Vienen tiempos nuevos sobre mí.
Sobre las ansias mías.
PIERO
—Jefe, hay un pinche romano muerto en el baño.
—Cuando acabe de mear, dígale que pase —contestó Héctor Belascoarán.
Una tarde suave, cálida, pachurrona, que no quería acabar de irse, colgaba de la ventana.
—Me cae de madre, no es guasa —dijo desde la puerta Carlos Vargas, tapicero y compañero de despacho del detective.
Héctor miraba las nubes que se desplazaban lentamente sobre el techo de su pedazo de ciudad.
—¿Trae lanza o no trae lanza?
—¡Me cae que está muerto!
Héctor se levantó del sillón de cuero donde había consumido la tarde y miró a Carlos.
El tapicero estaba apoyado en la puerta, la cara demudada y en las manos un martillo, con el que hacía molinetes.
Cojeando, un poco por una vieja herida y otro poco porque había perdido un zapato al levantarse, Héctor caminó hacia la puerta del despacho. Su mano izquierda fue al pelo, alborotándolo, como si quisiera con el gesto sacudir la modorra.
—¿Trae casco o no trae casco? —intentó una última broma, pero la rigidez de la cara de Carlos no varió.
¿Había un romano muerto en el baño?
Carlos abrió la marcha hacia el fondo del ruinoso pasillo, la luz de la tarde se filtró a través de la puerta mostrando las paredes descascaradas y pintadas de un verde maligno.
—Sí trae casco —dijo Carlos empujando la puerta del baño.
Sentado en la taza del escusado, un romano con la garganta cercenada miraba hacia el suelo.
La sangre escurría lentamente sobre el peto de latón, corría por la breve falda, recorría las piernas peludas y moría en una de las sandalias. A un lado del muerto estaba la lanza, y sobre su cabeza un casco con un penacho rojizo.
—No, me cae, ahora sí ya se pasaron —masculló Héctor mientras levantaba suavemente la cabeza del muerto tomándola por la barbilla. Un tajo de seis o siete centímetros recorría la garganta.
—¿Quiénes?
—Los cabrones que mataron a éste.
El muerto lo miraba desde sus cincuenta años, sus ojos saltones, su barba mal rasurada, su papada abusiva. No pudo evitar que un escalofrío le corriera por el cuello y la espalda a pesar de lo ridículo de la situación.
Al soltar la cara, la barbilla volvió a caer sobre el pecho cubriendo en parte el tajo que seccionaba la garganta. Héctor tenía la mano manchada de sangre; la limpió en la falda del romano.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
—Lo registramos —contestó Belascoarán.
Y metió la mano bajo el peto metálico lleno de dibujos de dragones y espadas. De la bolsa de una camisa que tenía las mangas cortadas para darle al romano aire de época, sacó algunas cosas.
—Unas llaves de carro, cien pesos, propaganda de una sastrería, un recibo de luz… —recitó mientras guardaba pieza a pieza el botín en el bolsillo de sus pantalones.
—Trae algo en los calcetines —dijo Carlos.
Héctor sacó una credencial enmicada de uno de los incongruentes calcetines cubiertos por las sandalias. La echó en el bolsillo sin verla.
—Vámonos, vecino.
—¿A dónde?
—A cualquier lado, esto no me gusta. No me pasa que maten romanos en el baño de nuestro piso.
El tapicero, martillo en mano, abrió la marcha hacia el despacho. Héctor lo adelantó.
La tarde se estaba marchitando. Buscó el zapato bajo el sillón, tomó la chamarra del perchero, sacó la automática .45 del cajón del escritorio y la puso en la funda sobaquera. Cerraron la puerta.
Entonces, el motor del elevador inició su ronroneo.
—¡Por las escaleras!
—¿No será Gilberto? —preguntó Héctor.
Los dos hombres se quedaron mirando la reja metálica. Desde el cubo del elevador, una canción rompió la mezcla de respiración contenida y ruido de motor. Una canción ranchera, cantada a todo volumen por una voz desafinada.
—Es Gilberto —dijo Héctor, Carlos afirmó.
—Quihúbo —dijo el plomero, tercer miembro de la extraña comunidad de aquel tercer piso de Artículo 123, al abrirse las puertas del elevador.
