El Horrores y el Ángel sonrieron. Anita no sabía si desaparecer debajo de la sábana blanca o pedirle a los dos luchadores, que deberían pesar entre ambos cerca de doscientos kilos, que le cantaran una canción de cuna.

—Son amigos míos y yo los garantizo, nadie va a pasar por esa puerta si tú no quieres —dijo Héctor divertido ante el contraste de la pequeña y desvalida pelirroja y la fiera presencia de sus cuates, que un poco intimidados, buscaban una esquina del cuarto para hacerse anónimos.

—Además, saben jugar dominó, cartas y el Ángel es bueno para el ajedrez —el aludido sonrió ampliamente, mostrando una boca llena de brillos por las piezas dentales metálicas que habían substituido a las originales. Anita esbozó una débil sonrisa.

—Señor Ángel, señor…

—Dígame Horrores, señorita.

—Yo nomás sé jugar canasta, y hasta eso mal…

—Aprenderemos, no se preocupe —dijo el Horrores viendo que la cosa iba a ponerse mejor de lo que esperaba.

Héctor abarcó con la mirada a su equipo de cuidadores-cuidada y se sintió francamente orgulloso. Si lo dejaban, era capaz de montar una selección nacional.

Había que moverse rápido, recuperar el tiempo perdido dudando. Por eso, media hora después, Héctor entró en la oficina principal de Vallina y Asociados, contadores, miró fijamente a Vallina-y-Asociados-contadores (que evidentemente era como dios, un solo tipo con tres existencias verdaderas) y le pidió el resumen del estudio de las finanzas de la familia Costa.

Vallina, cuyo saco relucía en los codos a pesar de que en las paredes del cuarto tenía una foto suya con la reina de Inglaterra (la verdad es que la foto no era suya, sino de un tipo que se le parecía), le extendió a Héctor un sobre por encima del escritorio.

—Me eché el estudio en dos horas. Con esto vamos seis a cuatro.

—¿Favor suyo o mío?

—Mío, no te hagas pendejo, Héctor.

—Entonces le debo dos.

Vallina asintió muy solemne, sacó un pañuelo y se sonó ruidosamente. En el bigote le quedaron leves huellas de mocos. Estaba visto que a pesar de sus mejores intenciones, no le quedaba otra que esperar a la revolución socialista para triunfar en la vida.

—¿Te las puedo cobrar de una vez? —preguntó—. Tengo dos investigaciones que necesito que me hagas.

Héctor caminó hacia un pequeño refrigerador que estaba colocado en una esquina de la habitación.

—Prefiero que no, mano, en esta historia que estoy metido, no me puedo dar el lujo de andar de amateur con seis chambas al mismo tiempo, y ya tengo dos.

En el refrigerador había medio chorizo, el foco estaba fundido y el único y solitario refresco que quedaba estaba abierto y casi sin gas. Aun así, Héctor, tras haberlo sacudido para comprobar la edad (como todo entendido hace con los refrescos abiertos), le dio un cauteloso trago.

—Además de esta locura, ¿otra? —preguntó Vallina rascándose la barriga, entre dos botones de la camisa.

—Otra que te encantaría, ropa interior de lencería fina de El Palacio de Hierro… Oye, hablando de ropa interior, ¿tu camiseta es de los Dallas Cowboys?

—¿Cómo supiste?

Héctor salió del despacho con el sobre, en el que Vallina, a pesar de su desgarbado estilo, enviaba un informe donde habría estudiado minuciosamente los papeles que Héctor le había mandado, y se despidió con un:

—Le debo dos.

Escogió para leer los papeles, una conferencia de Héctor Mercado sobre los orígenes del artículo 123 en el Centro Cultural Reforma. Sentado en la última mesa, sin hacer el mínimo caso al conferencista, se hundió en las tres apretadas hojas de escritura mecanografiada que Vallina le había entregado. La elección de oficina suplente no había sido arbitraria. Una vez metido en la historia, tenía que romper sus rutinas, no convertirse en un pichón; si iba a ser un blanco, lo que era muy probable, sería como el personaje de la novela de Ross McDonald que alguna vez había leído, un blanco móvil, y tan erráticamente móvil como podía ser un ciudadano del DF con imaginación.

Mientras el abogado se enrollaba con la historia del Congreso Constituyente del 17, Héctor se hundió en la historia financiera de Costa el mueblero, narrada por Vallina. El contador, había llenado de interrogaciones todos los puntos oscuros, que por cierto eran muchos. La historia podía resumirse del resumen así: hacia noviembre de 1977 el próspero mueblero Costa había empezado a manejar efectivo diez y veinte veces por encima de sus recursos normales. Colocó el dinero a su nombre en los negocios más variados. Casi parecía que su problema era encontrar en qué invertir el dinero que iba cayendo en sus manos. La lógica de las inversiones según Vallina, no se sostenía; al principio invirtió con mentalidad de mueblero: tiendas, una boutique. Negocios autosuficientes y simples, pequeños retoques, pequeñas ganancias, algo de inversión. Aparecían luego compras de oro, plata y joyas. Luego una compañía de aviación comercial, dos pesqueros, una embotelladora de refrescos. Todo en solitario, sin socios. Los ingresos que producía la creciente red de negocios se reinvertían casi de inmediato. Pronto el mueblero Costa tenía dinero, oro, plata, joyas e inversiones por más de doscientos millones de pesos. Había pasado un año y cinco meses.

