… somos tiempo y en él existimos como el humo en el aire, como el mismo aire pasajero.
ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR
Tras lidiar con burócratas y procedimientos, logró convertir el boleto de avión a Nueva York en varios billetes de mil pesos. Los llevaba en el bolsillo de la chamarra pegados a la mano. Ahora, la broma estaba hecha. Podía considerarlos adelanto de honorarios por descubrir a los asesinos de don Agustín y don Leobardo o regalarlos al primero que pasara. El primero, ése… Héctor se quedó mirando fijamente a un vendedor de escaleras que le devolvió la mirada confiando más en descargar una de las tres escaleras de madera que llevaba, que en hacer la venta. O ésa, y la secretaria apuraba el paso para que le alcanzara el tiempo para cualquier cosa.
Cruzó la Alameda dejando que un airecito suave le sacudiera la piel. El aire iba creciendo y levantaba tierra. Se detuvo ante los carteles que anunciaban la lucha por crear un kilómetro de monedas con destino a la campaña de alfabetización de la nueva Nicaragua y puso sus billetes en la fila ante la sorprendida mirada de un estudiante de la prepa popular que hacía guardia en la punta del kilómetro en proceso de construcción, para evitar que algún hijo de la chingada le robara centímetros.
Tras cumplir el ritual, el detective salió huyendo antes de que la admiración del estudiante de la prepa lo hiciera abochornarse.
—Ni vaya a pensar que porque tiene pistola, es güerito, y dice que es detective le va a tocar el último refresco. Aquí se la pela —dijo Gilberto.
—Somos demócratas nosotros, ¿sabe? —señaló Carlos el tapicero.
Héctor se cruzó de brazos y sonrió:
—Entonces, ¿un volado?
Llovía con furor. Una tarde turbia, ramas desgajadas de los árboles y millares de hojas secas en los charcos. Un viento frío azotaba el agua en la ventana. Los vidrios empañados dejaban pasar manchas de luz: los primeros focos encendidos en el edificio de oficinas de enfrente.
—Si ustedes bajan, les cambio el refresco por un café con leche —dijo el detective.
—Y salir al pinche tifón ese… ¡Ni madres!
—Ta peor que Krakatoa-al-este-de-Java —dijo el tapicero.
—¿Cuál dejaba? —preguntó Gilberto.
—Éste —respondió Carlos mostrando una tachuela entre los dientes mientras con el dedo índice señalaba la bragueta.
—Sale pues, un volado —machacó Héctor.
El solitario refresco motivo de la reyerta esperaba sobre el escritorio polvoriento, impávido, como gozando.
—El que abre el refresco baja por los cafés —ofreció Gilberto como fórmula mediadora.
Entonces, ahí estaba la trampa. No querían el refresco, querían que él bajara por los cafés. Ah, par de miserables, pensó Héctor.
—Yo con leche, y dos panes dulces —dijo el tapicero.
Mientras Héctor rondaba por la habitación, Carlos el tapicero clavaba tachuelas rítmicamente en el forro de un sillón. Las tenía dentro de la boca y las tomaba con la punta imantada del martillo; de ahí las clavaba sin meter las manos, que utilizaba para ir dándole forma al forro. El plomero, fascinado por el oficio ajeno, y en vacaciones laborales desde hacía una hora, se mecía recostado en la silla desvencijada y giratoria de Héctor.
—Le van a salir arañas a esa chingadera si piensan que voy a la tormenta por sus cafés. Además el chino de allá abajo no presta las tazas.
—Porque usted se niega a dejarle el importe —dijo el plomero.
Héctor se dejó caer en el sillón de cuero que había nacido con la oficina. Los resortes se botaron, la madera crujió.
—Ya podía usted darle una reparada al sillón —le dijo a Carlos.
—Yo soy anarquista —contestó el tapicero barbudo sin que hubiera muy clara relación entre petición y respuesta.
Héctor se estiró, permitiendo que la modorra, la sensación de protección que el cuarto brindaba ante la tormenta, lo invadiera totalmente; relajando los músculos, encendió un cigarrillo.
Un cuarto amplio, pisos de duela llenos de cicatrices, paredes de un blanco cremoso y sucio. Meche Carreño en monokini era dueña total de una esquina. Sobre un escritorio roñoso lleno de herramientas de plomería, tubos herrumbrados, pedazos de llaves y tuercas, una foto de Emiliano Zapata (ojo acuoso, las lágrimas a punto de brotar por el país que se le iba de las manos). El escritorio de Héctor, sorprendentemente vacío de papeles a excepción de un viejo periódico que servía de directorio, hoja de memorándum y recados telefónicos. Un restirador de dibujante vacío, y varios muebles destripados por el tapicero, ocupando cualquier posibilidad de espacio libre. Polvo, aserrín, grasa, restos de borra, daban al suelo sin barrer desde hacía un mes, configuración de zona de desastre. Y desde su punto de vista, unos calcetines azules y un par de zapatos, los suyos, apuntando hacia ninguna parte.