—Vámonos —dijo Héctor.
—Qué prisas, uno viene llegando con ganas de chambear, y luego dicen que uno es huevón, que no quiere… —intentó argumentar Gilberto mientras sus compañeros de despacho lo empujaban hacia dentro del elevador y apretaban el PB.
—Hay un romano muerto en el baño —dijo Carlos.
—¿De los romanosmocos? —preguntó solícito Gilberto Gómez Letras.
—De los de una pinche rajadota de acá hasta acá —contestó Carlos señalando gráficamente la garganta.
—No mame, seguro que se traen una movida… Deje ver, contrataron una secretaria sin que yo lo supiera y se la estaban tirando por turnos…
Héctor, silencioso, se apoyó en la esquina del elevador. ¿Quién querría involucrarlo en un asesinato y por qué? ¿Qué mamada era esa de matar a alguien vestido de romano? Eso no se podía hacer.
—… y seguro que la secretaria se llama Graciela Putricia.
La puerta del elevador se abrió, los tres hombres salieron a la calle, Gilberto tratando de convencer a sus compañeros de que le permitieran subir para conocer a la secretaria nueva.
Sorteando los coches, cruzaron hasta el café de chinos de enfrente. Héctor escogió un apartado desde el que se pudiera ver la entrada del edificio. Comenzaba a oscurecer.
—Dos cafés con leche, donas y un chocolate… —pidió Héctor. El dueño del café asintió—. Y déjenme pensar tantito —dijo el detective.
—No es broma vecino, hay un romano muerto allá arriba.
—¿Y no hay romanas?
—Usted no es fino, usted puras putonas de las de Nezahualcóyotl, las romanas sólo para gente con categoría.
El tráfico en la calle arreciaba. Entre los coches dos boleros jugaban al futbol con una pelota de papel.
—Ahí va entrando el Gallo, deténganlo y tráiganselo para acá —dijo Héctor. El tapicero, que ocupaba el asiento exterior del reservado, se lanzó a la calle; un coche frenó ruidosamente.
Un instante después, el ingeniero en cloacas Javier Villarreal, alias el Gallo, compartía el reservado con sus tres vecinos.
—¿Qué dice este pinche loco de un romano muerto?
—¿Me cree si le digo que hay un romano muerto en el baño? —dijo Héctor.
—Qué me queda… En dos años que llevo en esa oficina ya me tocaron dos tiroteos, una caja de refrescos envenenada, la fiesta de un kindergarden; que don Gilberto subarrendara el despacho para que ensayara un conjunto tropical, y que un viejito tratara de darme una puñalada… Romanos más o romanos menos…
—¿Y está bien muerto? —preguntó Gilberto.
—Un chocolate con donas —pidió el Gallo.
En las primeras horas de la mañana, un mensajero en motocicleta llevó hasta la casa de Héctor Belascoarán Shayne un sobre color manila. Recibió una propina y se fue. Héctor quedó con la puerta del departamento abierta, los ojos aún turbios, y el sobre en la mano.
Después de tomarse dos jugos de toronja manufacturados con polvito verdoso, se sentó ante la mesa de la pequeña cocina y abrió el sobre: media cuartilla con un recado escrito a máquina: No te metas, un boleto de avión para Nueva York a su nombre, y una foto de polaroid donde se veía nítidamente un hombre con la garganta destrozada por una navaja.
Otra vez la muerte.
Perdió diez minutos buscando la cajetilla de cigarros, hasta hallarla bajo la almohada, cerró la puerta de la casa, que se había quedado abierta, y volvió a la mesa de la cocina a ver la foto.
Las primeras horas de la mañana lo desconcertaban, estaban tan huecas, tan torpes, llenas de una sensación de irrealidad, que lo hacía desconocerse.
El muerto en la fotografía era más joven que el romano, sin embargo, tenía el pelo grisáceo en las sienes, cortado a cepillo y una cara cuadrada con la mandíbula dura. No se podía apreciar más porque la cabeza estaba lanzada hacia arriba a causa de la cuchillada. Lo habían sentado en una silla y tenía las manos atadas al respaldo con algo que no parecía cuerda, sino más bien un alambre.