Algo se aclaraba, el ataque cardiaco se lo produjo manejar todo aquel absurdo miniemporio que iba desde una dulcería en la Zona Rosa, a quince millones de pesos en centenarios en una caja de seguridad bancaria.

Vallina preguntaba al margen: «¿Dónde estaban los libros mayores?» Todo tenía que reconstruirse a partir de fragmentos. De actas notariales, notas de compra y venta y papelitos.

Otra nota al final confirmaba que Costa había sido en 77 y 78 un monumental evasor de impuestos.

Bien, era dinero negro. De una persona o un grupo. Captado con irregularidad. Las sumas de que disponía Costa para invertir variaban de uno a diez millones de pesos al mes, sin constancias. La elección de la provincia era sintomática: Guadalajara, Monterrey, el noroeste, Puebla, y los dieciocho negocios o empresas que estaban fuera de la capital caían en esa zona, o en esas tres ciudades. La relación entre inversiones, efectivo y valores en metálico o joyas, era equilibrada a tercios. Esto más bien parecía una forma que el mueblero había elegido para cubrirse.

El último dato: había entradas, pero no había salidas. Los que habían usado a Costa como banquero, no le habían pedido dinero nunca.

El viaje a Cuernavaca fue inútil, pero Héctor había intuido antes de hacerlo que así sería. Tan sólo fue para ver el rostro de Alberto Costa, y lo había visto. Durante quince minutos el detective y el menor de los Costa se habían estado mirando sin hablar. Héctor fumó un par de cigarrillos, habló con el médico y abandonó el manicomio.

Un taxi y de nuevo el autobús que se comió la carretera para llegar a la ciudad de México. No había quedado nada de esas horas. Ni siquiera conmiseración. Sólo extrañeza, lejanía. Alberto estaba en otro lado y Héctor no tenía argumentos para opinar sobre si ese otro lado era mejor o peor que el mundo que el muchacho de veinticinco años había abandonado.

Oscurecía cuando llegó a la ciudad de México, tomó un taxi y le dio dos direcciones en falso antes de animarse a pedirle que lo dejara ante un edificio en la colonia Nápoles. Tocó el timbre dos o tres veces y estaba a punto de dedicarse a pensar dónde pasaría la noche, cuando la portera que volvía con una bolsa de pan dulce, le abrió la puerta del edificio, le sonrió y le entregó una nota con todo y recado extra.

—La señorita está en Tequesquitengo, esquiando. Hace como un mes se fue, joven, pero me dejó esto para usted. ¿Usted es Héctor, no? Sí, cómo no, si lo recuerdo, el señor Héctor…

La nota era lacónica: «Estamos a mano, nadie está cuando lo buscan. Tú me enseñaste eso, güey. Yo.»

Usando el papel por la vuelta, escribió una más lacónica respuesta: «Ni creas que vine. Yo.» La metió en el sobre y se la encargó a la portera, que nada pendeja adivinaba su desconsuelo.

Pero no era desconsuelo. Era soledad vil y vulgar. Con media sonrisa rondándole, porque así eran los juegos. A veces había a quién llorarle en el hombro y a veces no. Si uno no ponía el hombro, justo era que el hombro deseado desapareciera cuando era necesario.

Sin darse cuenta, se encontró tomando un pesero que lo dejó a media docena de cuadras de su casa y terminó la tarde entrando en su departamento a pesar de las autorrecomendaciones de no cometer ninguna pendejada.

La capa de polvo no era demasiado espesa. No había tanta desolación como había esperado y casi se sintió defraudado. En siete meses, su departamento estaba obligado a volverse una ruina; pero no era así, resultaba evidente que tenía un aspecto más ruinoso cuando él lo habitaba. No había ropa por el suelo, los libros estaban razonablemente en su lugar, el polvo estaba regularmente distribuido y no anárquicamente amontonado como cuando tiraba los ceniceros al caminar medio despierto para abrirle la puerta al lechero o al de la basura. No había discos sin funda tirados, incluso la cama estaba hecha. ¡La mierda! Hacía cuatro años que no había visto su cama hecha.

Sintiéndose un fantasma, caminó hasta el teléfono. Un disco le informaba que estaba suspendido. Era un gesto de amabilidad de la compañía informar al que no pagaba y no sólo a sus amigos, que estaba suspendido el servicio; era un gesto doble además, porque quedaba el recurso de platicar con la voz, si se era suficientemente hábil como para meter las palabras en el lugar preciso:

«Hola / Lamentamos informarle / ¿Cómo estás chula, cuánto tiempo sin verte? / ralmente suspendido / suspendido tiene el culo, del espacio exterior chamaca /(silencio)… Lamentamos / no, por mí no lo lamentes…».

Y colgó. La locura no estaba en estas cosas. La locura era más sofisticada. Locura era hacer cena para dos cuando se vive solo.

En esas andaba cuando el timbre de la puerta sonó, y estaba tan contento, que les abrió sonriente a sus posibles asesinos, que aunque tenían la facha, no dispararon sino que se limitaron a devolverle la sonrisa e informarle que un viejo conocido suyo quería verlo.