La tormenta, la deliciosa tormenta que arreciaba, y que iba a sacarlo de las tablas. Del empate con nadie y con nada de los últimos días.
Héctor Belascoarán Shayne, detective privado por extraños y revolucionarios motivos, era hombre de tormenta. O al menos, eso decidió aquella tarde lluviosa. Por eso se levantó del sillón y dijo:
—Ganaron, señores, voy por los cafés.
—Oiga, por mí no se moleste —dijo Gilberto Gómez Letras, plomero que compartía un tercio del despacho con el detective—. El mío con mucha leche y dos donas.
—Ya empezamos —dijo Carlos Vargas, tapicero, tercer vecino diurno del despacho.
Héctor se puso sobre el suéter un rompevientos verde, amarró los cordones de la capucha y encendió un nuevo cigarrillo.
—¿Y usted, nunca va a trabajar?
—Yo, también soy de esos…
—¿De cuáles?
—De los de ése —dijo Gilberto señalando a Carlos.
—Anarquistas —informó el tapicero sonriente.
—Ah que la chingada —dijo Héctor.
Y sí, llovía para quitar las ganas de trabajar, fuera uno anarquista o no. Tierra suelta, reflejos de aceite en los charcos. Los coches levantaban surtidores lanzándolos violentamente contra las banquetas, mojando los aparadores con agua sucia que era barrida inmediatamente por las oleadas de lluvia densa, chaparrón espeso, que caían.
Brincó charcos, evadió un Volkswagen, y entró saltando al café de chinos.
—Don Jelónimo, cafés para mis vecinos.
El chino lo miró con cara de mala leche. Primero porque lo llamaba Jelónimo, y segundo, porque se negaba a dejar el importe de las tazas. Héctor se sentó en un reservado al lado de un vendedor de periódicos que había entrado huyendo de la lluvia y le compró el Ovaciones.
—¿Te gustaría pasear en medio de la lluvia?
Héctor levantó la mirada sobre los titulares del periódico y encontró frente a él a la muchacha de la cola de caballo, cubierta con un impermeable rojo que chorreaba. Se puso en pie y salió sin hacer caso al chino que le reclamaba el pago de los cafés.
Subieron a un Renault rojo. Ella sin mirarlo arrancó y se metió en lo más espeso de la lluvia. Los limpiadores latían violentamente en el parabrisas. Ella encendió el radio. En Radio Educación, un locutor explicaba la diferencia entre el blues y el dixie. Luego se abrió paso una pieza de Charlie Mingus. Héctor la miró de reojo. ¿Qué lo ataba tan profundamente a esa mujer? Hacía un par de años que se conocían. Desde los orígenes de la carrera de Belascoarán como detective independiente, cuando él andaba cazando un estrangulador y ella una manera espectacular de morir. Enamorados por oleadas que iban y venían sin que nadie pudiera predecir la duración, habían vivido juntos en temporadas cortas donde rompían el cascarón de sus mutuas y apreciadas soledades. Atraídos por sus halos de locura habían llegado hacía un par de meses al callejón sin salida de la proposición de una relación estable, y ella se había fugado.
El coche salió a Reforma por Morelos levantando una cortina de agua a ambos lados.
—¿Cómo te va con el conejo? —preguntó ella de repente.
—Me gusta —contestó Héctor.
Tomó un pañuelo de la guantera y trató de desempañar el vidrio. El ruido de la lluvia sobre el techo del coche acompañaba bien a Charlie Mingus. Circulaban pocos automóviles por Reforma, pareciera como si la tormenta los hubiera disuelto.
—¿Qué traes entre manos?
—Una historia… Un hombrecito vestido de romano de película muerto en el baño de la oficina. Luego me mandan fotos de otro cadáver, y luego un boleto a Nueva York.
La muchacha sonrió.
—Vamos a dejar de vernos un tiempo —dijo ella.
—Vamos a hacer lo que hacemos siempre sin ponernos de acuerdo en nada, y a lo mejor sale bien —dijo él.
Al cruzar la glorieta del Ángel un coche se cerró violentamente ante el Renault. La muchacha de la cola de caballo dio un volantazo y derrapó en la lluvia. El coche siguió su paso lentamente.
—Vaya hijo de mala madre —dijo ella. Metió primera y aceleró.
—Tómatelo con calma, parece que fue a propósito —Héctor sacó la pistola y la puso entre las piernas.
—No seas paranoico, detective, es sólo un hijo de la chingada atarantado por la lluvia con complejo de macho mexicano… Nomás que no sabe en el lío en que se metió.