Un policía, pensó Héctor sin saber por qué; quizá por el pelo a cepillo, o por el traje gris mal cortado, que vagamente le sugerían la imagen de la policía secreta, de los porteros de hotel de lujo, de los prestamistas en la entrada del Monte de Piedad.
¿Y qué demonios tenía todo esto que ver con él? No estaba metido en nada, llevaba dos meses de contemplación cuasibudista de las calles del centro de la ciudad, dando interminables paseos, hurgando en las vecindades, regateando en las librerías de viejo, viendo las nubes o el tráfico desde la ventana de la oficina. Dos meses a la espera de algo en lo que mereciera la pena poner la vida. Y ahora esto: dos muertos y un billete de avión a Nueva York para que no metiera las narices en la historia. Pero, si no querían que metiera las narices en la historia, ¿para qué le ponían al romano en el baño y le mandaban la foto del otro?
Mientras se bañaba con agua fría, porque el calentador de gas no funcionaba, tomó una decisión insospechada para tratarse de él: decidió esperar un día más antes de optar por hacerse a un lado o meterse en la historia. Dos minutos más tarde había cambiado de opinión.
—¡Que se vaya a Nueva York su puta madre! —dijo estremeciéndose por el frío.
Cautelosamente, recorrió el pasillo y abrió la puerta del baño sólo para descubrir lo que resultaba evidente (quién sabe por qué, quién sabe cómo, pero evidente al fin y al cabo): que el romano había desaparecido. Quedaba la huella parduzca de la sangre, y un olor vago que Héctor Belascoarán Shayne, detective independiente, atribuiría desde entonces al olor que va dejando tras de sí la muerte.
Cerró la puerta y contempló a sus tres vecinos que esperaban curiosos en la puerta del despacho situado al final del pasillo y cerca de las escaleras.
—No está. Se fue —dijo lacónico y avanzó hacia el despacho.
—Y yo que nunca lo vi —se quejó Gilberto.
—Era un romano medio chafa, traía calcetines —observó el tapicero.
Héctor dejó a los dos hombres en el pasillo y entró al despacho.
El día anterior había montado guardia hasta las doce de la noche desde el café de chinos porque estaba seguro de que algo así iba a ocurrir, pero el sueño lo había vencido y se había retirado. Después de todo, era un motivo para ponerse contento, la intuición le funcionaba.
Tomó la chamarra del perchero y se dispuso a salir cuando sonó el teléfono. El Gallo Villarreal levantó la vista de su restirador, donde estaba dibujando una mujer desnuda sentada en un taburete, y se quedó mirando el aparato.
—¿No es muy temprano para que esté aquí, ingeniero?
—Vine a ver al romano.
—Se la peló, lo lamento —dijo Héctor tomando el auricular.
Al otro lado de la línea, su hermana Elisa lo invitaba a comer. Dijo que sí sin pensarlo dos veces y salió a la calle.
El frío le dio suavemente en la cara al llegar a la entrada del edificio y se le tensó un músculo facial, cerca de la cicatriz que cruzaba el ojo inútil resultado de un viejo combate. Siempre ahí, siempre recordando lo cerca que se podía estar, lo fácil que era irse a la mierda, lo culero del país y del oficio.
Metódicamente recorrió los posibles testimonios sobre la fuga del cadáver romano. Fracasó en la tienda de discos, con doña Concha, la mujer que lavaba las escaleras del edificio, con el chino del café, y triunfó al interrogar a Salustio, el tuerto del puesto de periódicos de la esquina.
A las seis de la mañana habían sacado del edificio una caja, «como de refrigerador chico», entre dos hombres y la habían cargado en un camión de mudanzas. A la misma hora que llegaba a su casa la foto del segundo muerto. No hubo descripciones de los hombres, ni señas particulares del camión. El tuerto se disculpó.
—Con un ojo nomás, se ve de la chingada a las seis de la mañana, tocayo, y peor tantito si lo trai uno nublado del pedo de anoche.
Héctor decidió sumarse al torrente humano y ver si las ideas se ordenaban al ritmo de los pasos. Encendió un cigarrillo y comenzó a trotar por el centro de la ciudad.
¿Qué estaba pasando? Si no querían que se metiera, para qué le mandaban muertitos. ¿Qué chingaos estaba haciendo el romano en todo esto?
