XI

Muchos perseguidos pierden la facultad de reconocer sus propios defectos.

BERTOLT BRECHT

El golpe lo había enviado rebotando contra el banco de cocina que estaba a mitad de la alfombra. Revolviéndose buscó la pistola pero la funda estaba vacía, la había dejado con la chamarra en la cocina. Cuando el chaparro fornido le tiró una patada en las costillas, saltó a un lado y le gritó dentro de su cabeza a Anita para que no saliera del cuarto.

—Quieto, cabrón —dijo el güero de la cara tatuada por el acné.

Un tercer personaje, que traía un traje gris que le quedaba grande y una automática .45 en la mano entró y luego cerró la puerta cuidadosamente.

—¿Dónde la dejaste?

—En su casa.

—Míralo, qué rápido, ya sabe de qué hablamos, de manera que no vamos a perder el tiempo. ¿En qué casa?

Héctor se distrajo mirando el agujero de la automática y el güero le dio la prometida patada en las costillas. La embolsó como un saco, apenas sin hacer más que un ruido sordo, tragando el grito.

—¿En qué casa, pendejo?

—En la de Polanco.

—No es cierto, ahí no hay nadie. ¿Dónde la dejaste?

El chaparro moreno lo tomó del suéter y lo levantó del suelo, lo justo para darle una bofetada en la cara que lo mandó de nuevo rodando.

—Mira güey, abusado, ya le sacaste un ojo.

El chaparro se acercó y le tomó la cara con las manos. Luego rio.

—No es de a deveras, ha de ser de cristal, mira, ya no hay herida, la cicatriz es vieja.

—Pónselo de nuevo, pa’ que nos vea bien —dijo el hombre de la puerta.

—¿Qué te dijo la Rata de nosotros? —preguntó el chaparro mientras le entregaba el ojo, sin muchas ganas de andar manipulando con él. Héctor tiró el ojo de cristal a un lado.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó el detective para ganar tiempo.

El güero se acercó, tomó la banca de la cocina y la puso en pie de nuevo, se sentó y con la punta de la bota golpeó el pie de Héctor suavemente.

—¿Qué te dijo la Rata? Seguro te dijo que el dinero no era nuestro, que se lo entregaras a él.

Héctor arrancó un pedazo de la alfombra que sin saber cómo tenía en el puño crispado. Anita podía deslizarse del cuarto a la cocina y coger la pistola, pero tenía que lograr que ellos miraran hacia el lado del tocadiscos. Se levantó y trastabilló hacia el aparato. El chaparro moreno le cortó el camino.

—Nomás son dos cosas: ¿dónde está ella?, y, ¿qué te dijo la Rata? Ya ves mano, dos cosas sencillitas.

Luego le descargó dos puñetazos en rápida sucesión en el estómago. Héctor sintió que la tráquea se le había cerrado. Cayó de nuevo al suelo tratando de que el aire volviera a los pulmones. Anita nunca llegaría a la cocina.

—Quémale las patas, como a Cuauhtémoc —dijo el güero riendo.

Héctor rugió cuando logró que el aire rompiera el camino cerrado, boqueó y se acercó a la banqueta. El chaparro lo agarró de un pie y tiró por el zapato.

—Míralo, trae el calcetín roto, el pendejo.

Héctor lanzó el pie que tenía libre sobre la pata de la banqueta, el güero que intentó levantarse cuando vio el pie que volaba hacia él, ayudó con su impulso a la banqueta que saltaba y cayó hacia atrás dándose contra el tocadiscos. Héctor apenas pudo ver cómo le salía sangre de los labios, porque el chaparro le dio una patada en el muslo sin soltarle el pie.

—Ya háganlo en serio, chingá —dijo el hombre del traje gris que traía la automática en la mano y volteó cuando la puerta se abría; pero su reacción fue lenta porque una mano surgió por el espacio abierto y le dio con una plancha en la muñeca. Gritó mientras su pistola caía al suelo.

Tras la mano apareció el Mago, con la plancha en la mano y las llaves en la otra. El chaparro hizo un intento de llevar la mano a la cintura para sacar su pistola, pero soltó el pie de Héctor, quien aprovechó para desde el suelo empujarlo hacia la puerta con una patada, justo para que cayera en los brazos del Ángel que venía entrando.

Héctor giró la cabeza para ver al güero que con una navaja en la mano iba hacia él. Una mano enorme se apoyó suavemente en su hombro y lo hizo a un lado. El Horrores avanzó hacia el güero que comenzó a retroceder con la navaja moviéndose en pequeños círculos. El Horrores le tiró una patada voladora. Uno de los pies dio en el brazo y el otro en la barbilla. El John Lennon apócrifo salió botando hacia atrás. Héctor a sus espaldas oyó el crac cuando el cuello del chaparro musculoso cedía, ante la presión de la llave Nelson que aplicaba el Ángel. El Mago a su lado vigilaba con la plancha en una mano y la pistola en la otra, al hombre de gris que estaba desmayado en el suelo.

—¿Lo tiro, Héctor? —dijo el Horrores que tenía al güero levantado en el aire y lo llevaba hacia la ventana.

