IV

La mente exaltada, el corazón alegre: comienza la jornada vida jugada.

ROY BROWN

La violencia del metro acabó por despejar la borrachera del detective y transformarla en un sordo dolor de cabeza. En la estación Hidalgo su vagón fue asaltado por una turba de ciudadanos, que en otras condiciones lo serían. La horda arrojó y comprimió a los pasajeros que ya venían en el vagón. Héctor quedó con los pies en el aire, prensado entre dos oficinistas y un jugador de futbol americano que perdió su casco y su bolsa en el caos. La salida en la estación Bellas Artes fue un prodigio de juego rudo. Los del interior del vagón lanzaron a los de las primeras filas hacia atrás y usando hábilmente los codos abrieron una brecha en la muralla humana que trataba de impedirles el paso. Una policía femenina fue sobada por cien manos mientras gritaba: ¡Antes de entrar dejen salir!

Si un detective privado soportaba el metro una docena de veces al día no necesitaba más ejercicio, pensó Héctor, y se propuso sugerir al entrenador nacional de futbol que trajera a sus muchachos al metro al menos un par de veces por semana como prólogo a los juegos en Centroamérica.

Caminó en el tráfico y el neón de San Juan de Letrán gozando la suave brisa de la noche. Otra vez el encanto de la ciudad lo perseguía en medio del dolor de cabeza y el mal sabor de boca.

La Fuente de Venus estaba aún cerrada. En una docena de fotografías bajo una cristalera, las vedettes Suzane y Melina mostraban abundante nalga, una de ellas vestida de Cleopatra y rodeada de romanos (¡!). A la izquierda y un poco atrás de la segunda foto (donde Melina se quitaba una falda hecha de pedacitos de metal), don Leobardo lucía su toga y su casco, su peto y su lanza. El primer misterio se había develado.

—Están buenas, ¿verdad, jefe? —dijo un mozo que metía un diablo lleno de cajas de refresco al interior del cabaret.

—Quiero hablar con el propietario —contestó Héctor.

—Si quiere que le haga la balona con las viejas, no se va a poder… Además no hay pedo, con un milagro se caen… Hasta llevan el traje de Clipatra y todo.

—Tengo que tratar un negocio con el propietario.

—Se la peló, joven. Lo mataron al güey.

Héctor cruzó la calle y se dirigió caminando hacia la oficina. El cabaret abriría dentro de dos o tres horas y necesitaba su sillón para reflexionar.

En el despacho había luz, el Gallo estaba trabajando en sus mapas de la red cloacal de la ciudad de México; la ventana abierta, la luz de la calle iluminaba su escritorio lleno de papeles arrugados.

—Quihúbole mi detective callejero.

—¿Qué pasó mi estimado ingeniero?

—Tengo un recado de Carlos el tapicero para usted. Cuando llegué hace como dos horas, él salía para su casa, y me dijo que anduviera buzo, que toda la tarde se la pasaron rondando por la oficina un par de güeyes que no le latieron ni tantito, jóvenes de lentes oscuros los dos. Una vez entraron y preguntaron por usted.

Héctor caminó lentamente y se dejó caer en el sillón. Con las dos manos se frotó los ojos tratando de disipar el dolor de cabeza.

—¿Qué pasa? Está todo reconfuso, ¿verdad?

—Algo hay de eso, ingeniero.

Tenía los nombres de los dos muertos, pero no sabía qué tenía que ver él en el asunto. ¿Por qué le habían enviado un cadáver y la foto del otro? Es más, ¿por qué los habían asesinado?