—¿Iztapalapa? Era diciembre el mes y no Semana Santa, no había conexión.
Cruzó la Alameda mirando a un globero y a dos niños que lo seguían. Al llegar a avenida Hidalgo se acercó a la bola que estaba contemplando cómo un cortocircuito en el motor había incendiado una panel de la policía.
Dos agentes uniformados trataban de apagarla sin que nadie se ofreciera voluntario para echarles una mano. Ah qué los mexicanos, mirones y malosos con la ley, pensó cuando la panel estalló en medio de un bellísimo fuego de artificio. Los mirones, que sumaban cerca de un centenar, aplaudieron y luego comenzaron a retirarse ante las miradas de odio de uno de los policías, que traía un máuser en las manos.
—Tuvo buena la explosión —dijo un vendedor de lotería.
Héctor asintió.
—Lástima que no volaron los dos culeros esos —dijo un preparatoriano cargado de libros que pasó veloz a su lado para tomar el camión.
—Lástima —dijo una vendedora de elotes a la que los dos policías estaban extorsionando cuando se inició el fuego y que recuperaba el carrito encargado con dos niños.
—Lástima —repitió Héctor. Encendió otro cigarrillo y se fue a comer.
—Tú lo conoces mejor que yo, dime si me tengo que preocupar o si me tiene que valer sombrilla.
—Yo no conozco un carajo, me deja siempre frío, él y sus cuates hablan en una clave que no entiendo. Son dueños de cosas más grandes de las que yo tengo. Yo no tengo nada…
—Ya párale o abro la ventanilla del departamento de quejas —dijo Elisa que sostenía la conversación mientras traía a la mesa platos, vasos, saleros, pan, servilletas de papel y dos platos con un estofado de carne oloroso y saludable—. Héctor se rio francamente por primera vez en un par de días. Se le estaba quedando la boca chueca de mantener el humor controlado con una media sonrisa.
—Además de que está bebiendo, ¿qué pasa?
—Eso pasa. ¿Por qué bebe?
—No le des vueltas, Elisa, hermanita, ¿tú piensas que trae broncas? Dime lo que crees y no andes dándole rodeos.
—Tiene algo muy jodido entre las manos. Lo he visto dos veces esta semana y las dos veces lo vi triste, apagado. Una de ellas medio bebido. Fui otra vez a su casa y estaba dormido y bien ahogado, apestaba a ron el cuartito. No me gustó.
—¿Estás segura?
—No me atreví a decir nada, ni a meterme… Soy una pendeja, no le tengo confianza a mi hermano para hablar con él.
—A mí me pasa lo mismo contigo, idiota.
Elisa abrazó a Héctor.
Las pecas le brillaban con la luz del sol que entraba de refilón por la ventana del pequeño departamento.
—Lo invité a comer, dijo que no podía, pero que lo esperáramos para el café.
—Yo valgo paraguas si tú vales sombrilla. Seguro que no…
El timbre sonó cuando estaban tomando café y recordando las tardes infantiles en la vieja casa de Coyoacán, con el viejo Belascoarán contando una versión socializante de la biografía de Wild Bill Hickok.
—¡Jefe! —aulló una sombra rubia y pecosa que se lanzó desde la puerta a los brazos de un desconcertado, tímido, pero alegre Héctor Belascoarán Shayne.
Tras Marina, entró Carlos Brian, el hermano. Con tres o cuatro años menos que Héctor había conservado violentamente los rasgos irlandeses de la familia materna, señalados en una mata de pelo rojo y unos ojos extraordinariamente azules. Extraordinariamente azules y extraordinariamente cansados, pensó Héctor mirando por segunda vez a su hermano mientras intentaba que Marina se descolgara de sus hombros.
—Caramba, el hermano mayor —dijo Carlos dándole una suave palmada en las mejillas.
—¿Hace cuánto, jefe?
—Dos años ya, compañerita.
Entraron a la pieza que servía como comedor y recámara de transeúntes ocasionales. Elisa había ido a la cocina a preparar más café.
—Y ahora, ¿qué estás haciendo, hermano? —preguntó Carlos.
—Lo peor es que no lo sé.