—Tíralo, mano.

El luchador sosteniendo del cinturón y de la camisa al güero que pataleaba y sollozaba, se acercó hasta la ventana.

—Me la tienes que abrir, Héctor, no va a pasar por un solo vidrio.

Héctor se acercó a la ventana y la abrió. La boca le sabía a sangre.

—Yo no vi nada, coño —dijo la voz del Mago a sus espaldas.

El güero gritaba a través de la ventana abierta. Héctor lo veía sin oírlo.

—Déjalo en el suelo, mano.

El Horrores arrojó al güero contra la pared, como quien arroja a una muñeca vieja. El cuerpo se estrelló con un sonido seco, tirando una foto enmarcada del barco del padre de Héctor. El detective avanzó dos pasos y se dejó caer entre los brazos del luchador. Luego caminó tambaleándose por el pasillo. Anita mordía la almohada, con los ojos desorbitados por el terror, para no aullar. Cuando Héctor le pasó una mano por el hombro desnudo, ella comenzó a gritar.

—¡Quise ir, pero no pude! ¡Te lo juro Héctor que no pude! ¡No te pude ir a ayudar! ¡No me pude mover!

—Ya. No pasa nada. Vístete, Ana.

Cuando oyó la sirena de la primera patrulla, Héctor fue al teléfono y se comunicó con Marciano Torres en el periódico. Por eso, el periodista llegó con un fotógrafo cinco minutos después que los dos patrulleros habían entrado en la casa pistola en mano. Anita había sido enviada a toda prisa a casa del Mago, y los tres asaltabancos estaban en la alfombra: el güero silencioso conmocionado, tal como había quedado cuando el Horrores lo arrojó contra la pared, el chaparro de pelo chino estaba muerto, tenía el cuello roto. El del traje gris tirado en un rincón, gemía sosteniéndose con una mano la muñeca rota. Los policías llamaron a otra patrulla, y ésta a una tercera. El vecindario se animó con las luces rojiazules centelleando. El fotógrafo del Unomásuno comenzó a sacar fotos con flash. Héctor se lavó la cara y buscó en su cuarto el parche para tapar el ojo. Cojeaba mucho más que lo habitual.

—Carguen a esos dos, y llévense al difunto a la ambulancia —dijo el sargento de patrullas que había tomado el control del asunto, revisado el cuarto, recogido las pistolas y el cuchillo del suelo; Héctor le había explicado que eran los miembros de la banda de Reyes y que habían venido a matarlo, pero que de casualidad… El policía lo dejó a media explicación y bajó a la patrulla. Diez minutos después, cuando Héctor y los dos luchadores se estaban tomando un refresco en la cocina con Torres, reapareció.

—El comandante Saavedra quiere hablar con usted —dijo.

—Mano, no te nos despegues por nada. Ya te contaré —le dijo a Torres.

Viajaron en la patrulla con la sirena abierta, seguidos por el coche de los periodistas y una segunda patrulla que llevaba a los dos asaltabancos sobrevivientes. La ciudad en medio de la lluvia, parecía más irreal que de costumbre.

Saavedra estaba sentado en un escritorio de metal. Era un hombre nervioso, con un tic que hacía que se le moviera levemente el lado izquierdo de la boca. Blanco de piel, medio calvo pero con el pelo de los lados bastante más largo de lo normal, los ojos azules y fríos; ligeramente pasado de peso para su metro sesenta y cinco. Llevaba un traje guinda y camisa blanca. El saco abierto al revolotear permitía ver la pistola enfundada en la cadera.

—Permítame felicitarlo —dijo extendiendo la mano de las dos sortijas. Héctor retuvo su propia mano derecha sosteniéndola con la izquierda.

—Perdone, pero debo haberme roto algún hueso en la pelea —dijo mirándolo fijamente.

—Hombre, haberlo dicho, para que se fuera a curar antes de venir por acá. No tenía tanta urgencia. Yo sólo quería…

El detective se dejó caer en una silla con ruedas. Cerca, rondaban Torres, su fotógrafo y los dos luchadores. Varios agentes contemplaban la escena. Otros dos fotógrafos, probablemente de guardia o al servicio de la oficina de relaciones públicas de la Judicial, dispararon sus flashes captando a un sonriente comandante Saavedra y un detective derrengado en la silla.

—Hemos estado persiguiendo a esos hombres durante varios meses. Son los restos de la banda que asoló al sistema bancario y cuyo jefe está encarcelado ya —dijo el comandante como si estuviera declarando ante los micrófonos—, y ahora este golpe de suerte nos los pone en las manos. Quiero, en nombre de los servicios y agentes que hemos estado asignados al caso, agradecer públicamente a los señores el valor civil que han mostrado.

Torres hacía como que tomaba notas, los fotógrafos dispararon de nuevo sus flashes.

—Los esperan para que rindan su declaración —dijo Saavedra y tras mirar fijamente al detective salió del cuarto.

—¿Qué está pasando, mano? —preguntó Torres a Belascoarán.

—Que él está metido hasta las orejas en la mierda.

—¿Saavedra?

—¿Quién si no?