Le dio vueltas a todo en la cabeza:

1. Era un cebo, una trampa. ¿Para qué? ¿Por qué?

2. Había alguna relación entre los muertos y él que aún no descubría.

3. Era un error.

Todo podía venir del pasado, de los últimos años. Podía… En medio de la neblina una idea comenzó a surgir en su cabeza. Quizá. Los carpinteros habían hablado de un tercer hombre en el grupo de amigos, el guardaespaldas de Zorak, él podía saber, si a estas alturas no era cadáver, qué estaba pasando. Y Zorak, esa presencia absurda que parecía estar en el nudo de la historia de los dos degollados, había dejado a una viuda, la señorita S. Ahí estaba otro cabo para tirar y podía tirar de él. Estaba el boleto de avión desaprovechado, que podía tener un comprador, y si no lo tenía, al menos había decidido pedir que le devolvieran el dinero. Era una buena broma, una justa broma.

—Ingeniero, me voy a un cabaretucho de San Juan de Letrán. Vuelvo. Si ve usted algo raro, encienda la lámpara que hay en mi escritorio y que se ve desde la calle.

—Servidor de usted… ¿Va a haber bronca?

—Nunca se sabe, no sea la de malas y le vean cara de romano.

El Gallo se rio y Héctor salió a la calle.

—La única, la inimitable Melina. La dueña de un cuerpo que hará que les chorree la baba hasta el piso y se resbalen en el charco, la ondulante reina de la noche de San Juan de Letrán.

Fuera cierto lo anterior o no, Héctor aplaudió a rabiar compitiendo con los vecinos de la mesa de al lado. Las luces pálidas del cabaret dieron paso al flash violento de un reflector, que hizo que los vasos chocaran más fuertemente para luego ser apagados por la batería del conjunto que acompañaba a Melina.

Melina, vestida de Cleopatra y rodeada de tan sólo tres romanos (tres, no cuatro), apareció en el pequeño escenario. Cuando los aullidos de los treinta o cuarenta parroquianos que llenaban las mesas descendieron, la mujer avanzó unos pasos, la batería cesó su repiqueteo.

—Tengan paciencia un momento, mis queridos amigos —nuevo aullido— pero es que ahorita tengo que hacerles un aviso que es en serio… De a deveras serio y que a nosotros los que trabajamos aquí nos ha causado un gran dolor. Se murió don Agustín Salas, dueño de La Fuente de Venus, el hombre que nos ha impulsado en nuestra carrera artística, a todos nosotros— sorbió una lágrima mocosa y prosiguió—, don Agustín, que ha pasado a mejor vida junto con su amigo Leobardo, que hacía de romano por el puro placer de estar en el chou, de compartir nuestras alegrías— señaló hacia los otros tres romanos indudablemente solitarios sin su compañero— y nuestras tristezas. Pero así es la farándula, unos vienen y otros se van, unos triunfan y otros fracasan y estoy segura de que don Agustín hubiera querido que el chou continuara— levantó los brazos, nuevo aullido—. ¡Ahí vamos! —repique de batería y romanos tomando su lugar.

Héctor, mientras las luces se apagaban, dedicó unos instantes a precisar quiénes podrían ser sus compañeros de pachanga. ¿Quiénes los tres hombres de corbatas chuecas y pelo negro y ondulado que ocupaban la mesa de al lado? ¿Quiénes los dos tipos de portafolios que se disputaban a una mujer de falda diminuta sentada entre ambos? ¿Burócratas? ¿Policías secretos, auxiliares, judiciales, especiales, bancarios, preventivos, de tránsito, federales? ¿Locatarios de La Merced? ¿Prestamistas? ¿Dueños de tlapalerías, de carnicerías, de refaccionarias automotrices? ¿Abarroteros? ¿Distribuidores de droga en chico en las puertas de una prepa? ¿Guaruras? ¿Choferes de funcionarios?

Melina terminaba el baile de Cleopatra quitándose la corona de diamantina y arrojándola al público, lo demás se lo había quitado ya hacía rato. Las luces se fueron nuevamente y los tres camareros de La Fuente de Venus se lanzaron sobre las mesas a seguir introduciendo nuevas botellas de whisky adulterado, coñac de contrabando adulterado, brandy mexicano adulterado de origen y ron.