Héctor dudaba entre lanzarse a explicar las historias del romano muerto en el baño de la oficina y el desconocido de la fotografía, o hundirse en el habitual mutismo.
—¿Ustedes qué hacen? —optó por salirse del ring.
—Un niño —dijo Marina mostrando la naciente barriga hinchada por el embarazo.
—¿En serio? —preguntó Elisa que entraba con una cafetera humeante.
—En serio —dijo Carlos. Héctor sacó sus Delicados largos con filtro y encendió uno.
Voy a ser tío, pensó. No tenía ganas de sumergirse en la vida de Carlos, no quería más problemas. Repentinamente se dio cuenta de que él también estaba cansado. ¿Cansado de qué?, se preguntó.
—Yo también estoy cansado —dijo, como si alguien gracias a esa declaración fuera a proporcionarle una respuesta.
—¿Tú y quién más? —preguntó Carlos.
—Y tú evidentemente —salió al quite Elisa.
—Ya me voy, si va haber ping pong familiar cojo mi cachucha y me escapo.
—Échale la bronca de frente, Elisa —dijo Héctor tomando una taza de café, sosteniéndola suavemente, huyendo de los ojos de su hermano.
—¿Yo? ¿Soy el objeto de la reunión familiar? —preguntó Carlos riendo—. Creí que eras tú —dijo, señalando a Héctor.
Marina se había sentado en una esquina del cuarto, sobre la alfombra.
—También podría ser yo —remató Elisa, que contemplaba sonriente a Marina.
—¿Qué pasa? —preguntó Marina.
—Creo que somos una familia rara —dijo Héctor.
—Lo que son, es una punta de culeros —dijo Marina.
Mientras los cuatro sorbían el café, se hizo un largo silencio. En la calle un niño arrastraba un carrito y el rechinido caía a través de los cristales sobre ellos.
—¿Pasa algo, verdad Carlos? —preguntó Elisa—. Aparte del niño, claro.
—Ajá.
—Cuéntaselos, coño, parece que no les tienes confianza —dijo Marina mirándolo a los ojos.
—Otra vez, hoy no tengo un buen día —se puso en pie—. Gracias por el café, hermanita. ¿Vienes? —le preguntó a Marina mientras salía.
Ésta se puso en pie, besó a Elisa, tomó y acarició la mano de Héctor.
—Hasta luego, jefe. Ya sabes, cuando vuelvas a necesitar secretaria, estoy puesta y sin empleo.
Salió dejando la puerta abierta. Héctor se quedó mirando en silencio el pasillo y pensando que los quería bien.
—Parece que fracasó la conversación familiar —dijo Elisa—. ¿Más café?
—No, tengo que despejarme. ¡Vamos a ser tíos! ¿Te das cuenta?
Quizá porque sabía que la soledad no mataba, que tan sólo los solitarios se morían, Héctor había aprendido a moverse por la ciudad prendido en un intenso monólogo interno, al que iba engrapando pedazos del paisaje urbano, adornos navideños, rostros, voces, ruidos, manchas de color, impresiones.
Sin saber cómo, volvió al centro de la ciudad, en hora de tiendas, compras, claxonazos, luces y más luces. Se sentía arropado en el tumulto; anónimo en el bullicio concentraba su fuerza en el interior de su cabeza. Al pasear por Donceles descubrió a un viejo que tocaba Veracruz al clarinete, en el interior de loncherías y bares. Tomó un refresco en una lonchería mientras gozaba la canción y contemplaba la cruel relación entre el músico y su público. Lo siguió, al terminar la pieza, al interior de una cantina. El viejo volvió a entonar Veracruz. Nuevamente la misma impasibilidad en los rostros de los involuntarios espectadores. El viejo no estaba allí, nunca había estado allí. Lo siguió al interior de una ostionería veinte pasos más hacia San Juan de Letrán. Y luego a un expendio de jugos.
Por cuarta vez el ciego pasó el sombrero ante Héctor y éste por cuarta vez dejó caer unas monedas de a peso, las últimas.
—Perdone, ¿nomás se sabe Veracruz?
—No, me sé otras, pero de allí era una novia de la que me estoy acordando seguido —dijo el viejo.