La muchacha aceleró, simuló que iba a rebasar por la izquierda y, hundiendo el pie en el acelerador, lo pasó por la derecha tocando el claxon.
Un segundo después, el vidrio trasero de la ventana del lado izquierdo del Renault se astillaba por un disparo.
—A ver, ¿quién es el paranoico?
—Tranquilo, detective, es un macho mexicano frustrado.
Héctor miró hacia atrás; el vidrio estaba muy empañado por la lluvia, que ahora caía sobre el asiento trasero del coche.
—¿Qué marca era el coche ese? ¿Cuántos venían?
—Creo que dos nada más.
—¿Les viste la cara?
—¿Tú crees que se les puede ver algo con esta lluvia? Era un Ford viejo.
Ella aceleró más aún y cortó a la izquierda en la glorieta de Sevilla. Héctor, volteando, se esforzó en ver si el Ford los seguía: a unos treinta metros, era un Ford amarillo deslavado.
—¿Ahí está, verdad? —preguntó ella.
—Es de color amarillo.
—Sí.
Cruzó Chapultepec con el semáforo amarillo. Luego frenó al otro lado de la avenida.
—¿Quieres perderlos o encontrarlos?
—Me gustaría seguirlos.
—Va a estar cabrón, conocen bien este coche.
—Entonces…
—Déjame darles un susto por lo menos —dijo ella.
—Puta madre, con quién se me ocurre salir a pasear en día de lluvia.
La muchacha de la cola de caballo sonrió.
—Tú eres el detective. A mí se me cierran, me avientan el coche, pero no me disparan.
Arrancó suavemente y luego aceleró cuando los primeros coches salieron con la luz verde de avenida Chapultepec. Entró en la calle de Durango y esperó a que en medio de las manchas de agua la mancha amarilla del Ford apareciera en el espejo lateral. Luego aceleró nuevamente.
Al llegar a la esquina de Sonora frenó violentamente derrapando y metió el coche en un estacionamiento. Salió en reversa y giró. A más de noventa por hora tomó Durango en el carril contrario avanzando hacia el coche amarillo.
—¿Qué haces? —preguntó Héctor—. Vamos directos.
—¿Apuestas a que se hacen a un lado? —dijo ella sonriendo.
Y clavó el pie en el acelerador.
Los del coche amarillo vieron de repente cómo el Renault se les venía encima y sacaron su coche de la calle echándolo al camellón, donde entró de frente contra una palmera.
El Renault pasó a su lado con el claxon pegado.
Eran dos tipos, y estaban muertos de miedo —pensó Héctor.
—Te quiero por salvaje —dijo él.
—Sería mejor que no nos viéramos en un tiempo.
—Necesito un chofer con tus habilidades —respondió el detective.
Héctor estiró la mano y la depositó sobre la pierna de ella, enfundada en un pantalón negro.
—Nos va a ir de la chingada, detective —dijo ella.
—Eso ya lo sabíamos desde antes.
El coche salió rumbo a la colonia Roma.
Como a las once de la noche, la muchacha detuvo el Renault rojo frente a la oficina de Héctor. El detective acarició su cara y bajó.
—¿Seguro que no quieres venir a dormir a la casa?
—No, voy a estar un rato por aquí y luego me voy hasta La Fuente de Venus.
Ella sonrió. Había dejado de llover. Sólo charcos y tierra suelta, periódicos rotos y llenos de barro a media calle.
Héctor subió en el elevador pensando que nunca había llegado con las donas y el café. No se lo iban a perdonar.
El Gallo estaba trabajando sobre su restirador.
—¿Se fueron Gilberto y Carlos?
—Le dejaron un recado abajo de ese refresco.
El recado informaba que el refresco había sido envenenado con «polvos de plomero para destapar caños».
Héctor tomó la Pepsicola y con la mira de la cuarenta y cinco botó la corcholata.
—Qué efectivo es usted —dijo el Gallo admirado.
Héctor se bebió el refresco paladeándolo.
—Usted nunca se lanzó con un Renault a cien por hora contra un Ford en sentido contrario.
—¿Qué hicieron los del Ford? —preguntó el Gallo.
—Se subieron al camellón.
—¿Y el culo cómo lo traían?
—No se los vi, pero supongo que así de chiquito —respondió Héctor abriendo los dedos índice y pulgar de la mano derecha unos milímetros.
Se quitó los zapatos y se asomó a la ventana. La calle estaba vacía.
—Si me duermo, me despierta cuando usted salga del despacho.
—Voy a salir como a las seis de la mañana.
—Más que mejor —dijo el detective y se dejó caer en su sillón.
Ahora resulta que querían matarlo, o asustarlo. Y además no había comprado los cafés y las donas, y ella manejaba mejor que los hermanos Rodríguez antes de que los choques los mataran, pensó antes de dormirse.