—¿Y ahora quién es el dueño? —le preguntó Héctor a uno de los meseros.

—Sepa. Chance un primo de don Agustín, o alguien así. De aquí nadie sabe. Seguimos chambeando y punto…

—Oiga, y el otro amigo de don Agustín y de Leobardo, el que era cuate suyo desde la época de Zorak —insistió Héctor sosteniendo de la manga al mesero que intentaba irse.

—¿El Capitán Perro? Hace días que no viene.

—¿Cómo se llama de a deveras el Capitán Perro? —el mesero se zafó de la presión de Héctor sobre su brazo.

—Pregúntele a Melina, a ella le andaba cayendo antes.

La vedette mientras tanto iniciaba un nuevo número en el pequeño escenario. Vestida con un traje largo muy escotado y con un enorme yoyo en la mano invitaba a los parroquianos a cantar con ella: «Melina préstame el yo-yo-yo, Melina préstame el yo-yo-yo».

Los parroquianos corearon rápidamente la canción mientras Melina trataba de que el yoyo gigantesco subiera y bajara y hacía algunos pasos de baile no muy precisos.

—Le cuesta un cien —dijo el mesero al pasar a su lado. Héctor apuró el refresco que se estaba tomando y preguntó:

—¿Un cien, qué?

—Por ahí anda el Capitán Perro, acaba de llegar.

Héctor sacó dos arrugados billetes de cincuenta de la bolsa del pantalón y se los pasó al mesero. Éste se puso de espaldas y en voz baja dijo:

—El que está parado cerca de la puerta de la luz roja.

Héctor miró hacia donde indicaba el mesero. Iluminado por un foco rojo muy suave, apoyado en la puerta que daba acceso a los camerinos, contemplando a la vedette, un hombre de unos cuarenta años escasos, con un traje negro y corbata blanca, bigote florido, encendía un cigarrillo. Héctor se puso en pie y llamó al mesero para pagar la cuenta sin perder de vista al personaje. Melina terminaba la canción del yoyo oscilándolo entre los parroquianos de las primeras filas. El Capitán Perro dirigió la mirada distraído hacia la sala y sus ojos tropezaron con los de Héctor. Su cara se transfiguró y una línea de tensión cercó sus ojos. Arrojó el cigarrillo al suelo y salió por la puerta tras mirar por última vez hacia el detective. Héctor recogió el cambio y comenzó a sortear a los parroquianos y camareros.

La puerta daba a un pasillo mal iluminado con dos puertas de cada lado y una de metal gris al fondo. Una de las puertas laterales se abrió para dar paso a la otra vedette del show. Traía por atuendo total un pequeño casquete lleno de plumas de pavorreal. La mujer se le quedó mirando fijamente.

—¿Vio pasar al Capitán Perro?

—¿Y ese güey quién es?

Héctor pasó a su lado y la mujer, inclinando la cabeza, le sacudió las plumas del penacho en la cara.

La puerta gris daba a un estacionamiento vacío. El aire estaba cálido, tanto al menos como en el interior del cabaret. Un borracho trataba de montarse en una bicicleta, daba dos golpes de pedal y caía al suelo. Nadie más. El Capitán Perro había desaparecido.

Héctor bostezó, encendió un cigarrillo y decidió irse a dormir al despacho.

Deberían ser más de las dos de la mañana. San Juan de Letrán brillaba a ratos en el neón y estaba extrañamente vacía. Uno o dos coches se detuvieron en el semáforo y Héctor cruzó caminando plácidamente. Era un paseo, nada iba a poder convencerlo de lo contrario. Era el paseo de las dos de la mañana por una ciudad solitaria y cálida. A pesar de su intento de conservar la mente en blanco, abierta a las impresiones de la noche, dos imágenes lo cercaron: el cuerpo moreno de la mujer del penacho de pavorreal, y el conejo meando en su alfombra. Había que llevarle algo de comer mañana en la mañana.