Héctor renunció a seguirlo; ya no tenía más que un billete de a quinientos, y se negaba a oír la música sin cooperar. Pasó al lado del hombre que iniciaba nuevamente la tonada con un clarinete prófugo de épocas mejores, de mejores recuerdos. En el expendio de jugos, nadie hizo mayor caso de la música, pero a cambio había una buena cola pidiendo agua de tejocote, que estaba de estreno, por lo visto.
¿Cuántas cosas no sabe uno?, se dijo Héctor a raíz del descubrimiento de lo del agua de tejocote, y enfiló hacia Artículo 123 para meterse en la oficina.
Cuando subía a pie las escaleras del edificio sintió cómo llegaba el cansancio de las horas pasadas trotando por la ciudad.
—La casa está tranquila, vecino —dijo el ingeniero Villarreal, alias el Gallo, sumido en sus planos.
—¿No trajeron a un muertito vestido de Netzahualcóyotl?
—Parece que hoy estamos de vacaciones.
Héctor caminó hasta el sillón y se dejó caer sobre él. Los resortes repitieron el sabroso crujido de los últimos meses al adaptarse al cuerpo. Coño, cómo se deja querer este sillón, pensó Héctor.
¿Qué está pasando?
Héctor se sumió aún más en el cuero viejo. El aire estaba impregnado de humo de los puros jarochos que fumaba el Gallo. Allá afuera, la dulce noche. Aquí el despacho acogedor, dos muertos rondando por ahí. Mucha paz para dos fantasmas. Héctor no quería pensar. La frontera de las ideas estaba en rememorar la forma como se balanceaba el viejo que tocaba Veracruz, cómo desafinaba el clarinete, el sonido metálico en medio de los ruidos del tráfico, la melodía dulzona y contagiosa.
—Usted dígame, usted es científico…
—Yo nomás soy científico para los cálculos de la red cloacal, para lo demás soy ojo de buen cubero.
—Yo soy ojo parejo, mi buen… Me metí a detective porque no me gustaba el color que mi mujer quería para la alfombra. El diploma me lo dieron por trescientos pesos, y nunca leí novelas en inglés. Cuando alguien habla de huellas dactilares me suena a propaganda de desodorante; con la pistola nomás le doy a lo que no se mueve mucho, y sólo tengo treinta y tres años.
—Que sean por mucho tiempo, vecino.
—¿El qué?
—Los treinta y tres años.
Se hizo una larga pausa. Héctor encendió un cigarrillo.
—No entiendo nada —dijo y aventó al suelo el cerillo, renunciando a la opinión científica del ingeniero.
Se estaba volviendo muy hablador. Le gustaba más su viejo estilo, el silencioso y enigmático Belascoarán Shayne. La otra cara del despistado, desconcertado, sorprendido Belascoarán Shayne. La cara para mostrar. Porque después de todo, uno es cazador de imágenes. De la propia imagen. A veces caza bien y obtiene un material consecuente, cálido, próximo a la realidad. A veces se pasa las noches prendido a una ilusión, persiguiendo una sombra. A veces la sombra lo encuentra a uno y todo se fue a la goma. La única posibilidad de sobrevivir era aceptar el caos y hacerse uno con él en silencio. Tomarse a broma, tomar en serio la ciudad, ese puercoespín lleno de púas y suaves pliegues. Carajo, estaba enamorado del DF. Otro amor imposible a la lista. Una ciudad para querer, para querer locamente. En arrebatos.
De todo esto y de más (frío, música ranchera que subía de la tienda de discos, techos de autobuses que pasaban ante los ojos sin acabar de registrarse) se alimentaba la cabeza de Héctor mientras contemplaba la calle desde la azotea del edificio de Artículo 123. Había subido a perseguir la noche, a fumar un cigarrillo viendo desde arriba, a tomar distancia.
Había que esperar. Los asesinos tendrían que dar la cara alguna vez. Tiró el cigarrillo y contempló gozoso cómo suavemente descendía la débil brasa, la pequeña manchita de luz que bajaba lentamente los seis pisos.
—Se llama Rataplán —dijo la muchacha de la cola de caballo. Héctor, que había salido de la cocina con el cuchillo cebollero en la mano izquierda y dos huevos en la derecha, no supo bien a bien qué hacer con el diminuto conejo que le ponían en las manos.
Ante él, sonriente e impávida, tarareando el tema de Casablanca, la muchacha de la cola de caballo le tendía un pequeño conejo negro.
—¿Es macho o hembra? —preguntó el detective sin apartarse de la entrada y bloqueando el paso.
—Macho, obviamente, güey. Sería incapaz de traerte una coneja.
—Entonces, pasa.
Héctor le dio la espalda y caminó hacia la cocina.
—Pon el disco que ya está, sólo ponle la aguja en la segunda canción.
—¿Qué es?
—Jerry Mulligan.
El aceite humeaba, las cebollas estaban más que tostadas. Sacó un poco de aceite y cascó los huevos encima. Ya se había jodido la tortilla, pensó.
Los fracasos separan, el miedo ahuyenta las ganas de probar y llama al miedo, la vida corre. En todo eso había que pensar, pero Héctor no quería lamer los labios de la herida y se dedicó a mascullar mientras la tortilla se iba haciendo lentamente. En la sala, la muchacha de la cola de caballo había logrado prender el desvencijado tocadiscos y Mulligan tomaba el viento por asalto con su saxofón, para todo aquel que lo quisiera oír.
—¿Quieres que me vaya?
—¿Qué?
—Que si quieres que me vaya —preguntó asomando la cara por la puerta de la cocina.
Héctor dudó.
—Sí.
—Te dejo el conejo —dijo la muchacha y desapareció.
Héctor escuchó el sonido de la puerta y luego, salió a buscarla, a gritar sin gritar que no se fuera, a sofocar las ganas de tomarla del brazo y detenerla. Y la tortilla se fue a la mierda quemándose más allá de todo arreglo.
—¿Sabes qué? —preguntó Héctor.
El conejo lo miró un instante y luego se dedicó a roer una bota.
—Que ya no la voy a hacer con ninguna mujer.
El conejo levantó la vista ante tan macabra declaración y alzó las orejas.
—Que ya no voy a poder sostener relaciones estables con nadie.
El conejo lo contempló con una mirada adusta.
—Y sabes lo peor, que yo ya lo sé.
El conejo se dio la vuelta y meó la alfombra.
Héctor sonrió, se rio, y se puso a llorar.
Tenía dos muertos, una credencial enmicada, una factura de luz, una foto del segundo cadáver, la posibilidad de rastrear la agencia de mensajeros con la que se la habían mandado, un boleto para Nueva York. Y para de contar. No era mucho, pero era mucho más que estar llorando en una esquina del cuarto mientras la casa se ventilaba y despachaba a la calle el olor de la tortilla quemada. Si se hubiera puesto a trabajar de inmediato, hubiera ganado un día, en lugar de permanecer a la espera de quién sabe qué extraños acontecimientos.
Puso el tocadiscos a todo volumen y comenzó a pensar. Mulligan de nuevo transmitía una caricia suavemente peluda a los oídos. Como el conejo, si supiera tocar el saxofón.
La credencial decía:
LEOBARDO MARTÍNEZ RETA
y acreditaba a las tres palabras como benefactoras de los dudosos descuentos de las tiendas del ISSSTE. ¿Por qué tenerla en el calcetín? No daba datos sobre el origen, el empleo o la ocupación del hombre. Ni siquiera era evidente que Leobardo fuera el romano degollado. Podía habérsela encontrado en el suelo y por eso la traía en el calcetín. La factura de luz era de una carpintería en la calle Bolívar, por el número 250, una carpintería situada en los altos de una casa, y el consumo era bajo.
Una pregunta lo estaba molestando profundamente. Si se habían tomado la molestia de retirar el cadáver del romano, ¿por qué no le habían quitado el recibo y la credencial después de matarlo? La agencia de mensajeros era tiempo perdido, desechó la idea de rastrear por ahí. El boleto tenía una fecha: mañana a las doce de la mañana.
Una buena hora para irse a Nueva York. Una buena hora para no irse a Nueva York. Mulligan era dueño del aire, el conejo de la alfombra: ¿Qué comían los conejos? ¿Qué comían los saxofonistas? ¿Qué comían los romanos muertos? ¿Qué, los detectives que habían quemado a lo pendejo su tortilla?